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ARTE Y NARRATIVA

Antinarratividad y humanismo

Entrevista con Malcolm Le Grice

Juan S. Cárdenas
Fotografía Minerva / Malcolm Le Grice

Nacido en 1940 en Plymouth (Inglaterra), Le Grice es uno de los cineastas más influyentes en la cinematografía británica. Aunque comenzó pintando, pronto se decantó por lo audiovisual y, desde entonces, no ha dejado de oponerse al imperialismo cultural hollywoodiense con un trabajo que explora las complejas relaciones entre los procesos que conforman el medio cinematográfico: el rodaje de una película, su proyección y su recepción. Sus películas, instalaciones y performances se han mostrado en los principales museos y centros de arte europeos y estadounidenses, así como en numerosos festivales internacionales de cine.

A usted se le conoce por su carácter contestatario y sus posiciones políticas, pero, al observar algunas de sus piezas, resulta difícil comprender cuál es el nexo entre ese discurso ideológico que propugna y el aire formal, casi abstracto que predomina en sus obras.

Bueno, diría que hay una distancia entre mi obra artística y mi trabajo teórico, que a menudo es mucho más duro y radical. Mi obra artística ha estado siempre abierta a ideas que no necesariamente tengo por qué entender. Me interesa que los conceptos y las ideas surjan del trabajo, del hacer y no al revés. Dicho de otro modo, no suelo asumir una posición teórica para después, a partir de ahí, producir mis obras. Podríamos decir, pues, que el discurso teórico y el de la acción artística avanzan en paralelo, y aunque a veces, como es obvio, se entrecruzan las dos líneas discursivas, la mayor parte del tiempo constato esa brecha. Por ejemplo, hoy hablaré aquí sobre la antinarratividad y, desde luego, mi postura en contra de la cultura de lo narrativo sigue siendo muy firme. Pero, al mismo tiempo, reconozco que existen elementos narrativos en la presentación de mi propia obra; no es algo de lo que pueda librarme por el simple hecho de promulgar un rechazo teórico. Lo que intento es que la acción produzca resultados inesperados. En ese sentido, no creo que en mi obra haya, como sugerías en tu pregunta, una especie de formalización. A mi entender, mi obra no es formal; es procesual. Lo que trataba de conseguir con esa separación de colores y formas que llevaba a cabo en mis primeros trabajos –tanto en los de cine como en la obra impresa– era, más bien, extraer algo a partir de la exploración del medio.

Ese me parece un punto crucial: la sobre-exposición de los procedimientos internos del medio utilizado como soporte del discurso narrativo.

Sí, pero debajo de ese trabajo de sobre-exposición hay, digámoslo así, una carga suplementaria de contenido. No es sólo una acción didáctica, de ser así no tendría ningún sentido. De hecho, si miras el conjunto de mi obra, verás que no constituye un corpus consistente. Es una obra que explora en diversas direcciones y, en muchos casos, en direcciones equivocadas que pueden no conducir a ninguna parte. Ayer estuve en el Reina Sofía viendo la exposición de la colección del Museo Nacional Picasso de París y lo que más me llamó la atención fue ver que Picasso emprendía proyectos que cualquiera habría rechazado diciendo: «no, no deberías hacer eso» o «eso no se puede hacer». Con los años veo que me siento satisfecho de haber hecho cosas que quizás eran triviales o demasiado pequeñas; tal vez una idea solitaria y simple para un vídeo que puede durar menos de un minuto, por ejemplo. Por lo demás, creo que la comprensión o lectura teórica no es la principal…

Sí, usted siempre insiste en la experiencia de la obra.

Ahí está el meollo. Quiero crear y construir experiencias, quiero que el espectador se involucre en experiencias que tienen que ver con su propia presencia, con su presente. Para mí la experiencia es más importante que las ideas. El arte basado en ideas no me interesa demasiado porque, una vez que captas la idea, la obra, de algún modo, queda conclusa, cerrada, y yo quiero que la obra siga viva y, especialmente, que siga viva en el encuentro con el espectador. No me agrada la idea de que en ese encuentro se produzca un «¡eureka!, ya sé lo que significa esto». Lo que yo pretendo es comparable a arrojar una piedra al agua, de manera que las ondas continúan expandiéndose… Y esas ondas, en su relación con el público, es lo que me parece más importante: la posibilidad de que la experiencia creada genere algo nuevo e inesperado cada vez que se produce el encuentro con el espectador.

Quizás usted me corrija, pero me atrevería a establecer un nexo entre su trabajo con la imagen y los experimentos azarosos de Cage con el sonido.

Me alegra mucho que hagas esa comparación, aunque mi relación con Cage es más bien oblicua. Antes de familiarizarme con sus procedimientos de azar, había descubierto todo eso en la improvisación del jazz. Como comprenderás, en mis inicios como pintor –un pintor provinciano interesado en la experimentación con la pintura y luego con el cine– no tenía ni idea de quién era Cage. No obstante, tenía un amigo, Keith Rowe, que es un guitarrista de improvisación libre muy radical –llegué a formar una banda con él cuando éramos estudiantes– cuyo grupo, AMM, solía tocar las composiciones de Cage e interpretar sus performances en Londres. Fue todo un descubrimiento, claro. Pero una de las cosas que más me interesó de esta nueva música era que nunca se sabía muy bien dónde empezaba y dónde acababa, ni en el espacio ni en el tiempo. En mi pieza Castle # 1 no puse el título al principio ni al final del filme, sino justo en la mitad; asimismo, el sonido empieza mucho antes que la imagen, de modo que cuando la gente entra en la sala no puede saber cuándo ha empezado la experiencia, y al final, cuando la película acaba, dejo encendida la luz del proyector, de manera que tampoco se puede saber en qué momento termina. Lo que siempre me cautivó de Cage era que su trabajo no permitía establecer claramente una distinción entre la obra de arte y la experiencia cotidiana, por lo que eran los espectadores quienes debían situarse por sí mismos en relación a lo que tenían enfrente. En el fondo, se trata de una cuestión que es tanto ética como estética, y que estaba muy presente en Cage: ¿qué es lo que le pertenece al espectador que no se le debe arrebatar y qué le corresponde a él y sólo a él decidir? Y esto comporta necesariamente un cuestionamiento de la noción del artista como único productor de sentido, de significado.

Me interesa detenerme en este punto porque, al ver un filme tan antinarrativo como Finnegan’s Chin –obviamente ligado al libro de Joyce en tantos sentidos– me preguntaba hasta qué punto su trabajo tiene una filiación con la tradición inglesa del non-sense y, más exactamente, con esa idea de no producir sentido…

Francamente, nunca había pensado que mi trabajo pudiera tener relación con Edward Lear o Lewis Carroll. Pero creo que tiene razón en cierto sentido… En realidad, a mí lo que me gustaría –y esto lo digo como una aspiración, como algo que casi me guardo para mí mismo– es que me vieran como un entertainer. No tengo ningún problema con la idea de que el artista sea considerado una especie de payaso y mucho menos con la noción de entretenimiento.

Esto también lo vincularía a una tradición muy antigua: la del bufón de la corte al que se le permite burlarse del rey y decir la verdad, una figura que, como quizás sepa, ha utilizado Terry Eagleton para definir el papel del crítico.

Bueno, aunque nunca he hecho nada parecido a una comedia, creo que incluso en mis obras aparentemente más serias hay algo definitivamente cómico en la manera en que se expone la relación entre la realidad y la representación. Hay algo que siempre resulta hilarante en esa relación y que tiene que ver con los sutiles mecanismos de la parodia. Por ejemplo, en la obra que instalé el año pasado en la Fundación Santander, After Leonardo, modifico y amplío a un tamaño enorme la imagen de Mona Lisa, en un intento de cuestionar hasta qué punto es problemático que un objeto trivial se convierta en un icono.

La exageración es un recurso humorístico…

Exacto. Y aunque no puedo esperar que los espectadores lo entiendan así, para mí es algo definitivamente cómico. Como también es humorístico poner tanta energía en algo que es extremadamente pequeño y trivial.

Me gustaría volver al tema de la política de los códigos narrativos.

Como sabes, llevo muchos años investigando sobre este tema, y desde muy pronto desarrollé una posición abiertamente antinarrativa, entendiendo el término en el mismo sentido en que Dziga Vertov decía que el cine era el opio del pueblo. En primer lugar, lo narrativo proporciona una sensación de coherencia que, en mi opinión, no está ahí, no es real. Es una falsa coherencia, una sumatoria de causas y efectos falaz. El mundo no funciona así, no es así como uno lo experimenta. Te pondré un ejemplo un tanto dramático: es la historia de un buen amigo, alguien con quien tenía muy buena relación hace muchos años en la escuela de arte. Su nombre era James y era un hombre tremendamente jovial y alegre, alguien con quien era imposible no llevarse bien. Con el paso del tiempo dejé de verlo y, al cabo de unos años, me contaron que se había suicidado. Pues bien, no había nada en mi historia con esta persona que pudiera hacerme suponer que acabaría quitándose la vida. Creo, por tanto, que en cada momento de la vida se produce una confluencia de fuerzas de la que sólo puede dar cuenta una especie de multinarratividad; algo, en cualquier caso, opuesto a esa narrativa lineal que suscita una falsa impresión del mundo. Más tarde comencé a pensar en lo que llamé matrices de conexión, con las que sería posible construir un sentido a partir de numerosas dimensiones. En segundo lugar, estaría el comportamiento de la gente con respecto a lo narrativo, y me refiero, en concreto, a los mecanismos de identificación. Ante la representación narrativa uno actúa «como si»; se proyecta en lo representado, transfiere sus deseos, sus miedos, etc. Y en el caso del cine este proceso funciona de una manera aún más contundente, dada la identificación con el punto de vista de la cámara. Todo esto quiere decir que, en cierto sentido, el espectador está sometido al poder del autor, una dominación que sólo deja de surtir efecto cuando se produce un distanciamiento. ¿Cuál es la diferencia entre el cine alternativo o experimental y el mimético? Que en el primero, pese a no estar exento de elementos narrativos –mis propias obras a veces incluyen pequeñas narraciones–, el espectador no está sometido a ese proceso de identificación, de manera que puede construir su propia experiencia. Y uno de los mecanismos para lograr ese distanciamiento brechtiano, como apuntábamos antes, es la sobre-exposición del funcionamiento del medio. El problema es que con la llegada de los instrumentos digitales, el medio desaparece, ya no hay un medio que desmontar. La relación se hace más compleja y ya no resulta tan fácil generar distanciamiento. En mi opinión, uno de los mecanismos vigentes que puede funcionar pasa por la supresión de la noción de perspectiva. La perspectiva fue creada para fijar la mirada del espectador en un punto; toda la coherencia escénica dependía de ese punto o de ese campo de focalización.

En el teatro japonés eso funciona de otro modo, los actores están en un lugar del escenario, los músicos en otro… Al final no sabes adónde mirar.

Eso es cierto, pero para mí el teatro es menos problemático que el cine. En el cine, incluso las lentes focalizan la acción, todo está sustentado en la perspectiva, por no hablar del funcionamiento del montaje, que te permite seguir una acción con un determinado ritmo que altera tu relación con el espacio y produce la ilusión de que realmente te encuentras inmerso en la acción representada.

Hace un momento mencionaba usted la necesidad de seguir explorando en la dirección antinarrativa. No obstante, la publicidad y, en general, toda la producción industrial de imágenes en el cine y la televisión, se apropian constantemente de los hallazgos de esa exploración para ponerlos a su servicio.

Lo cierto es que ésta es una cuestión a la que no sé bien cómo responder. Yo también observo ese fenómeno, pero no sé cómo reaccionar. Sin embargo, pienso que, por un lado, existe una fuerte demanda de estas estructuras no lineales –en efecto, sería imposible vender algo así si la gente no lo necesitara–; y por otro lado, no creo que la publicidad o estos medios industriales se hayan apoderado de todas las herramientas que manejamos. Pienso, por ejemplo, en la proyección por varios canales. No se puede incorporar eso a una narrativa lineal.

Pero es que es la publicidad la que se ha convertido en un formato no lineal. Ya no venden directamente el producto, sino que se establece una relación de contigüidad entre la marca y una serie de sensaciones o experiencias.

Verás, cuando empecé a hacer mis películas en los años sesenta, mantenía una posición mucho más radical desde el punto de vista ideológico y creía seriamente que mi obra conseguiría destruir el cine. Pero no fue así, claro; no soy tan poderoso, ¿no? Por otro lado, ¿es realmente tan horrible, tan atroz, tan peligroso todo lo que hace la publicidad? Y si lo destruimos, ¿con qué lo reemplazaremos? Hoy rechazo ciertos elementos de mi actitud de aquellos años porque veo su trasfondo puritano. No estoy en contra del placer, ni siquiera estoy en contra de ciertos elementos del placer consumista. No creo tampoco que el bienestar económico vaya en contra de la realización de ciertas aspiraciones políticas que he reivindicado siempre. Al final, lo que queda es una suerte de humanismo. Después de viajar por muchos lugares, sobre todo por países pobres, he llegado a la conclusión de que lo que la gente quiere en todas partes es muy similar: educación, seguridad, placer, alimento. No es nada espectacular, la gente quiere cosas simples. ¿Qué es lo que juega en contra de la satisfacción de esas demandas mínimas? Porque es obvio que algo está haciendo que las cosas no funcionen como deberían. Ahora bien, eso no implica que la solución pase por establecer un gobierno revolucionario. De hecho, creo que eso sería un retroceso en toda regla. La discusión ahora está en otro lugar, por ejemplo, en el tema ecológico, que en los sesenta, para nosotros, era secundario. Las reglas del debate son otras. ¿Y qué papel juega el arte en todo esto? Al menos en mi caso, intento construir experiencias que no exploten la credulidad, experiencias en contra de la megalomanía, en contra de esas piezas escultóricas horribles que abundan en el mobiliario urbano y en los museos. Me gusta pensar en obras pequeñas, que funcionen en una escala humana.

LIBROS

Experimental Cinema in the Digital Age, Londres, BFI Publications, 2001.

Abstract Film and Beyond, Londres, Studio Vista, 1977.

* * *

SELECCIÓN DE PELÍCULAS Y VÍDEOS

Finnegans Chin - temporal economy, 1981, 80 minutos

Emily - third party speculation, 1979, 60 minutos

Blackbird Descending - tense alignment, 1977, 120 minutos

After Leonardo, 1973, 10 minutos, dos pantallas

White Field Duration, 1973, 12 minutos, dos pantallas

Berlin Horse, 1970, 9 minutos

Spot the Microdot, 1969, 10 minutos

Castle Two, 1968, 32 minutos, blanco y negro, dos pantallas

Little Dog for Roger, 1967, 12 minutos, blanco y negro

Castle 1, 1966, 22 minutos, blanco y negro

China Tea, 1965, (8 mm.), 10 minutos, color, muda