En la dialéctica histórica, toda obra integra su pre-historia junto a su post-historia; y una post-historia en virtud de la cual su pre-historia se vuelve cognoscible en tanto implicada en un cambio constante. Pues las obras enseñan cómo su función es capaz de sobrevivir a su creador, de dejar atrás sus intenciones; cómo la recepción por sus contemporáneos es un componente del efecto que la obra de arte hoy provoca aún sobre nosotros, y cómo dicho efecto se basa en el encuentro no sólo con ella, sino también con la historia que la ha hecho llegar a nuestros días.
Ese parentesco suprahistórico que se da entre las lenguas se basa en que cada una, en su conjunto, se refiere a lo mismo, lo cual no está al alcance de ninguna, sino sólo de la totalidad de sus intenciones que son complementarias entre sí: a saber, al lenguaje puro.
En el lenguaje puro –ése que ya a nada se refiere y que no expresa nada, sino que es la palabra tan creativa como inexpresiva a que todas las lenguas se refieren–, comunicación, sentido e intención alcanzan una capa en la que, al fin, se encuentran destinados a borrarse. Desde aquí se confirma la libertad de la traducción como derecho nuevo y superior. Porque no existe gracias al sentido que corresponde a la comunicación, emancipar del cual es la tarea que a la fidelidad le corresponde.