FÁRMACOS

En este apartado hemos reunido algunas de las diferentes estrategias, métodos y procedimientos que siguió Pessoa para tratar de combatir la soledad y mitigar su melancolía. Estas técnicas –estos trucos, estos fármacos– normalmente tienen que ver con ciertas variantes del estoicismo, con ejercicios de distanciamiento, pero también con su célebre y desmedido uso de los heterónimos. El objetivo último parece ser siempre amortiguar el impacto de ciertas verdades (la irrelevancia del individuo en el cosmos, la certidumbre de la muerte) de las que tampoco puede prescindir.

Procurarse las ventajas de un difunto ―nadie se preocupa de nosotros, ni en favor ni en contra. Imaginarse separado de la humanidad, desaprender los deseos de todo género: ¡y aplicar a la contemplación todo el exceso de fuerza! ¡Ser el espectador invisible!
Friedrich Nietzsche (1844-1900), Fragmento póstumo (1881)

No, es imposible; es imposible transmitir la sensación de vida de un período cualquiera de la propia existencia ―aquello que lo hace verdadero, que le da sentido― su penetrante y sutil esencia. Vivimos como soñamos: solos.
Joseph Conrad (1857-1924), El corazón de las tinieblas (1899)

Mi ideal es una cierta indiferencia. Un templo que sirva de contorno a las pasiones, sin mezclarse en ellas.
Ludwig Wittgenstein (1889-1951), Aforismos. Cultura y Valor ([1929] 1980)




Para mí, escribir equivale a despreciarme; pero no puedo dejar de escribir. Escribir es como una droga que me repugna y tomo, el vicio que desprecio y en el que vivo. Hay venenos necesarios, y los hay sutilísimos, compuestos por ingredientes del alma, hierbas recogidas en los rincones de las ruinas de los sueños, amapolas negras encontradas junto a las sepulturas de los propósitos, hojas largas de árboles obscenos que agitan sus ramas en las orillas oídas de los ríos infernales del alma.

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Escribo arrullándome, como una madre loca a un hijo muerto.

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Crear dentro de mí un Estado con una política, con partidos y revoluciones, y ser yo todo eso, ser yo Dios en el panteísmo real de ese pueblo-yo, esencia y acción de sus cuerpos, de sus almas, de la tierra que pisan y de los actos que ejecutan. Ser todo, ser ellos y no ellos. ¡Ay de mí! Este es todavía uno de los sueños que no logro realizar.

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La inacción consuela de todo. No actuar nos lo da todo. Imaginar lo es todo, siempre que no tienda hacia la acción. Nadie puede ser rey del mundo sino en sueños. Y cada uno de nosotros, si de verdad se conoce a sí mismo, quiere ser rey del mundo.

No ser, pensando, es el trono. No querer, deseando, la corona. Tenemos aquello de lo que abdicamos porque lo conservamos soñando, intacto, eternamente a la luz del sol que no hay o de la luna que no puede haber.

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Soy un estratega sombrío que, habiendo perdido todas las batallas, traza ya, sobre el papel de sus planes, disfrutando con su esquema, los pormenores de su retirada fatal, en la víspera de cada nueva batalla.

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Soy, en buena medida, la misma prosa que escribo.

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vamos, es que prefiero la vida al mismo Dios que la creó. Así me la dio, así la viviré. Sueño porque sueño, pero no padezco el insulto propio de dar a los sueños otro valor que el de ser mi teatro íntimo, como no doy al vino, del que sin embargo no me privo, el nombre de alimento o de necesidad vital.

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Así como, lo sepamos o no, todos tenemos una metafísica, así también, lo queramos o no, todos tenemos una moral. Yo tengo una moral muy simple ―no hacer ni bien ni mal a nadie.

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Nunca amé a nadie. Lo más que he llegado a amar es a sensaciones mías

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Esta es mi moral, o mi metafísica, o yo. Transeúnte de todo ―hasta de mi propia alma―, no pertenezco a nada, no deseo nada, no soy nada ―centro abstracto de sensaciones impersonales, espejo caído que siente orientado hacia la variedad del mundo. Con esto, no sé si soy feliz o infeliz; y tampoco importa.

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Al actuar junto a otros pierdo, al menos, una cosa ―el actuar solo.

Cuando me entrego, aunque parezca que me expando, me limito. Convivir es morir. Para , sólo mi autoconciencia es real; los otros son fenómenos inciertos en esa conciencia, a los que resultaría mórbido prestar una realidad muy verdadera.

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No subordinarse a nada ―ni a un hombre, ni a un amor, ni a una idea, tener aquella independencia lejana que consiste en no creer en la verdad, ni tampoco, caso de haberla, en la utilidad de su conocimiento― tal es el estado en que, me parece, debe transcurrir, para con ella misma, la vida íntima intelectual de los que no viven sin pensar. Pertenecer ―he ahí la banalidad. Credo, ideal, mujer o profesión ―todo significa la celda y las esposas. Ser es estar libre.

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Nos cansamos de todo, salvo de comprender, dijo el escoliasta. Comprendamos, comprendamos siempre, y luchemos por tejer astutamente coronas o guirnaldas que también habrán de marchitarse, flores espectrales de esa comprensión.

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Considerar todo cuanto nos sucede como accidentes o episodios de una novela, a la que asistimos no con la atención sino con la vida ―sólo con esta actitud podremos vencer la malicia de los días y los caprichos de los acontecimientos.

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La vida práctica siempre me pareció el menos cómodo de los suicidios.

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Nunca encontré argumentos salvo para la inercia. Día a día se fue infiltrando más y más en la conciencia sombría de mi inercia de abdicador. Procurar modos de inercia, apostar en huir de todo esfuerzo por vivir, de toda responsabilidad social ―esculpí con esos materiales de — la estatua pensada de mi existencia.

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Creé para mí una orientación estética. Y orienté esta estética hacia lo puramente individual.

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Lentamente me acoracé contra el sentimiento del ridículo. Me enseñé a ser insensible ya fuera para los reclamos de los instintos ya para las solicitaciones

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Soy un ascético de la religión de mismo. Una taza de café, un cigarrillo y mis sueños sustituyen cumplidamente al universo y sus estrellas, al trabajo, al amor, incluso a la belleza y a la gloria. No tengo casi necesidad de estímulos. El opio lo tengo yo en el alma.

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No construyo teorías respecto a la vida. Si es buena o mala, no lo , no pienso en ello. A mis ojos es dura y triste, con sueños deliciosos intercalados. ¿Qué me importa lo que la vida sea para los otros?

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No querer comprender, no analizar… Verse como se ve la naturaleza; mirar sus impresiones como se mira un campo ―en eso consiste la sabiduría.

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…el sagrado instinto de no tener teorías.

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Me gusta hablar. O mejor: me gusta palabrear. Las palabras son para mí cuerpos tangibles, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. Tal vez porque la sensualidad real carece para mí de cualquier interés ―ni siquiera mental o de ensoñación―, se me transmutó el deseo en aquello que en mí crea ritmos verbales, o los oye de los otros. Me estremezco si hablan bien.

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El arte consiste en hacer sentir a los otros aquello que nosotros sentimos, en liberarlos de ellos mismos, proponiéndoles nuestra personalidad como forma especial de liberación.

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El tedio…; Quien tiene Dioses nunca tiene tedio. El tedio es la falta de una mitología. A quien no posee creencias, hasta la duda le resulta imposible, el mismo escepticismo carece en él de fuerza para desconfiar. Sí, el tedio es eso: la pérdida, por parte del alma, de su capacidad de ilusionarse, la ausencia, en el pensamiento, de la escalera inexistente que le permite subir sólido hasta la verdad.

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