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Desvíos habitables en conversación con Cees Nooteboom

Jordi Doce y Esther Ramón
Imagen Minerva

El novelista, ensayista, poeta, traductor e hispanista Cees Nooteboom (La Haya, 1933) es uno de los más destacados escritores de Europa. En sus libros expresa su voluntad europeísta y cosmopolita, y una gran curiosidad y apertura para conocer y entender las diferentes caras del gran prisma facetado que es la humanidad. Comenzando en su infancia, con frecuentes cambios de colegio, su enorme movilidad le lleva a entender diferentes modos de vida de muy diversas culturas, abandonando incluso su primer trabajo para realizar un viaje por Europa, tras el cual escribe el libro Philip y los otros, publicado en 1957 y galardonado con el Premio Ana Frank. Así, sus libros están ambientados en múltiples escenarios: la novela Mokusei en Japón, Perdido en el paraíso en Sa˜ o Paulo, y El desvío a Santiago en España, país por el que siente una especial afinidad, y en el que pasa varios meses al año desde hace décadas, en su casa de Menorca. Además de sus nominaciones al Premio Nobel de Literatura, ha recibido el Grinzane Cavour de Narrativa, el Premio Internacional de las Letras –concedido por la Fundación Cristóbal Gabarrón–, el Premio Bordewijz, el Premio Pegaso de Literatura y la Medalla de Oro del CBA.

Jordi Doce: Hay en muchos de sus libros una suerte de sospecha de la falta de fundamento de la existencia, de lo real. Parecería que es preciso escribir, y hasta viajar (pues la escritura es una forma de viaje, una aventura), para vivir con más fuerza, para echar raíces en la vida. Como si los personajes de ficción tuvieran más vida que las personas reales. Es algo de lo que habla, obviamente, en El desvío a Santiago, a cuenta de Cervantes y el Quijote.

Hay cierta verdad en lo que dice, y esto es algo que no siempre se ha comprendido bien. Daré otro ejemplo. He escrito muchos libros de viajes que no se encuadran en la tradición inglesa, pues tienen un carácter más ensayístico, y los he escrito para probarme que el mundo existe. Por ejemplo, al aterrizar por primera vez en Borneo sé –porque lo he aprendido en la escuela, en Holanda– que fue una de nuestras colonias. Conozco la forma de la isla y del archipiélago de Indonesia, pero sólo al viajar a ella existe verdaderamente para mí. Viajando, escribiendo, me convierto en lo que yo llamo un controlador de la realidad... Mire, he viajado mucho por Japón, no soy budista, pero este ideal de los budistas de que todo es ficción, de que la textura de la vida es muy tenue, muy vaga, me atrae mucho. Alguien sale de su casa por la mañana, toma el coche hasta el aeropuerto, pero el avión cae y después, esa misma noche, en la televisión, te muestran un sujetador, una pieza de ropa y eso es todo... Por supuesto, no se puede negar que hay realidad, pero mi función dentro de la literatura neerlandesa es abrir un hueco, crear una disonancia. La gente quiere novelas que reflejen sus vidas, como hace la pintura del Siglo de Oro, por ejemplo, donde la realidad es todopoderosa. Yo creo que mis novelas también reflejan la existencia, pero lo hacen con un twist, un quiebro, y ese quiebro no siempre se acepta bien.

Esther Ramón: Dicha dualidad entre lo que se percibe y lo que existe tiene que ver con el sujeto que habla. Puede observarse, por ejemplo, en su poesía: «El alma tiene dos ojos, eso sueña. / El uno mira las horas, el otro / ve a su través». Pareciera, a veces, al compararse su obra poética con su prosa, que existen estas dos almas: de alguna forma la que mira las horas es la que hace los libros de viaje, las novelas, y la que ve a su través, la del poeta.

Supongo que sí, si quieres ser más o menos místico... Ocurre que éste es un poema sobre el silencio, y aquí aparece ese lado místico. Esta misma idea la ha expresado de manera increíble –con la fuerza de un punctum, como diría Roland Barthes– la poeta Marianne Moore, que dijo que la literatura eran «jardines imaginarios donde se posan sapos de verdad».

¿Han leído En las montañas de Holanda? Lo que sucede ahora con la crisis apunta una vez más a esa separación más o menos olvidada entre Norte y Sur. El libro trata este asunto, no en términos económicos, ya que es ficción, pero sí recreando la distancia entre el Norte superdesarrollado y el Sur, entre Europa y África, entre Cataluña y Andalucía... Este juego aparece en todas las geografías y me ha interesado mucho, así que en este libro he extendido Holanda, uniéndola a la provincia belga de Linburg y más allá, hacia el sur, que es una tierra montañosa y salvaje en la que todo puede suceder. Y en ese nuevo sur de Holanda hay reina, hay parlamento, pero todo es diferente y se habla un neerlandés casi medieval, etcétera. Era una forma de hablar del presente creando un espacio imaginativo, un cuento de hadas... Dicho sea de paso, me parece un libro que tiene cierta actualidad, porque al final los europeos no han comprendido bien en qué consistía la aventura en que se embarcaron.

JD: En cierto pasaje define al poeta como contable de la transitoriedad... Se trataría, pues, de fijar el instante, de darle realidad al ponerlo en palabras. Pero existe otro tipo de contabilidad, que también menciona en sus poemas, que es conseguir que la escritura haga la contabilidad del sufrimiento. Hay un momento en el que el escritor habla de que tendría que haber una forma de pesar el dolor y el sufrimiento propio o el ajeno. ¿Hasta qué punto la escritura puede llevar a cabo esa contabilidad?

Debo decir que no suelo encontrar gente que haya comprendido esta idea, pero es una preocupación evidente, sí, sobre todo en El día de todas las almas, que es mi libro más voluminoso y trata de lo que pasó en Berlín antes y durante la Guerra, los enormes cambios que tuvieron lugar allí, porque en Alemania se ha jugado la suerte de Europa. En mi poesía también existe una preocupación latente y es la pregunta: «¿Dónde quedó todo?»

ER: Al hilo de esta idea, recuerdo que en un hermoso poema dedicado a Basho parece usted cifrar el peligro de la poesía en un entusiasmo excesivo, un transporte báquico que «es aire embalsamado, / si no lo conviertes en piedras que brillen y hagan daño». ¿Le resulta difícil ese equilibrio entre arrojar luz y dolor?

Sí, pero ese poema es también, en cierta manera, una poética, porque trata de Basho. Yo lo que digo esencialmente es que «no queremos poesía poética», y hablo del número diecisiete porque diecisiete son las sílabas del haiku. Lo que digo es que el pájaro que mejor canta es el tordo y que hacen falta diecisiete piedras para matar la belleza más exagerada, que no es más que belleza poética, que suele confundir al lector. Ahora estoy leyendo un libro fantástico de Helen Vendler, que es la ensayista más inteligente que hay sobre poesía en Estados Unidos y que ha escrito un libro en siete capítulos sobre los siete últimos libros de poesía de algunos escritores: James Merrill, Wallace Stevens, Elisabeth Bishop... James Merrill, por ejemplo: era homosexual, muy rico, y también su poesía poseía una riqueza deslumbrante. Al final vio entrar la muerte y se enfrentó a ella en sus últimos poemas.

ER: Le ha interesado mucho el ejemplo de los poetas, como si les rindiera homenaje o fuera consciente de una hermandad en la que unos van tomando el relevo de los otros, pasándose el testigo.

Desde luego, pero también sobre esto hay muchos malentendidos. Por ejemplo, recientemente he dado una conferencia en Stuttgart en honor de mi amigo Hugo Claus, que tuvo un final muy trágico, ya que padecía de Alzheimer y optó por la eutanasia, que es legal en Bélgica, y tuvimos una semana para despedirnos. Fue una experiencia muy intensa. Esa noche, en Stuttgart, un poeta amigo, Joachim Sartorius, que es también el director de los festivales de Berlín, leyó los poemas de Claus en alemán y yo hice lo propio en neerlandés. La viuda de Claus me escribió después diciendo que habíamos leído demasiados poemas y que a ella le habría gustado que habláramos de su vida. Pero mi respuesta es que la vida no interesa, lo que interesa son los poemas, la creación.

JD: De todos modos, cuando usted habla de las diecisiete pedradas con las que matar al tordo de la elocuencia, se inserta en una tradición muy moderna: la de la desconfianza en la retórica; el buscar la belleza en lo oculto, lo secreto, en lo que no se muestra abiertamente. A mí me parece que esto tiene que ver con su admiración por la obra de Antonio Saura, y también incluso con su gusto por España, con un paisaje y una geografía cuya belleza no es evidente, que se ocultan de alguna forma en aquello mismo que muestran.

Desde luego, para mí la austeridad de un paisaje es belleza, aunque España ha cambiado bastante. Gracias a Dios, el paisaje queda, pero no es la España que conocí en el 54, cuando vine por primera vez.

De todos modos, lo que subrayo es que la viuda de Claus quería hechos, anécdotas, vivencias, pero lo que queda sobre todo es la obra. En el fondo, es una vieja controversia... Lo que hacemos ahora es hablar, y para Proust hablar es siempre menos que el momento mismo en que hallamos la expresión clara y precisa de algo. Esta persona quería anécdotas, tal vez interesantes, pero el interés real está en la obra.

JD: Siempre se pierde precisión y exactitud cuando se vuelve a lo que ya se ha escrito. Se escribe precisamente para encontrar esa expresión justa, memorable...

Es más, se escribe para descubrir lo que uno piensa y eso en mi caso sucede siempre. Ése es el placer de escribir. Estás como hablando en la soledad de tu estudio y de repente encuentras la fórmula de algo que llevas pensando hace mucho.

ER: Esa idea aparece en muchos de sus libros y poemas: el tema de la soledad del creador. Y, de manera misteriosa, como no puede ser de otro modo en poesía, el ojo parece tener mucho que ver con ello. Como dice en el poema «Acto»: «La secta de la creación como creador que existe al ver».

En Alemania han escrito un libro sobre mí con ensayos de distintos autores y me han llamado Der Augenmensch. Es una combinación que no se puede hacer en otros idiomas, no se puede decir hombre-ojo, pero en alemán sí: Augenmensch. Y es lógico, porque he escrito mucho sobre este tema. Por ejemplo, este librito que ha editado Siruela, El enigma de la luz, que ahora ha aparecido en Alemania y en Holanda, en color y en gran formato, y hay hasta un museo en Venecia que quiere hacer una exposición a partir de sus contenidos, algo complejo porque no será fácil obtener las obras. El libro mismo es un ensayo sobre qué es ver, pero también sobre qué piensan las pinturas de nosotros –las personas que las miramos–, qué piensan de los coleccionistas, qué piensan de los marchantes...

JD: En la antología española de sus poemas, Así pudo ser, da la impresión de que abundan sobre todo aquéllos en los que se dialoga con otros poetas, con el pasado literario; se habla de Pessoa, de Juarroz, y subyace también la idea de estar viviendo un cierto final de época, la época de Pessoa, de Borges, de todos estos clásicos modernos. Con esa idea va otra, que es mirar ese pasado literario inmediato con cierto humor. Como dice en el libro: «Allí abajo donde está Pessoa es muy triste, y allí arriba donde está Borges hace mucho frío, aquí no todo el mundo puede soportarlo». Como si buscara una ironía capaz de volverlo todo más fluido, más maleable...

Sí, y a esa idea hay que sumar la de dar un poco de aire. No podemos ser santos todo el tiempo... Lo que hay de fondo es una discusión con los editores. Para mí la poesía es muy importante, pero si uno escribe cosas distintas, libros sobre temas muy diversos, todo son problemas. Acabo de publicar un libro en Holanda que es una especie de cuaderno de bitácora de un viaje en crucero, un barco alemán a bordo del cual he dado unas conferencias y he viajado desde Chile, por Valparaíso, toda la costa alrededor del Cabo de los Hornos hasta Montevideo. Se trata de un libro de viajes, con algo de historia, pero no tan político como el libro sobre Europa, y luego están mis libros sobre arte, como El enigma de la luz, que contiene buenas descripciones, y también las novelas de ficción, que son más contundentes. Al público esta falta de identidad, esta diversidad, no le gusta, y los que aman las novelas no necesariamente leen poesía o los libros de ensayos... En fin, ésa ha sido mi vida.

JD: Precisamente en su última novela, Una canción del ser y la apariencia, hay un debate entre dos modelos de escritor, dos tensiones creativas: el escritor que cree en la realidad, que la asume sin cuestionarla y cree en la narración pura (un escritor, digamos, decimonónico); y otro tipo de escritor, con el que quizá se identifica usted un poco más, que dice: yo no existo hasta que no escribo, no pienso realmente hasta que no lo escribo, o escribo para pensar mejor..., porque hay libros que crean a sus lectores.

Y que también crean a su autor. Parece que hay autores que dicen ver a sus lectores; en mi caso, no puedo decir que vea a un lector, pero tan pronto estoy trabajando en un libro hay un lector, siento la presencia de un lector ideal al que raramente se encuentra pero que existe.

ER: Dentro de ese desdoblamiento al que aludía antes, el de escribir libros de viajes o escribir ensayos más filosóficos o políticos, y escribir poesía, llama la atención su prosa, muy clara, meridiana, en los libros autobiográficos o de viajes, en contraste con el hermetismo de su poesía, y es algo que también a usted parece hacerle reflexionar. Pienso en un poema titulado «Latín» en el que dice: «estoy de nuevo entrando en esa zona de sombra». ¿Cómo ve usted esa dualidad?

Se trata de una dualidad peculiar. En Holanda, por ejemplo, soy sobre todo autor de libros de viaje. Después de setenta y siete años por fin me agasajan, pero antes fue duro. De hecho, no habría podido escribir mis libros de viajes si cierta revista llamada Avenir no me hubiera encargado y pagado los artículos en que se basan. Y los periodistas que trabajaban en diarios serios me preguntaban: «¿Por qué escribe usted para esta revista? ¿No ha visto que detrás de sus artículos hay publicidad de ropa interior de mujer?» Esa misma gente escribía artículos, y la publicidad en su diario era de Shell o de BP, lo mismo da. Es más: la misma gente que me acusaba hace treinta años ahora escribe para esas revistas... Cuando uno quiere hacer algo que merezca la pena y tenga sentido, cuando quieres escribir sobre un lugar y tienes que viajar allí todos los años, necesitas dinero para hacerlo y no te queda más remedio que escribir artículos para una revista que a lo peor no te gusta. Lo que quiero decir es que uno debe estar absolutamente seguro de lo que quiere hacer, a pesar de los contratiempos y de lo que digan los otros, y esto, finalmente, implica cierto grado de libertad interior y también tiempo para escribir poesía.

JD: Uno de los rasgos que siempre me ha sorprendido de El desvío a Santiago es que siempre está diciendo: quería ir a Santiago pero no he llegado, me he desviado y he acabado en otro sitio. Yo no sé neerlandés, pero el título en español resulta francamente ambiguo: habla usted de cómo se desvía rumbo a Santiago, pero también se puede entender que uno, en la ruta a Santiago, se desvía y toma otro camino, y ése es el sentido que a mí me gusta subrayar, más sugerente porque es un poco como el viaje de Ulises, que intenta llegar a Ítaca y se acaba retrasando, nunca termina de llegar...

Eso me gusta. Pero la verdad es un poco menos interesante, y es que Santiago fue una de mis primeras experiencias españolas. Viajé en autostop en el 54 y siempre me ha quedado como una ciudad entrevista en la bruma, casi invisible, como una fata morgana del norte. Comencé a escribir sobre España sin saber que compondría un libro, solamente más tarde entendí que debía continuar. Quería reunir todos mis viajes pero el libro necesitaba un eje; en realidad se trata de una construcción ficticia porque había visto Santiago muchas veces antes de llegar finalmente a Santiago, pero es válida porque estructura el libro. Por ejemplo, en la tradición anglosajona de libros de viaje, que nunca he seguido, se va del nacimiento del río a la desembocadura, o del norte a un punto en el sur, para tener una aventura. En el caso de los franceses, con su espíritu cartesiano, el editor diría: «no, no, este título no, en Francia es imposible, porque un francés que quiere ir a Santiago, va a Santiago...» (risas)

De hecho, la segunda edición del libro, en francés, se llama El laberinto del peregrino. Y en inglés tampoco tiene que ver con la idea de desvío, se titula simplemente Roads to Santiago. De todos modos, la idea de desvío, de digresión, es algo que he tomado de Diderot. Cuando tengo un vínculo serio, siempre resuelvo ir en otra dirección, no por timidez, sino por falta de firmeza, y en eso consiste la digresión para mí. Es algo que me ha pasado viajando por España.

ER: Es interesante contemplar sus viajes como una continua digresión de un lugar a otro. ¿Cree usted que, si bien lo que está fuera puede no parecerle suyo, de alguna manera se siente perteneciente al mundo, ciudadano del mundo, al escribir y poner en práctica su curiosidad por el otro, por lo otro, de manera que más allá de religiones u opciones políticas siente que pertenece a la raza humana, que está ligado a ella pero la contempla en solitario?

Sí, es verdad. Por ejemplo, cuando la realidad de los otros es muy compleja, como en Japón, que debe ser uno de los países más difíciles que conozco, entre otras cosas porque no he aprendido japonés. Mi mujer es fotógrafa y hemos hecho dos veces el peregrinaje, que ha derivado en un proyecto de libro. En cierta ocasión, un anciano señor holandés me dijo que había hecho a pie el peregrinaje a Santiago, pero eso no es nada comparado con el peregrinaje de los ochenta y ocho templos en Japón. Aunque descubrí otro de treinta y tres templos, el de Shikoku, que he realizado dos veces: hay ochocientas ochenta y ocho escaleras hasta los distintos templos, es muy interesante. No lo hice animado por ningún espíritu religioso, sólo tenía curiosidad y afán de belleza. Y cuando volví a casa la primera vez con todas mis notas no era capaz de escribir nada, porque de repente me daba cuenta de que no tenía puntos de referencia.

La práctica religiosa, en realidad, es muy semejante porque se parece a la de la iglesia católica. Pero culturalmente estamos fuera. Hemos hecho el viaje por segunda vez y ahora tampoco sé qué escribir. El proyecto es crear un libro, con fotos tomadas por mi mujer, y será seguramente un libro muy bueno, pero aún no sé qué voy a escribir.

JD: Por seguir con esta idea, hay en su obra una correspondencia constante entre diferentes culturas y países, algo que yo llevaría al eje del tiempo. Uno de los temas centrales de sus libros, en efecto, es la coexistencia en el mismo plano de realidad de distintos tiempos; comparece en Tumbas de poetas y pensadores, pero en Una canción del ser y la apariencia, donde los personajes búlgaros del siglo XIX conviven con el autor incluso en la misma habitación, la misma ciudad, es aún más evidente. En El desvío a Santiago coexisten una y otra vez diferentes momentos en la historia de España.

Sí, pero se trata de algo muy central en mi pensamiento. Sabemos lo que es la historia, pero sólo en teoría entiendo que los unos viven antes que los otros, y nosotros después de aquéllos; en la práctica, para mí, puede decirse que todo sucede al mismo tiempo. Necesito escribir un libro para explicarlo mejor, para que sea más claro incluso para mí mismo.

ER: También es interesante el hecho de que, cuando usted escribe autobiografía, no se ocupa en ningún momento de rendir culto al yo ni de querer mostrar experiencias, aunque las relate. Como si leer una página en concreto del libro de la vida pudiera equivaler a leer cualquier otra, como si todos los hombres contuvieran en su ser concreto, en sus experiencias, todo el libro.

Lo que me interesa, siempre que contemplo El jardín de las delicias de El Bosco, es lo que vemos nosotros al cabo del tiempo. Es lo mismo que si abordamos ahora el Guernica: no creo que nosotros seamos capaces de ver lo mismo que ellos veían en aquella época. Estos objetos materiales no cambian, son imborrables, su materia no se modifica, y sin embargo son siempre otros, distintos, según quien los mire y el tiempo que ha transcurrido. No podemos retroceder, ponernos en el lugar del autor. Me interesó mucho la exposición del Museo Thyssen sobre la sombra, y he escrito sobre el asunto en la reedición de El enigma de la luz, porque es una idea que me atrae mucho, resulta nueva para mí. He visto innumerables cuadros en mi vida, y nunca me había parado a pensar en la naturaleza de la sombra.

JD: Como la célebre aporía del Pierre Menard de Borges. No podemos ver El jardín de las delicias sin ver otros cuadros del siglo XX. Tenemos otras referencias culturales. Esa conciencia profunda del espesor del tiempo y al mismo tiempo de la coexistencia de distintos tiempos, ¿es algo específicamente europeo, forma parte de la esencia cultural de Europa?

No lo sé; creo que es una facultad humana que también existe en otros seres humanos, pero puede que los europeos seamos tan viejos que...

JD: La cultura popular estadounidense, la cultura de la MTV y los videojuegos y de Hollywood, por ejemplo, ha reducido al mundo a una pantalla de televisión, y en esa pantalla de televisión efectivamente todo coexiste como superficie, sin espesor de ningún tipo.

Sí, pero hay muchas Américas. Yo viví un año en Los Ángeles, uno de los centros de la cultura estadounidense, pero allí tienen el Museo Getty, y todos los tesoros europeos, y unos norteamericanos que lo saben todo acerca de todo. Como Borges, claro, que también sabía más de la cultura europea que muchos europeos. Y eso hace que todo sea un poco más complicado. Creo que los europeos minusvaloran América. Al fin y al cabo, ellos también son europeos, pero transformados.

ER: Retomando la idea de la mirada del creador, hablábamos de El jardín de las delicias, un cuadro que contiene –en el creador– la mirada y el espejismo. En sus poemas parece reflejarse un gusto por mirar, pero también por abrir un espacio al espejismo como belleza y como fuente de verdad, aunque sea una referencia equívoca de lo real.

La pintura que mejor expresa esta idea es Las meninas de Velázquez. Para mí es un enigma, lo que estaba haciendo Velázquez era algo diabólico, y en este sentido es muy moderno.

JD: Quiero preguntarle por una vertiente de su trabajo que nosotros no conocemos, que es la de traductor de poesía española...

Realmente no he traducido gran cosa. En las notas biográficas también se dice que vivo en Berlín, cuando hace ya muchos años que no lo hago. Dicen: «ha traducido a Enzensberger, Gil de Biedma y Salvador Espriu...» Antes les hablé de la revista donde publiqué mis escritos de viaje. Era una revista de papel satinado, pero me dieron dos páginas enteras para publicar poesía inédita en Holanda, y traduje dos o tres páginas de César Vallejo o de Huidobro. Pero nunca he traducido libros enteros de poesía, con la excepción de la obra de un poeta alemán, Michaël Krüger, que escribe una poesía muy distinta de la mía: humana, coloquial, con humor, pero a veces también profunda. También, cuando me lo pidieron, traduje algunos poemas de Blas de Otero, pero no soy un traductor de poesía.

JD: ¿Ha tenido la sensación al traducir de haber salido de búsqueda, es decir, que al traducir ese poema llegaba a comprenderlo profundamente, de la misma forma que sólo al escribir uno se siente más vivo y también que piensa mejor, que puede decir aquello que ni siquiera había sospechado?

Eso por un lado, pero también la sensación de salir de mí mismo, de ser otro por un momento. Hay una figura en el teatro medieval inglés y alemán: el everyman. En las obras medievales siempre aparece como representación del hombre común, del uno que podría ser todos. Al traducir uno se siente conectado con él, se siente parte del everyman.

JD: Es un impulso empático, esa simpatía por todo lo humano que comentaba Esther antes, y en ese sentido tiene que ver con el desdoblamiento dramático. Ser traductor es un poco como ser actor.

ER: Para terminar, quisiera plantearle como interrogante uno de sus versos: ¿escribe usted para que lo perdido se conserve como algo perdido?

Sí, eso lo dije a propósito de Basho, creo. Lo más antiguo que se ha escrito tiene unos cinco mil años. El mundo existe desde hace miles de años y de vez en cuando pienso: «si el hombre pudiera ver lo que existirá dentro de cien mil años..., ¿qué va a quedar?» Sí, la escritura garantiza al autor una cierta inmortalidad, aunque ésa no es la palabra exacta. Ser escritor o poeta, en realidad, es ser mortalidad pospuesta. Ésa es la idea. Al final, a lo sumo, quedará una línea y nadie sabrá de quién.

Hotel nómada, Madrid, Siruela, 2010

Philip y los otros, Madrid, Siruela, 2010

En las montañas de holanda, Barcelona, Debolsillo, 2010

Una canción del ser y la apariencia, Madrid, Siruela, 2010

Lluvia roja, Madrid, Siruela, 2010

Tumbas: de poetas y pensadores, Madrid, Siruela, 2007

El desvío a santiago, Barcelona, Debolsillo, 2007

Perdido el paraíso, Barcelona, Debolsillo, 2007

El enigma de la luz: un viaje en el arte, Madrid, Siruela, 2007

Cómo ser europeos, Madrid, Siruela, 2006

¡Mokusei! El buda tras la empalizada, Madrid, Siruela, 2005

Así pudo ser: poesía selecta, Madrid, Huerga y Fierro, 2003

El día de todas las almas, Madrid, Siruela, 2000

La historia siguiente, Madrid, Siruela, 2000

Rituales, Madrid, Anagrama, 1995

La desaparición del muro: crónicas alemanas, Barcelona, Edicions 62, 1992

FESTIVAL DE LITERATURA CAFÉ AMSTERDAM


17.05.10 > 19.05.10

PARTICIPANTES TEFAN BRIJS • ANTÓN CASTRO • LUISA CASTRO • TONKE DRAGT • ARNOR GRUNBERG • ROBERT HAASNOOT • MERCEDES MONMANY • JAVIER MONTES • CEES NOOTEBOOM • LORENZO SILVA
ORGANIZA FUNDACIÓN NEERLANDESA DE LETRAS
COLABORA EMBAJADA DE LOS PAÍSES BAJOS • SIRUELA • REPRESENTACIÓN DE LA REGIÓN Y COMUNIDAD FLAMENCA • FUNDACIÓN FLAMENCA DE LAS LETRAS • CBA