Mi vida como escritor y el héroe picaresco
Traducción Ana Useros / Fotografía Lola Araque
Prolífico escritor y poeta, Alan Sillitoe nació en Notingham, Inglaterra, en 1928, en el seno de una familia de clase obrera marcada por una miseria de tintes dickensianos. Una tuberculosis contraída en las filas de la Royal Air Force le reportó una modesta pensión que le permitió dedicarse a su verdadera vocación: la escritura. Aunque él siempre ha desdeñado la etiqueta, se le ha considerado parte del grupo literario de los Angry Young Men (jóvenes airados) y las adaptaciones cinematográficas de dos de sus obras más conocidas, el cuento La soledad del corredor de fondo y la novela Sábado por la noche, y domingo por la mañana, se convirtieron en dos clásicos del Free Cinema. Minerva recupera la conferencia que pronunció en 2002, durante su visita al CBA.
Estoy muy contento de estar aquí en Madrid. He escuchado la presentación que se ha hecho de mí, y me ha parecido que sí, que lo que se ha dicho es una parte de mi vida. La otra parte es, por supuesto, una mucho más secreta, en la que estoy encerrado en una habitación con mi propia obsesión y soy un escritor. No es difícil recordar que un escritor está en el negocio de las comunicaciones. Quiere comunicarse con una gente que podrían ser sus lectores. Cuando un escritor termina una novela, si tiene suerte, se publica y si tiene aún más suerte, la gente la lee. Tienen esa novela en las manos, la leen y, mientras la leen, tal vez en secreto, hacen su propia película en su cabeza. Y cada persona es diferente; hace su propia versión, especial, idiosincrásica y peculiar de la película que el escritor les ha dado por medio de su libro.
Hablemos, sí, de comunicaciones… Cuando tenía catorce años entré a trabajar en la fábrica de bicicletas Raleigh, en Nottingham. La bicicleta, por supuesto, es una forma perfecta de comunicación. Lleva a la gente de un lugar a otro de forma muy barata. Luego me alisté en la Royal Air Force y estuve en un aula durante veintisiete semanas aprendiendo a ser radiotelegrafista, lo que significa que, una vez graduado, me encontré en Malasia, sentado en una pequeña choza al final de una carretera, con un transmisor y un receptor y cuatro grandes antenas, enviando y recibiendo código Morse a las aeronaves que pasaban por allí desde Australia camino a Inglaterra y viceversa. Eso también forma parte del negocio de las comunicaciones, así que se puede decir que ya entonces iba camino de convertirme en escritor.
Voy a hablar brevemente de cómo me convertí en escritor. Cuando era niño era muy improbable que yo me hiciera escritor, porque en mi ambiente era algo inaudito. Pero aún así, un oscuro sentimiento en mi interior me sugería que escribir sería una buena idea. De manera, que cuando tenía once o doce años, empecé a escribir un poco.
Recuerdo que tenía un par de primos que, durante la Segunda Guerra Mundial, fueron reclutados en el ejército, y lo abandonaron apenas unas semanas más tarde. Se convirtieron en desertores, quemaron sus uniformes y, para ganarse la vida, se hicieron ladrones. Durante la noche robaban tiendas y oficinas para tener dinero suficiente para sobrevivir, porque no tenían documentos válidos ni cartilla de racionamiento, un equipamiento imprescindible si se quería vivir en Inglaterra durante la Guerra. Cuando volvían de sus obligaciones nocturnas pasaban por nuestra casa y les contaban a mis padres algunas de sus aventuras, así como lo que habían robado durante la noche. Y yo, que tenía doce años, pensé: «Quizá algún día seré capaz de escribir historias sobre sus aventuras». Así que recuerdo que compré un cuaderno grande y allí escribí todos los detalles de la apariencia de mis primos, los trajes que llevaban, su altura, el color de sus ojos y su pelo, y en la página enfrentada, las características de las tiendas y las oficinas que habían asaltado la noche anterior, es decir, los detalles de su trabajo durante las horas de apagón forzoso. Pensé que con aquel material algún día podría escribir una novela. Un día, mientras estaba en el colegio, mi madre encontró el cuaderno y, por supuesto, lo leyó. Se quedó helada. Cuando volví del colegio me dio un golpe en la cabeza y me dijo: «¿En qué estabas pensando? Escribir unas cosas tan terribles sobre tus primos… Si la policía encuentra este cuaderno acabamos todos en la cárcel». Y arrojó mi primer esfuerzo literario al fuego.
Pero bueno, como tenía doce años… No, ya debían de ser trece; el caso es que no me amilané y salí a la calle, me fui a la biblioteca pública y cogí prestado un libro sobre cómo convertirse en escritor. Me lo llevé a casa y lo leí. La primera frase del libro decía, «si no estás moviendo los labios mientras lees estas palabras, puedes convertirte en escritor», o algo parecido. Así que pensé, «genial, yo no los estoy moviendo». Y cuando mis primos vinieron a visitarnos les dije que la próxima vez que asaltaran una oficina me trajeran una máquina de escribir, porque en ese libro se decía que si querías escribir novelas tenías que mecanografiarlas y mandarlas a los editores en un estado presentable, en papel limpio. Me dijeron que sí, que por supuesto que la traerían, pero al final no lo hicieron porque pensaron que si la policía pasaba por casa y la veía nos meteríamos todos en un lío. Así que acabé olvidando mis ambiciones de ser escritor y me puse a trabajar en la fábrica, que estaba muy bien. Diría que fue una iniciación muy buena para un escritor. Después me enrolé en las Fuerzas Aéreas y me convertí en operador de cable, de nuevo un comunicador, y más adelante, dejé las Fuerzas Aéreas, me dieron una pensión por enfermedad, y me vine a vivir a España, a Mallorca.
Estuvo muy bien vivir en España. Antes de cumplir los treinta años ya había vivido ocho años fuera de Inglaterra, y eso fue lo mejor que me pudo ocurrir. Aprendí francés y español, leí muchísimo. En cierto modo, completé mi educación. Además, tenía un montón de tiempo en Mallorca para escribir novelas. Llevábamos una vida muy, muy buena porque, de alguna forma, la gente local nos aceptó. Éramos ligeramente excéntricos, claro, pero nos toleraban y nos apreciaban. Era gente muy amable, muy agradable. Así que pasamos cuatro o cinco buenos años en Mallorca, durante los cuales tuve una pensión de las Fuerzas Aéreas, lo que quería decir que, cada pocas semanas, Su Majestad la Reina de Inglaterra me mandaba un cheque y unas líneas diciendo: «Alan, sé que intentas convertirte en escritor. Aquí tienes algo de dinero. Buena suerte y adelante». Durante diez años de mi vida me mantuvo una mujer… a la que nunca había visto en persona. No me importaba demasiado, por supuesto; me pareció muy generosa, y nos daba lo justo para vivir en España.
Al final, publicaron la novela en la que había estado trabajando. Desde ese momento me di cuenta de que había que decidir muy pronto en la vida si se iba a vivir o si se iba a escribir. Yo decidí, claro, que iba a escribir, pero, por otra parte, es obvio que uno no deja por eso de vivir; se tienen todo tipo de experiencias que a veces son una ayuda y a veces un fastidio. Tras la publicación de Saturday Night and Sunday Morning seguí leyendo mucho, aunque me desvié un poco de mi camino porque tuve que escribir el guión de dos películas. Karel Reisz, ya fallecido, desgraciadamente, vino a preguntarme si escribiría el guión de Saturday Night and Sunday Morning. Yo dudé: por una parte, jamás había escrito un guión; por otra, había visto muchísimas películas. De niño leía mucho pero también iba mucho al cine: siempre se podían arañar unos peniques… Así que escribí el guión. Reisz lo leyó y me dijo: «Bueno, es un guión perfecto y correcto, pero, si lo rodamos, la película durará 9 horas y 57 minutos». Así que me puse manos a la obra, cortando, borrador a borrador, hasta que se quedó en una duración comercial adecuada de una hora y 29 minutos. Al año siguiente Tony Richardson vino a verme y me dijo: «Queremos hacer una película a partir de tu cuento The Loneliness of the Long Distance Runner, ¿escribirías el guión?» Y le dije que sí, que lo haría. Ya había hecho uno antes, y me pareció que sería dinero fácil, así que lo escribí. Pero cuando se lo enseñé, lo leyó y me dijo: «Sí, bien, se puede hacer una película con este guión, pero si la hacemos, durará 17 minutos y 10 segundos». Así que me puse manos a la obra en la tarea contraria, escribiendo material original y metiéndolo allí hasta que se estiró hasta llegar a 1 hora y 29 minutos. Fue una situación bastante parecida a la de Benvenuto Cellini en la ópera de Berlioz, cuando el Papa va a pedirle una estatua que Cellini no ha terminado y le dice: «Mira, si no la terminas mientras estoy yo aquí, haré que te ahorquen». Y Cellini recorre el estudio y funde toda clase de esculturas preciosas hasta que obtiene la cantidad de metal necesario para hacer el hermoso Perseo solicitado. Pues yo fundí un montón de cuentos en mis novelas para hacerlas lo bastante largas cuando no lo eran. Eso que tenemos en común…
Cuando publicaron Saturday Night and Sunday Morning varios críticos dijeron que era una novela picaresca. No era una novela con una trama urdida de manera convencional, científica, bella o artística, sino una novela picaresca. Lo decían con desdén, lo que no me importó nada, pero sí me llevó a pensar que debía familiarizarme más con el héroe picaresco y su psicología. De modo que leí todo lo que encontré sobre literatura picaresca y, algún tiempo después, escribí una novela picaresca de la que les hablaré más tarde.
La vida es corta y el héroe picaresco lo sabe mejor que la mayoría de la gente; el héroe auténtico, que es estatuesco más que picaresco, es en cambio el que menos lo sabe. El pícaro actúa como si fuera a morir mañana mientras que el verdadero héroe se regodea como si fuera a vivir para siempre. El pícaro, en otras palabras, lo quiere todo y lo quiere hoy. Anhela escapar del mundo de la realidad a través de la fantasía juvenil, pero no acaba de conseguirlo. El pícaro es a la vez un soñador y un hombre de acción, pero ni sus sueños son tan intensos como para apartarlo de la acción ni sus acciones tan sopesadas como para destrozar sus sueños.
El carácter del pícaro puede variar porque, aunque sus bien definidos objetivos puedan en ocasiones confundirse con la ambición, a menudo lo consumen falsas ambiciones que no son sino objetivos. Estos impulsos generalmente terminan en desastre y, aunque no tenga una idea clara de cuáles puedan ser sus ambiciones, siente que sólo una ventaja rápida puede ayudarle a obtenerlas. Para un pícaro no hay desastres, sólo inconvenientes, y hará cualquier cosa por sacar adelante sus planes. Más que ninguna otra cosa, lo alienta la voluntad de éxito y se pondrá manos a la obra con todo el encanto y astucia de su naturaleza. No lo hará por medio del trabajo; ya hay suficiente gente trabajando para mantener un mundo opulento del que él puede disfrutar y, desde luego, no hay lugar para nuestro héroe en ninguna ocupación que, desde fuera, parezca desagradable o tediosa. En cualquier caso, y no deja de ser un impulso caritativo, nuestro héroe sabe que trabajar querría decir quitarle a otro el pan de la boca aunque, en este caso, la modestia le llevaría a replicar que un pan de tan poco valor no puede sino despreciarse. Adaptable e inteligente, el pícaro contempla el trabajo como algo que no le permitiría desplegar y explotar todas las facetas de su genio peculiar.
Desde el punto de vista del héroe picaresco, no hay en este mundo valores estables. Si es un ladrón nato, es para adquirir rápidamente dinero: en el fondo es sólo una forma acelerada de ganarlo, como la cámara rápida de las películas. Es también un ladrón de ideas cuando las necesita, pues inventar una filosofía o una justificación para sus actos sólo le llevaría a descubrir que algún otro había tenido esas ideas antes que él. Por tanto, es conservador; cree en el orden básico de la sociedad para así poder aprenderse todas las reglas y saber mejor cómo arreglárselas. De otro modo, desaparecería para siempre. En un estado bien ordenado y controlado cibernéticamente, no tendría opción alguna, pero, afortunadamente, ese tipo de estado no puede existir. En cierto modo, y por áspero que pueda llegar a ser, el mundo es un carrusel y él se encuentra en el centro, un lugar tranquilo, desde el que salta en los momentos oportunos a la zona que gira, con su colorido y oropel, para presumir, engañar o seducir. Se retira cuando el tiovivo gira demasiado deprisa o cuando su comodidad se ve amenazada. Vuelve a su isla de seguridad en el centro, consciente de que fuera de allí no se va a encontrar a salvo. Necesita un refugio de los peligros del mundo, aunque a veces sólo lo encuentra en su interior. Es el refugio más frágil de todos, en el que apenas puede quedarse porque allí casi no tiene con qué mantenerse. El tipo de vida que su temperamento le permite llevar es a menudo duro, pero mientras el peligro no aparezca con excesiva frecuencia, es una vida tolerable ya que, como pícaro, puede arreglárselas para cambiar las cosas, siquiera temporalmente, para mejor.
En algún momento de los años sesenta leí el Guzmán de Alfarache, de 1539, de Mateo Alemán; el Lazarillo de Tormes, de 1553, de, por lo que sabemos, Diego Hurtado de Mendoza, y El Buscón, de Francisco de Quevedo. Fue esta agradable experiencia la que me dio la idea de escribir una novela picaresca ambientada en la Inglaterra de nuestros días. Algo que fuera más allá de Saturday Night and Sunday Morning. Como todos sabemos, la novela picaresca surgió en España en el Siglo de Oro y pasó a través de Francia hasta Inglaterra, donde prendió con fuerza entre sus escritores. Allí donde fracasó la Armada, triunfó la literatura, como siempre ocurre. Estos escritores influyeron así en Fielding, Defoe y Tobias Smollett. Sir Walter Scott se reclamaba más tarde devoto de Alain Lesage, que escribió Gil Blas (traducido al inglés por Smollett). Pero Lesage era francés. En agosto de 1804 Henri Beyle, el gran Stendhal, aconsejaba a su hermana Pauline que leyera el Gil Blas, pensando que con esta lectura aprendería algo sobre el mundo y sus manejos. Habría sido mucho más sabio si le hubiera aconsejado empezar con Mateo Alemán. Pero, en cualquier caso, es posible que la novela picaresca de Lesage haya servido a Stendhal de inspiración para escribir Rojo y negro y La cartuja de Parma.
Así pues, durante un año (y fue una época que disfruté mucho) me entretuve, tanto como espero entretener a cualquier posible lector, escribiendo una novela titulada A Start in Life. Citaré la contraportada –la escribí yo mismo– para contarles su argumento: «A Start in Life describe las vulgares y no tan vulgares aventuras de un bastardo y, para colmo, proletario. Trata de su nacimiento y juventud en su ciudad natal y de lo que le acontece cuando la estrella de su destino lo conduce a Londres y a otros lugares diversos. Relata sus locuras infames y sus errores alocados y cómo lo condujeron a un final que no sorprenderá a nadie, aunque no se revelará hasta que no llegue». El héroe, Michael Cullen, tras numerosas aventuras y una estancia en la cárcel por contrabando de oro, tuvo un final apropiado. Pero, claro, un pícaro nunca muere, al menos en la mente de su autor, y mi héroe me daba la lata para que lo retomara, aunque sólo fuera para aumentar su abanico de experiencias.
Es comparativamente sencillo empezar una novela pero muy difícil saber en qué grado de finitud dejar al personaje principal antes de escribir con alivio y satisfacción esa palabra mágica, «Fin», en la última página. El final definitivo sería uno en el que todo el mundo muriera, o casi todo el mundo, pero un autor debe evitar esa complacencia asesina o esa argucia, por mucho que a veces le tiente. Ahora bien, un personaje que ha sido muy real durante varios cientos de páginas, durante un año o dos de escritura, puede no estar en absoluto satisfecho con sus circunstancias al final de la novela. Una de mis pesadillas recurrentes es la de despertarme en un sombrío amanecer y ver a un personaje de una de mis novelas del pasado, al que más o menos he olvidado (un escritor por fuerza es veleidoso), colarse por una ventana abierta con los ojos inyectados en sangre y un cuchillo de carnicero en la mano. Se para junto a mi cama, acerca la hoja a mi garganta y dice: «¿Por qué me dejaste en esa situación al final de A Start in Life? ¡Te serví fielmente durante 351 páginas y media y me dejas viviendo en una estación de tren abandonada con una mujer y tres hijos! ¡Sácame de ahí, por Dios!» ¿Qué se puede hacer en un caso así? Casi inmediatamente después de publicar la novela, en 1970, empecé a llenar un cuaderno con los peligros y trampas que podía tender a mi héroe insatisfecho, y a tejerlos en una narración. Pero había otras novelas que se mostraban aún más exigentes, de modo que pasaron quince años hasta que el cuaderno estuvo lo bastante lleno como para poder pensar de nuevo en Michael Cullen y liberarlo de su servidumbre.
Todos los pícaros tienen una naturaleza especialmente atractiva cuando no son crueles, egoístas y redomados criminales, a la medida –o incluso en mayor medida aún– del escritor que gustoso consiente, incluso se complace, en describirlos. Así que me vi obligado a escribir una secuela de A Start in Life, que llevó por título Life Goes On. Esta segunda novela sobre Michael Cullen se tradujo al español y se publicó como La vida continúa. Al menos uno de mis pollitos volvió al nido. Pero incluso entonces no pude abandonar a mi héroe o él no quiso dejarme en paz. Lo dejé en mejor situación al final de A Start in Life, aunque en una condición igualmente ambigua. Y al terminar este segundo libro, volví a llenar un cuaderno con nuevas aventuras para él y, aunque han pasado más de quince años, como el autor cree o espera que va a vivir para siempre, estoy precisamente trasteando estos días con uno de los primeros capítulos del tercer volumen… Cuando la trilogía se complete, si se completa, las peripecias de la existencia de Michael Cullen se habrán desplegado a lo largo de mil páginas. Pero llegados a ese punto lo abandonaré. Eso sí, será en una posición elevada, para la que todas sus aventuras lo habían ido preparando, y de la que espero que por fin no tenga queja. Al fin y al cabo, no quiero que me de la lata el resto de mi vida.
Hay un personaje de Conrad en Lord Jim, no recuerdo cuál, que señala: «el hombre es asombroso, pero no es una obra maestra». El héroe picaresco va de un incidente a otro, de una hazaña arriesgada a otra, como si luchara por convertirse exactamente en eso: en una obra maestra del arte de vivir, una descripción completa de la propia vida gloriosa, esa misma que, desde su nacimiento, ha creído seudoconscientemente que iba a ser capaz de alcanzar. Y si en último término resulta que no se acerca nada a esa obra maestra del arte de vivir, será el escritor el único responsable pues, siendo él todopoderoso, creó al pícaro tanto como el pícaro se creó a sí mismo. El escritor mismo no podría, por supuesto, ser la obra maestra a la que aludía Conrad –cualquiera que se haya convertido en escritor padece una tara desde el principio–, pero sí puede esforzarse en hacer de su protagonista una obra maestra. Si lo consigue o no, es algo que debe juzgar el lector.
Aunque el escritor y el pícaro son diferentes, están unidos ante la sociedad, por más que sea posible que este hecho les disguste a ambos. En el caso del escritor que hoy tienen ante ustedes, debo confesar que en su juventud se abrieron ante él dos carreras muy distintas: convertirse en delincuente o en escritor. Si la humanidad es o no más afortunada por haberme convertido yo en escritor no es algo que me corresponda a mí decir, pero el haber contemplado la alternativa a mi alrededor, durante mi infancia y juventud, me ayudó a entender el funcionamiento de la mente del pícaro. El hecho de que tanto el pícaro como el escritor estén firmemente encastrados en la sociedad completa la simbiosis. Un escritor, al crear su propio e idiosincrásico pícaro, demuestra que todos los pícaros son únicos. Es el mundo el que permanece igual, con el pícaro y el escritor unidos por su marco social. Durante sus trabajos hercúleos el escritor se retrata a sí mismo como su propio héroe picaresco, pero como escribe en lugar de vivir, su temeridad no lo pone en peligro. Usa su imaginación, observa, recuerda. El paisaje es el suyo, así como la gente que lo puebla, y su ocupación es escribir sobre ellos más que hacerles daño. Si los daña de forma moral es únicamente sobre el papel, lo que permite tomarlo o dejarlo, cada uno a su gusto. No obstante, el escritor no olvida que él es el Dios que controla, que se divierte fabricando aventuras y, por tanto, instruyendo y deleitando a sus lectores mediante la comunicación. La sociedad y el héroe picaresco están unidos, pues, y el escritor cuenta una historia que es esencial para ambos. Escribir sobre el pícaro puede causar menos daño a la sociedad que las inmorales hazañas del propio pícaro, pero sería una lástima de proporciones cósmicas que el héroe picaresco desapareciera alguna vez de la literatura. Y si el mismo destino cayera sobre los escritores, que insuflan fuego y vida a su imagen, sería incluso peor.
La soledad del corredor de fondo, Madrid, El Tercer Nombre, 2007
Fuera del torbellino, Barcelona, Bibliotex, 1993
La puerta abierta, Barcelona, Plaza y Janés, 1990
Sábado por la noche y domingo por la mañana, Barcelona, Plaza y Janes, 1989
La vida continúa, Barcelona, Plaza y Janés, 1988
Colina abajo, Barcelona, Laia, 1987
El hidroavión perdido, Barcelona, Debate, 1985
El cuentista, Madrid, Alfaguara, 1983
El hijo del viudo, Madrid, Alfalguara, 1982
La segunda oportunidad, Barcelona, Debate, 1982
La hija del trapero, Barcelona, Caralt, 1973
El árbol en llamas, Barcelona, Lumen, 1972
La muerte de William Posters, Barcelona, Lumen,1970
La piel de los hombres, Barcelona, Caralt, 1965