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Renta básica e individualismo, una relación compleja

Nuria Alabao
Competición de surf en Mavericks, California, 2010. Fotografía de Shalom Jacobovitz. CC BY-SA 2.0

La obra de David Casassas Libertad incondicional supone una aportación fundamental al debate sobre la renta básica universal (RBU) al defender esta medida desde la noción de libertad, un concepto que habitualmente no está muy presente en las discusiones sobre políticas públicas. De este planteamiento surgen preguntas esenciales que nos permiten avanzar en la discusión sobre el horizonte de transformación posible y deseable y cómo interaccionarían en él lo común y la libertad. ¿Serviría la RBU para potenciar ambos?

Casassas lo tiene claro, la renta incondicional es un paso hacia la libertad, pero no una varita mágica: «Puede garantizar parte de las condiciones materiales y simbólicas de la libertad, pero no conduce inevitablemente a escenarios sociales de naturaleza postcapitalista», escribe. Por tanto, es esencial que se conciba como parte de una estrategia de más largo alcance, acompañada de otras luchas, y no como lugar de llegada. Hoy hay voces que reivindican también una RBU desde el ámbito neoliberal, en los que esta medida estaría destinada a superar las contradicciones sociales originadas por el advenimiento del «fin del trabajo» y donde estaría asociada a una contracción mayor del Estado del bienestar. Para pensar una RBU como palanca de transformación y no como innovación destinada a actualizar un capitalismo en crisis, Casassas propone tres elementos que deberían estar asociados a su reivindicación. Por un lado, lo que llama «la reapropiación de la economía» –incluso de los mercados y de «una economía política popular» de carácter cooperativo–. «La economía popular de la renta básica ha de ayudar a alimentar verdaderas culturas políticas para la organización colectiva del trabajo libre o libremente asociado», señala. Además, en segundo lugar, este tipo de economía no se plantea como una estrategia política autista, sino que se tendría que vincular a la defensa de mecanismos indirectos de distribución de la renta y, por tanto, a la preservación y la ampliación del Estado del bienestar. En tercer lugar, la RBU como herramienta de transformación social debería estar acompañada de mecanismos que restrinjan la acumulación de riqueza en manos privadas.

Cuando hablamos de economía popular estamos hablando de redistribuir recursos, pero también de democracia, de una democracia construida desde abajo, de carácter autogestionario. Estas instituciones sociales de carácter alternativo o popular dan forma, además, a un universo propio de cooperativas –y sus redes–, centros sociales, espacios de ayuda mutua, etc. Una institucionalidad que, aunque no se diga en el libro, funcionaría también como contrapoder del mismo Estado, porque la autonomía nunca viene dada, es una conquista que tiene que estar continuamente reafirmándose. En el fondo, esta discusión que plantea el libro no es otra que la de cómo pensar el comunismo hoy, cómo imaginar alternativas posibles al capitalismo –o la posibilidad quizás de un reformismo radical– y si la RBU podría contribuir a esos horizontes que imaginamos. ¿Cómo reapropiarnos de recursos y redistribuirlos reforzando al mismo tiempo lo colectivo? ¿Podría funcionar esta medida como palanca de liberación de la cooperación social? Para Casassas, la RBU –situada entre el Estado y la autogestión– podría reforzar la autoorganización al liberarla del estrecho marco de actuación que genera la necesidad –fundamentalmente, de rentas– y ser, por tanto, precondición de libertad. «La naturaleza obligatoria del trabajo asalariado bloquea toda una miríada de entornos productivos y reproductivos de factura autónoma que solo pueden emerger sin la obligación de trabajar», señala el autor.

No es una cuestión sencilla. Es posible que la renta básica pueda ayudar a construir alternativas en comunidades políticas ya existentes, en ciertos entornos ya estructurados, pero en un sentido más profundo, sería difícil defenderla como solución al problema de cómo construir lazo social. ¿Qué vincula a las personas? ¿Son las instituciones sociales? ¿Es el mercado? ¿O quizá sea la necesidad? Es cierto que la necesidad puede ser una cárcel que imposibilite una autonomía mínima necesaria para emprender en el mundo cooperativo, pero en un sentido amplio también hay que reconocer que la necesidad genera vínculo social. El libro de Casassas pone el ejemplo de la práctica de la «gorra», que se daba en el mundo fabril del movimiento obrero fuerte. Era una práctica que se activaba cuando algún trabajador enfermaba. Se pasaba una gorra y todos aportaban una parte de sus jornales diarios, lo que permitía al trabajador o trabajadora enfermos sostenerse –y a su familia si la tenía–. Esta es una costumbre surgida de la necesidad; una necesidad que se superaba mediante el esfuerzo colectivo y la corresponsabilidad. De hecho, muchas de las instituciones de ayuda mutua sobre las que se funda el Estado del bienestar se iniciaron en esos espacios de necesidad a los que dota de densidad y articulación la organización obrera.

Lo que hoy llamamos sindicalismo social funciona a través de un mecanismo parecido. Podemos hablar aquí, por ejemplo, de cualquier ocupación de la obra social de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). En los bloques ocupados de Gran Canaria, por ejemplo, más de doscientas cincuenta personas que los habitan han generado una comunidad política de resistencia basada en el hecho original de que no tenían dónde vivir y se juntaron para solucionarlo. Si hubieran tenido vivienda, esa comunidad no existiría. En América Latina, en lugares donde el Estado se ha retirado o su acción no llega, como los barrios de favelas, se generan comunidades fuertes sobre la base de necesidades que requieren de una gestión común. Allí, los vecinos se juntan para llevar tendido eléctrico o agua corriente a sus casas en lo alto de las laderas, para arreglar las calles o resistir a los desalojos. No es una situación tan distinta de los mecanismos que daban forma a algunos de los nuevos barrios obreros de las ciudades españolas en la década de 1970. Esta es una de las paradojas del bienestar: algunas de nuestras conquistas suponen un freno a determinadas articulaciones de la comunidad. Las cooperativas de trabajo funcionan de forma parecida. En mi experiencia, el hecho de que quienes las integran necesiten un salario las hace perdurar más que los colectivos que se agrupan únicamente sobre la base de aspiraciones abstractas como «cambiar las cosas» o «luchar contra la injusticia».

Las comunidades –también las del ámbito de la autonomía política o las cooperativas– son sistemas de intercambio o de relación que se vinculan generando un común. Este común implica unas normas propias de gestión, una cultura que lo haga posible y un sistema de reciprocidad específico que da forma a la comunidad y establece los límites de lo que está dentro y fuera de ella (algo que se ha estudiado en la gestión de los llamados «bienes comunes», por ejemplo, en la obra de Elinor Ostrom, El gobierno de los bienes comunes.) Hay que señalar que este sistema de reciprocidad establece también obligaciones, no es un ámbito de pura libertad irrestricta –o de la libertad individual tal como la concibe el liberalismo–. Este es el modelo que aparece, por ejemplo, en Ensayo sobre el don, donde Marcel Mauss, a partir del análisis de instituciones sociales procedentes de sociedades estudiadas por la antropología, nos habla de economías que no están basadas en la acumulación de beneficios, sino en sistemas de intercambio, en la noción del regalo. Esta obra nos ayuda a entender cómo se generan los vínculos sociales. El don que se ofrenda en estas formas institucionalizadas de intercambio –como el potchlach de los indios del noroeste de Norteamérica o el kula en las islas del Pacífico occidental– no es una ofrenda puramente gratuita y totalmente desinteresada, sino que exige una cierta devolución, genera, por tanto, una deuda. Este principio de la deuda –y todas las mediaciones culturales a las que da lugar– están en el corazón de la sociedad. Las relaciones sociales están basadas en el principio de dar y recibir; es decir, de obligaciones a partir de las cuales se generan vínculos. No sería pues el reino de la «libertad», sino el de la responsabilidad para con los demás. Por eso hay una crítica habitual que dice que la RBU podría debilitar el lazo social y contribuir a reforzar el individualismo, precisamente porque al eliminar la necesidad se corre el riesgo de minar lo colectivo.

Pero es que a la RBU no se le puede exigir también que solucione el problema de la atomización social, no es exactamente esa su función. Para encarar esa cuestión, tendremos que dar otras batallas, que precisamente Casassas reivindica en su libro. Por tanto, cuando hablamos de la necesidad de libertad creo que podríamos distinguir entre la libertad individual y la comunal. La primera, la que se basa en la concepción del sujeto universal del liberalismo y la economía clásica, es una quimera. La economía feminista se ha encargado de poner en evidencia que todos somos seres interdependientes y que el individuo atomizado, listo para participar en el mundo de la producción, es una invención. Detrás de esos seres concebidos como totalmente autónomos está el trabajo de reproducción social –de cuidados– que estaba asociado a las mujeres y que todavía realizamos mayoritariamente de forma gratuita. A partir de esta división sexual del trabajo que asignaba a las mujeres a estas tareas de cuidado desvalorizadas, que permanecían en el ámbito privado, se establecieron el resto de las jerarquías que separan los géneros y mantienen a las mujeres en una posición subordinada. La escala es la de los trabajos que cuentan, los salarizados, y los que no, los gratuitos, que se realizan «por amor». Las tareas de reproducción social –en términos marxistas, de reproducción de la fuerza de trabajo– también contribuyen al sostenimiento de las comunidades –como ocurre, por ejemplo, en el ámbito familiar–. Por tanto, más que reivindicar la libertad individual –la persona concebida como «trabajador» y como ser atomizado– la RBU debería asociarse a una libertad pensada en términos colectivos. La libertad comunal estaría atravesada entonces por la idea de corresponsabilidad, sin la cual no existe lo social. Es una libertad condicionada, sí, pero a un sistema de reciprocidad, a obligaciones que surgen en cualquier comunidad y que precisamente son las que la estructuran y le permiten sostenerse en el tiempo. El orden del mundo nuevo que queremos fundar tendrá que basarse en la interdependencia.

No podemos decir, por tanto, que la renta básica por sí sola vaya a generar más lazo social, pero esta tarea –la de reconstruir lo común que el neoliberalismo ha contribuido a arrasar– es una tarea de época, un problema de rango civilizatorio. Ninguna política pública nos va a ofrecer una solución. Quizás a la RBU haya que pedirle otras cosas, además de la más evidente, que es proveer un sostenimiento mínimo a las personas, algo que debería ser concebido como un derecho humano básico y un principio de la democracia. A lo que deberíamos aspirar tal vez es a que la RBU contribuya a diluir las jerarquías entre trabajo y no trabajo, o entre trabajo pagado y todas aquellas tareas de sostenimiento de lo colectivo que realizamos –o las propias tareas de cuidado– y que ahora permanecen desvalorizadas. En este sentido, habría que exigir la RBU como retribución de todo el trabajo no pagado, de toda la producción social sin la cual el capitalismo no funcionaría. En definitiva, creo que hay que agradecerle a Casassas esta excelente oportunidad para profundizar en estas cuestiones que son centrales para imaginar utopías que atraviesen los problemas de nuestro tiempo.