Hacia 1994, José Luis Gallero, de la Compañía Poética Momentánea, agrupación cuyo número de integrantes es un tanto variable, me pidió que ilustrara un pequeño libro antológico, de circulación confidencial, que reuniría a once de ellos y se titularía Meeting. Por entonces no los conocía personalmente a todos y, en parte por eso mismo, acepté encantada.
Podía enfocar mi participación de varias maneras. Lo más obvio era retratarlos. Pero soy una mala retratista. Me intimida el que está al otro lado de la lente. No domino la situación y, por ello, las veces que lo he intentado, aparecen unos rostros ausentes, sin intensidad. Hay que decir que incluso concentrarme en disponer la cámara me incomoda: me parece que la espera del fotografiado se está haciendo interminable. Así, a mis carencias psicológicas, se une una técnica deplorable.
¿Producir imágenes asociadas con algún verso de cada cual? Eso me tentó, aunque eliminaba la posibilidad de entablar contacto con los poetas mismos. Esta reflexión me llevó a dar con la solución final: retrataría a los poetas a través de sus hogares.
«Oh —me dijo uno—, es que mi casa no tiene nada de particular». «Oh —me dijo otro—, es que estoy de paso por la ciudad y no tengo piso propio». «Oh —me dijo un tercero—, es que estoy de mudanza». «No son fotos para Hogar y Moda —contestaba yo—. Indícame, únicamente, a qué hora entra más luz en el lugar y lo demás corre de mi cuenta».
Impuse dos reglas del juego: 1) utilizar solamente un carrete de 36 exposiciones por interior (las primeras impresiones son las que cuentan); y 2) no mover, tocar o recolocar nada en absoluto.
Guardo un recuerdo muy nítido de cada visita. Me acompañó, a todas ellas, Gallero, promotor del proyecto. Y mientras yo hacía las fotos —husmeando, con permiso previo, todos los rincones de la casa—, oía conversaciones familiares entre poetas.
Nacho Fernández es como un eterno estudiante: con unos libros y un trozo de pan integral se puede instalar en cualquier sitio. Aquella temporada compartía una vivienda en los alrededores de Madrid. Nada parecía muy característico de su persona. O, por el contrario, todo lo era. Contaba con entusiasmo anécdotas que le sorprendían de sus compañeros de casa. En su habitación-celda, junto a la ventana entreabierta, descubrí una tabla de madera cubierta de apuntes y de libros de poetas nómadas. Digno despacho, sin duda, de un joven estudiante de Concord, Massachussets.
Nunca conocí a Pedro Casariego, aunque poco después de su desaparición el cuarteto de redactores de la revista El Europeo habíamos visitado su casa de Aravaca. Igual que en el verso de Pedro, Ana, su viuda, una mujer delgada, no flaqueó: nos atendió con amabilidad y diligencia. Buscábamos lo más adecuado para celebrar en nuestras páginas el recuerdo del poeta. Algo más tarde volví, cámara en mano, para centrarme, esta vez, en el hábitat del ausente. La toma que reúne papel, lápices, pinceles y una pintura suya al fondo, resumía la idea que yo me hacía de aquel poeta-pintor.
Quizá la causa por la que Tomás Cuesta no se prodigue como poeta sea atribuible a la desolación de sus versos. O a que le interesan más otras vidas que las de los poetas. Por aquel entonces había recalado en una luminosa urbanización de nueva factura. Entre los muebles, pensados exactamente para el lugar que ocupaban, destacaba una turbulenta estantería que se resistía al orden. Me pareció un buen reflejo de Tomás: tras una fachada taciturna, un carácter hiperactivo.
Javier Utray era uno de los cuatro jinetes de El Europeo. Aportaba al colectivo anarquía y cava a partes iguales. A bordo de su Pontiac turquesa nos dirigíamos hacia nuestras entrevistas, seguros de causar una inmejorable impresión. Arquitecto, poeta, apintor y performer-compositor, hablaba varias lenguas con un perfecto acento, sin que se le entendiese ni media palabra. Su casa era elegante y ligera como sus mocasines. De todas las fotos que tomé, me emocionó la de una pequeña pintura suya, abandonada, como por azar, sobre unos cuantos libros. La mujer del cuadro mira hacia el lugar que dejó nuestro amigo como última dirección.
Javier Arnaldo vivía en la zona centro de Madrid, en un apartamento remodelado, cuyos rincones, sin embargo, respiraban otros tiempos. No sé por qué, cuando vi el paraguas colgado de un mueble con persianas de madera, pensé en Jacques Tati: un señor exquisito, un tanto distraído, que cuelga su prenda característica en el primer lugar que se le ocurre. En el caso del estudioso Arnaldo, hacerlo cerca de los archivos podía leerse como una declaración de prioridades, como un revelador «detalle de los humores internos», según reza uno de sus versos.
Cuando nos conocimos, Luis Alberto de Cuenca pronunció mi nombre en antiguo provenzal: «Mireio». Inmediatamente lo consideré mi amigo. Como era de esperar, su casa estaba repleta de libros ordenados con esmero. La sobriedad del salón se me antojó muy madrileña. Pero cuando vi el retrato en el que aparecía junto a su mujer, también poeta, el aire castellano se transformó en británico: parecían la pareja de detectives londinenses The Avengers. Y el marco de la imagen estaba colocado sobre una mesa que sin duda había sido trasladada desde alguna de las antiguas colonias del Imperio.
Con José Luis Gallero, trabajaba codo a codo en la redacción de El Europeo. La propuesta del librito debió de surgir como una extensión de las tareas que realizábamos cada día en equipo. Gallero ocupaba entonces, a modo de guardés, el pabellón del jardín contiguo a la casa de unos amigos suyos. Siempre había por allí bebidas espirituosas para compartir con los asistentes a alguna sesión poética. Su escritura era la más destilada que había conocido. Aunque yo no compongo versos ni consumo licores, acabaría compartiendo mi vida con él.
Aunque sin excepción ha desempeñado sus funciones de gestor cultural en instituciones urbanas, José María Parreño siempre parece que acabe de llegar del campo. La casita madrileña en la que residía cuando nos conocimos, tenía un patio pequeño con una higuera enorme. Pero más que mi árbol favorito, llamó mi atención el almacén en que se había convertido el alféizar de la ventana: botas apenas compatibles con la ciudad, bidones reciclados de plástico ajenos a la superabundancia de diseño propia de las metrópolis... ¡Cuántos signos de su resistencia a vivir entre ladrillos!
Me habían contado que Ramón Mayrata era prestidigitador. Doble prestidigitador, pensé, pues, ¿no es la poesía magia verbal? No recuerdo con exactitud la casa porque nada más entrar, me hipnotizó la luz que se deslizaba bajo su mesa de trabajo. Como no acababa de aceptar que esa imagen fuese un retrato, fotografié otros rincones. Pero en las hojas de contacto, ninguno pudo desbancarla. Publicado el libro, ¿con qué primer verso de Mayrata me encuentro? «Dirige tu mano hacia una esquina de la mesa».
Alan Smith es bostoniano. Vive en un bonito piso —donde pinta, toca la guitarra o escribe—, junto a un plácido jardín. Durante sus visitas a nuestra ciudad, se alberga allí donde encuentra un hueco. El que ocupaba en aquel momento resultaba ser un anodino apartotel. En esos espacios resaltan los objetos que representan las necesidades personales básicas: una pipa, unos zapatos blancos envueltos en celofán, un teléfono cuyo enmarañado cable negro cruza un Rolodex repleto de fichas… Este sí es un hombre con amigos, pensé. Y el lugar cobró calidez.
Creo que Julia Castillo regresaba de algún país de África y se preparaba para instalarse en otro. Los objetos, muchos a medio empaquetar, hablaban de las sucesivas residencias familiares: una mesa y una tetera marroquíes, una lámpara oriental… Objetivos placenteros para la cámara. Sin embargo, cuando fui al lavabo, tuve la sensación de sumergirme en el mar. La luz ondeaba y el reluciente rollo de papel parecía seguir la dirección de las olas. Julia es una poeta que escribe como si lo hiciese en una lengua que sólo hablara a medias.