En la dialéctica histórica, toda obra integra su pre-historia junto a su post-historia; y una post-historia en virtud de la cual su pre-historia se vuelve cognoscible en tanto implicada en un cambio constante. Pues las obras enseñan cómo su función es capaz de sobrevivir a su creador, de dejar atrás sus intenciones; cómo la recepción por sus contemporáneos es un componente del efecto que la obra de arte hoy provoca aún sobre nosotros, y cómo dicho efecto se basa en el encuentro no sólo con ella, sino también con la historia que la ha hecho llegar a nuestros días.
El verdadero método a emplear para lograr hacerse presentes las cosas es representárnoslas en nuestro espacio (pero no a nosotros en el suyo). (Eso es lo que hacen tanto el coleccionista como la anécdota). Las cosas, representadas de ese modo, no toleran ninguna construcción mediadora realizada a partir de ‘contextos más amplios’. La mirada que observa grandes cosas pasadas –la catedral de Chartres o los templos de Paestum– también implica (si es que logra hacerlo) su propia recepción en nuestro espacio. No nos trasladamos hasta ellas sino, antes bien, son ellas las que vienen a entrar en nuestra vida.