Las metamorfosis de la sociología crítica
Entrevista con Robert Castel
Imagen Minerva y U.S. National Archives
Robert Castel es uno de los principales representantes de la mejor generación de sociólogos franceses. Junto a Michel Foucault, Pierre Bourdieu, Jacques Donzelot o Luc Boltanski, Castel ha desarrollado una teoría muy influyente que bebe tanto de la crítica social como de la investigación sociológica. Su carrera comenzó en las zonas oscuras del estado del bienestar –las prácticas psiquiátricas y los manicomios– y, al ritmo de las propias transformaciones históricas, se ha ido trasladando hacia el estudio de las formas de propiedad, el trabajo y la protección social. En diciembre visitó el CBA para participar en un debate con los sociólogos Fernando Álvarez-Uría y Julia Varela.
En los años setenta, al principio de su carrera, publicó El orden psiquiátrico, una investigación sobre la historia de los manicomios, unas instituciones en las que se ejercía el poder de una manera muy dura y visible. ¿Cómo ve ahora aquellas investigaciones? ¿Qué ha retenido de ellas?
En la Francia de aquella época, a finales de los años sesenta, no había apenas interpretaciones sociales de la psiquiatría o del psicoanálisis. Había muchos trabajos sobre la cuestión realizados por los propios profesionales. Por supuesto, ya se había escrito la Historia de la locura en la época clásica de Foucault, pero se situaba en un plano más filosófico. A mí no me interesaba hablar de la psiquiatría desde el punto de vista terapéutico o desde la perspectiva de la organización de este campo profesional sino de sus funciones sociales. Yo quería hacer una sociología de las prácticas psiquiátricas en el mismo sentido en el que hay una sociología de la religión, del trabajo o de la familia. Aunque mi intención era muy académica, acabé entrando en relación con los movimientos de crítica institucional de la época. El manicomio es una forma ideal-típica de ejercicio del poder coercitivo y arcaico. Estábamos en el 68, y la crítica de las formas más represivas del poder estaba completamente a la orden del día.
La conexión entre los movimientos antipsiquiátricos y los que estábamos teorizando acerca de la psiquiatría surgió naturalmente. Yo tuve una relación profesional y de amistad muy fructífera con Franco Basaglia, con el que mantenía puntos de vista complementarios. Franco y yo estuvimos en un grupo que se llamaba Reseau Alternatif a la Psychiatrie que tuvo cierta influencia en su momento y que estaba compuesto tanto por aquellos a los que nos interesaban los análisis más bien teóricos como por profesionales que querían revolucionar las instituciones en las que trabajaban. Para mí fue una época muy intensa en la que pude unir mis intereses teóricos con la práctica política.
¿Cómo ve ahora la antipsiquiatría?
En un determinado momento desconecté de estos temas porque no tenía ganas de encasillarme como experto en el área psiquiátrica. Pero tengo la sensación de que la antipsiquiatría ha tenido una cierta utilidad para la modernización de la medicina mental. Los manicomios eran estructuras muy arcaicas y nuestra crítica institucional ha podido ser importante para acabar con ellos.
Tras sus trabajos sobre psiquiatría, pasó a hablar de una forma generalizada de intervención social que ya no ejercía el poder de forma continua, sino que mantenía espesas redes de vigilancia capaces de detectar precozmente los síntomas de fenómenos potencialmente peligrosos. Esta idea la formuló usted a principios de los años ochenta, en un libro titulado La gestión de los riesgos, cuando estos rasgos eran aún incipientes. ¿Cómo han evolucionado estos modelos de intervención?
Para mí la época de La gestión de los riesgos supuso una transición. La psiquiatría clásica no tiene una función preventiva clara porque para que se ponga en marcha hace falta que el loco haya pasado a la acción. Lo mismo sucedía con los criminales. Sin embargo, hay una forma más sutil de gestionar estas situaciones que se perciben como peligrosas, que consiste en pasar de la peligrosidad al riesgo. Es decir, no hace falta que un sujeto peligroso haya cometido un acto determinado, sino que se trata de anticipar, con razón o sin ella, aquello que puede generar una situación peligrosa aislando los factores de riesgo que afectan a grupos de población. Ya no se busca al individuo peligroso sino que se construyen perfiles de riesgo que permiten identificar a los individuos virtualmente peligrosos y vigilarlos antes de que pasen a la acción. Esto ha permitido una multiplicación de las formas de intervención y de control que no dependen de una relación cara a cara entre el paciente y el psiquiatra, o el delincuente y el policía. Cuando escribí este libro estábamos apenas en los primeros balbuceos de este sistema que hoy, con la potencia de las tecnologías informáticas, ha ampliado enormemente su capacidad para vigilar a poblaciones enteras.
Leído hoy, La gestión de los riesgos parece casi profético. ¿Le siguen interesando los temas que tienen que ver con el control social? ¿Juegan algún papel en su producción posterior?
No demasiado. Lo que realmente me interesa es trabajar sobre aspectos que no han sido completamente validados. Es un tanto exagerado decir que La gestión de los riesgos es un libro profético pero sí es cierto que fui uno de los primeros en desarrollar un planteamiento crítico sobre estos modelos sociales. Hoy en día, una noción tan inflada como la de sociedad del riesgo genera muchísima bibliografía. Soy muy crítico con lo que he podido seguir de esta literatura, me parece que presenta una visión del riesgo muy heterogénea que consiste, simplemente, en ir agregando miedos sociales. Los efectos prácticos y políticos de este tipo de análisis me parecen muy discutibles.
Un tema de La gestión de los riesgos que sigue siendo muy pertinente hoy y que se relaciona estrechamente con las transformaciones del trabajo que teorizó después, son las llamadas «culturas psi», formadas a partir de la popularización de la psicología, la psiquiatría y el psicoanálisis. ¿Que le llevó al análisis de este fenómeno?
En 1974 me fui a Estados Unidos donde, como continuación de lo que estaba haciendo en Francia, me interesé por cómo funcionaba allí la psiquiatría. Me sorprendió descubrir cómo allí se había abierto un abanico extraordinario de prácticas relacionadas con la psicología y el psicoanálisis que había conducido hasta lo que podríamos llamar una terapia para normales. Es decir, una utilización de las técnicas médicas sin fines terapéuticos destinada a, como ellos decían, potenciar al máximo la actuación personal. La consecuencia de esta inflación de técnicas psicológicas de intervención es la construcción de una representación del mundo en la que lo social ha desaparecido. Lo social queda reducido a un intercambio de numerosas interacciones entre individuos que evacua todos los aspectos propiamente sociales y políticos de la vida. Dado el enorme peso que tiene lo relacional en estos modelos de conducta podríamos hablar de una interpsicología. Tomando un termino prestado de Kant, que seguro que no estaba pensando en esto cuando lo formuló, se trata de una sociabilidad asocial. No es un simple narcisismo, hay muchísimas interacciones, pero el tipo de determinaciones sociales descritas por Durkheim ha desaparecido completamente.
Cuando estuve en EE UU fui a alguno de los encounters que organizaban estos grupos durante los fines de semana. Era una experiencia simpática pero que podía ser extraordinariamente dura y cruel. De alguna manera estas culturas psi anticipaban el nacimiento de un tipo de individuo hipermoderno que se siente completamente autosuficiente y desvinculado de las cuestiones sociales. En mi último libro he retomado este tema de los individuos que se ahogan en lo psicológico o lo psicorelacional hasta olvidar que son sujetos sociales y políticos.
En La gestión de los riesgos ya hace referencia a la precariedad y al modelo social neoliberal. ¿Cómo se van desarrollando estos temas de su producción posterior?
No ha habido una continuidad profunda. En un momento dado me planteé la pregunta, ¿qué es lo social? Lo social es una de esas categorías mal definidas pero omnipresentes que me interesan. La pregunta por lo social me llevó al trabajo, a partir de la evidencia palmaria de que la mayoría de personas que tiene problemas con lo social, tiene problemas de tipo laboral.
Una de las primeras cuestiones que sorprende cuando uno se acerca a Las metamorfosis de la cuestión social (1995) es el largo recorrido histórico que hace hasta llegar a las situaciones sociales del presente. ¿Por qué hay que remontarse tanto en el tiempo para explicar lo que sucede hoy?
Una primera respuesta, medio en broma, sería decir que me encanta la historia y aprendo más con los libros de historia que con los de sociología. Desde un punto de vista más epistemológico, yo diría que el presente no es sólo lo contemporáneo. No se puede comprender nada de lo que sucede hoy si tenemos las narices pegadas al acontecimiento. El objeto de la sociología, lo que sucede aquí y ahora, es una conjunción de efectos de herencia de la trayectoria histórica y de efectos de innovación. Desde este punto de vista, en el que me siento muy cercano a Foucault, todo problema social tiene un comienzo y desde ahí se transforma hasta llegar a la forma provisional en que lo conocemos hoy. El tipo de sociología que prefiero, porque puede producir una cierta inteligibilidad, es el que sigue los sistemas de transformaciones.
En el caso del trabajo, por ejemplo, si queremos localizar el salariado hay que retroceder hasta la crisis de la sociedad feudal en el occidente medieval. En ese momento las gentes que quedan fuera de las relaciones sociales tradicionales se acogen a esta forma de sustento. Evidentemente, desde entonces hasta ahora el salariado ha pasado por innumerables peripecias que conviene aclarar si se quiere entender lo que sucede hoy.
Pero también ha señalado momentos de innovación y de ruptura. Por ejemplo, la aparición del sistema de derechos sociales que ha denominado «propiedad social». ¿Qué es la propiedad social? ¿En qué sentido cambia la historia social con esta figura?
La noción de propiedad social no es mía sino de una persona de la que casi nadie se acuerda hoy, Henri Hatzfeld, que escribió en los años setenta un libro llamado Du paupérisme à la sécurité sociale. La propiedad social es la propiedad de los no propietarios. En la tradición liberal, por ejemplo en Locke, la posibilidad misma de participar en la sociedad y de ser un ciudadano aparece vinculada a la propiedad privada. El no propietario no tiene ningún derecho de ciudadanía. Éste es el caso del vagabundo en la sociedad preindustrial o del proletario en las sociedades industriales de principios del siglo XIX, los miserables de Víctor Hugo. Estos «miserables» han salido de esta situación volviéndose poseedores de derechos gracias a la propiedad social.
La propiedad social confiere ciudadanía social. Por ejemplo, en términos menos abstractos, a veces olvidamos lo fantástico que ha sido un cambio como el derecho a la jubilación. Antes, el trabajador que ya no podía seguir trabajando corría el riesgo de acabar en el hospicio de indigentes a menos que sus hijos lo mantuvieran o pudiera recurrir a la caridad. El derecho a la jubilación va a acabar con todo esto garantizando un mínimo de recursos que permiten al trabajador retirado una cierta independencia. Estas reformas dieron verdaderamente contenido a la noción de individuo como ciudadano: el proletario del siglo XIX estaba completamente alejado del tipo de individuo libre y responsable que aparecía en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.
Dentro de su recorrido por las diferentes formas que ha adoptado la cuestión social, ha dado mucha importancia al tipo de sociedad inmediatamente precedente a la actual: la llamada «sociedad salarial» que, como usted explica, se caracterizaría por algo más que por el hecho de que la mayoría de sus miembros se ganen la vida mediante el salario. ¿Cuáles son los rasgos más importantes de esta sociedad salarial? ¿Qué papel ha jugado el Estado en su constitución?
La sociedad salarial se caracteriza porque una gran mayoría de la población tiene una cobertura de derechos de seguridad social que están relacionados con su posición en el salariado. Para entender lo que es la sociedad salarial es necesario comprender el papel del estado social como pináculo de este sistema de protección. No tanto porque el Estado se haga cargo de todas estas facetas de la protección sino porque les da estatuto de ley.
A partir de los años setenta se comienza a hablar de la crisis. Al principio, al menos en Francia, no se le dio mucha importancia a lo que parecía una circunstancia pasajera provocada por la subida del precio del petróleo. Pero luego nos dimos cuenta de que habíamos entrado en un nuevo régimen del capitalismo. Habíamos llegado al final del ciclo del capitalismo industrial como una forma de acuerdo entre los intereses del mercado –la competitividad o la productividad– y los intereses del trabajo, que se relacionaban fundamentalmente con la protección. Éste es el compromiso que se rompió en un nuevo régimen del capitalismo gobernado por la competencia excesiva y la globalización. Según la ideología liberal, que sirve de portavoz al nuevo régimen, todas estas regulaciones de corte estatal son impedimentos para el pleno desarrollo de las fuerzas del mercado. La crisis de la regulación del capitalismo es también la crisis del estado social.
Otro punto importante para la comprensión de la crisis del estado social es que este sistema se daba en los estados nacionales que habían logrado unas posiciones inmejorables en la economía-mundo capitalista. La globalización ha acabado con la autonomía relativa de estos estados para sacar adelante sus políticas sociales. También es importante señalar que estos mecanismos sociales de los estados nacionales no han sido reemplazados por instancias de regulación transnacionales. La Europa social no es una realidad hoy por hoy, ni tampoco el FMI o el Banco Mundial tienen lo social entre sus prioridades. Es una situación poco confortable, los estados sociales nacionales han perdido poder pero, por otro lado, siguen siendo las únicas instancias políticas desde las que se puede intervenir sobre lo social.
También ha hablado de una nueva «cuestión social» que estaría caracterizada por la vulnerabilidad de masas.
La crisis que acabamos de describir se traduce en fenómenos como el paro de masas. El nuevo capitalismo no puede crear pleno empleo pero, al mismo tiempo, existe una fuerte presión desde instituciones como la OCDE para que todo el mundo trabaje, para que se constituya una sociedad de plena actividad. Todo ello acompañado de una intensa desconfianza hacia las condiciones de empleo tradicionales, que se consideran demasiado rígidas. Todo el mundo debe trabajar si no quiere ser tratado como un miserable asistido o un parado que defrauda al Estado, pero debe hacerlo sin ser exigente respecto a las condiciones de trabajo.
La hipótesis que cabe plantear es que la precariedad laboral ha dejado de ser una etapa previa a la entrada plena en un mundo del trabajo reglado y seguro para convertirse en una situación de larga duración. Estamos asistiendo al nacimiento de algo que podemos denominar el «precariado», la aparición de un estrato social que está fuera del salariado. En el siglo XIX había una frase que definía la situación de muchos trabajadores: «vivir al día». El estatuto del trabajo había servido para superar esa etapa de incertidumbre, pero hoy volvemos a ver un gran número de personas que no saben lo que va a pasar mañana.
Un problema relacionado es el modo en que la amenaza de la precariedad laboral desplaza a las clases medias de su antigua posición social central.
La precariedad comienza afectando a lo que, a grandes rasgos, podemos describir como las posiciones más bajas de la escala social, un neoproletariado moderno que vive en unas condiciones sociales y laborales muy malas. Esta categoría, el precariado, agrupa situaciones muy diferentes, hasta el punto de que no creo que se pueda hablar de una clase social en sentido pleno. Hay otro tipo de precariado que afecta a los estudiantes, los cuadros medios y otras categorías laborales consideradas como superiores que también tienen que vivir al día.
La precariedad puede ser entendida como un principio de fragilización que atraviesa toda la pirámide social y afecta también, aunque en proporciones diferentes, a las clases medias y superiores. Sería un error pensar que la precariedad es un fenómeno marginal, muy al contrario, es un principio de fragilización general. Podemos, incluso, formular la hipótesis de que todo el conjunto social está siendo cada vez más afectado por la precariedad. Cuando Zygmunt Bauman habla de una sociedad líquida, está hablando de un sociedad fragilizada en todos sus niveles.
Usted ha hablado, en términos prácticamente antropológicos, de la aparición de un «individualismo negativo», ¿a qué se refiere?
Me refiero a la aparición de un tipo de individuo que no tiene las condiciones necesarias para convertirse en individuo en un sentido pleno. Carece de una serie de recursos y de derechos de base para poder desarrollar un individualismo positivo. Lo he descrito como un individualismo por defecto, por ausencia de marcos sociales para desarrollarse. Pensemos en el caso de un parado de larga duración afectado por la deslocalización de su empresa. Se encuentra privado de recursos financieros, pero también, como muestran las encuestas sobre el paro, padece una identidad social muy dañada. Cuando hablo de individualismo negativo me refiero a las carencias a las que se enfrenta la construcción de una verdadera individualidad en situaciones como estas.
En una visita reciente al Círculo de Bellas Artes hizo usted una defensa encendida del reformismo político, frente a lo que denominaba los programas maximalistas de Foucault y Bourdieu. ¿A qué tipo de reformismo se refería?
Me parece evidente que la revolución no va a tener lugar mañana. Por ejemplo, es muy posible que todavía tengamos que lidiar con realidades como el mercado capitalista durante unos cuantos años. Si uno cree que, hoy en día, no se puede salir del capitalismo de la noche a la mañana ya es reformista. Eso sí, hay reformismos y reformismos, hay un reformismo liberal que funciona en el sentido de la desregulación, del paso de la ley al contrato, etc., y hay un reformismo de izquierdas que debe luchar por mantener la fuerza de la ley, evitar las desregulaciones sociales y recuperar la propiedad social. Se trata de domesticar el mercado mediante la creación de marcos adecuados para que su funcionamiento sea menos destructivo.
© Isidro López. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.