Tamaño de fuente grande
Tamaño de fuente normal
Tamaño de fuente pequeña
Anterior
Pequeña
Normal
Grande
Siguiente

El caminante inmóvil

Horacio Coppola y el viaje vanguardista

Damián Tabarovsky
Imagen Horacio Coppola

Horacio Coppola (Buenos Aires, 1906), posiblemente el fotógrafo argentino más relevante del siglo pasado, fue además el primero en realizar la peregrinación iniciática común a numerosos artistas plásticos argentinos desde finales del siglo XIX. Coppola, pionero de la fotografía de vanguardia en Argentina y uno de los artistas que mejor ha retratado la ciudad de Buenos Aires, realizó en 1930 y 1931 dos viajes a Europa cruciales en su formación artística y que influyeron en su vocación moderna que desarrolló a su regreso a América.

¿En qué momento Buenos Aires comenzó a parecerse a Miami? Es difícil saberlo, y seguramente es un proceso hecho de múltiples causas, pero la última dictadura (1976-1983) no es ajena al modelo de imitación de la vida urbana norteamericana. Y el posterior régimen civil, llamado también democracia, acentuó ese modelo. Los cuadros académicos se forman en universidades de Estados Unidos, la economía gira en torno al dólar, el circuito artístico hace base en el Chelsea neoyorquino, una formidable campaña de marketing global introdujo el mundo del basket (el de la NBA) en los hogares, y desde hace algunos años los niños esperan ansiosos la llegada de Halloween. Las clases altas argentinas compran condominios en Miami entre estrellas de pop latino, futbolistas retirados, narcotraficantes disfrazados de otros oficios y arribistas de todo tipo. En la propia ciudad –porque seguimos hablando de Buenos Aires–, en uno de sus barrios más caros, hace no tantos años se levantó un llamado Museo de Arte Latinoamericano, propiedad de un millonario entrepreneur, edificio lejanamente inspirado en el Museum of Modern Art de New York –a escala más pequeña, por supuesto–, verdadero orgullo de las clases medias ilustradas, el paseo dominical ideal para una tarde de acceso democrático a la cultura.

Europa queda cada vez más lejos. No hay aquí juicio de valor alguno. Sólo una constatación (quién sabe, quizás el problema radique en que la propia Europa está cada vez más lejos de ella misma, más lejos de sus mejores valores). Y sin embargo, la cultura argentina nace bajo el influjo del viaje a Europa. El siglo XIX y buena parte del XX se juega en la dialéctica del viaje al Viejo Mundo, y de la crítica a ese viaje. En un país carente de la tensión entre derechas e izquierdas (el surgimiento del populismo, de Rosas a Perón, cancela esa división) el clivaje opera en la grieta entre cosmopolitismo y nacionalismo, entre la mirada hacia Europa y el desdén ante esa mirada. En Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina (1820-1850), Adolfo Prieto da cuenta de una anécdota ejemplar. En esa época, era habitual que diversos viajeros a Argentina escribieran, en inglés, un relato de su periplo por las lejanas tierras del sur (eso incluye desde Darwin hasta los más ignotos nombres). En esa especie de Personal Narrative se hacía gala de formidables metáforas naturales: la inmensidad de la pampa, la magnificencia de las especies, el ancho de los ríos. Son esas mismas descripciones –a veces calcadas– las que aparecen, ahora en castellano, unas décadas después, en los textos de los fundadores de la literatura nacional. El nacionalismo argentino: un espejo que deforma (pero también, el cosmopolitismo argentino: la imposibilidad real de ser cosmopolita).

Pero volvamos al viaje a Europa, y a su texto mayor, a su estudio clásico: Literatura argentina y realidad política, de David Viñas, escrito en 1964, en pleno proceso de reivindicación de la obra de Roberto Arlt (el gran escritor urbano argentino) cruzado con el surgimiento de la sociología de la literatura, más un eco sartreano. Viñas se toma el trabajo minucioso de tipologizar las diversas formas del viaje a Europa a lo largo del siglo XIX: el viaje colonial, el utilitario, el balzaciano, el consumidor, el ceremonial, el estético. Cada uno de estos traslados remite a una forma específica de escritura, y también a un desplazamiento. El viaje utilitario (se viaja a Europa para aprender, para formarse, para importar sus conocimientos, sus valores, sus ideas) deja paso al viaje estético: se viaja como dandi. Europa –y París ante todo– es el lugar donde poner en escena la personalidad excéntrica y cosmopolita del criollo. Como era de esperar, el más grande texto en esta línea lo escribió un francés, en su lengua: Jules Supervielle. En su novela El hombre de la pampa, de 1923, un estanciero millonario y brutal viaja a París con un pequeño volcán de su invención (la novela no escapa al imaginario surrealista) para acceder a los círculos parisinos y recibir el reconocimiento que, cree, se merece. Todo termina en un gran fiasco: París no reconoce el talento pampeano y el resentimiento se apodera del ser nacional.

Las primeras décadas del siglo XX van a ser, según Viñas, las de la decadencia del viaje a Europa. El campo literario se profesionaliza, aparecen los grandes movimientos políticos de masas, el ascenso de las clases medias, el nacionalismo, los periódicos de grandes tiradas. El viaje a ultramar va perdiendo sentido. Sin embargo, de alguna manera, de un modo lateral, el viaje a Europa sigue teniendo interés. ¿Cómo se viaja en el siglo XX? Viñas no formula la respuesta, así que podemos avanzarla nosotros (de manera provisoria, precaria, apenas como una hipótesis). Quizás el viaje del escritor, del intelectual, del político (en el siglo XIX argentino esas tres figuras en realidad eran una) deja paso al viaje del artista, el creador, el aprendiz de bohemio. Hay algo en el viaje de las primeras décadas del siglo XX que retoma, de un lado, el modelo del viaje utilitario; y del otro, el modelo estético. Es utilitario porque Europa sigue siendo (y París todavía en posición central) el lugar donde aprender una serie de saberes, donde vivir un tipo de experiencia ausente en el país. Pero lo que se trae de vuelta a Argentina ya no son los grandes valores humanistas, cientificistas, levemente positivistas del clima europeo del XIX, sino un conjunto de posibilidades técnicas, de instrucciones específicas para el desarrollo del arte local en el siglo XX.

Pero al mismo tiempo, es un viaje estético: el artista argentino viaja a Europa a ponerse en relación, a insertarse con los diversos ismos que atraviesan el continente. Es un viaje hacia lo nuevo (la vieja Europa devenida ahora centro de experimentación). La búsqueda de la novedad expresiva, de la actualización de los modos de vida, el intento de una modernización en una sociedad –la argentina– donde lo moderno irrumpe por todas partes.

A ese tipo de viaje, quizás podemos ponerle un nombre: el viaje vanguardista. Y allí va Horacio Coppola, nacido en Buenos Aires en 1906, rumbo a las vanguardias europeas, a finales de los años veinte, en busca primero de su instrumento: en Alemania consigue una cámara Leica, con la que va a trabajar durante décadas. Luego parte a la búsqueda de una escuela: se inscribe en la Bauhaus, donde conoce a quien será su primera mujer, Grete Stern, otra extraordinaria fotógrafa, que, como Coppola, va a marcar el arte argentino del siglo XX. Y conoce también la obra de Moholy-Nagy, que también lo acompañará el resto de su vida. Del artista húngaro aprende a tomar a la luz (a la objetividad de la luz) como el personaje principal de sus fotografías. Como es muy conocido, el nazismo clausura la escuela de la Bauhaus, apresurando el retorno de Coppola (junto con Stern) a Buenos Aires. Pero antes viaja a Budapest y a Londres, donde realiza una serie de tomas, que bien podríamos llamar de juventud o de formación, pero que no dejan de ser reveladoras del otro aspecto –además del uso seco de la luz– que va a definir el estilo de Coppola: la presencia irremediable de la ciudad, de lo urbano como escenario definitivo de la vida contemporánea. Y si en el periplo europeo demuestra una cierta inclinación por la fotografía social –ausente en su etapa de madurez– es en tanto fenómeno urbano. No son los pobres del suburbio, tampoco la llegada de los inmigrantes. Lo que le interesa al Coppola de esos años son los cuerpos imaginados como intersticios, como rendijas de la vida urbana. Los años europeos son los del aprendizaje de la ciudad como fenómeno abstracto. Tiempo después, cuando ya en Buenos Aires realice sus fotografías –devenidas clásicas– de la Diagonal Norte o del Obelisco, la ciudad, bajo el modo de la objetividad de la luz, será el gran retrato de lo abstracto. Metrópoli vacía, luces de neón como lápidas de gas, expresión de una ausencia irreparable.

Como perfecto representante del viajero argentino de vanguardia, Coppola viaja a Europa en busca de encontrar su propia voz, su carácter, su rareza. Su lugar extraño en el mundo. ¿Pero en qué reside esa extrañeza? En la contradicción nunca resuelta entre la caminata, la mirada del flâneur, y el detenerse en el trabajo específico con la cámara. Como es también muy conocido, Coppola es un gran caminante. La caminata implica la posibilidad de adentrarse en la ciudad (un poco como la frase de Walter Benjamin: «para conocer una ciudad hay que saber perderse en ella»), de asir lo urbano como una forma del andar, del deambular, de la deriva. Esa tradición, en la literatura y el arte, suele desembocar en un elogio de la epifanía, del instante, de la iluminación. En fotografía es Cartier-Bresson quien más lejos llevó esta idea. La deriva urbana permite el encuentro imprevisto, el momento decisivo, el instante mágico en que la fotografía aparece. El artista (el fotógrafo) es el médium, el que está ahí, listo para disparar.

Nada de eso ocurre en Coppola. Para él, el fotógrafo es quien sospecha de la espontaneidad, quien descree del azar, quien se preserva de cualquier vitalismo. En el límite con el arte conceptual, Coppola trabaja sus fotografías a partir de una idea. En sus fotografías el tiempo aparece como detenido. Es allí donde recrudece la tensión: el gran caminante es a la vez el gran artista de la detención, del detenimiento. Para perderse en la ciudad hay que caminar, pero para fotografiar, hay que detenerse. En esa dialéctica en suspenso se juega todo el extraordinario talento de Coppola. Se trata de avanzar y, a la vez, sospechar de ese avance; caminar, pero la vez recelar de esa caminata; perderse, pero a la vez dudar de esa pérdida. Todo ocurre como si la caminata sirviera para llegar a detenerse. Coppola: el caminante inmóvil.

EXPOSICIÓN HORACIO COPPOLA. LOS VIAJES


26.10.10 > 16.01.11

ORGANIZA CBA • GALERÍA JORGE MARA-LA RUCHE • AGENCIA ESPAÑOLA DE COOPERACIÓN INTERNACIONAL (AECID)
COLABORA ILLY CAFFÉ