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Recordando a Antonio Drove

Miguel Zozaya
Antonio Drove en una imagen publicada en Dirigido Por

Reeditado en 2019 por la editorial Athenaica, el libro de Antonio Drove Tiempo de vivir, tiempo de revivir. Conversaciones con Douglas Sirk sobre el director de Imitación a la vida (1959) es, en palabras de Miguel Zozaya, «un trabajo que desborda los límites del convencional libro de entrevistas para inventar un género nuevo e híbrido que resulta una mezcla de memorias personales, diario de grabación y estudio sobre películas de un cineasta». Es también una oportunidad para acercarnos a la heterodoxa y fascinante personalidad del injustamente olvidado director y guionista madrileño.

La figura de Antonio Drove (1942-2005), cineasta madrileño de accidentada carrera e injusto olvido, ha vuelto a recibir cierta atención recientemente a raíz de la reedición de su libro Tiempo de vivir, tiempo de revivir. Conversaciones con Douglas Sirk. De nuevo, el interés despertado ha estado lejos del merecido para la pequeña joya que es este inclasificable volumen dedicado al famoso director alemán, probablemente uno de los libros sobre cine más originales publicados en nuestro idioma. Lo curioso y anómalo del asunto fue que, entre las reseñas y comentarios vertidos al respecto, tanto en las selvas de Twitter y los podcasts cinéfagos como en las revistas académicas o especializadas, el foco y la reivindicación se centraban siempre más en el autor-entrevistador que en el protagonista-entrevistado. Esto responde claramente a la condición sui géneris de la obra en cuestión: no es nada sencillo encontrar una publicación que, dedicada supuestamente a recoger conversaciones con un cineasta universalmente célebre, incluya numerosos capítulos autobiográficos sobre la educación cinéfila, la fragua de una amistad, las aventuras laborales, las turbulencias sentimentales o la obsesión por las coincidencias del (no tan célebre) entrevistador. Pero también se debe, sin duda, a la heterodoxa y fascinante personalidad de Antonio Drove que impregna cada página.

A día de hoy, no mucha gente ajena al mundo del cine recuerda el nombre de Drove. Sí resulta más conocida alguna de sus películas, sobre todo La verdad sobre el caso Savolta (1979), aunque lo habitual es saber de ella por ser la adaptación de la famosa novela de Eduardo Mendoza, antes que por haber llegado a ver su muy personal adaptación cinematográfica. Drove cargó a lo largo de su peripecia profesional con distintos sambenitos: primero el de «gran promesa» –al que demasiado pronto se le añadiría la palabra truncada; después, pasó a ser un «director problemático»; al final, cómo no, quedó como un «cineasta maldito» más. Efectivamente, su carrera estuvo marcada por no pocos baches y conflictos, aunque también por considerables hitos de diversa índole, tanto en cine como en su dilatada trayectoria televisiva.

Su iniciación en el mundo del cine fue fruto del azar. Como muchos niños de la posguerra, había nutrido su imaginación devorando programas dobles en los cines de su barrio, sumados a las grandes novelas que atesoraba la biblioteca de su abuelo. Mientras estudiaba –sin demasiado interés– la carrera de ingeniero electromecánico, actuaba en el teatro universitario y acudía todos los días al cine. Drove era de una cinefilia pasional y en cierto modo «anarquizante», lejos de la sistematización de otros colegas de generación: no conocía las revistas de cine ni la Filmoteca y, desde luego, no hacía «aquella cosa de puntuar las películas con estrellitas», como decía con cierta sorna para vacilar a sus colegas; simplemente recorría los cines de sesión continua buscando las películas no en función de sus directores, sino de sus actores. No se había planteado transformar su afición en profesión hasta que en un fortuito encuentro con un amigo de infancia, el mago Juan Tamariz, este le contó su intención de matricularse en la Escuela Oficial de Cinematografía. Por supuesto, Drove no sabía de la existencia de la EOC. En ese mismo momento, acudieron juntos al centro y su colega Tamariz le prestó el dinero para la inscripción. En otoño de 1964, Antonio Drove conseguía ingresar en primero de dirección y abandonaba su carrera de ingeniero a un curso de terminar, para disgusto de su padre.

Fotogramas de La caza de brujas, 1967. Cortesía de Filmoteca Española

Aunque allí realizó numerosas prácticas, fue su sorprendentemente complejo y prometedor trabajo de fin de estudios el que podemos considerar como el fulgurante arranque de su carrera (a nivel artístico). La caza de brujas (1967), una película que en plenos años sesenta aborda el «pecado» de la masturbación adolescente en el contexto de la educación nacionalcatólica del franquismo, sería su primera incursión en un tema predominante en buena parte de su obra: el funcionamiento de los mecanismos represivos del poder y la interiorización de la moral opresora. En él ya se vislumbraba un notable dominio de las herramientas de la narración cinematográfica y cierta querencia por las formas del cine clásico americano, así como su voluntad de distanciarse del realismo crítico de las ficciones de izquierdas habitualmente agrupadas bajo el paraguas del Nuevo Cine Español de aquella década. Pese a obtener una de las mejores calificaciones de la historia del centro –considerado por aquel entonces como un «nido de rojos» y un remanso de libertad libre de censura en el contexto universitario del régimen–, la película fue «secuestrada», impidiendo su exhibición en los distintos certámenes en los que era requerida. Poco después, su copia y negativo desaparecieron misteriosamente del almacén. Por suerte, durante la Transición, Drove consiguió recuperar el negativo y reconstruir la copia que se conserva hoy en la Filmoteca Española.

El cambio al registro cómico en su siguiente proyecto, ¿Qué se puede hacer con una chica? (1969), cortometraje realizado en el ámbito del cine independiente, mostró a un cineasta inventivo y capaz de asimilar influencias extranjeras –de la comedia clásica norteamericana al cine moderno europeo– para aplicarlas a la cotidianeidad de la juventud española (y a su traumática incapacidad para relacionarse con el sexo opuesto). Se trata de un trabajo de apariencia amateur que, sin embargo, esconde una elaborada construcción y un minucioso y metódico trabajo con actores no profesionales. Esto, unido a la utilización del sonido directo –por primera vez en el cine español desde los tiempos de la Segunda República–, dio como resultado un filme fresco y realista que filtra su humor a través de una crítica algo amarga, alejada de los tópicos de la comedia costumbrista de la época. Años después, cineastas como Fernando Colomo y Fernando Trueba reconocerían la crucial influencia de dicha obra sobre sus primeras películas, enmarcadas en la corriente conocida como «nueva comedia madrileña».

Pese a haber demostrado un talento por encima de la media y haber cosechado un éxito sin precedentes con este último cortometraje (mantenido durante largas semanas en cartel y premiado internacionalmente), las condiciones políticas y económicas del tardofranquismo impidieron en su caso una inserción con normalidad en la industria, viéndose obligado, al igual que buena parte de su generación, a refugiarse laboralmente en la televisión, así como a realizar trabajos publicitarios y escribir guiones para otros directores. Habiendo constatado la imposibilidad de debutar en el largometraje dirigiendo un guion propio (como sí pudieron hacer los cineastas de la generación anterior a la suya: Saura, Camus, Patino, Regueiro, Summers…), Drove adoptó una postura posibilista frente al resto de sus compañeros de la entonces llamada «generación bloqueada»: rechazar las pretensiones autorales en favor de un aprendizaje práctico de la profesión que le acercase al carácter artesanal de sus admirados modelos hollywoodienses y le permitiese trabajar y dominar distintos géneros. No obstante, su concepción del posibilismo pasaba por la idea de aceptar cualquier tipo de encargo con la intención de amoldarlo a su gusto y poder aportar su visión personal; es decir, convertirse en un doblegador de historias, a la manera de su admirado Douglas Sirk.

Drove dirigió sus primeros largometrajes para Ágata Films, la productora de José Luis Dibildos, embarcado en esos momentos en la operación conocida como «tercera vía» del cine español. Esta consistía en realizar un cine popular que abordase los problemas sociales del momento con cierta conciencia crítica, abriendo un camino intermedio entre la comedia zafia más exitosa (pensemos en el landismo) y el cine de autor más comprometido y críptico (con las producciones de Elías Querejeta a la cabeza). Ante la claridad de planteamientos del productor, Drove aceptó trabajar en su proyecto a condición de evitar tratar abiertamente asuntos sociales «serios», previendo la imposibilidad de coincidir en sus puntos de vista ante los mismos y temiendo la intervención de la censura franquista. Así pues, rechazó adscribirse de pleno a la «tercera vía» para acogerse a una suerte de comedia de enredo estilizada. Su primer y exitoso largometraje, Tocata y fuga de Lolita (1974), escrita a medias con Dibildos, viene a ser más bien una dignificación de la «primera vía». Sin embargo, su trabajo en Mi mujer es muy decente, dentro de lo que cabe (1975), consistente en la realización de un guion ajeno sin margen alguno de maniobra creativa, da lugar a una experiencia completamente insatisfactoria para el cineasta. Esto le llevó a abandonar de manera temprana sus objetivos de profesionalización artesanal en una industria que, lejos de las características y condiciones de la estadounidense, no le permitía intervenir a su gusto en proyectos que se veía obligado a realizar por contrato y que le conducían al encasillamiento en un único registro.

Antonio Drove durante el rodaje de La verdad sobre el caso Savolta, 1978-1979

En televisión, sin embargo, y pese a la habitual escasez de medios, encontró mayor libertad de expresión a la hora de afrontar algunos proyectos. Junto a trabajos como mero realizador, el cineasta consiguió dirigir para TVE algunas piezas realmente personales, como Pura coincidencia (1973), inefable programa especial protagonizado por Tip y Coll, o Velázquez, la nobleza de la pintura (1974), capítulo de la serie Los pintores del Prado, en las que se puede permitir experimentar con el medio: utilizar nuevas herramientas y técnicas, jugar con los géneros y llevar a su terreno algunos de los encargos que recibe. Por otro lado, su afán por forzar los límites, en una mezcla de ingenuidad creativa y voluntad provocadora, le llevó a sufrir cortes de censura –en sus polémicos episodios para la serie Curro Jiménez (1976-1978)– y enfrentamientos con los directivos, lo que frustró algunos proyectos interesantes y redujo sensiblemente su actividad televisiva durante algunas temporadas. De esta época data el apelativo de «el Drove feroz», broma bajo la que ya asoma el futuro lastre de su trayectoria profesional.

Drove consiguió su mayor logro cinematográfico con La verdad sobre el caso Savolta, adaptación radicalmente personal (y distinta) de la novela de Mendoza, que desborda las convenciones del cine histórico y del género negro para convertirse en una película política que interpela directamente al presente de su realización, convirtiéndose así en una obra clave del cine de la Transición. Su enormemente conflictiva producción, en la que Drove llegó a ser despedido y reincorporado después de que una asamblea intersindical consiguiera paralizar el rodaje, vino a reproducir con sorprendente similitud la lucha obrera contra la patronal que narraba el filme, y puso de relieve cómo su contenido ideológico estaba, en buena medida, detrás de los problemas originados alrededor de su filmación.

La «leyenda negra» que acompañó a Drove tras los escándalos relacionados con el caso Savolta, así como el viraje experimentado por la producción española al amparo de la Ley Miró a comienzos de los años ochenta, fueron algunos de los factores determinantes (pero no los únicos) en la escasa actividad cinematográfica posterior del cineasta madrileño, que vio cómo varios de sus proyectos se malograban o postergaban indefinidamente. Su último largometraje comercial sería El túnel (1988), una holgada producción para adaptar la novela homónima de Ernesto Sábato –aprovechando precisamente la corriente dominante instaurada por la nueva ley–, con actores internacionales y rodada en inglés, estrenada con un considerable fracaso en taquilla.

La etapa final de su carrera se ve marcada por tres características: su incapacidad para poner en pie sus personales proyectos cinematográficos, su reclusión en el ámbito del documental cultural para televisión y el aparente alivio encontrado en la escritura sobre cine. Las dificultades para bregar primero con la censura y después con la industria habían angostado su margen de posibilidades ante los productores, que el propio cineasta terminaría por cerrar al obstinarse con proyectos personales de compleja realización y escasa conexión con el devenir de las modas en el cine español (de cuya realidad se había ido alejando progresivamente). Con la llegada de los noventa, su actividad televisiva también se vio condicionada por el nuevo aire de los tiempos. Tras la proliferación de series dramáticas durante los años ochenta, la brutal competencia de las incipientes cadenas privadas y los cambios de gustos y hábitos entre los espectadores promueve la creación de nuevos espacios y programas en detrimento de las producciones de ficción, cada vez más centradas en el rígido y estandarizado formato de la sitcom, lo que limita considerablemente el radio de acción de los cineastas en televisión. Tras haber participado como guionista y director en series como Eurocops (1987-1994), La huella del crimen (1985-2010) o Crónicas del mal (1992-1993), Antonio Drove no consigue hacerse un hueco en el nuevo panorama televisivo.

En la difícil década de los noventa, su necesidad de compartir su visión y su pensamiento encontró refugio principalmente en dos actividades: la docencia y la escritura. Esta última la desarrolla en un curioso viaje inverso al habitual, que suele conducir de la escritura a la práctica, como hicieron los críticos-cineastas de la nouvelle vague; y muy distinto a los escasos ejemplos de similar recorrido contracorriente, desde Eisenstein hasta nuestro Paulino Viota. Sus artículos sobre películas y sus reflexiones en torno a cineastas o géneros desembocan en escritos no de corte teórico o didáctico, sino más bien literario, repletos de nostalgia y recuerdos personales, girando habitualmente alrededor de los mismos temas que le acompañaron durante toda su educación cinéfila. La muestra más sobresaliente de su trabajo escrito se encuentra, precisamente, en el mencionado Tiempo de vivir, tiempo de revivir.

Directed by Douglas Sirk

Merece la pena, aprovechando la coyuntura de su reedición, detenerse un instante en este libro. Su origen está en uno de los mayores logros de su carrera televisiva: el programa Directed by Douglas Sirk (1982), en el que Drove entrevistaba al gran maestro del melodrama como preludio a las emisiones del extenso ciclo que TVE2 dedicó a Sirk a comienzos de los años ochenta. Cinco años antes de su muerte, el cineasta alemán concedió, de manera excepcional –sin duda debido a una sincera conexión entre compañeros de oficio–, una larga entrevista en su residencia suiza junto al lago de Lugano, que se alargó durante varios días, dando lugar a un material bruto de más de seis horas de conversación. Un material que sería la postrera reflexión, serena e iluminada, de un genio del cine sobre su propia obra forjada a lo largo de cinco décadas y dos continentes; un material que las cadenas televisivas culturales de otros países envidiarían (en caso de conocerlo). Pasados pocos años, no se sabe si debido a la desidia o la estulticia, dicho material bruto desapareceríaEs preciso aclarar que sí se conservan los 15 episodios tal cual fueron emitidos; pero el montaje de dichas piezas fue realizado a salto de mata (tal y como relata el libro), con numerosas repeticiones de fragmentos, y está lejos de reflejar el contenido íntegro de la entrevista. (tal vez extraviado, tal vez destruido, muy probablemente borrado tras regrabar otra cosa en las mismas cintas…). El miedo al olvido y a la pérdida de su trabajo empujaría al cineasta madrileño a emprender la tarea de volcar en forma de libro la experiencia completa en torno a sus conversaciones con Douglas Sirk.

Fotograma de La caza de brujas, 1967

Para ello, llevaría a cabo un concienzudo trabajo de reelaboración (añadiendo material de conversaciones grabadas con magnetofón que no habían sido registradas por la cámara); un trabajo que desbordaba los límites del convencional libro de entrevistas para inventar un género nuevo e híbrido que resulta una mezcla de memorias personales, diario de grabación, estudio sobre películas de un cineasta e incluso, por momentos, una narración similar a un guion cinematográfico, como apunta Víctor Erice en su magnífico prólogo. Sin embargo, el resultado no es ninguna mezcolanza confusa: su autor organiza el contenido en cuatro partes, separando limpiamente la entrevista de sus relatos vivenciales o de las reflexiones finales en torno a algunas de las películas comentadas. De nuevo, es Erice quien nos da una de las claves de la emoción que suscita la narración de Drove, quien, al sustituir por primera vez el lenguaje cinematográfico por el literario, evidenciaba la «frustración originada por la dificultad de hacer películas». Esa necesidad frustrada llevó a Drove a convertir su vida en un relato: es una autobiografía rememorada casi como una ficción. El resultado, que a la vez viene a ser un making of de la propia publicación (no en vano la primera parte lleva como subtítulo «Historia de este libro»), tiene precisamente algo de película de Douglas Sirk en su cúmulo de casualidades, coincidencias y reencuentros. Un libro recomendable para cualquier persona interesada por el cine, conozcan o no a Sirk y a Drove: descubrirán la apasionada y apasionante personalidad del segundo, que funciona como perfecto catalizador para conocer el luminoso y fascinante pensamiento y trabajo del primero.

En conclusión, la revisión de la obra completa de Drove revela a un cineasta complejo, de amplios registros y considerable capacidad para enfrentarse a trabajos de muy distintas características. A la hora de abordar su trabajo conviene desterrar las (improductivas) distinciones en cuanto a formato, género o metraje, cosa que el propio cineasta no hacía. Parte de sus obras televisivas, documentales o de cortometraje merecen tanta o más consideración que alguno de sus largometrajes comerciales. Del mismo modo, carece de sentido pretender una reivindicación de la figura de Antonio Drove bajo el signo del «autor», concepto caduco y, sobre todo, generalmente poco operativo a la hora de abordar una cinematografía como la española. Si acaso, tendría más sentido, adaptándolo a la realidad de nuestro cine, hacerlo desde el prisma del «artesano», como realizador versátil capaz de asumir encargos alimenticios, proyectos alejados de su órbita estética y, en ocasiones, guiones de escaso provecho para poner a prueba su capacidad de adaptación, su ingenio para doblegar materiales ajenos y su habilidad para la narración cinematográfica. No obstante, en la parte de su obra en la que tuvo mayor libertad y control, pudo demostrar ciertas conexiones temáticas y de enfoque que ponen de manifiesto a un cineasta de marcada personalidad. Una personalidad singular, algo estrambótica, combativa y tenaz –y, por eso mismo, en muchos casos conflictiva– que le llevó a ganar algunas batallas profesionales, pero a la postre le condenó al ostracismo.

PRESENTACIÓN DEL LIBRO TIEMPO DE VIVIR, TIEMPO DE REVIVIR.CONVERSACIONES CON DOUGLAS SIRK
25.09.19

ORGANIZA CBA • ATHENAICA EDICIONES


PROYECCIÓN LA VERDAD SOBRE EL CASO SAVOLTA
25.09.19

ORGANIZA CBA