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Eduardo Polonio. Un estilo radical

Algunos comentarios sobre su obra electroacústica temprana

Ramón del Buey
Retrato de Eduardo Polonio, del libreto de Edición antológica 1969-2014, Ars Harmonica, 2015

Allí donde se cruzan la tradición de la música clásica, el interés por la investigación sonora y los avances de la electrónica en el campo del sonido, surge la música electroacústica, un terreno artístico que ha dado importantes creadores en nuestro país. Entre ellos, Eduardo Polonio (Madrid, 1941), compositor e intérprete que descubrió su temprana vocación musical no a través de su familia, sino a pesar de ella: como destaca Claudio Zulian en su biografía, aunque su padre había sido cantante de canción española y zarzuela y su madre tocaba el piano e incluso componía, fue un libro de acústica y teoría musical que cayó en sus manos en 1956 lo que le impulsó a dedicarse a esa rama de la música en la que su parentesco con las matemáticas desempeña un papel relevante.

Cuando pretende delinear un tipo concreto de estilo, el adjetivo «radical» se expone a interpretaciones que desvirtúan el sentido literal de la expresión. Pareciera que ya nada puede merecer la caracterización de una práctica que interpela a sus propias raíces, que plantea situarse en el extremo más alejado con respecto a todo aquello que hasta el momento había supuesto el centro oficial de una tradición. Y pareciera asimismo que el mero hecho de calificar dicho desvío rebaja su tensión conceptual, domesticando el impulso o neutralizando los efectos que precisamente constituyen la esencia de lo que se perseguía definir. Por eso, en un contexto crítico como el presente, referirse con tales términos a la obra electroacústica temprana de Eduardo Polonio es un gesto cuyo significado ha dejado de resultar evidente, de suerte que las siguientes líneas únicamente tendrán el propósito de ofrecer algunas razones, entre las muchas posibles, para un uso del epíteto que no descanse en postulados irónicos ni ingenuos, sino que se articule desde una perspectiva conscientemente material.

En primer lugar, conviene distinguir nuestra comprensión de la reducción en la que pudiera incurrir una lectura apresurada y limitadamente histórica de los orígenes de la trayectoria musical electroacústica de Polonio. Desde luego, las manifestaciones inaugurales de este fenómeno (cuyas notas distintivas pueden ocasionalmente extrapolarse al contexto más amplio de los orígenes de la creación electroacústica en España) no se explican sin el atributo de singularidad que los productos de toda nueva modalidad de creación sonora reclaman como descriptor. Sin embargo, es necesario enfatizar la diferencia que separa esta cualidad insoslayable (pero que, por lo demás, no se justifica a sí misma) de una narrativa cimentada sobre el afán de transgresión, especialmente cuando este es reivindicado desde la intención del autor y trata de constreñir la recepción del trabajo artístico en cuestión. Semejante peligro, adyacente de manera inmerecida al conjunto de la producción electroacústica de Polonio, puede ser ilustrado mediante un ejemplo que, por su cronología, resultará particularmente propicio: en 1967, todavía con carácter previo a los acontecimientos más destacados que jalonarán el desarrollo de su obra electroacústica temprana (como el stage bajo la supervisión de Lucien Goethals en el Instituto de Psicoacústica y Música Electrónica de la Universidad de Gante, o la fundación, junto con Horacio Vaggione y Luis de Pablo, de Alea Música Electrónica Libre, la primera formación española dedicada exclusivamente a la ejecución de música electroacústica en directo), Polonio, a petición del realizador donostiarra Javier Aguirre, lleva a cabo la banda sonora de Che Che Che, uno de los ocho cortometrajes que conforman la serie Anti-cine (1967-1970). Sin duda, el componente revolucionario de la película es explícito e incluso provocó la censura del filme en los Encuentros de Pamplona de 1972. No obstante, esta naturaleza transgresora, cuya importancia ha sido señalada y alimentada en numerosos textos consagrados a Anti-Cine (comenzando por el libro homónimo publicado por el propio Javier Aguirre), incrementa el riesgo de fagocitar cualesquiera propiedades de distinta índole que las imágenes y, sobre todo, los sonidos del metraje exhiben con igual o mayor pregnancia.

Fotogramas de algunos de los cortometrajes de Anticine (1967-1970) de Javier Aguirre (Che, Che, Che; Fluctuaciones entrópicas; Impulsos ópticos en progresión geométrica; Uts cero)

La dimensión musical de Che Che Che, como podrá comprobarse mediante su comparación con las otras dos aportaciones de Polonio al ciclo (a saber, los procesos electroacústicos y la improvisación, en compañía de Julián Llinás-Mascaró, José Luis Téllez, Ángel Luis Ramírez y Horacio Vaggione, de Fluctuaciones entrópicas y el diseño de los cuatro tipos de ruido blanco de Impulsos ópticos en progresión geométrica), demuestra una sofisticación inédita en el conjunto sonoro de Anti-Cine. Este rasgo, que prefigura la destreza combinatoria aquilatada por Polonio en obras ulteriores (en este sentido, es preciso apuntar que la variedad de los materiales de Che Che Che no deviene en una secuencia caótica, sino que es subsumida por la unidad formal, en la que traslucen habilidades compositivas análogas a las que pueden detectarse en el montaje de las fotografías del Che y de los campos de exterminio, marginando de la equiparación el aspecto relativo al contenido), es si cabe más apreciable en la medida en que no pudo contar para su elaboración con los recursos que posteriormente le proporcionarían laboratorios de electroacústica como el IPEM, en Gante, Alea, en Madrid, y Phonos, en Barcelona (a este respecto, es útil indicar que hasta 1970 no fue posible trabajar con sintetizadores analógicos en España). Antes que la búsqueda de agredir física o psicológicamente al espectador (que es patente desde la perspectiva visual), lo que se percibe en esta pieza es una preocupación axial por la materialidad del sonido (sus intensidades, sus alturas, sus timbres) y la integración coordinada de tal pluralidad de texturas en un todo unitario.

Pero la mención de las colaboraciones iniciáticas con motivo de Anti-Cine no solo resulta pertinente debido a que calibra justamente el espacio del impulso transgresor y cifra la relevancia de esta música más bien en parámetros relacionados con la forma (sin rebajar un ápice la audacia y las implicaciones políticas que suponía participar en un proyecto como el de Aguirre, por ceñirnos únicamente a este ejemplo), sino que, además, nos permitirá trazar los tres puntos de fuga a partir de los cuales articularemos y defenderemos una determinada radicalidad estilística en las creaciones electroacústicas tempranas de Polonio. Uno de ellos ya ha sido mencionado: la agudeza e imaginación con la que, en una práctica donde el factor tecnológico condiciona perentoriamente los enfoques y los resultados artísticos, se ejerció un contrapeso, cuando no una superación, de las limitaciones instrumentales. En este apartado, y en continuidad con el virtuosismo técnico que torna inadvertida la modestia de los medios empleados en Che Che Che, hay que situar la pieza Oficio, de 1969. La asociación acaso parezca desacertada en primera instancia: no hay rastro detectable en esta obra, una improvisación grabada en tiempo real, del mínimo montaje, y la impronta coral que recorre Che Che Che es sustituida por una única voz que fluctúa ininterrumpidamente (a excepción de las breves pausas que surgen en los momentos de cadencia) mediante glissandi electroacústicos. Sin embargo, nos encontramos todavía en una fase previa a la introducción del sintetizador VCS3 en el repertorio de Polonio, que en esta ocasión se ve obligado a alumbrar su trabajo extrayendo del magnetófono una plétora de funciones compositivas (grabador, mezclador y cámara de eco) y a conformarse con dos generadores de baja frecuencia y un amplificador de guitarra eléctrica traficado. Pero es en dicha situación cuando nuestro autor trastoca la necesidad en virtud: los generadores de baja frecuencia, destinados en principio a labores de medida, tienen la peculiaridad de generar una onda sinusoidal o una onda cuadrada (conmutables) que abarca todo el espectro audible y, en conjunción con la rueda que atraviesa el registro completo de las frecuencias y los mandos que controlan el volumen y efectúan los saltos de octava, conducen en Oficio al tratamiento analógico del sonido, dotando a la pieza de una viveza discursiva vetada o al menos atenuada por las cortapisas que hubiese impuesto una confección de mayor artificialidad.

Una segunda vertiente que hallamos de manera preponderante en la obra electroacústica temprana de Polonio (y cuya onda expansiva alcanza multitud de composiciones que no se circunscriben a la etapa originaria a la que nuestros comentarios refieren, como ocurrirá, por citar solo un caso, con Valverde) es el minimalismo. Esta palabra, casi con arreglo a su propia definición, experimenta en la fisionomía musical de Polonio una persistencia y una depuración cambiantes, que siempre avanzan o aumentan mediante lógicas acumulativas. Podemos fijar el germen electroacústico de semejante tendencia en las secciones repetitivas de Impulsos ópticos en progresión geométrica, donde las señales no correlacionadas de ruido blanco (omitiendo los silencios que corresponden a los fundidos en negro) siguen la pauta matemática de una constante escalada en la velocidad. Pero lo que en la película de Aguirre no trascendía de la sencillez del ejercicio tentativo, en Continuo, de 1970, adquiere un relieve de proporciones notablemente diferentes. Si bien la precisión numérica es asimismo asimilada en esta pieza (como atestiguan los diez minutos exactos que comprende su duración), asistimos ahora a la confluencia de sonoridades que evocan dos movimientos contemporáneos de gran significación: por una parte, el incesante pero minuciosamente acelerado riff de guitarra remite inexorablemente a la psicodelia hippie (una característica que también atravesará regiones posteriores de la producción electroacústica de Polonio); por otra, el trasfondo construido a través de un tono sintetizado e invariable desde el comienzo hasta el final de Continuo apunta en la dirección de una similitud con las atmósferas de la música ambient, emergente en el Reino Unido de la década de 1970.

Giovanni Battista Piranesi, grabado n.º 7 de «Cárceles imaginarias», 1761

Idéntica materia prima es la que representa el elemento fundamental de Me voy a tomar el Orient Express, de 1974, un trabajo que puede funcionar a modo de hito fronterizo (si nos inspiramos en una periodización tan fiable como la de la edición antológica de 2015 a cargo de Ars Harmonica, Maria de Alvear World Edition, Arsonal y Luscinia Discos) para demarcar los confines de lo que venimos denominando la obra electroacústica temprana de Polonio. En este pionera composición (que puede ser puesta en conexión con los desarrollos emprendidos por Philipp Glass en la década de 1980, o con la influencia de las figuras de Steve Reich y de Michael Nyman, participantes ambos en los ya aludidos Encuentros de Pamplona dos años antes, donde coincidieron con Polonio) la guitarra de Continuo cede su lugar a sonidos puramente electrónicos, alternando la presencia inextinguible de patrones reiterativos con ligeras variaciones que propician un contrapunto de densidad itinerante. Destaca por encima de todo el acompasamiento rítmico y armónico de cada una de las líneas que engrosan la trama sonora, aquí mucho más compleja que en ninguna creación previa, aunque esta clase de procedimientos ya habían sido anticipados parcialmente en 1971, a propósito de El reclinatorio en el tejado de la lejana abadía.

Justamente, es este último título el que nos ofrece la oportunidad de espigar el tercero y postrer estilema de nuestro análisis: en su lenguaje, como en el lenguaje de Me voy a tomar el Orient Express, encontramos un trasvase al ámbito electroacústico de los conocimientos de escritura típicamente formativos, no solo mutando la naturaleza de los instrumentos a la que aquellos estaban orientados, sino también trastocando las jerarquías tradicionales de funciones como la melodía y la armonía que eran transmitidas desde dicho canon. Así, en El reclinatorio en el tejado de la lejana abadía el fraseo puntual de temas con pretensiones líricas es rebasado por la implacable y monótona preeminencia (por no hablar directamente en términos de represión) de los ostinatos. Esta subversión, que sigue conviniendo distinguir de la mera rebelión contra las convenciones imperantes, puede ser rastreada hasta Para una pequeña margarita ronca, de 1969, a nuestro juicio la obra más fascinante del periodo examinado. En estos siete minutos se condensan los hallazgos de un año absolutamente determinante para la trayectoria musical de Polonio: la libertad de la improvisación y la aleatoriedad, la potencia estructural de las células minimalistas y la irrupción de la electrónica como reemplazo triunfal de las formas camerísticas y sinfónicas. Las huellas fragmentarias de tales componentes se diseminan por el resto de su etapa temprana (en cuyo catálogo habría que incorporar otros trabajos hasta ahora no citados, como Rabelaisiennes y Primera Estancia, ambos también de 1969, o It, una pieza de 1972 para guitarra eléctrica y teclados realizada en el marco de Alea Música Electrónica Viva, junto a Horacio Vaggione); no son sino los diferentes e incontenibles ecos de la misma explosión, las primeras réplicas de una convulsión seminal e irrepetible.

Susan Sontag, en su celebrado ensayo La estética del silencio (1967), aseveró que el espíritu general del arte de esa época, en la medida que podía ser identificado con el objetivo de disgustar, provocar o frustrar al público, se aseguraba el paradójico favor de una legitimación futura: «El aislamiento de la obra respecto de su público nunca es duradero. Con el transcurso del tiempo y la intervención de obras más nuevas y difíciles, la transgresión del artista se torna congraciadora y, finalmente, legítima. Goethe acusó a Kleist de haber escrito sus obras para un "teatro invisible". Pero, al fin, el teatro invisible se vuelve "visible". Lo feo y discordante y absurdo se vuelve "bello". La historia del arte consiste en una serie de transgresiones afortunadas». Porque en el anverso de estas aparentes persecuciones a la busca del vacío, la reducción o la incomunicación con la audiencia no late sino el bosquejo de «nuevas fórmulas para mirar, escuchar […] fórmulas que estimulan una experiencia más inmediata y sensual del arte, o para afrontar la obra de arte con un criterio más consciente y conceptual». Así, el instante afirmativo que brota de la transgresión también estaba ya integrado en el interior de tales trabajos, pero únicamente somos capaces de constatar su principio positivo, generatriz de inauditas interpretaciones, cuando hemos superado el anonadamiento que nos suscitaba la alteración de lo novedoso. Lo que la obra electroacústica temprana de Eduardo Polonio comparte con esta concepción del estilo radical es su capacidad para reinventar nuestra comprensión de la música y nuestra escucha. Pero, sobre todo, para hacerlo reflexivamente y desde la materialidad, sin que las fuerzas gravitatorias de la ingenuidad y la ironía nos conduzcan al agujero negro de un autoritario rechazo acrítico o de una burda imitación superficial.

CICLO DE CINE XXV PUNTO DE ENCUENTRO, ASOCIACIÓN DE MÚSICA ELECTROACÚSTICA Y ARTE SONORO DE ESPAÑA (AMEE)
16.11.18 > 17.11.18

PROYECCIÓN Y COLOQUIO FLUCTUACIONES ENTRÓPICAS • IMPULSOS ÓPTICOS EN PROGRESIÓN GEOMÉTRICA • SEGUNDO NAUGRAGIO
PARTICIPANTES MIGUEL ÁLVAREZ-FERNÁNDEZ • EDUARDO POLONIO
ORGANIZA AMEE
COLABORA CBA