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ALAIN TOURAINE

El dominio de sí frente a la lógica económica

Entrevista con Alain Touraine

Isidro López
Fotografía Eva Sala

Alain Touraine (Hermanville-sur-Mer, Francia, 1925) es uno de los sociólogos más importantes del siglo XX. Autor de más de veinte libros, algunos tan influyentes como La sociedad post-industrial, El regreso del actor o Movimientos sociales de hoy: actores y analistas, ha teorizado abundantemente sobre la relación entre los procesos sociales y las conductas individuales, haciendo especial hincapié en el papel dinamizador de los movimientos sociales. En 1958 fundó en París el Laboratorio de Sociología Industrial que, en 1970, se convertiría en el Centro de Estudios de los Movimientos Sociales. En 1981 fundó el Centro de Análisis e Intervención Sociológicos, que dirigió hasta 1993 y, desde 1960, es también director de estudios en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. En su visita al CBA el pasado abril concedió a Minerva una entrevista y pronunció una conferencia –que reproducimos a continuación– en la que hizo hincapié en el calado de los cambios sociales recientes.

¿Se considera usted heredero de la sociología clásica de Durkheim, Weber o Marcel Mauss?

No. Nociones como la de hecho social total de Marcel Mauss no me convencen –llevo muchísimos años combatiendo la noción de sociedad– y no creo que se adecuen a las orientaciones actuales de las ciencias sociales, donde, de hecho, se está llevando a cabo un esfuerzo por restarle importancia al conjunto social. Hace cincuenta años se produjo un movimiento dentro de la sociología que desplazó la noción de sociedad y la sustituyó por la de relaciones de poder –que equivale, en suma, a la de relaciones sociales–. Hoy día la tendencia es a centrarse en el significado que atribuye el actor a la acción social. Utilizando un vocabulario bien conocido de la última época de Foucault, cabría decir que el tema central hoy es el cura sui, el cuidado de sí, la vieja idea de los griegos acerca de la importancia de dominarse a sí mismo. Es tal la relevancia que ha cobrado esta idea, que en lugar de sostener que es la situación la que determina la conducta, cabría argumentar que es la conducta la que determina la situación, y que es en relación con uno mismo como se pueden evaluar las situaciones. Por ejemplo, si hablamos de democracia, nos referimos a la situación que permite a la mayor cantidad de gente posible –y en la mayor medida posible– tener una experiencia de autonomía y libertad. En mis recientes investigaciones con mujeres he podido comprobar la fuerza de esta interpretación. Es muy común oír hablar de la mujer como víctima y, sin embargo, hablando con ellas, me solían decir que lo importante era construir sus vidas como mujeres. En ese sentido, yo soy un antisociólogo. Creo, como los griegos o como el Foucault de los últimos años, que el elemento central es la relación del actor consigo mismo.

¿Qué papel ha jugado la investigación empírica durante su carrera?

Un sociólogo que no hace trabajo de campo y que no se enfrenta directamente a las conductas no es un sociólogo. Mi primer estudio de campo lo hice en el año 1948 o 1949; el último lo terminé el pasado octubre. De nuevo traigo a colación mi trabajo sobre la mujer: he leído miles de libros sobre mujeres pero, cuando decidí salir y hablar con ellas, el resultado no fue en absoluto como habría cabido imaginar.

Usted comenzó haciendo sociología del trabajo, en una época en la que el trabajo era central en la creación de identidades sociales; después formuló su hipótesis de la sociedad post-industrial, en la que defendía que habíamos entrado en una era en la que las identidades políticas y los movimientos sociales se habían independizado relativamente del trabajo. ¿Qué queda del trabajo creador de identidades políticas y sociales?

Yo no elegí hacer sociología del trabajo, ni siquiera decidí estudiar sociología. Simplemente, salí del liceo y decidí conocer lo que me rodeaba, y lo que descubrí fue un mundo de trabajo, movimiento obrero y descolonización. Después de la Guerra, en todos los países europeos en los que había algo de libertad nos lanzamos a estudiar el papel del trabajo, del mundo obrero, de los sindicatos y de la huelga general porque eran las cuestiones fundamentales. ¿Cómo no dar una importancia central a estos problemas en 1946? Pero hace ya años que el trabajo ha perdido su centralidad. Las categorías socioeconómicas han dado paso a las categorías culturales. Naturalmente, eso no quita para que me enfade muchísimo cuando oigo hablar del fin del trabajo o de que ya no quedan obreros. ¿Qué significa esa tontería? La mitad de las familias francesas tienen al menos un obrero entre sus miembros; hay unos siete millones de obreros en Francia. Los problemas del trabajo siguen siendo enormemente importantes. Que ahora tengan prioridad los problemas de la personalidad supone un cambio de punto de vista muy importante, pero el trabajo forma parte de los problemas personales; la precariedad destruye la personalidad. Mal vamos cuando falta el conocimiento de la realidad en su aspecto más burdo, cuando no se reconoce que no tener trabajo es un elemento fundamental en la vida de los jóvenes de la banlieue parisina.

Según sus planteamientos, el surgimiento de los nuevos movimientos sociales sería síntoma de una situación de profundo cambio social, en la que el mundo del trabajo y la producción han dejado de ser el eje estructurador de los conflictos sociales y proliferan, en cambio, lo que usted ha llamado «puntos de vista sobre el conflicto social», en los que entran en juego categorías ajenas al ámbito socioeconómico como el género, la etnia o la edad.

Se ha producido un cambio de gran calado en las categorías de percepción de la realidad. Durante dos o tres siglos la realidad fue leída en términos políticos, después llegó un momento en que se comenzó a leer con categorías socioeconómicas y hoy hemos alcanzado un punto en el que nuestras categorías de descripción y acción son de tipo cultural. A esto me refiero cuando digo que hemos pasado de un paradigma socioeconómico a un paradigma cultural. Durante los momentos de cambio, siempre hay quien llega tarde y no cobra conciencia de lo que está sucediendo. En Francia, como bien señaló Marx, una vez se hubo entrado de lleno en el mundo capitalista, se seguía hablando en términos políticos, sin comprender nada de la realidad socioeconómica. Quizá los que mejor comprendieron el proceso de cambio fueron los alemanes, que desarrollaron toda una legislación social durante los tiempos de Bismarck, o los ingleses que, más o menos durante esa época, comenzaron a hablar de democracia industrial, de socialdemocracia, del papel de los sindicatos. Los americanos y los franceses, en cambio, tuvieron que esperar hasta los años treinta con el New Deal y el gobierno del Frente Popular, respectivamente, para que se comenzara a dar prioridad a los problemas socioeconómicos.

El otro cambio ha sido más reciente: en los años sesenta se produjo una invasión de la vida pública por las categorías socioculturales y, desde hace cuarenta años, las cosas no han cambiado demasiado. En principio, estas nuevas categorías aparecen envueltas en una fraseología de tipo antiguo –muchos siguen diciendo que la revolución la hará la clase obrera, lo cual es totalmente falso–. Pero lo cierto es que estamos hablando constantemente de problemas puramente culturales; imagino que en el parlamento español se habla de las mismas cosas que en los demás parlamentos europeos: aborto, eutanasia, minorías étnicas o religiosas, matrimonio homosexual, etc.

Usted, siguiendo una tradición muy francesa, se declara anticomunitarista. ¿Dónde comienza el comunitarismo? ¿Cuál es su relación con las categorías culturales?

El comunitarismo comienza en el momento en que se plantea que el sistema de organización y decisión política se desarrolla dentro de una comunidad. El comunitarismo es lo contrario de la noción de ciudadanía, que implica la universalidad de los derechos individuales y la creación de individuos libres e iguales. Esta es nuestra opción frente a la amenaza –que quizá no sea tan importante– del comunitarismo. Yo siempre he sido partidario de la diversidad cultural, pero me parece una cuestión secundaria frente a la defensa de los derechos individuales de tipo universalista. A principios del siglo pasado, en el marco de las categorías socioeconómicas que imperaba entonces, se produjo un debate similar cuando se quiso escapar de la abstracción de los derechos individuales para definir los derechos en términos de clase obrera, es decir, sustituir los derechos burgueses por una sociedad basada en las clases. La clase ocupaba entonces el mismo papel que la comunidad hoy. El resultado fue el leninismo y el maoísmo, que constituyen la gran catástrofe del siglo xx. Mientras, también a principios del siglo pasado, algunos sindicalistas ingleses plantearon la cuestión en términos de democracia industrial y unos años después nos encontramos con que el leninismo se había derrumbado, mientras el estado del bienestar seguía gozando de buena salud. Al final han sido estos damned ingleses los que han tenido razón. El comunitarismo representa para la sociedad cultural el mismo peligro que representó la dictadura del proletariado para la sociedad industrial.

¿Cómo pueden articularse entonces los derechos ciudadanos individuales universalistas con el reconocimiento de los vínculos sociales que evitan la atomización de la sociedad?

El problema no se puede plantear como una alternativa radical entre el individuo kantiano y el tejido social y cultural. El individuo y el grupo existen encerrados en la comunidad. En este punto el movimiento obrero fue muy claro: la acción colectiva es imprescindible para conseguir ciertos derechos individuales (contratos laborales, protección social…). La dificultad consiste en saber definir un sujeto individual de derecho que sea simultáneamente social, político y cultural.

En Inglaterra, aunque en estos momentos esta tendencia está en retroceso, los paquistaníes, por ejemplo, se comunican con el Estado a través de un representante paquistaní. Los ingleses han mantenido mucho tiempo esta idea de que la comunidad debe ser un instrumento de integración por el que hay que pasar necesariamente, pero ahora se están encontrando con un exceso de comunitarismo que les ha llevado a abandonar progresivamente este tipo de políticas.

Sin embargo, usted ha hablado del individuo en la era de la globalización como «alguien solo frente a lo global»; parece fácil intuir en esa frase el deterioro de las relaciones sociales de cercanía y el «mal individualismo», ¿no es así?

En uno de mis libros más recientes, El fin de lo social, me he referido a la crisis evidente de las instituciones sociales: de la democracia representativa, de la ciudad, de los tribunales, de la familia, de la escuela… Esta crisis es el producto de la concentración del poder económico en las clases más altas a escala mundial. Ninguna institución social puede ponerse en este nivel. Lo social se va destruyendo y tiende a proliferar el individualismo consumista, el tipo de individuo que cree que su libertad se expresa en el supermercado. Lo dramático de la situación es que el individualismo puede conducir al comunitarismo. La única salida a la obsesión de la identidad es la del individuo que quiere construirse como sujeto en un mundo de masas a la manera de Walter Benjamin. En realidad, no hay tantas soluciones: o se va hacia un comunitarismo de tipo leninista o se va hacia un concepto de sujeto cultural global capaz de articular una lucha colectiva por los derechos universales. Es decir, el equivalente de lo que fueron las luchas obreras hace cien años.

Cuando usted habla de globalización siempre alude a la antigüedad del fenómeno, situándolo en la perspectiva de los ciclos largos de Braudel y de los sistemas-mundo, pero también señala sus efectos novedosos.

A principios del siglo xx, sobre todo en Alemania, ya se hablaba de globalización y de predominio del capital financiero, sólo que a este fenómeno se le solía llamar imperialismo. Como sociólogo, para mí lo importante no son tanto los procesos económicos cuanto su desvinculación de los procesos sociales y políticos. Tampoco este aspecto de la globalización es nuevo, no ha habido fase de progreso que no haya implicado una reorganización social. Sostengo la hipótesis de que dentro de poco vamos a salir de este periodo de capitalismo puro y, entonces, será necesario inventar una nueva socialdemocracia en la que el tema central será la educación que es, hoy por hoy, el mayor factor de desigualdad en el mundo. La nueva socialdemocracia, en lugar de ser redistributiva, deberá apoyarse en un sistema educativo que realmente produzca una igualdad de oportunidades, a diferencia del sistema actual, que reproduce las desigualdades.

El aumento del nivel educativo y la promoción de las nuevas tecnologías parecen estar en el centro de las políticas de desarrollo de la Unión Europea, de las que dependen las políticas sociales. ¿No cree usted que este tipo de políticas nos llevan al extremo más simplón del determinismo tecnológico?

Comparto totalmente las ideas de Manuel Castells cuando dice que en nuestra sociedad no hay ningún determinismo tecnológico. En sociedades anteriores sí lo había porque la tecnología estaba vinculada al trabajo de masas; de hecho, se introdujo para limitar la autonomía de los obreros en el trabajo y reforzar la capacidad de mando del capital. Yo empecé mi carrera académica estudiando cómo la división técnica del trabajo es también su división social, según el vocabulario marxista. Las tecnologías actuales son mucho más flexibles; permiten diversas soluciones que no todas las empresas utilizan de la misma manera. Recuerdo un debate con Anthony Giddens, que tuvo lugar precisamente en Madrid, en el que coincidimos en esta idea de que cuanto más avanzadas son las tecnologías, menor es el determinismo tecnológico.

CONFERENCIA
UN NUEVO PARADIGMA. DE UNA VISIÓN ECONÓMICA A UNA VISIÓN CULTURAL DE LA SOCIEDAD


28.04.06

ORGANIZA EMBAJADA DE FRANCIA