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Agnès Varda

Los límites del control

Ana Useros
Agnès Varda en la Berlinale de 2019. © Harald Krichel (CC BY-SA 4.0)

La obra de Agnès Varda, que siempre obtuvo el respeto de la crítica especializada, ha sabido congregar en torno a ella un público fiel, que se ha renovado década tras década. Su cine, siempre atento al mundo que lo rodea y capaz muchas veces de anticiparse a sus tendencias, ha conectado con generaciones muy distintas. Lejos de convertirse en una leyenda viva, en los últimos años Varda se convirtió en una figura reconocible, cercana y entrañable y en una inspiración directa para un montón de cineastas jóvenes.

Polaridad, pues, del espacio humano hecho de un interior y de un exterior. Ese interior tranquilizador, cercado, estable y ese exterior inquietante, abierto, inestable, los griegos los expresaban bajo la forma de una pareja de divinidades unidas y opuestas: Hestia y Hermes. Hestia es la diosa del hogar, en el corazón de la casa. Ella hace del espacio doméstico, que enraíza en lo más profundo, un interior, fijo, delimitado, inmóvil, un centro que le asegura al grupo familiar un ámbito espacial y que, a la vez, le confiere permanencia en el tiempo, singularidad en la superficie del suelo, seguridad frente a lo exterior. Mientras que Hestia es sedentaria, encerrada entre los humanos y las riquezas que res-guarda, Hermes es nómada, vagabundo, siempre listo para recorrer el mundo; va de un lugar a otro sin detenerse, burlándose de las fronteras, de los cercos, de las puertas, que franquea por juego, a voluntad. Maestro de los cambios, de los contactos, al acecho de los encuentros, es el dios de los caminos, en los que guía al viajero, el dios también de las superficies sin rutas, de las tierras sin cultivo donde conduce a los rebaños, riqueza móvil de la que él se encarga, así como Hestia vela por los tesoros ocultos en el secreto de las casas.
Jean-Pierre Vernant, La traversée des frontières, Seuil, 2004

Agnès Varda nació el 30 de mayo de 1928 y murió el pasado 29 de marzo de 2019. Fue fotógrafa desde 1948 hasta 2019, cineasta desde 1954 hasta 2019, artista plástica o, como le gustaba a ella definirse, visual artist, desde 2003 hasta 2019.

En 1954 fundó su productora, Ciné Tamaris. Con ella produjo aquellas de sus películas, cortas o largas, para las que no encontró financiación por los medios habituales y coprodujo las que sí tuvieron una producción más industrial. Con el tiempo, Ciné Tamaris también recuperó los derechos de reproducción de todas las películas dirigidas por Agnès Varda y la obra completa de Jacques DemyCompañero de Varda desde principios de la década de 1960 hasta su muerte, en 1990, y padre de su hijo Mathieu., restauró las copias y las editó en DVD.

Agnès Varda vestida de patata para celebrar la presentación de su instalación artística Patatutopia en la Bienal de Venecia de 2003

En 1951 compró una casa en la calle Daguerre, en el distrito XIV de París, y la habitó hasta su muerte. La casa alberga también la oficina de Ciné Tamaris y una sala de montaje. En ella filmó escenas de sus películas, tanto documentales como recreadas, pero nunca enseñó el interior, solamente el patio, que se convirtió en una de las localizaciones más reconocibles del cine de autor francés contemporáneo. Una de sus películas, Daguerréotypes (1975), está rodada íntegramente en su calle, dentro del límite que le permitía alcanzar un cable de 85 metros («mi cordón umbilical») enchufado en su casaLa película se rodó cuando Varda acababa de tener a su hijo Mathieu y el dispositivo del cordón umbilical buscaba expresar y dar salida a la tensión de una madre reciente, escindida entre su deseo/necesidad de salir y trabajar y de quedarse en casa..

Como fotógrafa viajó a China, a Cuba y a Argelia; como cineasta, y en su reinvención como artista contemporánea, ha expuesto, viajado y filmado por medio mundo. Fascinada por los encuentros casuales, por las formas de vida nómadas, tanto en la ficción como en el documental, contó historias de personas sin hogar, de vagabundos por vocación, de artistas callejeros.

La dialéctica del espacio y del movimiento

La cita de Jean-Paul Vernant que encabeza este texto es un resumen de un artículo mucho más extenso y apasionante: «Hestia y Hermes, sobre la expresión religiosa del espacio y del movimiento en los griegos», incluido en Mito y pensamiento en la Grecia antigua. El artículo parte de la constatación de que en las representaciones de las deidades griegas se colocaba juntos a Hermes y a Hestia, a pesar de no estar unidos por matrimonio, como el resto de las parejas, y a pesar de ser dos divinidades aparentemente opuestas: ella, diosa del hogar; él, dios del movimiento y del cambio. Las implicaciones sexistas son evidentes y Vernant no trata en ningún momento de disimularlas: para los griegos (¡líbrennos las diosas de la tentación de generalizar!) el espacio doméstico es femenino, el espacio exterior es masculino. Pero su argumento central es que el emparejamiento Hestia-Hermes dibuja una concepción del espacio según la cual, para que este pueda configurarse y cartografiarse, es necesario un centro inmóvil, anclado no solamente en la casa, sino en el hogar, y una periferia en movimiento, unida a ese centro por un hilo invisible atado al tobillo de Hermes. Un hilo que, por supuesto, no limita sus movimientos.

¿Y si Hermes y Hestia fueran aquí una misma persona? La apresurada biografía de Agnès Varda que acabamos de trazar ya señala esa dualidad: una estabilidad inusitada, en una misma casa, una misma empresa, una relación afectiva duradera, junto con una inquietud artística que la va llevando de disciplina en disciplina, marcando un territorio cada vez más amplio. Y, como Hermes, gustando de juntarse con extranjeros, viajeros, vagabundos, destechados, definiéndose a menudo ella misma como «cineasta nómada».

Fotografía del rodaje de La Pointe Courte (1955) que fue la imagen de cartel del Festival de Cannes 2019

Cartografía de una obra

Aunque a Agnès Varda se la haya llamado con insistencia la «madre», la «madrina» o la «abuela» de la Nouvelle Vague (dependiendo de la edad que tuviera en cada momento), atendiendo a los dos hechos incontestables de que fuera la única directora mujer en un grupo de personas unidas por lazos profesionales y de amistad y de que empezara a dirigir antes que el resto, su adscripción a la Nouvelle Vague es cuanto menos problemática, a no ser que consideremos la pertenencia al movimiento como una cuestión meramente espacial y cronológica: hacer películas baratas en Francia en los inicios de la década de 1960. Pero hay características esenciales (incluso omitiendo la cuestión de ser mujer en un mundo masculinizado) que la apartan de la tendencia general. En primer lugar, su opción por la independencia económica: la mayoría de las películas de los cineastas más relevantes de la Nouvelle Vague eran producciones industriales, baratas, sin duda, pero respaldadas por una estructura de producción que no les obligaba a desdoblarse en artistas y contables, creadores y productores. Excepto en muy contadas ocasiones, Varda ha sido productora de sus películas, en la medida de sus posibilidades económicasAunque nunca le haya parecido una situación ni mucho menos ideal, ni una con la que debiera conformarse.. Esto nos lleva a la segunda característica, pues, a partir de esta precariedad económica, se ha conformado una obra en la que, a diferencia de las carreras de Rohmer o Truffaut, o de otros cineastas afines como Alain Resnais o Jacques Demy, se alternan producciones de muy diversa duración y factura. Solamente Chris Marker (a quien no siempre se incluye dentro de la Nouvelle Vague, y que se perfila retrospectivamente como la figura más afín a Varda en más de un sentido) y Godard, a partir de la década de 1970, pueden comparársele en versatilidad.

No hablamos de una obra que, una vez anclada en un centro que le da sentido y seguridad, vaya aventurándose a pasitos, de manera concéntrica, lejos del hogar, sino de una tendencia errática que se manifiesta desde el primer momento. El centro inmóvil y el movimiento se dan simultáneamente. Después de trabajar como fotógrafa para el festival de teatro de Avignon, en 1957, Varda, espoleada por Chris Marker, viaja a China. Su primera película, La Pointe Courte (1954), no es un cortometraje, como era habitual, sino un largometraje de ficción, autoproducido sin ninguna experiencia práctica o teórica en el campo cinematográfico. La segunda y la cuarta son dos encargos, cortometrajes documentales sobre los castillos del Loira y el turismo de playa. El dispositivo de la tercera, L’Opéra-Mouffe (1958), un cortometraje que hoy llamaríamos experimental, ya es una expresión de la dualidad movimiento/quietud: embarazada de su hija Rosalie, Varda plantaba cada día una silla en la calle Mouffetard, desde la que filmaba sentada las idas y venidas de la gente.

Tras la filmografía errática de Agnès Varda se percibe la necesidad irrefrenable de moverse, de hacer algo, de rodar la película a cualquier precio y con el presupuesto que sea. En ningún momento queda tan claro este impulso como en sus dos estancias en Los Ángeles. En la primera, entre 1967 y 1970, acompañaba a Jacques Demy, a quien después del éxito mundial de Los paraguas de Cherburgo (1964) y Las señoritas de Rochefort (1967), se le abrían las puertas de Hollywood. Mientras Demy se las apañaba para cerrarse para siempre esas puertas rodando, en lugar del musical luminoso, fantasioso y caro que se esperaba de él, Model Shop (1969), una seria candidata a la película más triste de la historia del cine, Varda rodó un cortometraje autobiográfico (Uncle Yanco), un documental sobre los Black Panthers y un largometraje, Lions Love… (and Lies), prácticamente por su cuenta. La segunda estancia, entre 1979 y 1980, que se produce dentro del contexto de una crisis de pareja, se salda con dos largometrajes también autoproducidos, dos caras de la misma moneda: Mur Murs, documental sobre los murales y los artistas muralistas de los suburbios de Los Ángeles y Documenteur, una ficción de aire documental rodada en las mismas localizaciones.

Fotografía del rodaje de La Pointe Courte

Mur Murs y Documenteur, gracias a su difusión y edición en DVD, se consideran hoy películas fundamentales en la trayectoria de Agnès Varda. Mur Murs documenta su amor por la pintura pero, sobre todo, por el arte callejero, efímero, que roza la ilegalidad en muchos casos, intereses que se prolongarán en Los espigadores y la espigadora (2000) y, sobre todo, en Caras, lugares (2018); Documenteur, del que su autora ha admitido que tiene una carga autobiográfica mayor de la que ella era consciente en su momento, es el relato de la reconstrucción de una vida tras la ruptura de una relación amorosa, construida en torno a la búsqueda y el acondicionamiento de una casa nueva (con muebles recogidos de la calle, anticipando el tema de la gestión de los residuos que será central en Los espigadores y la espigadora)En la cartografía nómada de Varda no hay únicamente un centro –la casa de la calle Daguerre–, sino que determinados lugares se convierten en otros hogares: la casa de la isla de Noirmoutier, donde pasaba temporadas con Jacques Demy, el pueblo costero de Sete, escenario de sus veranos adolescentes donde rodó La Pointe Courte. Es curioso que, en esta película, la crisis de pareja se desate ya por un cambio de lugar (de París a la costa). En Documenteur, la protagonista explica que su matrimonio era perfecto hasta que se mudaron a Los Ángeles. El cambio de lugar modifica las relaciones personales, mientras que en Le Bonheur, una mujer puede asumir perfectamente el rol de otra integrándose en el espacio doméstico predeterminado. Cada situación lleva aparejada su propia historia de terror..

Pero al margen de la lectura en profundidad que la edición de sus obras completas permite hacer ahora, durante las cinco décadas de su vida profesional Varda ha dirigido varias películas (más o menos a razón de una película por década) que han sido hitos fundamentales en la construcción de un cine feminista. Primero fue Cléo de 5 a 7 (1961), su película nouvelle vague, producida por Georges de BeauregardEl productor que primero vio el potencial económico del nuevo estilo y financió Al final de la escapada de Godard y Lola, de Jacques Demy., donde su protagonista (la primera de los personajes de Varda definidos por su caminar) pasa de ser el objeto de las miradas a un sujeto que mira. Después llegaron Le Bonheur (1965), un escalofriante cuento sobre el carácter intercambiable, indistinguible, de la mujer dentro de la estructura familiar, envuelto en la luminosidad de la pintura impresionista; Una canta, la otra no (1976), la historia de las opciones de libertad al alcance de dos mujeres jóvenes en el marco de la lucha por la legalización del aborto en Francia y Sin techo ni ley (1985), que coloca de nuevo a una mujer (en este caso una joven vagabunda) como el objeto de las miradas de otros, pero dejando claro que es imposible conocerla. Finalmente, tras un lapso más amplio, dirigió Los espigadores y la espigadora, la película que la dio a conocer a una nueva generación de espectadores y que, entre otras cosas, le permitió reinventarse a sí misma.

Ha pasado Hermes

La diferencia más notable entre Varda y el grueso de los cineastas que surgieron en los primeros años de la década de 1960 quizá sea que ella nunca transitó por el camino de la cinefilia y la crítica que condujo a todos los demás a la creación cinematográfica. Siempre afirmó que, antes de rodar La Pointe Courte, apenas habría visto diez o quince películas y que desconocía totalmente las obras fundamentales con las que sus compañeros y amigos querían medirse. Las referencias de Varda, que cursó estudios de arte en la École du Louvre y cuya primera vocación previa a la fotografía fue la restauración artística, siempre serían visuales, pictóricas. Más allá de lo anecdótico, la cuestión es que esa relación entre la imagen fija y la imagen en movimiento (que vuelve a referirnos sobre el plano estético a la dualidad Hermes-Hestia) es clave a la hora de entender, no solamente la construcción de sus relatos cinematográficos, sino también la forma orgánica y fluida en la que su obra se ha integrado dentro del universo de las instalaciones del arte contemporáneo.

Para explicar su paso de la fotografía al cine, Varda apelaba en sus primeras entrevistas a la necesidad de incorporar la narración a las fotografías. No tanto un relato como la técnica narrativa modernista, citando Las palmeras salvajes de Faulkner como la novela que la impulsó a alternar dos historias paralelas en La Pointe Courte y a la novelista Nathalie Sarraute (a quien dedica Sin techo ni ley) como una de sus inspiraciones. Sin embargo, posteriormente, ha aludido con cierta frecuencia a su interés por saber «qué ocurre antes y después de una fotografía».

De forma cada vez más explícita a partir de Los espigadores y la espigadora, pero con un precedente importante en una de las dos películas que rodó con Jane Birkin en 1987 (Jane B. par Agnès V.), donde el retrato de la actriz se construye mediante escenas que a veces parecen reproducir el trabajo entre una fotógrafa y una celebridad para un reportaje en una revista, el cine de Agnès Varda se articula mediante escenas que reproducen el proceso de atrapar un instante. La filmación del viaje en busca de personas concretas (Los espigadores, Caras y lugares), la preparación de decorados y escenarios (Las playas de Agnès, Varda par Agnès), su presencia dentro de plano, encuadrando con las manos, colocando objetos… Una vez logrado el encuadre, la luz, la composición de su fotografía buscada, con toda la carga emocional del relato que nos conduce a ella, el cine de Agnès Varda suele detenerse sobre esa imagen, en un momento de silencio en el que aún se percibe ese temblor que agita las cosas y las personas a las que pedimos inmovilidad y que después la fotografía suprime o sublima. Un momento de suspensión que, cuando se produce en la vida, en castellano solíamos decir «ha pasado un ángel» y que, nos recuerda Vernant, en griego se dice «ha pasado Hermes».

Hallar, atesorar…

Otra constante del cine de Varda, y que de nuevo la emparenta con las obras de Chris Marker y Jean-Luc Godard, es el empleo frecuente de una voz en off que comenta sobre la naturaleza de las imágenes, buscando profundizar en alguna de sus facetas. A diferencia de las reflexiones cercanas a la filosofía propias de Godard o de las asociaciones más audaces de Marker, los textos de Varda suelen comentar de cerca las imágenes que toma y sus digresiones suelen girar en torno a la materialidad de las palabras que ha empleado para ello, en forma de juegos de lenguaje. Varda, como Godard y a diferencia de Marker, recita esos textos con su propia voz, que así se ha convertido, como el patio de su casa, como su figura en las últimas películas e instalaciones, en uno de los rasgos más reconocibles de su cine, en un vehículo de cercanía, en una marca de fábrica.

En los momentos más logrados, especialmente en las últimas películas, con el tono quebrado e inseguro, esa voz en off es emocionante, reflexiva, conmovedora (como cuando señala en Las playas de Agnès, hablando de una fotografía que tomó hace años, «todo hombre que mira al mar siempre es un Ulises»). En los momentos confusos, como en la excesivamente reveladora, en todos los sentidos, Documenteur, la voz nos indica con demasiada insistencia lo que debemos ver, como si tapara una transitoria desconfianza en la potencia de la imagen estática que, perdida entre el remolino de la imagen en movimiento, quisiera rescatar.

Unos meses después de la muerte de Jacques Demy, en octubre de 1990, se estrena Jacquot de Nantes, primera de las tres aproximaciones que Varda dedica a la figura de su pareja [junto con L’Univers de Jacques Demy (1995) y Les Demoiselles ont eu 25 ans (1992)]. Estas tres películas, que reconstruyen desde la perspectiva de Varda la vida y la obra de Jacques DemyPerspectiva privilegiada sin duda, fruto de una relación afectiva y de una convivencia de muchos años, pero también forzosamente sesgada y nada conflictiva, que plantea un acercamiento a la obra de Demy casi exclusivamente desde la huella que han dejado sus películas más célebres en la cultura popular francesa y desde la fascinación cinéfila de Demy., anuncian y anteceden una etapa de la carrera de la cineasta en la que busca recuperar e inventariar los fragmentos desperdigados de su obra para insertarlos en una narrativa propia. Esta etapa final se inaugura con Los espigadores y la espigadora, su primera tentativa en el cine digital, con un equipo ligero que le permitía conservar e incrementar las cualidades de improvisación que han caracterizado siempre su obra documental. A raíz de Los espigadores y la espigadora aparecen dos rasgos fundamentales del periodo tardío de la obra de Agnès Varda: su presencia física en las películas y su carrera paralela como artista visual, que se inicia en 2003 en la Bienal de Venecia con la instalación Patatutopia, a partir del motivo recurrente de las patatas con forma de corazón de Los espigadores y de su secuela Dos años después (2002).

En los últimos veinte años, cada vez es más habitual la presencia de cineastas más o menos consagrados en las programaciones de los museos y galerías de arte contemporáneo, ya sea de manera puntual o constante. Apichatpong Weerasethakul, Chantal Akerman, David Lynch, Alexandr Sokurov, Wang Bing, entre otros muchos, han prolongado su actividad artística en un medio que les permite sortear las limitaciones del formato cinematográfico y que, por otra parte, les ofrece seguridad y autonomía económica. Montar una instalación es indudablemente más barato que hacer una película y se remunera mejor y más rápidamente. Weerasethakul, por ejemplo, ha mencionado varias veces que su actividad en museos es su medio de vida y la fuente de financiación de sus películas. Entre todos ellos, probablemente sea Varda quien haya desarrollado una trayectoria más sólida en este campo.

La instalación artística contemporánea, donde conviven según un dispositivo férreo diversas disciplinas, como la fotografía, el vídeo o la escultura, es probablemente un vehículo perfecto para desarrollar el proyecto de recuperación de su propia memoria y de su obra anterior que ha sido el hilo conductor de los últimos años de Agnès Varda. En sus instalaciones ha combinado fotografías antiguas y contemporáneas, como en Autoportrait à Venise devant une peinture de Gentile Bellini, ha recuperado materiales de sus rodajes, como en Agnès Varda in Californialand (en torno a Lions Love) y ha llevado hasta sus últimas consecuencias su obsesión por el reciclaje y la reutilización, como en las «cabañas de cine», construcciones efímeras en forma de casa utilizando como paredes las tiras de celuloide de las copias de sus películas, donde cada cabaña adquiere el color y la luminosidad propia de cada título. El formato instalación, donde la continuidad implacable e impuesta de la proyección cinematográfica se sustituye por la creación de un entorno en el que cada visitante negocia con el tiempo a su manera, se adecúa también a las constantes estéticas de Varda, una cineasta mucho más interesada por el espacio que por el tiempo, con una tendencia marcada hacia la imagen fija. El cine nómada de Varda cartografía un espacio, pone en escena la búsqueda y la exploración de un lugar o la construcción de ese lugarNo en términos de decoración y atrezzo, aunque puntualmente nos muestre el proceso de construir un escenario para la acción, sino en el trabajo de dirección. Cuando Varda explica, por ejemplo, cómo planificó los movimientos de cámara para Sin techo ni ley, lo que explica es cómo construye un espacio a la vez delimitado e inabarcable (para una persona a pie) mediante travellings meticulosamente diseñados..

Hestia, la daguerreotipesa

La dialéctica Hermes Hestia, nos dice Vernant, no solamente cartografía el espacio, sino que es también la expresión de una organización económica en la que Hermes, dios pastoril a la vez que ladrón de rebaños, hace crecer una riqueza que Hestia es encargada de custodiar y atesorar, bajo la forma del patrimonio familiar. Caeríamos en nuestra propia forma de sexismo contemporáneo, que no confina por ley a las mujeres en el hogar, pero sí desvaloriza los trabajos que se producen en su interior, si no destacáramos uno de los aspectos fundamentales del trabajo de Varda: la conservación y difusión de su patrimonio artístico, así como del de Jacques Demy, probablemente una de las actividades a la que más tiempo y atención ha prestado desde 1990. Ciné Tamaris es la titular de los derechos de la mayor parte de las películas de ambos, ya sea desde su origen, o mediante sucesivas restauraciones, que Varda ha supervisado y dirigido personalmente. Además de su difusión cinematográfica, la publicación de las obras completas en DVD de Varda y Demy, en unas ediciones que serían lo equivalente a una edición crítica en el caso de la literatura, acompañadas de documentación gráfica, material inédito y multitud de piezas montadas especialmente para acompañar cada título, unas piezas que Varda, con precisión de latinista, llama boni (plural de bonus).

En una industria como la cinematográfica, dominada por grandes consorcios, en la que el cineasta no suele ser dueño material de su trabajo, Varda ha conseguido algo único, hacer del cine una empresa familiar, con unos activos sólidos y una imagen reconocible, como buscaban hacer el resto de los comercios de su calle que filmó en Daguerréotypes: la panadería, la ferretería, el bar. Un lugar donde se trabaja en familia y que se deja en herencia a los hijos. La copia restaurada de Documenteur (una vez más revelando todo) luce como copyright: Agnès Varda et enfants [Agnès Varda e hijos].

Se suele decir de Agnès Varda, con envidia y admiración, que es una cineasta libre. Y lo es, sin duda, aunque decirlo así equivale a no decir nada. La cuestión sería cuáles son las condiciones de posibilidad de esa libertad, el aire bajo las alas de la paloma, que diría Kant. Mi hipótesis es que, si Agnès Varda ha logrado una libertad que envidian cineastas respaldados acríticamente por la industria, una libertad que admiran y a la que aspiran mujeres artistas de todo el mundo, ha sido gracias a haber cuidado y conservado con mimo la casa y la hacienda. Frente a tanto purista obsesionado por no venderse, ella nos recuerda que lo fundamental es no dejarse comprar.

CICLO QUÉ ES EL CINE: AGNÈS VARDA / JACQUES DEMY
03.05.19 > 27.07.19

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