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Danubio

Patxi Lanceros • Paco González San Agustín
Fotografías de Paco González San Agustín  | Edición Alberto Enrique Álvarez
Budapest, agosto 2012

Como estableció hace ya más de treinta años Claudio Magris, el Danubio es mucho más que un río: a lo largo de los siglos y a lo largo de su cauce se ha ido depositando a sus orillas una gruesa capa de sedimentos culturales que conforman un paisaje cambiante y generan un amplio conjunto de relatos. En este texto, transcripción de la conferencia que impartió en el CBA en abril de 2016, Patxi Lanceros –ensayista, crítico y profesor de Filosofía Política y Teoría de la Cultura en la Universidad de Deusto– se abre camino desbrozando las riberas, atravesando capas y capas de fango y lodos, para ayudarnos a pensar esta larga cicatriz en el corazón de Europa. El texto se acompaña de las sugerentes imágenes con las que el fotógrafo madrileño Paco González San Agustín supo captar los bellos paisajes del río y también las heridas que siguen hoy sangrando en forma de tensiones políticas, étnicas o religiosas.

Monumento en la unión del Breg con el Brigach, mayo 2015
Beckett, Bucarest, junio 2015
Ratisbona, junio 2012
Novi Sad, junio 2015
Bratislava, trampantojo, julio 2012
Mohács, junio 2015
Mathausen, julio 2012
Delta, junio 2015
Delta, junio 2015

Corresponde hoy hablar de un tema larguísimo y, gota a gota, inagotable: el Danubio. 2.888 kilómetros de tema, 2.888 kilómetros de cauce y 6.500 metros cúbicos por segundo de caudal medio; y una cuenca en la que el espacio y el tiempo se hacen inmensos, inconmensurables, desmedidos. 

Obstinados recuerdos de un viaje por el Danubio en 1987 (menos memorable que el de Inge Morath, comenzado en la década de los cincuenta y casi interminable) hacen pensar en la estabilidad y la permanencia de lo que fluye frente a la insolvencia de las riberas. En aquel año se podían atravesar países que hoy ya no existen y suponer otros que entonces no existían: territorios y gentes cuya existencia está(ba) / no está(ba) convalidada o corroborada por consistencia política autónoma. Este es un posible punto de partida: el Danubio, que sigue fluyendo con la misma pausa y en la misma dirección, atravesando un mundo europeo que se manifiesta de maneras muy distintas, que se altera, que cambia de configuración. Al igual que Nietzsche se pregunta, tras la enormidad de la «muerte de Dios»: «¿y cuántos dioses son posibles todavía?», cabe preguntar: ¿cuántas mutaciones geopolíticas y geoculturales son aún posibles a la vera del Danubio? Hoy también, en torno a ciertos tramos de ese río vigoroso, se manifiesta una inquietud que tiene que ver con movimientos de población, con migraciones y refugiados, con una fractura múltiple y con una heterogeneidad cultural, lingüística, religiosa y étnica que tal vez es mucho más importante que la coyuntura política si la pensamos desde la perspectiva de la longue durée braudeliana. Se propone hoy hablar de geopolítica y geocultura danubianas, entendiendopor geopolítica el espacio dominado o dominante y por geocultura el espacio inscrito, el espacio tal como (se) ha ido formando, formulando y debatiendo (a través de) identidades y diferencias que en ocasiones han servido a consensos imprevistos y en otras ocasiones (e incluso en las mismas) a largos enfrentamientos y crueles conflictos. 

De líneas y fronteras

El Danubio está marcado por una particularidad: es en cierta medida una excepción y también, o quizá precisamente por ello, un paradigma. Es el paradigma de la frontera. No (solo) de la línea fronteriza, sino del espacio fronterizo. El Danubio –también el Rin– fue limes, que más que una línea fronteriza más o menos fortificada es un espacio de convivencia y de conmuriencia. Es el Grenzgebiet, la región fronteriza que separaba (y, por ello, unía) el imperium y el barbaricum; es la región en la que se cultiva un determinado tipo humano: el «limítrofe», palabra compuesta, evidentemente, a partir del latín y del griego. El verbo τροφει∼ ν (tropheîn) indica la acción del individuo que consume y, posiblemente, se consume en la frontera, en el limes. Y, en cualquier caso, el tipo humano que se consuma como tal, como fronterizo. El individuo que vive en ese espacio en el que la universalidad del orden imperial muestra su fatuidad o su mera inercia; el individuo que se ve, a la vez, solicitado y rechazado por el orden del imperio. Y a la vez marcado: no ya retenido sino simultáneamente requerido y repelido por el sino del bárbaro.

En uno de sus ensayos más célebres Lévi-Strauss atribuía a casi cualquier río (y no solo a ríos, por supuesto) la facultad de dividir al mundo en dos espacios morales, dos espacios modales, políticos, culturales: «a este lado del río» habitamos los hombres, y «al otro lado del río» habitan los no-hombres, los in-humanos, los que son otra cosa. ¿Por qué, pues, atribuir extra-ordinaria particularidad al Danubio cuando no hace sino comportarse como un (como cualquier otro) río estructuralista? Hay ríos que muestran una historia conflictiva, como el río Grande, hay otros que se benefician de una historia multisecular y tienen una importancia enorme en el imaginario colectivo, como el Nilo o el Ganges. Sin embargo, y aunque la afirmación no admita fácil contraste empírico, se puede afirmar que las grietas, los litigios y contradicciones que fluyen a lo largo de otros ríos, confluyen, todos ellos, en el Danubio. El río Grande ha sido y es una frontera conflictiva, pero lo que separa son dos grandes espacios, dos y solo dos, demarcados y acaso remarcados por la corriente. El Ganges o el Nilo son ríos hieráticos, solemnes. Pero monárquicos, monolíticos, monoculturales, monoteístasNo lo son, obviamente, de hecho. Pero la «memoria cultural» que convocan es eficaz y efectivamente «mon-árquica». Nunca ha sido el Nilo un río judío, al contrario que el Jordán; nunca ha sido realmente transferido al Islam. Siempre el Ganges ha sido sagrado: pero en una cosmovisión, habitada por muchos dioses sometidos a un único principio.. El Danubio es de otra índole. El Danubio en su pasar ha atravesado tribus, ha corrido entre imperios, ha diseñado o decidido países, ha sido el receptor –amable, impasible u hostil– de migraciones de toda índole, algunas urgidas por la necesidad, otras solicitadas o exigidas por el deseo. Si se pretendiera hacer reseña de las tribus y las estirpes que han bordeado el Danubio, se impondría una inabarcable secuencia en la que conviven los germanos con multitud de eslavos, con magiares, tracios, escitas, dacios, colcos, tcherkeses, chechenos, semitas, turcos, griegos... cada uno de ellos con su lengua y sus costumbres, con su moral y su mito. Cada uno de esos grupos trazó, con diferentes énfasis, su geo-grafía y su geo-logía danubianas. Todas ellas necesarias; todas ellas (im)pertinentes. Pues, como apunta Claudio Magris en su notable libro sobre el Danubio, hay que conservar esa geografía imaginaria (decididamente plural) que no se corresponde con la geografía física (ni política) actual. Hay que retener que para Estrabón o para Plinio el Danubio era el río que se di-vierte, el río al que se tiene acceso a través del mar Negro y del Adriático, y por el que presuntamente los hombres de Jasón (y con ellos una incierta civilización y una barbarie cierta) penetraron en Europa siguiendo una línea que luego, a su manera prodigiosa, Hölderlin reescribirá al hablar del viejo Ister.

En esta multisecular historia de Europa (cuando no había propiamente Europa, si es que la hay) lo único estable y permanente es lo que fluye: en los márgenes hay alteridad, hay alteración. Se trata aquí de una larga duración que tiene que ver con estratificaciones culturales de índole mitológica, religiosa, lingüística, que ha generado esa (poli)particularidad de lo que se puede llamar hoy «cultura danubiana». Es una particularidad –distinta de la que con el mismo nombre popularizó A. Gordon Childe– de herejía y disidencia que se ha sedimentado en una historia conflictiva y que se puede asociar sin mayor dificultad a la gran literatura centroeuropea que ha generado verdaderas muestras de genio a lo largo de los siglos XIX y XX por toda la cuenca del Danubio –incluyendo las fuentes que lo nutren y los afluentes que lo alimentan–. Pensemos solo en el siglo XX: Kafka, Freud, Rilke, Canetti, Ionesco, Cioran, Celan… El Danubio de la «leyenda» adquiere una dimensión ciclópea, tanto por el número de autores como por la calidad de sus obras.

El río ha sido el parteluz –quizás sería mejor decir el parteaguas– de Europa, cuando Europa, sin llegar a ser nunca del todo tal, era el mundo. Este aparente etnocentrismo, este hablar del Danubio como parteluz mundial tiene una explicación histórica: cuando Europa proyectaba mundo, cuando Europa hacía y deshacía mundo, cuando con sus idiomas, su fe y sus herejías, su ciencia, su cultura, sus milicias colonizaba –conquistaba, convertía, explotaba, extorsionaba– el mundo, creándolo a su imagen, la proyección de esa bisagra, de ese nudo a la vez consensual y conflictivo que es el Danubio, alcanza una dimensión mundial. Eso explica –y no el mero hecho de que el compromiso de hoy obligue a hablar del Danubio– el énfasis a la hora de otorgar a ese río, precisamente a ese y solo a ese, un estatuto diferente. Los hay más largos y más caudalosos –aunque no muchos–, pero el Amazonas, el Mississippi o el Volga, por poner tres dilatados y caudalosos ejemplos, son ríos «provinciales» o a lo sumo «nacionales», que no llegan a rozar la (idea de) universalidad. El Danubio no solo distingue entre los verdaderos hombres y los que no lo son, no solo precipita la acción de los unos sobre los otros (y viceversa), sino que ha sido el lugar de paso –el lugar del rito, por tanto, el lugar del peligro y, desgraciadamente, no siempre de lo que salva– entre el imperium y el barbaricum, entre Oriente y Occidente en varias configuraciones: Roma y Bizancio en su momento; Cristiandad e Islam en otro(s) momento(s); preponderancia y preferencia del latín o del griego, con todo lo que eso significa; grafía occidental o grafía cirílica; catolicismo y propensión a la universalidad frente a ortodoxia en los momentos del Gran Cisma, etc. No se puede señalar otro río que haya acumulado tantas tensiones en sus riberas. El Danubio es la frontera por antonomasia. Se podría afirmar, aun asumiendo algún riesgo, que, si se pretende pensar la especificidad de la frontera, hay que recorrer y vadear el Danubio. En un área pequeña de cualquier región del Danubio, sobre todo hacia el este, descubrimos un archipiélago de tensiones incontrolables, que no sabemos a qué transformaciones, a qué alianzas o líneas de fractura van todavía a dar lugar. Ningún otro río contiene en su cuenca tantos cauces y tan diversos caudales.

La memoria del río

En efecto, recordar o recrear la historia del Danubio desde sus comienzos míticos sirve para articular lo que está sucediendo actualmente en esos puntos fronterizos del Adriático, el Mar Negro, el Danubio en su desembocadura. Resulta que las placas tectónicas de cultura(s) que se han ido acumulando en estos lugares, o en estos auténticos «sitios», siguen produciendo efectos en un momento en que de nuevo hay fracturas decisivas entre, por ejemplo, el Islam y el Cristianismo (resistentes o acaso residuales), entre distintas confesiones cristianas, entre los diversos focos de irradiación idiomática. Ahí estamos de nuevo, en el margen, en la ribera: Rumania, Serbia, Hungría, Bulgaria, Turquía, Grecia, es decir, todo eso que nunca ha sido del todo contenido por las culturas danubianas, pero siempre ha sido referido a ellas, culturas de emigrantes en todas las direcciones y sentidos –alemanes hacia el este; etnias de origen ruso, caucasiano, incluso urálico, hacia el oeste–. Todo eso ha generado el mosaico que identifica una curiosa forma de(l) ser europeo. Lo que se puede caracterizar como la insolencia, la insolvencia, la inquietud de una Europa que ha ido construyéndose a base de fragmentos, a retazos de grupos humanos en movimiento, bien compelidos por la necesidad (o por la ambición) económica, bien empujados por la persecución política. Esto que hoy es una dramática contingencia –la «crisis» de los «refugiados»– resulta que, por desgracia, recuerda una vieja historia. Recuerda muchas batallas que se han librado en esas orillas y recuerda muchos ejercicios teóricos, alguno de los cuales han llegado hasta nosotros en forma de disidencia literaria. Cuando pensamos en la filosofía de Hauser, o de Lukács, en la manera de recrear lo religioso de Mircea Eliade, en ciertas formas de radicalización de una filosofía como la de Cioran, y cuando pensamos, obviamente, en Kafka, en Ionesco, en Tzara, aflora todo ese elemento problemático, disidente, cesante, suicida. ¿De qué se nutren toda esas literaturas para generar un aire de familia multi-idiomático, que en muchas ocasiones se ha forjado en la doble nacionalidad cultural y lingüística de autores que se debatieron entre el alemán, el checo, el húngaro, el yiddish…? ¿Cómo se ha generado esa extrañeza que en su momento se llamó «literatura centro-europea»? 

El Danubio ha sido el lugar de co-incidencia, de complicidad, de conflicto, entre multiplicidades culturales antes de que algunas de ellas se configurasen como entidades políticas. Es decir, no hubo que esperar a la formación de los imperios –el austrohúngaro y el otomano, por ejemplo–, ni hubo que esperar a la autorización, a partir de 1648, de los Estados-nación. Lo relevante es que desde mucho antes y de manera incesante el Danubio se ha nutrido de una multiplicidad, de una heterogeneidad que, antes de ser política, antes de afectar a y de verse afectada por dos sistemas tanto de gobierno como de gestión económica, ha sido una multiplicidad cultural, lingüística, religiosa, mítica. Muchos dioses han vivido y muchos han muerto a las orillas del Danubio; a través de muchos relatos, μυ∼ θοι (mythoi), se ha tejido la historia danubiana. Todo ese caudal problemático ha transcurrido incesantemente a lo largo de un cauce ciclópeo, de esos 2.888 kilómetros de recorrido, indecidibles en su comienzo, indecidibles en su fin; ese enorme caudal fluido e (in)constante ha sido y es, sin embargo, lo único estable. No cabe profundizar aquí en el hecho de que el Danubio, por una trampa de la geografía, conecte, se cite en secreto –como todas las citas que merecen la pena– y de forma subterránea con el Rin: necesidad o accidente que genera un cauce discontinuo que va de mar a mar y, en ese sentido, ata a Europa –ese pequeño apéndice de Asia, como decía Nietzsche– a las masas acuáticas que han formado parte de su imaginario en distintas épocas: primero, a los mares del Mediterráneo, después, al Atlántico, con el desbordamiento que eso significa. El Rin y el Danubio forman un eje, están conectados, pero no siempre en términos de amistad. Sabemos que el mito los ha enfrentado, y el Cantar de los Nibelungos hacía del Rin el río del luminoso Sigfrido, mientras que el Danubio era la vía de penetración del turbio Atila. Importa rescatar estos elementos de geografía imaginaria, mítica, literaria, porque posiblemente, en algunos aspectos, tengan más vigencia que la geografía, real, material, económica –sin desdeñar, desde luego, la grandísima importancia que tienen las consideraciones acerca del Rin y del Danubio (curiosos vecinos) como eje económico, comercial, financiero, bélico en el desarrollo de la historia europea. 

El Danubio tiene una historia y es esa historia, que ha ido formando el conflictivo, el heterogéneo imaginario europeo, la que hay que repasar. La idea de que el Danubio fue limes, frontier más que borderline, Grenzgebiet más que línea de separación, merece la pena ser conservada, reactivada incluso, desde esos estudios que, más o menos a partir de los años sesenta, reclaman el nombre de geopolítica crítica y se proponen considerar las constancias de la geografía, pero de una geografía ilustrada por los movimientos humanos y culturales. Pues el Danubio sigue siendo hoy el espacio fronterizo (región) de más alta densidad problemática en términos culturales. Es decir, una geocultura danubiana arrojaría como resultado que gran cantidad de las tradiciones que nos informan y gran cantidad de las expectativas que en estos momentos acometemos se despliegan a lo largo y a lo ancho de ese flujo, bien sea en su parte alemana –donde uno puede localizar desde la genialidad de Heidegger a la de Einstein–, o bien en los otros tramos del curso del río: serbio, húngaro, búlgaro, hasta su imponente caída en el mar Negro.

El Danubio, el Istro, fue el lugar de unión y separación (terribles en ocasiones) entre Europa y Asia. Y así fue pensado, por ejemplo, en las noticias que nos transmite el mito de Jasón y Medea. Entre Europa y Asia sí, pero también el Danubio –y esto quizás no se haya considerado suficientemente– fue el sitio de fractura entre Europa, Grecia y Asia. Ahora pensamos Europa y Asia como dos unidades que a partir de un cierto momento adquirieron sentido, pero sabemos que para los griegos había tres unidades distintas: y que precisamente la tercera, y solo ella, era el lugar de la política y de lo político, el lugar de la humanidad. Cuando Aristóteles se refiere a la politicidad natural –φυ′ σει (ph sei)– del ser humano, dice que esa politicidad no corresponde ni al europeo –el hombre que está, digamos, a la vera y por encima del Danubio– ni al asiático –el que está al otro lado, en otro de los «más allás», del Danubio. El asiático es sumiso a órdenes imperiales, el europeo no se pliega a regímenes políticos. Grecia aparecía como la excepción y, de nuevo, el Danubio como la doble frontera, como ese lugar que separaba a los hombres en una tesitura estrictamente levi-straussiana. Continuaba Aristóteles –macedonio– diciendo que aquél que no es político es más o menos que hombre, es decir, un dios o una bestia. Podía ubicar territorios de dioses o pseudo-dioses y territorios de bestias distribuidos a lo largo y a los lados del Danubio, ese lugar concernido por otra parte por los «mares danubianos» –Adriático, Mar Negro–, espacios en los que la condición humana se afirma, se difumina, se borra y empieza a hacerse tan inquietante como los escitas y tan amenazante como las amazonas en los textos de Heródoto. 

Gran cantidad de puntos de referencia, de núcleos de alta densidad mítica, de alta tensión religiosa, de devociones implacables –recuerdan casi a las de hoy– se han ido acumulando en las riberas de ese río y lo han convertido en la gran excepción y, en consecuencia, en el mejor ejemplo. Elementos suficientes para considerarlo el limes por antonomasia, el Grenzgebiet por excelencia y, por lo tanto, el territorio de la prueba, el «sitio» del choque histórico, literario, religioso (tanto escéptico como fanático), el lugar en el que hay que pensar. Por más que uno sea agnóstico respecto a determinados futuros culturales y políticos, se debe mantener la debida reverencia y el debido respeto a un lugar, a un espacio –en este caso, un río– en el que se ha rezado tanto y a tantos dioses, y en el que se ha matado tanto y por tantas ideas. Por todo esto la particularidad danubiana supera intensiva y extensivamente no ya la de cualquier otro río, sino también la de cualquier otra línea divisoria, cadena montañosa o borderline que se haya conocido a lo largo de la historia. Seguramente alguno de los límites artificiales que Europa trazó en África –Sudán, Yemen, Nigeria, Mali, Camerún, Chad, etc.– genera en estos momentos más muertos por minuto y metro cuadrado de los que se generan en la frontera europea. Pero la particularidad (con pretensión de universalidad) de esa historia registrada, recitada, acumulada, narrada, orquestada, que recala en el Danubio convierte a ese río en una excepción tan radical que merece la pena detenerse a pensar en ella: tal vez como norma. 

¿Qué significa pensar el Danubio como limes o región fronteriza? La lección del río, la (e)lección de pensar, de contemplar e, incluso, de reproducir las escenas del Danubio entendido como frontera consiste de lo siguiente: desde el viejo imperio del mito y a través de la literatura, de la música, de las diferentes confesiones religiosas, de las fricciones políticas y de las estrategias militares el Danubio enseña ciertas cosas que no enseña otro río. La acumulación de tribus y naciones, la acumulación de lenguas, la conflictividad de herejías y disidencias, de heterodoxias –hay que pensar que en torno al Danubio medraron arrianos, católicos, gnósticos de varia obediencia, ortodoxos, protestantes, bogomilos, husitas– terminó por romper el eje de lo que Michael Mann, en el primer volumen de su musculoso tratado The Sources of Social Power, llamaba la «ecúmene cristiana». Michael Mann sostiene, con convincentes argumentos no exentos de riesgo, que la primera unidad europea fue religiosa. En el momento en el que los circuitos comerciales o bien eran locales –se articulaban en torno a la plaza del pueblo o al mercado de la zona– o bien eran «transnacionales» o trans-europeos –las largas rutas hacia medio y extremo Oriente–, es decir, o no llegaban a ser una mínima parte de Europa o la atravesaban toda, hasta (el) más allá; en el momento en el que las unidades políticas eran pre-nacionales, y protoestatales, cuando el Imperio era ya una ficción y Europa estaba habitada y dominada desde el punto de vista militar por señores de la guerra con un radio de acción local, en ese tiempo, la primera unión europea real fue religiosa (ideológica, en la terminología de Mann). Cuando los islandeses, en el año 1000, cambiaron la T de Thor por la cruz de CristoHacia la misma fecha el alfabeto latino se introdujo en esa región boreal y sepultó, paulatinamente, la vieja grafía rúnica. –lo decidieron en el Thing o asamblea: la única zona en la cual los notables paganos, evaluando ventajas e inconvenientes en una suerte de transacción comercial en términos religiosos, decidieron convertirse todos–, en ese momento y con unas pocas expansiones posteriores, Europa logra su unidad. Michael Mann se orienta a reflexionar sobre la crisis protestante; aquí interesa pensar la más larga historia del cisma: Europa se rompe allí donde muy ardua y laboriosamente se había unido. Muy tarde va a conquistar la unión política, la unión económica, o la militar –si es que lo ha conseguido o si ha de lograrlo en algún momento– pero sí logró en un momento una precaria unidad cultural. La instancia de legitimación cultural, ideológica, era entonces la religión. Una religión que se presumía universal y que, sin duda, sí había traspasado el límite danubiano. Pero también es cierto que lo había traspasado, una y otra vez, en medio de polémicas, litigios, controversias y altercados de toda índole; y es cierto que, si se observa con celo, la ficción de la universalidad católica moría en el Danubio, y más allá (en los diversos «más allá») florecían y, en su caso, se agostaban múltiples formas de disidencia que irían a integrar el catálogo de las herejías: algunas ya evocadas y muchas, muchas más. El Danubio se consagra como el lugar de la unión pretendida y, a la vez, como el lugar del cisma, el enclave de la fractura europea. Cabe preguntarse si todavía hoy determinados tramos danubianos siguen siendo lugar de la fractura y, por lo tanto, lugar del reto y del riesgo, el lugar en el que es dado y en el que es obligado pensar; en estos momentos en los que a lo largo de unos 500 kilómetros se produce de nuevo una fricción migratoria, cultural, religiosa, lingüística, y también, por supuesto, política, económica, etc. Cabría releer y relatar las viejas historias del Danubio, empezando por sus terribles fracturas: la penetración bárbara, por ejemplo, tal y como la encarna Medea, que, frente a la traición europea, o meramente griega, de uno de esos personajes indignos que pueblan y nutren el mito, Jasón, toma venganza incluso aniquilándose emocional y afectivamente, muriendo al matar a sus hijos. El espacio y el extremo del conflicto que re-produce «Medea» fluyen en direcciones inverosímiles que se replican y acaso se re-iteran en muchas de esas formas de desasosiego literario que uno encuentra en el gran poeta de Bucovina, Paul Celan, o en esas formas de desmayo, también de ironía, características de la obra de Kafka, en la aniquilación y autoaniquilación propias de Ionesco, en la celebración del absurdo que encontramos en Tzara. 

Fue también en los meandros del Danubio, muy cerca el delta, fascinante y triste, donde Ovidio padeció el exilio –las bromas se toleraban muy mal en Roma en aquel momento y a alguno se le ocurrió que el Danubio, que era una buena tierra para morir, también era una buena tierra para esa muerte civil o política que era el exilio: en el caso de Ovidio el exilio es, también, una forma de crítica literaria–. Allí, muy cerca del lugar en el que se di-vierte el Danubio, Constantino –a quien se debe, o al menos se paga, un origen: precisamente el origen de lo que sería la ecúmene cristiana– mandó matar a Licinio, su competidor. De manera que mucha muerte, mucho exilio, mucha competencia se ha acumulado en esa zona de fractura. Mucha disidencia, desmayo y suicidio que llegan hasta nosotros. 

Lecciones danubianas: apología del bricolaje

La pregunta es ¿tiene que ser una vez más así? En este momento, y en esta Europa despistada y delirante que es lo único que tenemos y que nos indigna por sus gestos no de soberbia, sino de impericia, no de prepotencia, sino de estolidez, viendo que precisamente buena parte de la conflagración presente y por-venir fluye de nuevo en las riberas del Danubio, se podría preguntar: ¿qué se puede aprender? ¿Que enseña el Danubio? A través de sus literaturas, en ese flujo problemático de devociones, entre y tras los estertores de varios imperios, en el desmayo del Imperio Austro-húngaro –la Kakania de Musil– en esa retirada progresiva, incesante, corregida, del Imperio Otomano, enseña varias cosas. 

Primero, a desconfiar de los consensos. Que, al fin y al cabo, se nutren de sumisión o falacia y estallan en ruidosos conflictos. La ecúmene cristiana se rompió en el Danubio a partir del cisma, y propició una larga historia de heterodoxia perseguida y de herejía resistente. Una larga historia y una imponente leyenda.

Segundo, a demorar las soluciones. El Danubio muestra que cualquier solución es precipitada, que cualquier resolución definitiva es un error tanto de tiempo, como de ritmo, como de concepto. Como les sucede a esos personajes kafkianos para los que el final se demora una y otra vez, un final eludido o elidido, un final que nunca acaba… de llegar. Las literaturas centroeuropeas, que acumulan una historia de decepciones ancestrales, insinúan que es preciso demorar las soluciones, que es preferible atacar problemas concretos a través de eso que tan fácilmente se denuesta como el bricolaje y el parche, en aras de no apostar por la solución definitiva que, normalmente, cuando se ha pretendido definitiva, ha sido meramente catastrófica.

Tercero, a pensar en el engaño de todas las victorias. No ha habido victoria a la orilla del Danubio que no se haya saldado con una estrepitosa derrota posterior. La literatura de Celan, Canetti, Kafka, Stifter, Cioran, Kertész y tantos otros es el registro, lúgubre en ocasiones, desesperado en otras e impresionante siempre, de la victoriosa derrota: del absurdo.

Antes de terminar es conveniente, ya que de terminar se trata, retener, siquiera un momento, una idea que fue muy común en determinado momento en Praga y desde allí se extendió hacia la zona este-noreste del Danubio. En esa zona una de las noticias míticas e ideológicas más citadas y mejor reactivadas en el siglo XIX y comienzos del XX fue la del Apocalipsis. El juego, la re-creación, la literalización, el hecho de pensar y calcular el Apocalipsis como clave histórica en una zona que ha aprendido a desconfiar más que ninguna otra de la historia, del hombre y de Dios, es una clave interesante: que algo dice al respecto de los mecanismos de trans-misión o tradición y de los mecanismos de traición. Cuando se repara en la literalización danubiana del Apocalipsis, se registra a la vez una memoria de oscilaciones e inquietudes, un torbellino de alteraciones que comienzan con (acaso ya prosiguen en) el primer documento cristiano –Tesalonicenses I, de Pablo, hacia los años 50 y 70 de nuestra era–, carta en la que el autor dice, en tono de salud(o): «Nosotros, que hemos llegado al fin de los tiempos…». Es decir, Pablo se consideraba contemporáneo del Apocalipsis, tanto del fin de los tiempos como de los tiempos del fin y, por lo tanto, de la revelación final, que no es solo de este mundo. En ese sintagma, eco de otros y prólogo de una enorme leyenda, arraiga una infirmitas que no cesa. Ya en las comunidades (post)paulinas, que empiezan a dudar de la cronología apocalíptica del maestro: Pablo muere y el Apocalipsis no llega; hay que ajustar el calendario. Se pasa de rezar por la precipitación a pedir el retraso del fin. Entre los primeros, los precipitados, Mateo y Juan dicen que Dios, por mor de sus elegidos ha decidido acortar el tiempo, ha decido anticipar el fin. En cambio, un siglo después, los segundos, los retrasados o retrasantes, rezan ya pro mora finis, para que se demoren los tiempos finales. No es quizá casual que ese debate apocalíptico, que también en las riberas del Danubio se reactiva en torno al año 1000, haya generado una prodigiosa actividad literaria y filosófica en el quicio del siglo XX. Si se escrutan con atención las leyendas del fin(al), se podría afirmar, al menos como hipótesis de trabajo, que toda la literatura de Kafka es una literalización del Apocalipsis, tanto en el modo de la precipitación como en el estilo de la demora. Un Kafka iluminado y ensombrecido, protegido y acosado, nutrido y casi aniquilado, instruido por la irradiación danubiana: y por la larga nómina de sus diversos apocalipsis. Su literatura no es solo una crítica a la burocracia, una literatura de contexto, la más luminosa de las radiografías de la rutinización del carisma, como diría Weber. Sin dejar de ser eso, es algo más: es una teología, y una teología negativa, y una negación de la teología. Kafka alcanza toda su grandeza cuando desborda esa sociodicea que buena parte de la crítica ha utilizado en su interpretación –y que, sin duda, hay que utilizar– y se incluye en una historia mucho más larga que relata, que repite, esquemas –y los distorsiona, claro está, y los hace estallar– que han fluido a lo largo de ese río durante muchísimo tiempo. La cuenca danubiana aparece como lugar de cita con un Apocalipsis que se desea y se teme: como prórroga del fin, como aplazamiento, como dilación. Como intervalo. Hay una literatura de la prórroga en ese espacio danubiano: una literatura que cualifica el tiempo. Una cosa es el tiempo insignificante en ausencia de la catástrofe y otra cosa es ese tiempo, significativo para unos e insignificante para otros, que es el tiempo de la prórroga, del descuento, el tiempo del intervalo.

El Danubio reserva un lugar (tal vez el mismo) para el absurdo. El espacio danubiano es, desde el punto de vista empírico, espacio de pluralidad, de heterogeneidad. Y cierto pensamiento de la heterogeneidad (no solo de ella, por supuesto) conduce a la aniquilación del lugar como garantía de estabilidad: a la atopía, tal vez una de las vías más dignas hacia la sabiduría. Los meandros del río cultural danubiano llevan a pensar y a proyectar su heterogeneidad y su pluralidad en términos de absurdo. Pero se trata de un absurdo, una falta de sustento, un desfondamiento, una infirmitas en la que es posible vivir; y quizás solo ahí sea posible con-vivir, más allá de los apocalipsis precipitados, de las soluciones absolutas, de los consensos mezquinamente tramados. Ese espacio absurdo, ese espacio de Tzara y Ionesco, también de Cioran, es el que se presenta como alternativa a esas enfermedades del espíritu que dan lugar a los múltiples fanatismos que habitan –presente histórico- las dos orillas del Danubio. El Danubio como paradigma.

Epílogo

Cabe formular, al menos, una pregunta: ¿hay algún (otro) río que enseñe a desconfiar tan radicalmente, tan lúcida y tan lúdicamente del hombre, de la naturaleza, de la historia y de Dios? Da la impresión de que no. En el fluir del Danubio se ha generado ese territorio de la desconfianza, ese territorio del recelo; que no cesan ni han de cesar. El Danubio, tanto en la indecisión del origen (sus discutidas fuentes) como en la indecisión del fin (su amplia y diversa desembocadura), como en la firmeza de un flujo que incansablemente se escapa, se alza como interrogación, como línea de indecidibilidad, como lugar de fragmentación y articulación, y, sobre todo, como exigencia de traducción. Un texto puede presumir, fatuamente, de su acabamiento; una traducción siempre está inacabada. Un territorio puede presumir, fatuamente, de sus confines; un río sabe que todos los confines, todas las líneas que se tracen en él y a su vera corren hacia un mar en el que confluyen, en el que (se) con-funden. Ahora, y ahora es siempre (todavía), mil mensajes sin botella fluyen entre el rumor de las disidencias y los intervalos, entre el estruendo de los absurdos. Con Heráclito, pero con un matiz: no nos bañamos nunca (solo) dos veces en el mismo río. El Danubio, por supuesto.