Otra psicodelia: pesadillas adolescentes y vómitos tecnicolor 1965-1989
Aunque Kiko Amat nació en 1971, su relación con la psicodelia es seguramente más relevante que la de muchos de los que experimentaron de primera mano esa época. Amat es novelista –su última novela es Antes del huracán (Anagrama, 2018)– y cuando escribe no ficción generalmente se centra en la contracultura, la música y la literatura. Mezclando experiencias personales y un análisis concienzudo de la música psicodélica, aquí reivindica el lado menos flower power de este movimiento, sus manifestaciones más salvajes y asqueadas, pero sin perder de vista la calidad musical, que él condensa en los conceptos de «brevedad, contención y disciplina». Como bonus track, Amat se ha encargado personalmente de seleccionar las imágenes que acompañan este texto y de redactar sus pies.
1. Lo primero que hice fue robarle la camisa a mi madre. Era sedosa, con mangas abuñueladas y cuello con botones, y la tela dibujaba un patrón de paramecios en rojo y gris: lo que aquí conocemos por cachemira y los ingleses llaman paisleyLa primera fábrica textil que produjo el estampado estaba en la localidad escocesa de Paisley. Fácil., un llamativo estampado bacterial de factura persa que daña los ojos y atrae a los mosquitos (aunque repele al sexo opuestoSegún mi experiencia.). Que fuera, a todas luces, una blusa de señora (de señora de mediana edad) y a mí me diese lo mismo dice mucho de mi obstinación adolescente.
Me gustaría dejar claro que no atravesaba una «fase» de travestismo juvenil. Por respetable, incluso laudable, que me parezca esa opción, mi fetiche no tenía que ver con Quentin Crisp ni Eddie Izzard, ni siquiera con uno de esos personajes de novela de Tom Spambauer a quienes sus familiares siempre sorprenden bailando con otros hombres. Cuando aquel día mi madre entró en su dormitorio y me sorprendió ante su espejo de cuerpo entero haciendo poses de mamarracho inglés con su camisa (increíblemente femenina aunque transformada en homosexual por el simple hecho de cubrir mi tórax), su quijada inferior se desprendió del resto de su cráneo para precipitarse hacia el suelo, incapacitándola temporalmente para el habla. Pero yo sí hablé, y mis palabras no fueron «¿dónde guardas los zapatos de tacón, mamá?».
–¿De qué época soy? –le dije, volviéndome hacia ella y ensayando una pose que, en mi mente, comunicaba dignidad liverpuliana.
–¿Soy? –dijo mi madre, frunciendo el ceño hasta la fractura occipital. Era auxiliar del hospital psiquiátrico del pueblo y se enfrentaba a menudo con tipos que se creían san Juan Bautista o el zar de las Rusias. Razonar con un viajero temporal entraba de lleno en su lista de tareas diarias.
–Parezco, mamá. Quiero decir de qué época parezco.
Mi madre no se molestó en contestar y abandonó la estancia, dando por perdidas tanto su camisa de amebas como mi adolescencia. Si me hubiese dado tiempo a explicarme, le habría dicho que mi fijación era subcultural, no homosexual ni psiquiátrica: yo solo quería ser «psicodélico». Y aquel jubón, con los ojales en el lado equivocado de la pechera (oprobiosamente deformada, para colmo, por la tensión a la que la había sometido durante años la generosa pechuga de mi madre), era mi pasaporte más cercano al fenómeno.
Aquel día, solo en el dormitorio otra vez, me volví hacia el espejo y asentí con satisfacción. Oh yeah. Sí: con mi nueva camisa botánica y flequillo, esculpido a golpe de secador en lacio cortinaje beat, lucía pastado al zagal aquel de la pose incómoda en el single de The Electric Prunes. O al menos al batería con cara de periquito de The Roulettes.
En el mundo real, ya lo imaginan, no me parecía ni a uno ni a otro. Era 1986, y yo tenía quince años, a punto de cumplir los dieciséis. Mi acné estaba en alerta naranja (riesgo medio) y mi bozo ni había dado señales de aparecer (así que olvidemos el tema de dejarme crecer patillas en plan Buffalo Springfield). Me temo que lo único que parecía, ataviado de aquel modo, era un miembro de Parchís a quien su tía le hubiese prestado ropa vieja y hubiese abandonado bajo un chaparrón (lo que explicaría el peinado lametón-de-vaca). Pero no importaba, claro. Mi mundo era psicodélico. Nadie podía explotar mi burbuja, que cantaban los Small Faces. Ni siquiera mi madre (y eso que la mujer era de natural chascón).
2. A decir verdad, en 1986 el resto del mundo era también psicodélico, aunque yo no lo viese (por culpa de las sólidas orejeras subculturales que llevaba encasquetadas). Todos lo éramos un poco,Menos los normales, que seguían con el SoloMoto, Dire Straits y la Liga de fútbol. y pienso ahora que debería haberme alegrado de aquella circunstanciaNo me alegré. Me limité a señalar a todos los «falsos profetas» de la psicodelia que mi emponzoñada mente juvenil creía distinguir en cada novedad y entrevista.. Sí: no solo el underground (donde el punk, el postpunk y la nueva ola se hallaban en proceso de seguir página a página de calendario las modas de los sesenta), sino también el mainstream, se habían contagiado del bacilo paisley. Como decía aquella vetusta canción de Tommy Dorsey, todo el mundo estaba haciéndolo. En el subsuelo topabas con el revival garaje (sueco, americano, español, incluso italiano, por el amor de Dios), la nueva psicodelia (a menudo pasteleraMe entristece que se hayan perdido las expresiones pastel / pasteloso / pastelero y plástico para denominar lo no-auténtico.), el sonido kiwi de Flying Nun, los criptomods psicodelizados ingleses. Greg Shaw, siempre visionario, ya hablaba en un Bomp! de 1978 del advenimiento de la «neo-psicodelia» o el «acid punk». XTC se convertirían de forma temporal (por motivos lúdicos) en su alter ego The Dukes of Stratosphear; Steve Severin (Siouxsie & the Banshees) y Robert Smith (The Cure) formaron en 1983 los efímeros The Glove y sacaron un innecesario álbum de exangüe psicodelia con sintetizadores (Blue Sunshine). Prince se acompañaba de The Revolution, grababa en Paisley Park (homenaje diáfano al Paisley Underground) y publicaba álbumes de visión más o menos psicodélica como Around the World in a Day (1985) o Sign o’the Times (1987). Incluso los engorrosos Tears for Fears, con sus sonrisas de castor y pantalones de cuello alto, se lanzaron en 1989 a la piscina lisérgica con un melifluo alegato de amor universal llamado «Sowing in the Seeds of Love»Una canción simplemente repugnante..
Era así. Entre 1985 y 1990 no podías abrir el Ruta 66 sin que te saltara a las napias un dossier 60’s punk, una entrevista a Spacemen 3, una foto de Robyn Hitchcock blandiendo un boniato o el enésimo anuncio de concierto de The Nomads en el KGB o el Agapo. Un día de 1987 me volví, desprevenido, en un bar, hurgándome las narices, y la mitad de mis amigos mods barceloneses se habían dejado pelucones Brian Jones, llevaban chalecos y botines y echaban pestes del ska o el soul. A nivel estatal lo mejor de aquel maremoto fue el Piknik caleidoscópico (1986) de Los Negativos, y lo peor, supongo, fue aquella floricultural camisa materna, que paraba el tráfico en mi pueblo natal y me debió ocasionar no pocos manteos en segundo de BUP.
Lo único que quería dejar claro con todo esto es que crecí en un momento en que, me gustase o no, la psicodelia articulaba un segmento del zeitgeist. La «idea» psicodélica, de existir algo así, fue fundamental a la hora de configurar mi universo juvenil. Con los años se me pasó la ventolera estética, inevitablemente, y le devolví la camisa a mi madre, que la sostuvo pinzada con dos dedos y apartando la cara, como si le hubiese hecho entrega de un tejón recién arrancado con espátula de la autovía. Dejé de lucir «psicodélico», que no es lo mismo que abjurar de la idea. De hecho, la idea me siguió a lo largo de toda mi juventud, hasta hoy. Los años intermedios me sirvieron para cimentar con razonamiento la serie de mandamientos fundamentales que a mis dieciséis intuía solo por cosquilleo estomacal, el mismo que me hacía reaccionar de un modo determinado hacia algunos artefactos artísticos, catalogándolos allí y entonces, desarmado por completo de contexto o genealogía, de inmundos o asombrosos.
3. El mencionado cosquilleo estomacal me indicó, ya desde el principio, que existía una psicodelia que no hablaba de incienso, pipermín y flores. Que no se confeccionó en la Vieja Tienda de Té de la Señora Maples. Que tenía poca paz, y el único amor que conocía era obsesivo, despechado y vengativo (I Never Loved Her!). Que no iba de teatro performance, pasotes triposos, caras pintadas ni elepés conceptuales (ni la faz albondigosa de Jerry García). Que articulaba el odio universal como única «canción protesta». Un Big Mod Hate Trip, que dirían Halo of Flies, quienes aparecían en una portada con pistolas y bates de béisbol, pillando el ángulo que procedía.
Lo escribió Julian Cope para el NME en su celebrado artículo de 1983 «Tales from the Drug Attic»: psicodelia es la primera vez que oyes hablar de sexo en el colegio («el barco se hunde y con él toda tu cordura»). Un vómito tecnicolor. Cope dio en el clavo. Existía otra psicodelia: la del mal rollo, la violencia y la confusión; la de los millares de niños con acné que soñaban con ser Jagger y se masturbaban furiosamente ante postales de Jayne Mansfield, mientras la mitad de sus compañeros de instituto morían boca-al-fango en los arrozales de Cam Lo. La psicodelia de los feos y obesos, impopulares y antipáticos, que maquinaban venganza contra el guapo de la clase, montando grupos de R&B desvencijado, versionando a Them con el pedal de Fuzz a toda hostia en los bailes del instituto. La psicodelia no estaba exenta de bandos o tendencias enfrentadas: la psicodelia pop y showbiz de L. A. versus la psicodelia universitaria y tabarrera de San Francisco; la psicodelia inglesa de 45 revoluciones (mod, agresiva, popular) versus la psicodelia americana de 33rpm (intelectualoide, melindrosa y académica).
Existía una psicodelia, en suma, paranoica, anfetamínica, potencialmente criminal y asqueada de nacimiento. Y otra simplemente boba, intrascendente o demente. Comercial o terminalmente invendible. Ambas eran buenas.
4. Cuando antes hablé de «mandamientos fundamentales» no se trataba de una filigrana léxica. Soy capaz de esgrimir una lista de pruebas que, de ser realizadas en las condiciones ambientales adecuadas, suelen indicarme el nivel de psicodelidad de la psicodelia. De mi psicodelia, si se empeñan (soy consciente de que existen otras). Mi intención es ofrecerles a continuación dichos mandamientos como mensajes morse, fragmentados en cabeza y cola, igual que pasajes en una novela de Renata Adler. Intuiciones, sospechas, ideas que lanzo sin ancla, citas que cuelgan como serpentinas, para que ustedes hagan con ellas lo que les salga del trasero.
a) La psicodelia es juvenil, no intelectual (y nace del garaje)
Greil Marcus puede, no me cabe la menor duda, extraerle a la psicodelia sesenta páginas de pretextos intelectuales para su existencia, desde los prerrafaelitas al esteticismo de Aubrey Beardsley, pasando por Alicia en el país de las maravillas y la Arcadia pastoral inglesaTodas estas cosas me chiflan. No se trata de eso. Se trata de lo mucho que me enoja la sobreintelectualización del pop., pero lo cierto es que la psicodelia como género es solo una habitación de la música pop decorada por adolescentes hormonados. Adolescentes de los años sesenta del siglo XX. La ecuación es simple: British Invasion y R&B inglés 1964-65 + Beach Boys + folk rock + garaje rock + clase media (casas con garaje) + sueños demenciales de estrellato + rencor adolescente + infantilismo e inmadurez rampante + flirteo iniciático con drogas lisérgicas + lecturas prohibidas = Psicodelia.
Cope lo dijo mejor que nadie:
Eso es psicodelia. Beat tarado, inadaptado y antihippie con delirios de estrellato. ¿Qué más lo es?
b) La psicodelia queda mejor ceñida que suelta (o: contención vs. liberación)
Lo apostillaba Bob Stanley en su biblia pop Yeah! Yeah! Yeah! La historia del pop moderno: «la psicodelia más duradera está prieta, aunque estructuralmente sea extraña». El formato ideal para la psicodelia es el de la canción pop, no la estepa sin diques del free jazz ni los trips cósmicos de veinte minutos. Lo enfocado contra lo difuso.
Robyn Hitchcock comentaba algo parecido en una entrevista que le hice una década atrás para Rockdelux: «es un poco lo que decía Julian Cope en aquel artículo, olvida la Paz y el Amor, etc. Prefiero lo psicodélico a lo hippie. Lo psicodélico está basado en claridad, definición, concisión. En los setenta todo el mundo llevaba el pelo muy largo (incluyéndome a mí), y la cosa empezó a volverse vaga, desenfocada, la música perdió disciplina. La gente suele confundirlos, pero la verdadera psicodelia original está basada en la disciplina, ninguna de las canciones del NuggetsNuggets: Original Artyfacts from the First Psychedelic Era, el mítico recopilatorio de garaje y psicodelia que compiló Lenny Kaye para Elektra en 1972. superaba los tres minutos».
c) Una gran parte de la psicodelia va de confusión, paranoia y mal rollo (no de amor, fraternidad o expansión mental)
El pop va de contradicciones. De la fricción sempiterna entre conservadurismo y artisteo. Bob Stanley hablaba en Yeah! Yeah! Yeah! de «la abrupta agresión del garaje punk tejano en contraposición a la expedición cósmica de la psicodelia». Ya habrán colegido que quien les habla es más de «abrupta agresión» que de «expedición cósmica». «I Can See for Miles», «Rumble on Mersey Sq. South», «You’re Gonna Miss Me» o «I Never Loved Her» están cimentadas en tensión proleta, pánico y celos homicidas. Ninguna mención a la tierra de Nunca Jamás, si se fijan. Love, de Los Ángeles, ignoraron el sueño dulce y fueron directos a la pesadilla psicótica. Su nombre era a todas luces irónico: en realidad eran drogatas y criminales escupidos de la boca del folk-rock. Lo suyo no era el amor (puaf). Alguien dijo que el Forever Changes (1967), su tercer disco, era «easy listening desencajado», y estaba en lo cierto. Love sonaban un poco a Los tres sudamericanos, si los segundos se hubiesen puesto finos de zumo de cactus y hubiesen tratado de apiolar a un mariachi. «Oh, el moco se ha secado en mis pantalones / Se ha convertido en cristal» («Live and Let Live»), cantaban. No era la banda sonora ideal para la Era de Acuario, que digamos.
d) En psicodelia, Los Ángeles siempre mejor que San Francisco
El mejor argumento en favor de esta teoría fue expuesto por el periodista británico William Crain en un memorable artículo para la difunta web Tangents (cito un fragmento extenso):
Una prueba de si un tipo de música o un disco resisten el paso del tiempo es la forma en que suenan si uno los extirpa de los recuerdos hiperbólicos de quienes los experimentaron en el momento en que se crearon. Este criterio es solo uno de los muchos en los que las bandas del sur de California de la década de 1960, predominantemente centradas en Los Ángeles, vencieron a sus contrapartes del norte de California (San Francisco y la Bay Area). Muchos de los discos grabados por bandas como The Byrds, Buffalo Springfield, The Beach Boys, Love, The Doors, The Seeds, Captain Beefheart, The Turtles, Johnny Rivers, Mamas and the Papas, Ricky Nelson y The Monkees continúan sorprendiéndonos; suenan frescos y emocionantes incluso hoy. Aunque es posible escuchar a personas que vivían en el norte de California delirando […] sobre lo increíbles que eran las bandas de San Francisco, al compararlas con sus contemporáneos de Los Ángeles suenan pasadas de moda, confusas y, peor aún, aburridas. Tiene sentido, porque los sonidos del norte de California reforzaban y reflejaban un estilo de vida floreciente, creaban una especie de circuito cerrado, un perímetro de retroalimentación y, por lo tanto, quedaron atrapados irremediablemente en el tipo de movimiento hippie comunal que estaba en boga en aquel momento. Hoy en día solo suenan relevantes (y ni siquiera demasiado), en el contexto de la época […]. Coloca Anthem of the Sun o Electric Music for the Body and Mind en el tocadiscos y, aunque se pueden escuchar pequeños destellos de brillantez aquí y allá, en general no se aguantan cuando se los separa de los recuerdos embriagadores de quienes estuvieron allí […]. La música del norte de California, en general (aunque hay algunas excepciones, como el primer álbum de Moby Grape, Creedence Clearwater Revival y los Beau Brummels), se hundió bajo su promesa fallida y su pretensión de autosuficiencia.
Dicho de otro modo, las bandas de San Francisco se dirigían solo a su propia secta y mediante mensajes encriptados. La mayoría de la psicodelia de San Francisco, como también dijo Bob Stanley, «fracasó al intentar comunicar los viajes de los que se suponía que era banda sonora». Esa música, continúa diciendo, «suena autoindulgente, colgada y abstracta». Su mensaje, en definitiva, era elitista: «sabemos algo que vosotros no sabéis». En San Francisco el pop moderno decide «abandonar la pista de baile» («ni siquiera querían hacer discos, así que de hits ya ni hablemos»). Sus expectativas eran mesiánicas, su mensaje, el amor universal (si bien comunicado en jerga intraducible). Doble puaf.
e) En psicodelia, single mejor que elepé
Chas Chandler, el avispado mánager de Jimi Hendrix, tuvo claro desde el primer día que a su estrella principal había que atarla corto, para evitar que derrapase con su incontinente pirotecnia guitarrística. La idea no era nueva: «siempre mejor lo intenso que lo extenso», decía Baltasar Gracián, ya en el siglo XVII. En el Reino Unido de los años sesenta los contratos de los grupos musicales aún eran para dos singles, en lugar de para un elepé (como sucedía en Estados Unidos). Los británicos se curaban en salud, y bien que hacían. Ese es el motivo, en apariencia pedestre, de que los singles de la psicodelia inglesa suenen hoy infinitamente mejor que las interminables letanías de la psicodelia oficial americana (ver punto d). Una buena idea sonará siempre mejor en tres minutos que extendida a lo largo de todo un álbum, como blandiblú que un niño lleva hasta el punto de desgarro. Los sellos discográficos americanos ofrecían a los grupos pop 45 minutos de vinilo para desarrollar cuatro ideas imprecisas, desenfocadas, sobre turismo mental y asueto genital, y los grupos se habituaron a llenar aquella amplitud con cháchara, pulpa inane y muchos, muchos, solos. «Purple Haze», por el contrario, empieza y termina en 2:24 minutos de violencia, indefensión, lascivia y ciclotimia («Don›t know if I›m comin› up or down / Am I happy or in misery?»). Eso es psicodelia total para mí.
f) La psicodelia es un estilo, no un estado (y como tal tiene sus instrumentos y normas)
Algo que me pirra de la psicodelia, tanto inglesa como americana, es que en su gran mayoría es imaginada. Sueños de niños. Ficción y nada más que ficción. Contrariamente a lo que suele creerse, el sonido psicodélico no es la conclusión sónica de una experiencia directa con drogas alteradoras de la percepción por parte de los miembros de aquellos grupos beat. Puede afirmarse que entre 1965 y 1967 un enorme tanto por ciento de los grupos «psicodélicos» no habían tomado jamás drogas psicodélicas. Su psicodelia, así, era puro boca a boca. Psicodelia de tercera mano (como nuestro ye-yé pasado por el tamiz franquista). «Mi primo me ha dicho que su novia le ha dicho que hay una droga que te hace ver elfos y…». Aquellos muchachos virginales agarraban el «Rain» de los Beatles o el primer single de Pink Floyd y sospechaban que, ah, vale: así debía ser un viaje de ácido. La psicodelia se convirtió muy rápido, por tanto, en un género, con sus códigos y trucos y elementos diferenciales y significantes físicos (y ropa ad hoc). Casi toda canción con pretensiones psicodélicas del periodo mencionado incluía una combinación de los elementos siguientes:
- cintas pasadas al revés en el estudio
- sitares o émulos a la guitarra de ragas indios (más o menos eficaces)
- toques de music-hall victoriano
- risa de manicomio, cornetas, trombones, cualquier otro elemento de sonido «raro» o pop art.
- mellotron (ver «Strawberry Fields Forever»)
- pedales de distorsión (fuzz, wah-wah, etc.), vibratos…
- letras delirantes, surrealistas, oníricas, pesadillescas o infantiles.
- Músicos ataviados con ropa étnico-oriental, gafas victorianas, casacas imperiales y media melena medio rebelde. Como mods pasados de vueltas que se hubiesen vuelto locos con el baúl de la abuela.
Un solo ejemplo: cuando Zoot Money realizó el transfuguismo de soul clubero a psicodelia más rápido que había presenciado jamás el ojo humano no fue porque hubiese disfrutado de una experiencia catártica con el LSD. Fue porque nadie compraba sus anticuados singles de R&B trompetero, y todo lo que escalaba las listas era pop flipado con ínfulas de liberación kármica. El bueno de Zoot, viendo aquello, no tardó en comprarse unos kaftanes, alquiló efectos de luces en San Francisco, echó a patadas a su antigua banda (la Big Roll Band), se rebautizó con un nombre extraído de un libro de brujería (Dantalion’s Chariot, por el demonio Dantalion, gran duque del infierno) y se apresuró a componer una canción de debut lo más psicodélica posible, combinando casi todos los puntos antes descritos. El resultado fue uno de los mejores singles de la psicodelia inglesa, «Madman Running through the Fields». ¿Auténtico? En el pop no consideramos esas cuestiones. Era hermoso, pegadizo y divertido. Y psicodélico.
g) La psicodelia inglesa, en concreto, es espléndida
Y también particularmente infantil. Andy Partridge de XTC decía que aquel sempiterno aire a canción de cuna (inquietante) era lo que más le atraía de la psicodelia británica. «Painter Man», «I Am the Walrus», «Effervescing Elephant»… Música de barbapapás, cantinelas de parvulario. La psicodelia inglesa huele a inocencia sincera, melancolía otoñal y nostalgia de la propia infancia (o de una idealización de ella). Tazas de té y libros de Lewis Carroll. Imaginería de las postrimerías del XIX. Bicicletas, ropa tendida y juegos de mesa exóticos. Bosques misteriosos, flautistas en el umbral del alba. Paganismo para mocosos. Pipas y pasteles de carne. Kenneth Grahame y Lewis Carroll, animales antropomórficos, gatos invisibles y excéntricos adorables. Ver «See Emily Play» de Pink Floyd o el «Path Through the Forest» de Factory.
h) En psicodelia, lo comercial y bobo es mejor que lo «auténtico» y serio
Más o menos he incidido en este aspecto en el punto f). En Estados Unidos, muchos de los mejores hits psicodélicos estuvieron compuestos por señores moderadamente panzones de mediana edad que trabajaban con contrato para ciclópeos sellos de música pop adulta. La mítica Anette Tucker, por ejemplo, componía con una mano para Tom Jones o Nancy y Frank Sinatra, y con la otra se sacó del sombrero dos de los mejores hits del canon garaje rock estadounidense: «I Ain’t No Miracle Worker» (The Brogues, luego Chocolate Watchband) y «I Had Too Much to Dream Last Night» (The Electric Prunes). Y dudo que jamás hubiera tomado nada más fuerte que una magdalena de arándanos.
Lo mismo puede decirse de Ed Cobb, un caballero con aspecto de Basil Fawlty en un día bueno, cuyo patrón compositivo sigue los derroteros de la Tucker. Tanto se marcaba un alelado «Brontosaurus Romp» para los Pilfer Men, un «Every Little Bit Hurts» para Brenda Holloway o un «Tainted Love» para Gloria Jones, como tiraba de ennui púber impostado (e indetectable) para The Standells («Dirty Water», «Barracuda» y «Some Times Good Guys Don’t Wear White») o The Chocolate Watchband («No Way Out»). La psicodelia era una moda lucrativa, vaya, y uno pierde la cuenta, no solo de compositores, sino de artistas y bandas, que desertaron en masa del estilo Motown al flamante flavor of the month. Qué puedo decirles: incluso la psychexplotationExplotación de la psicodelia con fines comerciales. Acabo de acuñar el término ante sus atónitos ojos, lectores. y los que se apuntaron al carro a última hora suenan más excitantes y divertidos que Grateful Dead o Iron Butterfly. Aún diría más: incluso las bandas de parodia psicodélica, con sus novelty songs confeccionadas para hacer escarnio de los freaks y hippies (no se pierdan a Iron Handkerchief y su «I’m Alergic to Flowers» o el «Let It Out (Let It All Hang Out)» de The Hombres), suenan mejor que las pomposas e insufribles monsergas de San Francisco.
i, y última) Las mejores reverberaciones futuras de la psicodelia fueron (y son) las menos obvias
A lo largo de los años he visto el adjetivo psicodélico/a aplicado a todo tipo de artistas y obras. A menudo, los clichés o las manifestaciones más burdas (un greñas descalzo con camiseta tie-dye besando el cielo mediante una sucesión interminable de solos sazonados con wah-wah) nos impiden ver a músicos más sutiles que incorporaron la molécula psicodélica a su sonido de un modo consecuente y, sobre todo, natural. No todos los artistas influidos por la psicodelia pasaron de inmediato a hablar de hongos alucinógenos o acelerones interestelares (que era lo fácil).
Si ustedes me piden una lista de reapariciones de la psicodelia desde los setenta hasta nuestros días, esta tendría que incluir a los Undertones versionando el «Let’s Talk about Girls» y Television perdiendo el culo por los 13th Floor Elevators; The Banned recuperando a Syndicate of Sound; los grupos de psicodelia proletaria inglesa de los ochenta (Biff Bang Pow!, The Dentists, The Stingrays); el «Young ‘till Yesterday» de The Shamen; el revival garaje-psicodélico de 1985-1989 (de acuerdo, era un poco obvio en ocasiones, pero los grupos eran excitantes); las bandas antipódicas de Flying Nun y allegados (pocas cosas hay más psicodélicas que el mal viaje homicida de «Pink Frost», de The Chills); las guitarras helicoidales del Paisley Underground (Rain Parade, The Bangles, The Three O’Clock); la carrera entera de Screaming Trees; el «Yogi» y el «Baby Honey» de The Pastels; todos los grupos pop que usaron el Forever Changes de Love como base; Velvet Underground, claro, como contraposición perfecta del buenismo californiano; los grupos recientes de neopsicodelia, de Animal Collective a MGMT y Tame Impala (hojeen cualquier revista de tendencias de los últimos cinco años, si me hacen el favor) y un largo y lisérgico etcétera.
© Kiko Amat, 2019. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.