Las traducciones […] no han de ser nunca entendidas en tanto que una transmisión de modelos, como antes solía suceder, sino en tanto que escuela insustituible para el desarrollo de la lengua. Donde ésta aún no conoce el contenido sobre el cual se construye, el contenido de otras se le ofrece con la tarea de abandonar los elementos muertos del lenguaje y desplegar los elementos nuevos.
La traducción, que siempre en todo caso es posterior al original, en aquellas obras importantes que no pudieron tener buen traductor en la época de su redacción marca el estadio de su supervivencia.
Los fenómenos propios de la vida que tienen una meta y su propio carácter como fin, no tienen la vida como meta, sino la expresión misma de su esencia, la exposición de su significado. Y así también la traducción tiene por meta última el expresar la estrecha relación existente entre las lenguas.
Toda traducción sería imposible si es que su esencia última consistiera en buscar una mera semejanza con respecto al original. Pues éste cambia en su supervivencia –que no podría recibir su nombre si no fuera mudanza y renovación de algo vivo–. Las palabras escritas nunca terminan su maduración.
La traducción es tan sólo un modo provisional de confrontarse con la extrañeza de las lenguas.
En el lenguaje puro –ése que ya a nada se refiere y que no expresa nada, sino que es la palabra tan creativa como inexpresiva a que todas las lenguas se refieren–, comunicación, sentido e intención alcanzan una capa en la que, al fin, se encuentran destinados a borrarse. Desde aquí se confirma la libertad de la traducción como derecho nuevo y superior. Porque no existe gracias al sentido que corresponde a la comunicación, emancipar del cual es la tarea que a la fidelidad le corresponde.