De la crítica a la experimentación
Cuando hablamos de innovación y experimentación, solemos acotar el término al ámbito de la especialización científica. En este artículo, Antonio Lafuente, investigador del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC en el área de estudios de la ciencia, cuestiona esa acepción y el tan alabado espíritu crítico, y nos invita a pensar en la experimentación como la posibilidad de atrevernos a imaginar y poner a prueba distintas formas de relacionarnos con los demás y con el entorno. Para Lafuente, experimentar es una forma de construir comunidad y una oportunidad para crear un mundo más habitable.
Siempre sospeché del espíritu crítico. Siempre me vi vulnerable cuando escuchaba a mis compañeros o amigos defenderlo. Nunca me sentí a la altura de esos colegas sabios, eruditos y empoderados que sabían más que yo y que sabrían encontrar sin dificultad las fisuras que había en mi argumentación. Tengo algunas amigas con las que he bromeado sobre la posibilidad de que alguien descubriera nuestra condición impostora. Eran bromas, pero también expresaban dudas que temíamos no saber cómo gestionar. No es raro, entonces, que tenga un pleito pendiente con el muy prestigioso y sobrevalorado espíritu crítico. Yo mismo, como académico, he predicado sus bondades. Pero ahora me doy cuenta de que no sabía bien de lo que hablaba. No es que haya leído poco, pero parece que sin mucho provecho. Genéricamente, creo, me refería a que tenemos que aprender a no confiar en las apariencias y a sospechar de las cosas que suscitaban demasiado consenso, o de las que se escribían con letras capitales o con caracteres en negrita. Reconozco ahora que se me esfumaron las ganas de seguir defendiendo el espíritu crítico, pero tengo otro ídolo del que enamorarme. De eso tratan estas líneas.
No creo que haya un lugar donde se venere más el espíritu crítico que en el seminario académico. No solo es un lugar de culto, también de producción, y por los dos motivos se le honra. Hay seminarios de todas clases, incluyendo los que se consideran clave, no solo por lo que pasa dentro, sino también por lo que ocurre en los prolegómenos y en sus prolongaciones en el pub. Los cafés previos y las cañas posteriores deberíamos considerarlos con justicia parte sustancial. No es obligatorio asistir a esos desbordamientos, pero está mal visto no saber valorarlos. El seminario funciona, entonces, como un dispositivo académico que no está reñido con una manera cordial de entender la sociabilidad.
El seminario es un modelo exitoso de comunicación entre pares. Todos tienen un formato parecido: el organizador invita a alguien para que haga una presentación que luego es discutida por los participantes, quienes actúan como si asistieran a un proceso de depuración de ideas. Los asistentes se turnan en el uso de la palabra y señalan al expositor que alguna idea merece ser matizada, que alguna prueba necesita mayor empeño, que algún concepto se usó sin el rigor debido o que algún autor merecería ser más mencionado. Todos contribuyen, cada uno a su manera, a la mejor comprensión del tema elegido.
Un seminario, entonces, consiste en un ejercicio colectivo, diseñado para medir el alcance, la robustez e implicaciones de una propuesta. Hay algunas actitudes que no son de recibo como, por ejemplo, proponer un enfoque distinto, argumentar una matriz conceptual alternativa o cuestionar la pertinencia del enfoque. No es habitual que la autoridad del invitado sea cuestionada, y eso explica que todas las personas asistentes den por probada la acreditación de quienes van tomando la palabra.
No es extraño que el formato del seminario goce de tanta salud y prestigio. En la academia es una de las piezas clave en los procesos de transmisión del saber y de formación de aprendices. Los buenos seminarios son una forma óptima de mantener actualizada la cultura de la institución que los organiza. Se basan en una hipótesis mil veces verificada: un especialista siempre puede identificar con criterio cuál es la novedad que debemos considerar, dónde está el grupo que promueve la alternativa más innovadora o cómo se está haciendo el acercamiento más prometedor a una problemática. En 120 minutos, a veces en menos, un colectivo académico se acerca a novedades que costó años producir. Y si eso se hace todas las semanas, no hay duda de que el grupo puede presumir de estar al día. Lo sabemos, estar al día es algo imprescindible si quieres estar a la vanguardia. Estar al día, sin embargo, es caro. Tienes ventajas que tus competidores añoran y, sin duda, es uno de los componentes más apreciados de cualquier marca. Tiene mucho prestigio. Mucha gente quiere sentir que está adquiriendo algo reciente y especial. Es como si, en algún sentido, fueras mejor. Más aún, estás más cerca y mejor preparado para husmear y atrapar la siguiente novedad que pueda surgir. Es como si diéramos por hecho que lo nuevo es mejor que lo antiguo y que su promesa nos hará más felices, más sabios o más capaces.
El mundo de las ideas opera en un mercado, simbólico si se quiere, pero no muy diferente. Se valora mucho lo último, y se hacen muchos esfuerzos para merecer la condición de creativo, original o visionario. Entre todos los dispositivos que han inventado los académicos para construir ideas, ninguno es más cómplice con la idea de competición que el seminario; por eso también puede llegar a ser tan antipático y desgastante. Rodeado de tanta gente lista, quien interviene puede fácilmente sentirse examinado y temeroso de errar. Puede que incluso algunos asistentes aprovechen la oportunidad para mostrarse más sagaces, más incisivos o más ágiles. La cultura de la excelencia campa por sus respetos, y ya lo sabemos: para que haya un primero tiene que haber decenas (o miles) de segundos.
Ver la academia como un entorno agónico, no equivale a despreciar las otras cosas buenas sobre las que podríamos escribir. Ni la academia cabe en una solo palabra, ni el seminario es una herramienta que podemos liquidar en un puñado de párrafos. Los más jóvenes tienen la oportunidad de mezclarse con sus maestros y de ver cómo afilan el lápiz, disfrutan con los matices o se adornan con notas eruditas. Es fascinante, aunque pueda ser perverso. Ya lo hemos dicho: tiene pedigrí, es eficiente, da prestigio y funciona. Sería absurdo, sin embargo, creer que no hay otra forma de reunir gente para la producción colectiva de ideas.
Ahora quisiera hablar de los espacios de experimentación, uno de los cuales es el laboratorio, pero hay muchos más, como, por ejemplo, la cocina, las jam sessions, las comunidades de afectados, la ciencia de garaje y los talleres de prototipado. Para experimentar no hace falta disponer de costosas herramientas, conocimientos sofisticados o lenguajes exclusivos. No hace falta ir vestido con bata blanca, tener barba espesa, peinar canas, ser sociópata ni andar desaliñado. Esos eran clichés de Hollywood ya superados. De hecho, para experimentar ni siquiera hay que ser científico, basta con ser investigador. Basta con que te creas con derecho a hacerte otras preguntas y tratar de encontrar respuestas diferentes. Creerte con ese derecho es darte permiso para, incluso sin saber, atreverte a imaginar y poner a prueba distintas formas de relacionarte con los demás y con el entorno. El derecho a investigar es independiente de si eres guapo o feo, tienes o no bata, o de tu identidad de género, raza o cultura. Los niños, los analfabetos y los funcionalmente diversos saben experimentar.
Experimentar no es lo mismo que tener experiencias. Si sientes dolor, te toca la lotería, descubres un paisaje o pariste un bebé, incrementas tus experiencias; vives más, sabes distinto y puede que incluso entiendas mejor o hables con otros referentes. Se puede tener mucha experiencia y haber experimentado poco. La experiencia es individual y la experimentación es colectiva. Tener experiencia es como tener intimidad o vida interior. Ser experimental es como ensanchar la extimidad, reconfigurar la noción de vida pública. La diferencia es obvia: solo experimenta quien contrasta. No basta con vivir: experimentar es una forma de relacionarse con los otros. Más aún, implica construir un «entre nosotros» ensayado: un nosotros a prueba. No se puede experimentar solo, pues siempre hay que comprobar entre todxs o, dicho de otra manera, hay que construir un mundo compartido, y desde luego, un mundo habitable.
No sé qué va primero, si los objetos que amueblan y constituyen el espacio hospitalario o las relaciones que animan la creación de esas cosas que nos cuidan. No sé si son las cosas las que nos hacen mejores o si son los mejores los que hacen las cosas. No importa mucho el orden en el que construyamos la ecuación, lo importante es que visualicemos esta codependencia entre nosotros y nuestras cosas. ¿Cómo hacer cosas comunes? ¿Qué es eso tan importante que llamamos experimentar?
Saquemos de nuestra cabeza los imaginarios del telescopio, la bata, el seminario y el experto. Quedémonos con lo que queda, que no es poco. Apartemos la quincallería del laboratorio. Experimentar no tiene que ver con la parafernalia de los roles y aparatos que podamos encontrar entre bambalinas; lo único que necesitamos es construir un objeto experimental o, en otras palabras, producir un objeto que esté al alcance de todxs y exponerlo al juego cruzado de miradas y, ahora sí, de experiencias; es decir, de eso que llamamos expectativas, deseos, miedos y limitaciones. Construyamos ese objeto sin que sobre nadie. Situémoslo equidistante a la ignorancia de todxs, para que nadie se lo pueda apropiar con facilidad. Hagamos que ese objeto nos represente a todxs, que no solo sea expresión de los valores que compartimos, sino que se convierta en una infraestructura que los garantice.
Imaginemos ahora a un grupo de personas que se pone en modo experimental. ¿Cómo deberían ser sus conductas? ¿Qué debería suceder? Desde lejos, la coreografía parece la misma que tiene el seminario, también hay alguien que fue invitado y nos propone un enfoque, un problema o una preocupación; por supuesto, se trata de alguien cuyo conocimiento no está bajo sospecha. ¿Qué se espera de los asistentes? Podemos discrepar, y ojalá logremos hacer de la diferencia un activo que nos enseñe cómo colaborar sin competir. La tarea que tenemos por delante no es depurar su propuesta hasta asegurarnos de que los planteamientos son sólidos o, en otros términos, canónicos, normalizados u objetivos. Ahora no estamos en un seminario. Intentamos otra manera de construir juntos: los presentes han renunciado a la concepción de que hay una idea que es mejor que las demás y que es objetiva. La renuncia no es una claudicación, pues la objetividad solo es alcanzable cuando compartimos los instrumentos, los conceptos, los datos, los protocolos y las instancias de validación, y eso siempre es mucho pedir; es caro, es tedioso y es disfuncional, tanto, que lo reservamos para los objetos que podemos mantener dentro del laboratorio. La objetividad es inalcanzable para el común de los mortales, especialmente si el colectivo es muy heterogéneo.
Ponerse en modo experimental es atreverse a hacer públicas las distintas maneras en que el objeto que miramos nos niega o nos ignora. Construir un objeto experimental equivale a encontrar las palabras con las que al nombrarlo no nos sentimos excluidos. No será fácil, porque el mundo de lo experiencial es infinito, laberíntico y elusivo, mientras que el mundo de lo experimental tiene que ser compartido, abierto y concreto. Una persona puede tener múltiples experiencias, mientras que un experimento debe reclutar múltiples personas. Mientras experimentamos damos forma a una comunidad. Más que reunirnos en torno a un ritual de depuración, el mundo de la experimentación evoca los rituales de la comunión.
Un grupo de personas en modo experimental no tardará en descubrir lo que las divide y alguno sentirá la tentación de abandonar. Siempre habrá alguien dispuesto a defender que sus evidencias son más numerosas y contrastadas. No faltará quien se sienta amenazado por un saber que ignora sus experiencias. Lo que siempre hemos hecho ha sido sacar de la conversación a los que no saben y por eso abundamos quienes discutimos si esa estrategia es políticamente sostenible y epistémicamente deseable. Tenemos que aprender a resistir y a no levantarnos de la mesa. Necesitamos más las habilidades del diplomático que las del metodólogo. Más que esperar nuevas evidencias, antes de emitir un juicio contundente, tenemos derecho a confiar en que todos los presentes se dejarán afectar y reformularán sus convicciones en unos términos que logren captar más adhesiones, con unas palabras que ensanchen el espacio común. Será lento, sobre todo al principio, pero nos permitirá llegar lejos. Más que un lenguaje para especialistas, casi privado, encontraremos una lengua común: una lengua que nos representa, una lengua hospitalaria, una lengua entre todxs.
El modo experimental no se limitó a cosechar palabras inclusivas, pues no reúne un cónclave de retóricos o palabristas. Está diseñado para construir entre todxs un objeto que nos representa. Dio vida a algo que no nos cuestiona, ignora o ningunea. Hizo la urbe más habitable. Amuebló el espacio que ocupamos con cosas, materiales o no, que nos cobijan. Creó un ecosistema donde dejamos de ser juzgados como raros, distintos o discapacitados. Llenar el mundo con ese tipo de objetos experimentales es amueblarlo para la convivialidad. Más que agitarlo, es mobilizarlo.
Una cosa más: el modo experimental no ocurre entre tertulianos, sino en un taller de producción de objetos que nos cuiden, y nos cuidan en varios sentidos. Primero, ya lo dijimos, porque no nos niegan ni ignoran: son hospitalarios; segundo, porque son provisionales, siempre a la expectativa de nuevas incorporaciones o de distintos planteamientos, no nos amenazan, son abiertos; y, tercero, porque infraestructuran un mundo hecho de matices y diferencias: son recursivos. Amueblar el mundo es una tarea que no podremos hacer sin mucha inteligencia y no pocos desaprendizajes. No es tarea para tribunos o decoradores, ni tampoco para politólogos o urbanistas. Vamos a necesitar mucho más que expertos. No sobra nadie, pero sí faltan actores que nuestros objetos deberían reconocer: mobilizar el mundo es más urgente que movilizarlo.