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Un pensamiento por alegrías

Entrevista con Georges Didi-Huberman

Daniel Lesmes
Fotografía Miguel Balbuena

«Inmensa es nuestra memoria de los levantamientos», escribe Georges Didi-Huberman en el libro publicado con motivo de la exposición El Gran Río. Resistencia, Rebeldía, Rebelión y Revolución. Con esta constelación como horizonte, la entrevista con Didi-Huberman que ofrecemos a continuación, realizada unas horas antes de que se le hiciese entrega de la Medalla de Oro del CBA, aporta reflexiones para seguir pensando el conflicto, aludiendo a conceptos como los de imagen, esperanza, miedo, emoción, duende, afecto…

Leyendo el último de tus libros traducidos al castellano me resultaba inevitable recordar la frase de Shakespeare a la que tanta atención prestó Jacques Derrida en sus Espectros de Marx: «The time is out of joint». Parece que tenemos muchos motivos para suscribirla ahora. A fin de cuentas, al tiempo que aquí nos convoca en el CBA un proyecto sobre la resistencia, la rebeldía, la rebelión y la revolución, también asistimos al surgimiento de una ola de políticas reaccionarias y de puritanismo.

Lo que dices me desespera, pero tienes razón, hay una gran ola de puritanismo, aumenta la censura, ya hemos hablado sobre ello en otras ocasiones. Creo que era Godard quien decía que existe una suerte de paralelismo entre la censura de imágenes de la guerra de Irak por parte de los estadounidenses y la destrucción de los Ba- miya- n a manos de los talibanes. ¿Qué podría decirte? La situación es terrible. Acabo de leer un texto de Paul B. Preciado completamente desesperado. Aunque es precisamente ese punto el que creo que debemos trabajar. Tenemos que trabajar contra y sobre nuestra propia desesperación. Tenemos que trabajar contra nosotros mismos. Lo que está sucediendo en el mundo es desesperante, pero hay algo más que eso: existe una fuerza, una potencia en nosotros que también merece atención, y debemos sacarla a la luz. Si se tratara de mostrar sólo el aspecto negativo, entonces obtendríamos una buena descripción del infierno de Dante. Sin embargo, tal descripción no es suficiente. Hay que encontrar alguna manera de salir de ese discurso. A todos los niveles. Por supuesto que asistimos a una renovada ola de neofascismo, de neoimperialismo, pero todavía no estamos muertos.

Nos encontramos, sin embargo, con el reverso de esa censura en la apabullante producción de imágenes mediáticas. En un texto sobre Harum Farocki te preguntabas: «por qué, en qué y cómo la producción de imágenes participa en la destrucción del ser humano». Entiendo que no sólo se trata aquí de una destrucción física, sino también de la reducción de la existencia, como temían Adorno y Horkheimer. ¿Cómo relacionar la censura con lo que en alguna ocasión has llamado la «sobreexposición de las imágenes»?

La censura de las imágenes y la sofocación de imágenes en que vivimos son dos aspectos del mismo fenómeno. Aquí el diagnóstico que Guy Debord hizo en La sociedad del espectáculo era sin duda certero, aunque yo añadiría algo más, pues el solo hecho de inundarnos de ciertas imágenes es la mejor manera de privarnos de otras imágenes. Entre la censura y la sobreexposición –entre la subexposición y la sobreexposición de las imágenes– se da un mismo fenómeno dispuesto de manera dialéctica. En cuanto al modo de enfrentarlo, pienso que se trata de tomar posición, lo cual quiere decir, sencillamente, escoger. Tenemos que detenernos por un momento y observar la situación. Tomar posición consiste precisamente en detenerse y percibir el elemento de singularidad de lo que está ocurriendo. Entonces, al detenernos y escoger, tal vez podamos aprender algo, y con ello quizás podamos también escapar de la propia alienación de nuestra mirada.

Cuando te refieres a la sobreexposición de las imágenes tengo la impresión de que apuntas a cierto tipo de imágenes que yo llamaría clichés, justo en el sentido en que Gilles Deleuze decía que hay que quitárselos de encima para ver con claridad.

Estoy muy de acuerdo, y en absoluto me parece inocente la afirmación de Deleuze según la cual no vivimos en una civilización de imágenes, sino de clichés. En este punto, Deleuze, como de costumbre, dice las cosas de manera muy clara y muy bella.

Parece que esa claridad que los clichés nos impiden alcanzar no es únicamente una claridad de ideas, sino que concierne también a nuestras emociones. En tus últimos libros estableces una importante relación entre emoción e imagen. Hablas tanto de «imágenes contra imágenes» como de «emociones contra emociones». ¿Crees que al escoger nuestras imágenes estamos también liberando nuestras emociones?

No sé si podría ahora responder de manera articulada a tu pregunta, aunque, antes de intentarlo, diré que no me sorprende que se me plantee esta cuestión aquí, en España. Antes de llegar a Madrid pensaba en lo extraordinario que es, a pesar de todo, que mis libros sean más traducidos a la lengua española que a cualquier otra lengua. Lo cierto es que me resulta inevitable establecer una conexión entre este hecho y la pregunta que me haces, sobre todo porque observo que en los países ibéricos no existe el rechazo a la emoción que sí encuentro en otros países. En Estados Unidos, por ejemplo, tu pregunta no tendría sentido. Decirlo así puede resultar muy vago y no demasiado justo, pero si tomo como ejemplo un texto muy preciso de Hal Foster que leí hace poco en Artforum, encuentro que afirma exactamente lo opuesto a lo que tú me planteas. Lo que él nos dice es que la emoción lo bloquea todo, que bloquea el pensamiento, que es ideología. En el caso de Francia las posiciones están muy divididas, y creo además que Roland Barthes ha jugado un papel muy especial en ello. En su libro Mitologías sugería que las emociones son algo estridente, especialmente cuando son colectivas; decía que son pura ideología, que anulan el pensamiento. Sin embargo, la cuestión es saber cómo podemos plantear una relación justa con las emociones, la cuestión es qué hacer con ellas. ¿Cómo damos forma a la emoción? Eso es lo importante. Porque es esta forma la que será políticamente interesante o no. En estos términos puede resultar algo catastrófico, porque las tendencias hipernacionalistas y neofascistas juegan evidentemente con las emociones. De manera que, si hay algo que desbloquear en la emoción, es precisamente aquello que en ella es pensamiento y acción.

Al escuchar lo que señalas sobre España recuerdo también cómo has hablado del duende. Es un término que sueles emplear de forma cercana a tu reflexión sobre la emoción, sobre todo cuando señalas que el duende viaja y que, además, es algo que sólo se podría entender desde la pluralidad. En este mismo aspecto hay algo que me parece muy significativo en el término émotion. Las primeras acepciones que contempla el diccionario clásico de Émile Littré aluden a un movimiento colectivo, a una agitación popular que precede a la sedición, y aún añade Littré que es un movimiento tanto físico como moral, como, por ejemplo, cuando Madame de Sévigné advertía las tensiones de su siglo diciendo: «toda Europa está en emoción».

Insurrección, sublevación, levantamiento… Claro, «emoción popular» quiere decir todo eso, quiere decir: una rebeldía. Totalmente de acuerdo. Por otra parte, me gusta mucho tu idea de que al duende hay que contemplarlo como pluralidad migratoria, algo que está en movimiento. Sin duda ese también es el tema de la exposición El gran río: todo se mueve y todo es plural. Aquí no podríamos hablar de «la imagen» sino de «imágenes», no podríamos hablar de «la sublevación», sino de «sublevaciones». De igual modo, tampoco podemos hablar del duende sino es en plural. Aunque al hablar del duende aludes a una categoría muy particular . No hay mucha gente en Francia que sepa lo que es el duende, ni tampoco en Estados Unidos o en Alemania. Pero en mi caso se trata de una categoría valiosísima. Creo, por ejemplo, que un pensador como Georges Bataille no hizo otra cosa que trabajar sobre este concepto que en el fondo cobija una estética de la intensidad nietzscheana. Pienso que Bataille siempre trabajó con cuestiones propias del duende. Además, el hecho de que aquí tú lo hayas mencionado en un ámbito que no es específicamente artístico resulta muy sugerente. Ni que decir tiene que hablamos del duende al que se refería Lorca. En este sentido, el arte tiene su musa, la religión tiene su el ángel, y los apasionados por el cante jondo hablamos del duende. Pero el duende no es exactamente un equivalente de la musa, no se trata de una categoría que defina en absoluto la autonomía de un arte. El duende es algo mucho más difuso y, al mismo tiempo, mucho más intenso.

Me gustaría retomar por un momento la cuestión del plural, cuya importancia explicas al hablar de los pueblos y no del pueblo.

Eso se debe a que lo plural aún puede librarnos de una ontología fundacional. Podemos volver a considerar el modo en que advertías que el duende viaja, que migra. En realidad, la dificultad para comprenderlo es la misma que encontramos al pensar en un origen que no sea fundacional y fijo. No era otro el argumento que Walter Benjamin esgrimió contra Heidegger, porque hay una gran diferencia entre entender el origen como remolino, al modo de Benjamin, y concebirlo desde la idea de fundamento (Grund).

Se trata de un problema que evoca de inmediato el modo en que el romanticismo concibió la idea del pueblo. A este respecto recuerdo una anécdota que contaba Jules Michelet al hablar precisamente del pueblo. Tras contemplar cómo el gobierno republicano masacraba en junio de 1848 a los obreros que reclamaban el cumplimiento de lo que la revolución prometía, Michelet, que se había mostrado siempre preocupado por lo que él llamaba «la lengua del pueblo», le preguntó al compositor de canciones populares Pierre-Jean Béranger: «Y ahora, ¿quién va escribir los libros del pueblo». Entonces, Béranger le contestó con una tranquilidad sorprendente: «Paciencia, ellos mismos los escribirán».

Magnífico.

Pero esa desaparición del pueblo, de su lengua y de la posibilidad misma de que esta fuese escrita, todo ello tenía para Michelet otra causa, en principio menos violenta. Me refiero al modo en que observaba cómo las clases trabajadoras imitaban al escribir la lengua de las clases superiores, y lo que me parece más significativo, cómo asumían sus propias abstracciones.

Los pueblos siempre están en peligro de desaparecer, pero también tienen una capacidad extraordinaria de resistencia y de supervivencia. ¿Conoces el libro de James Fenimore Cooper, El último mohicano? Pues bien, aún quedan hoy mohicanos. En este aspecto, creo que Derrida, a quien admiro como a pocos, cometía un error cuando se llamaba a sí mismo «el último de los judíos». Afortunadamente, por ahora, no existe ese «último judío», y espero que nunca exista. Esta historia de la desaparición de los pueblos es una obsesión –legítima, por supuesto– con la que sobre todo se sienten inquietos algunos filósofos. Muy a menudo, cuando abres un libro de filosofía –un libro de Jacques Rancière, de Giorgio Agamben o de Peter Sloterdijk, por ejemplo–, el texto comienza por una desaparición: siempre hay ahí algo que ha desaparecido, puede ser la dignidad, pueden ser los pueblos, en cualquier caso hay algo que desaparece. Nos hallamos en un momento de lamentación, de gran lamentación filosófica, cuando lo cierto es que hoy se hace más necesario que nunca extraer algo de alegría en mitad de todo ello. Aunque nos resulte imposible habría, de todos modos, que sacar a la luz esa alegría. Por eso mismo me interesa Deleuze, porque tiene algo de filósofo alegre, y esa alegría es importante. ¿No habrá una manera de filosofar por soleares y otra manera de filosofar por alegrías?

Me pregunto si es eso lo que en más de una ocasión has criticado en Giorgio Agamben, precisamente cuando opones a un pensamiento de grandes horizontes (que también sería un pensamiento de grandes sombras) otro tipo de pensamiento fundado en los destellos, en las imágenes o, como tú dices, en las luciérnagas.

Me gustaría hacer una pequeña aclaración a propósito de esa diferencia que señalas entre el horizonte y las imágenes. Digamos que cada palabra puede leerse de manera más o menos generosa, y al establecer yo esa oposición hace unos años creo que no fui muy generoso con la palabra «horizonte». No fui generoso en el libro Supervivencia de las luciérnagas. Creo que hoy haría una lectura distinta del término «horizonte», aunque este cambio no se debe a una relectura de Agamben sino de Ernst Bloch. Creo que la pequeña imagen que nos resulta tan cercana, lo que yo llamaba «luciérnaga» tampoco está aislada del horizonte. Supongamos que ves cómo aparecen las luciérnagas en la noche, pues bien, ahí tienes la noche como horizonte detrás de las luciérnagas, y probablemente sea hacia él donde haya que dirigirse. Así que si me lo permites haré algo de autocrítica del uso, entonces un poco limitado por mi parte, de la palabra «horizonte». Hoy estoy en este otro punto, sin duda, sumergido en la lectura de Ernst Bloch, cuyo pensamiento me parece muy importante. Por ejemplo, leí de nuevo un libro suyo que es de una riqueza extraordinaria: Herencia de esta época. Anteriormente lo había leído interesado por lo que comenta sobre el montaje, ya que le dedica todo un capítulo en el que además habla de Benjamin. Pero ese libro también plantea un análisis extraordinario sobre el ascenso del fascismo y el nazismo que, lamentablemente, resulta muy útil para comprender nuestra propia época.

Recientemente he leído a un autor italiano que sueles recomendar, Furio Jesi. Él afirma que la revuelta está siempre fuera de tiempo, que lo suspende, y en esa suspensión también ve coincidir con el presente un tiempo inmemorial que se presenta con la esperanza de «una vez para siempre». Todo esto me hace pensar en un planteamiento sobre la revuelta muy cercano al modo en que sueles hablar de la memoria y el deseo.

Diría que es este el tema principal en mi investigación: cómo trabajan en las imágenes el deseo y la memoria de forma dialéctica. Porque hay en ellas, ciertamente, una dialéctica de la memoria. En cuanto al libro de Furio Jesi, es hermoso, aunque yo no diría que la revuelta esté fuera de tiempo. Deja que lo explique del siguiente modo: supongamos que se abre una grieta en la tierra; pues bien, ahí tenemos por una parte la propia tierra y luego el terremoto, ¿acaso podríamos decir que la falla está fuera de la tierra? No, de ninguna manera; es la tierra la que ha producido la falla en sí misma, y esa falla en absoluto está fuera de la tierra. Diríamos que ella es inmanente a la tierra. Por lo tanto, yo entiendo la revuelta como una falla inherente a los tiempos y en ningún caso fuera de ellos. Ahora bien, es aquí donde empleo yo el plural, puesto que no se trata ya del tiempo, sino de los tiempos, porque en cada acontecimiento, en cada imagen, en cada palabra hay un nudo de tiempos heterogéneos y diferentes. Estos son los tiempos que organizan la forma en que pasado, presente y futuro se arremolinan.

Cuando Bloch distinguía entre «afectos saturados» y «afectos de espera», también insistía en que estos últimos responden a un impulso extensivo que no se limita a lo individual y que, además, se abren plenamente al horizonte del tiempo. En este mismo sentido entendí la afirmación de Jesi, como una apertura a partir de la interrupción, quizás al modo en que Benjamin evocaba los disparos que los revolucionarios dirigieron a los relojes de París en 1830. De hecho, hay algo más en lo que dice Jesi que me gustaría comentar contigo, y es que él distingue con mucha claridad entre la revolución, que vincula a la conciencia de clase, y la revuelta, que permite una toma de conciencia humana mucho más amplia. Al reflexionar sobre ello, no podía sino relacionar esta conciencia humana con el modo en que has tratado sobre la dignidad.

La distinción que hace Furio Jesi entre la revolución y la revuelta (la cual implica distinguir también entre una conciencia de clase y una conciencia humana), no es, en mi opinión, muy precisa. Sin embargo, no me encuentro ahora en disposición de criticarla de forma sólida, porque hasta ahora mi trabajo se ha movido muy gradualmente desde una antropología de la imagen ligada a la dignidad hacia una antropología del gesto político. Ahora bien, la definición explícita del concepto de revolución no es algo que concierna a la antropología, sino a la teoría política, y en este ámbito aún no me siento bien armado para establecer este tipo de distinciones. De todos modos, las tipologías me interesan más bien poco, lo que me interesa son los gestos precisos. Por ejemplo, pienso ahora en la imagen del levantamiento espartaquista de Berlín en enero de 1919, concretamente en esa imagen en la que se ve cómo se protegen los sublevados tras barricadas hechas con periódicos. Es extraordinario, magnífico: ¡Se protegen con papel! Podría hablarte durante horas de esa imagen sin ofrecerte una definición categórica de lo que es la revolución. Ciertamente, me gustaría aclararlo, pero en esta etapa de mi trabajo aún no me siento capaz de hacerlo, aunque tampoco lo haría desde la perspectiva de las tipologías. En cuanto a la dignidad, lo cierto es que es consustancial a todo cuanto he escrito desde mi estudio sobre la histeria. Crear una imagen, imaginar, es tomar una decisión sobre la dignidad, y eso puede conducir a lo peor o, también, a lo mejor.

Hablas a menudo del vínculo antropológico que existe entre imago y dignitas, e incluso en alguna ocasión lo has precisado aún más, señalando la relación entre la imagen y la actitud ante la muerte del otro. Recuerdo, por ejemplo, la lamentación en El acorazado Potemkim que has comentado por extenso en tu libro Pueblos en lágrimas, pueblos en armas. Es en este punto donde das el siguiente paso al relacionar ese vínculo entre la imagen y la dignidad con la emoción colectiva y la revuelta.

Te agradezco que hagas esta observación. La cuestión de la dignidad resulta fundamental en mi trabajo, tanto desde un punto de vista histórico como desde una perspectiva antropológica. Como sabes, el término latino imago proviene de una práctica desarrollada en Roma, según la cual el hecho de producir una imagen era ya un acto cívico. La imago estaba vinculada a la dignidad republicana y, por tanto, al bien público. La imagen tenía, a la vez, una importancia política, funeraria y genealógica, pero en ningún caso poseía un valor de mercado. Es decir, uno no podía comprar o vender una imagen. Esto contrasta con el arte actual e incluso con el arte de tiempos algo más lejanos. Ese contraste tiene, además, mucho que ver con la suerte que ha corrido la dignidad de las personas en tiempos recientes, ya que, si lo piensas bien, estamos rodeados de procesos dirigidos a su completa negación, lo cual resulta por sí mismo indignante (révoltant).

Hay algo que me parece importante en tu libro a propósito de Victor Hugo, Ninfa fluida, que tal vez nos permita incardinar esa dialéctica con la cuestión de la multitud. Allí dedicas todo un capítulo a lo que llamas «milieu» y no sabría bien cómo traducirlo, puesto que no te refieres precisamente a un medio, acaso al lugar, en el sentido de topos. Pienso en ello sobre todo porque me parece que es ahí, en el milieu, donde sitúas el problema de «la ola», de la revuelta.

No tomes milieu tan sólo como una palabra, tómalo mejor como una imagen. Como ocurre en la lengua española, también en francés el término es polisémico: quiere decir medium, atmósfera, a la mitad. Esa polisemia es importante para lo que quiero señalar al emplear el término. Cuando comenzaba mi investigación –hablo de los años ochenta–, me di cuenta de que el romanticismo era crucial para entender, por ejemplo, el estructuralismo, puesto que este pasa por un concepto de morfología, y la morfología, como sabes, es algo inherente a figuras como Goethe o Victor Hugo. A partir de ahí, el trabajo que he realizado en ese libro que mencionas sobre la teoría de la dinámica de los fluidos en Victor Hugo se encuentra, por ejemplo, muy relacionada con la exposición El gran río, ya que en esta exposición resulta fundamental la idea de «la ola» y, en definitiva, la dinámica morfológica de la multitud. Pienso que los románticos crearon imágenes que eran al mismo tiempo morfologías, y es importante recordarlo. En este punto, el romanticismo revolucionario es fundamental en mi propia genealogía teórica. Lo que me interesa de ese «medio» es precisamente cómo toma forma, y por eso mismo me parece vital la cuestión de la dinámica de los fluidos que trato en el libro, porque nos permite comprender numerosos fenómenos que tienen que ver con el propio movimiento de esa multitud por la que preguntas.

Fotograma de El acorazado Potemkin (Serguéi M. Eisenstein, 1925)

Frente a ella, a veces me he preguntado dónde quedará aquel «solitario solidario», como en alguna ocasión te has definido.

En realidad, ese es un juego de palabras que procede de Rilke y que yo empleé en el exergo de un libro. Venía a decir que aquel que sea el más solitario podría ser, al mismo tiempo, el más solidario. Es una relación que encaja con alguien como yo, al que le inquietan profundamente los asuntos políticos y que, sin embargo, no se sitúa ni mucho menos en la primera línea de las manifestaciones. Probablemente sea porque hay un punto de partida para esta inquietud política que proviene de un miedo fundamental. El motivo que me ha conducido hasta el pensamiento político no es precisamente la alegría del militante, sino el miedo. Siento ese miedo y lo siento de manera muy profunda. Sin embargo, siempre que se publica un libro también se hace una declaración pública, de modo que lo que he escrito es también un objeto público, aunque lo haya hecho desde la soledad de mi despacho, lo cual quiere decir que, por una parte, me protejo, pero, por otra, asumo riesgos. Porque cuando intervienes en el espacio público siempre asumes un riesgo.

Creo recordar que era Adorno quien decía que la meta de la revolución es la eliminación del miedo.

Así es y, de hecho, en los fenómenos relacionados con la sublevación existe un momento de superación del miedo. Recuerdo una película en la que se ve cómo, en mitad de las luchas de descolonización africana, Amílcar Cabral se interna en la maleza donde se encuentra un grupo de revolucionarios, y les dice: «desde ahora ya no tendréis miedo». Cuando escuché esa frase comprendí que, en efecto, ahí está lo que caracteriza al momento de la revuelta. Pero existen muchos tipos de miedo. Está ese miedo que te impide actuar pero existe también ese otro miedo que te impulsa a actuar, el que te mueve a la acción. Es este miedo el que hace que el intelectual escriba y se posicione.

Un paso como ese es el que señalas a propósito de la cuestión de los migrantes en el libro que firmas con Niki Giannari, Pasar, cueste lo que cueste. Tu reflexión parte en este caso de un poema de la propia Giannari y un documental que ha realizado con Maria Kourkouta: Unos espectros recorren Europa. Ahí señalas que esos espectros –de nuevo aparece el plural– son los de nuestros padres, y aún añades que su propia presencia es lo mejor que podría pasar en Europa: los refugiados –dices citando a Hannah Arendt– son «la vanguardia de los pueblos».

Exactamente. Aquí me gustaría señalar que ese libro es también un homenaje a esta poeta, Niki Giannari, que nunca antes había publicado un texto. Aunque escribe con asiduidad, ella trabaja como asistente social de los refugiados en Grecia. Me parece un ejemplo, y la admiro como también he admirado a Israel Galván; quiero decir, admiro su movimiento. El libro se debe entonces a esa admiración que siento por la fuerza de su alegría, por su fuerza insurrecta, ya que en ella compruebo que hay gente que hace algo a pesar de todo. En la película que ha realizado con Maria Kourkouta hay un momento en el que somos testigos de una fuerte discusión entre un grupo de refugiados que bloquean las vías del tren y un agente de policía griego que habla árabe. (Este detalle es importante: ¡discuten en árabe!). Entonces, un refugiado sirio le dice al agente: «¿No recuerdas 1922?». El agente no sabe a qué se refiere, pero de inmediato se lo aclaran: en 1922 miles de griegos huyeron a Siria, donde también fueron refugiados. Todos, o al menos casi todos, hemos sido refugiados alguna vez. En mi propia genealogía sólo hay eso: migrantes y refugiados, así que, obviamente, sus problemas me tocan de cerca, su propia existencia apela a la memoria. Ahora bien, lo que más me preocupa trasciende mi memoria personal, pues se trata de esta incapacidad que tenemos para recibir, y es eso lo que me conmociona y me revuelve.