Un humanista, Ramon Barce
[fragmentos de unas memorias]
Fotografía Elena Martín
El veterano periodista y escritor Javier Alfaya –antiguo redactor de las revistas Triunfo y Mundo Obrero, hoy colaborador de diversos diarios y revistas, miembro del consejo de dirección de Scherzo y bien conocido por sus novelas y relatos– ordena, en este artículo, sus recuerdos e impresiones sobre Ramón Barce.
Hace algo así como treinta años –exactamente en 1978–, una mañana en la redacción de la revista La calle, de la que era entonces jefe de la sección de cultura, llamé por teléfono a Ramón Barce. No le conocía personalmente pero desde los tiempos –entonces ya lejanos– en los que leía revistas que ya han pasado a la historia como Ínsula –en la que yo escribía de cuando en cuando–, o aquel escenario de la confusión que se llamó Índice, donde se mezclaban marxistas, católicos progresistas, liberales y notorios fascistas, había seguido un poco la trayectoria del Barce escritor, del que conocía además el prólogo a la edición española de El estilo y la idea de Arnold Schönberg y unos cuantos artículos. También había oído en algún concierto piezas suyas de música de cámara. Pero en aquel caso me interesaba, por encima de todo, contar con un crítico musical en Madrid –en Barcelona, por mediación de Andreu Claret Serra, tenía a Antoni Batista– y nadie mejor que Barce, que escribía en una buena prosa y era un notable compositor. Cada semana, yo tenía que cubrir catorce o dieciséis páginas dedicadas a literatura –incluida la creación literaria–, pintura y escultura, teatro, etc., además de un cuento original y dos páginas para un «cómic» político. Hoy es impensable que una publicación de información general dedique tantas páginas a esos asuntos. Pero entonces todavía nos daba escalofríos oír hablar de «industria cultural».
A Barce, con el que me entrevisté en un bar de la plaza de Isabel II que ya no existe, no le apeteció mucho mi propuesta de escribir un par de artículos al mes sobre música clásica. Decía que la crítica le había costado demasiados disgustos y que no pensaba volver a ella. Realmente, yo no quería un crítico de conciertos sino una persona con autoridad que escribiera sobre cualquier tema musical qué él y yo considerásemos interesante. Al final aceptó y no recuerdo cuál fue su primer artículo. Sí recuerdo uno sobre Roberto Gerhard, un gran compositor, exiliado republicano y muerto en Inglaterra, que yo había conocido a través de los discos que me había regalado mi amigo Paul Preston. Con el artículo de Barce como centro, monté unos cuantas páginas que debieron ser las primeras serias que se dedicaron a Gerhard en una publicación española no especializada. Años después, coordiné un dossier sobre ese músico extraordinario –del que Simon Rattle dice que es el más cosmopolita de los compositores europeos– en la revista Scherzo, del cual me siento muy orgulloso. Pero entonces ya había conocido y hablado con amigos suyos como Antal Dorati, Norman del Mar, Berthold Goldschmidt, David Drew, Susan Bradshaw y Antoni Ros Marbá o con compositores que, sin haberlo tratado, lo admiraban de lejos, como Hans Werner Henze.
Un reciente biógrafo de Barce confunde ese artículo sobre Gerhard con otro suyo en el que criticó muy duramente al director rumano Sergiu Celibidache, que entonces dirigía con frecuencia la Orquesta Nacional. Realmente en aquel artículo se despachó a gusto y, a su publicación, yo recibí tantos comentarios indignados como Barce de los admiradores de Celibidache, que en aquella época formaban legión, al menos en Madrid. El artículo era muy bueno y yo creo que Barce, además de criticar la forma de dirigir de Celibidache, quería denunciar la tendencia a la adoración de los ídolos, tan frecuente entre los melómanos.
Fuera como fuere, me parece que de entonces viene la amistad entre Barce y yo. Normalmente, en las raras veces que traía un artículo para publicar en La calle, hablábamos más de literatura que de música. Lo único que le reprocho hoy a Barce es que no escribiera más en aquella revista que nació con el propósito de ser «la primera a la izquierda» y terminó siendo víctima de la incompetencia de sus gestores. Los «hermanos Sartorius», Jaime y Nicolás, que cita el biógrafo, no son hermanos sino primos, y fue Jaime quien tuvo que pechar muy dignamente con el estado catastrófico en que dejaron la revista los dos gerentes que le precedieron. Pero esa es otra historia.
La calle desapareció en 1982 y años después, en 1985, fui uno de los fundadores de la revista Scherzo. Cuando empecé a trabajar en ella, me traje conmigo a mis dos críticos preferidos de La calle: Ebbe Traberg, el mejor especialista en jazz que ha habido nunca en este país, un maravilloso «globe-trotter» danés, poeta, traductor y periodista, con el cual me unió una profunda amistad hasta su muerte en 1997, y Ramón Barce. Mi único problema fue que Barce es más bien perezoso para escribir, y conseguir que escribiera un artículo sobre, pongamos por caso, Schönberg o Berthold Brecht y la música, me costaba no sé cuantas llamadas telefónicas. En cambio Ebbe aparecía cada mes por la revista con su colaboración, rogándome de paso que corrigiera las numerosas faltas que encontraría en su artículo –lo cual no era cierto en absoluto: escribió siempre en un castellano perfecto–.
Durante todos esos años, y ahora también, Ramón Barce ha sido para mi uno de los ejemplos más admirables del intelectual verdaderamente humanista. Profesor de literatura –conozco a más de uno de sus alumnos que sigue hablando con fascinación de sus clases–, escritor y compositor, Barce pertenece a un tipo de intelectual cada vez más difícil de encontrar entre nosotros. Dotado de un fantástico sentido del humor, entre dadaísta y surrealista, admirador devoto del Juan de Mairena de don Antonio Machado, no ha tenido nada que ver con ese penoso sectarismo que ha emborronado tanto la historia de las vanguardias musicales en España y fuera de España. Como su amigo –y el mío– Josep Soler, tiene la rarísima capacidad de hacer comprensible, mediante una prosa limpia y fluida, cualquier dificultad en la comprensión de un fragmento musical, un don casi imposible de encontrar en bastantes de los que escriben sobre música. Aunque no se lo he oído decir nunca, supongo que una de las cosas que más odia en este mundo es la pedantería y la fatuidad académica. Es un hombre íntegro, sencillo e inteligente, al que no le gusta exhibir su sabiduría.
¿Se puede esperar mucho más en un ser humano?
JAVIER ALFAYA
Inquietud y desorden en la casa Abacial, Madrid, Antonio Machado Libros, 2008
El chico rumano, Madrid, Anaya, 2006
Crónica de los años perdidos: la España del tardofranquismo, Madrid, Temas de Hoy, 2003
Pasar el límite, Madrid, Alfaguara, 1997
El año del milagro, Madrid, Bruño, 1996
Leyenda o El viaje incierto, Madrid, Alfaguara, 1996
Chaikovsky, Madrid, Alianza, 1995
Una luz en la marisma, Madrid, Alfaguara, 1994
Eminencia o La memoria fingida, Madrid, Alfaguara, 1993
El traidor melancólico, Madrid, Alfaguara, 1991
La libertad, la memoria, Madrid, Ayuso, 1986
Alberti: un poeta en la calle, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1977
Valle-Inclán viviente, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1971
Españoles bajo el III Reich: recuerdos de un triángulo azul, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1970