Más allá de la diversidad
Entrevista con Sami Naïr
Imagen Eva Sala y Matías Costa
El politólogo Sami Naïr ha desarrollado una labor irremplazable en el campo del estudio de los movimientos migratorios como característica esencial de la globalización. Sus intervenciones se caracterizan por una crítica rigurosa tanto de la intolerancia cultural como de la celebración paternalista de la diversidad. Asesor del gobierno de Lionel Jospin y europarlamentario hasta 2004, Naïr es vicepresidente de Movimiento de los Ciudadanos y ha sido profesor invitado en numerosas universidades de todo el mundo.
En el arte es cada vez más evidente una tensión dialéctica entre lo fluido y lo arraigado. Y parece ocurrir lo mismo con las identidades.
Hay una opinión dominante según la cual lo que caracteriza el arte hoy es su ausencia de raíz, de modo que con la globalización y la mundialización estaríamos asistiendo a la emergencia de un arte que tiene los pies en el cielo, sin tierra. Es una manera de ver las cosas que, en efecto, también puede aplicarse a las identidades contemporáneas que, como ha subrayado Bauman, se han vuelto cada vez más fluidas, sin verdadero contenido, su rasgo principal es la capacidad de cambio. Parece que estuviéramos en una era de relativismo generalizado. Sin embargo, no comparto esa perspectiva, que puede corresponderse con una cierta apariencia. Para alguien como yo, cercano a la tradición de Hegel y Heidegger, según la cual el hombre es fundamentalmente historia y tiempo, esta visión resulta muy pobre. Las identidades aleatorias y transitorias no pueden proporcionar ese vínculo social común, fuerte y arraigado que nos permitiría superar el tiempo. La sociedad en su conjunto es una máquina para superar los efectos del tiempo.
Sin embargo, quizá estemos ante un movimiento de doble dirección, con esas identidades fluidas y globales compartiendo espacio con otras que se reterritorializan en ámbitos más específicos y locales. Pienso, por ejemplo, en la estructura del estado nación, que por una parte se ve sobrepasado por acciones globales, pero también por diferentes poderes locales que están ganando peso.
Sí, estamos viviendo un momento de apertura por una parte y de retracción por la otra, aunque convendría realizar dos precisiones. Por un lado, no creo que esto sea aplicable al caso español, ya que un valenciano, un vasco o un catalán no verían este movimiento como un repliegue, sino como una conquista, como un redescubrimiento de sus señas de identidad y, por tanto, como una adecuación de las estructuras de poder a su propia autenticidad. En ese sentido, España no guarda relación con un sistema archipiélago. En el caso español el problema es nacional y no tiene que ver tanto con sus dimensiones culturales como con las políticas.
Por otro lado, las instituciones transnacionales son una carcasa retórica que tampoco puede ayudar a forjar identidades sólidas. Si nos fijamos en el caso de la Unión Europea, nos encontramos con que las transferencias de competencias son mínimas y que su presupuesto ni siquiera llega al 1% del PIB europeo. Hay un discurso europeísta oficial que en realidad no significa nada. No hay más que ver cómo se están portando con Grecia, y mañana harán lo mismo con Portugal, España o Irlanda. Se trata de retórica vacua al servicio de las élites. Se ha abierto el mercado, se han europeizado las mercancías –en Madrid o Bruselas te encuentras los productos de las mismas multinacionales– y los capitales, pero nada más. Las élites han obtenido votos para dirigir este proceso y ganar mucho dinero y eso es todo lo que puede decirse de la identidad europea.
El problema de las identidades también suele estar muy presente en cuanto discurso. En cierto sentido, aquel viejo combate liberal que se libraba contra unas élites aristocráticas ancladas en la tierra y en las tradiciones se reproduce ahora respecto de las identidades menos fluidas. Así, la amenaza más seria para nuestro mundo serían quienes se niegan a adaptarse a los tiempos, quienes temen al cambio y no quieren evolucionar. En este orden, la figura límite es la del islamista, entendido como quien no pretende otra cosa que regresar a un pasado oscurantista.
No tengo una respuesta acabada a esa cuestión. En primer lugar, habría que decir que no sólo se trata de un repliegue. Si se examinan los movimientos integristas islamistas –existen en el cristianismo y en el judaísmo movimientos similares, de hecho, la noción de fundamentalismo integrista fue inventada por los protestantes a finales del siglo XIX– se ve que, efectivamente, estamos ante una enorme regresión cultural. Pero, al mismo tiempo, proponen una crítica muy violenta de la realidad del capitalismo mundial dominante. Y su punto de mira no está situado tanto en el sistema económico en sí cuanto en la vida dentro de él: lo que critican fundamentalmente es la ausencia de trascendencia y de sentimiento comunitario, la mercantilización de los cuerpos, especialmente del femenino, y la hipocresía de las democracias occidentales. Hay una crítica muy fuerte del mensaje de la democracia, de una civilización que da lecciones al mundo en nombre de unos valores que no duda en violar cuando sus intereses están en juego. Las democracias europeas se han construido sobre la explotación de los países pobres en los dos últimos siglos. Europa nunca hubiera podido tener la riqueza que posee sin las políticas imperialistas de los siglos XIX y XX, ya que todos sus procesos de formación de capital se realizaron, primero, explotando a las colonias y a sus materias primas y, después, explotando el trabajo de los campesinos e inmigrantes en los países desarrollados. Por ejemplo, el estado del bienestar francés se desarrolló a partir de 1956 gracias a los trabajadores españoles, italianos o argelinos que construyeron calles, escuelas y autopistas. Y estas críticas al doble lenguaje europeo están muy presentes en los discursos integristas. Es cierto, pues, que en el islamismo extremista hay una posición de repliegue, pero haríamos bien en entender que no sólo se trata de eso, y que también posee una dimensión emancipadora para quienes lo experimentan. Es lo que Ernst Bloch definía en los años treinta, en Herencia de esta época, como «el contenido no contemporáneo de la crítica de la contemporaneidad», algo que debemos tomar en cuenta si pretendemos superar esa no contemporaneidad. Debemos escuchar lo que dicen, entrando en un debate sin concesiones para demostrar que se equivocan. Pero al mismo tiempo también tenemos que decir algo acerca de cuestiones como la mercantilización de los seres humanos, que en otros tiempos fue central en el pensamiento crítico europeo.
Es significativo, en ese sentido, cómo muchos partidos de izquierda, incluso revolucionarios, de países musulmanes, giraron en los años ochenta hacia la religión.
La izquierda se ha convertido en una fuerza de conformidad en las sociedades actuales. Ha perdido por el camino toda su carga crítica. Han sido los movimientos altermundistas los que han recuperado ese bagaje y han puesto sobre la mesa problemas como el pensamiento único, la mundialización liberal, etc. No conozco ningún partido socialista occidental que haya puesto en cuestión en estos últimos años este tipo de democracia... Para ellos es la mejor del mundo. Lo que les interesa es integrarse en el mundo tal y como está. Y cuando hay problemas, los explican por la coacción exterior: «Ah, esto es una orden europea, no podemos superar el nivel de inflación o de deuda...». Habría que preguntarse entonces para qué están aquí.
También parte de la derecha religiosa occidental está apoyando su discurso en la deshumanización de las relaciones, en la falta de un sentimiento de comunidad o, incluso, en la crítica a la avaricia mercantil. De alguna manera están recogiendo sentimientos sociales que no encuentran otra forma de ser verbalizados. El problema en este contexto es que, al final, sólo podemos elegir entre esas identidades fluidas y globales adaptadas a los tiempos y esas identidades religiosas que ponen los argumentos críticos a trabajar para su causa. Lo que implica que nos estamos quedando sin espacios para la crítica.
Bueno, sí y no. Sí, porque quienes tenemos esta concepción somos muy minoritarios. No, porque las dos otras perspectivas no pueden desembocar en una solución existencial. Llegará un momento en el que surgirá una nueva perspectiva y constituirá una orientación de vida para la inmensa mayoría de la población. Eso es inevitable, es la historia. Por una parte, estamos ante un sistema que está fracasando, que sabemos que no funciona. El mercado no puede autorregularse, lo hemos sabido siempre y hemos tenido que pagar sus efectos en diversas ocasiones. Por otra, la solución religiosa no se corresponde con aquello a lo que aspira la inmensa mayoría de la población, el mundo salió hace tiempo de esa época. De hecho, las religiones juegan hoy un papel mucho más ideológico y cultural que espiritual. Los integristas actúan como simples militantes políticos, utilizan la religión como instrumento cultural e ideológico. Por eso no considero que el ascenso integrista sea una señal de la vitalidad del Islam sino de su decadencia. Lo que estamos viviendo en realidad es la novela del fin del Islam. Lo que caracterizaba a las religiones era su dimensión universal, su capacidad de convencer en cualquier parte del mundo. Hoy se han vuelto ideologías y culturas particulares que no pueden competir con la civilización universal que se ha puesto en marcha desde hace prácticamente un siglo.
Lo que ocurre es que ambos enemigos, quienes abogan por las identidades globalizadas y quienes abogan por las religiosas, terminan por complementarse muy bien.
Exactamente.
Y eso tiene su utilidad discursiva pero, ¿también les sirve como proyección, como forma de rechazar algo del otro que les es propio?
Son producto de la modernidad, están rechazando una parte de sí mismos, porque no aceptan esa transición identitaria. Es mucho más fácil explicar los problemas diciendo que cuando muramos todos iremos al paraíso. Los textos de los que organizan los atentados son demenciales, realmente creen que en el mismo momento en que estalle la bomba se van a encontrar junto a Dios en un jardín lleno de mujeres y comida. En realidad, estamos ante movimientos milenaristas que no son capaces de resolver los problemas de este mundo y por eso acentúan su radicalidad. Pero tampoco pueden dar soluciones los partidos políticos integrados que están conformes con las reglas del juego. En ese sentido, estamos asistiendo a un proceso muy interesante. Durante siglo y medio la amenaza contra el sistema venía desde el exterior, desde el comunismo, las revoluciones organizadas, las guerras, etc. El sistema resistió y salió vencedor del desafío. Pero ahora la amenaza es interna, porque son sus propias contradicciones las que lo están destruyendo.
Sin embargo, ese exterior sigue jugando un papel importante, al menos a la hora de las justificaciones. Así, solemos explicar los peligros en que vive nuestra sociedad a través de amenazas exteriores, como ocurre con los terroristas islámicos, pero esas amenazas también se visualizan en aspectos cotidianos. Por ejemplo, señalando que lo que va mal en nuestros países está causado por la llegada masiva de inmigrantes.
Explicar algo por sus efectos no es una explicación sino una redundancia. Me gustaría saber por qué ayer necesitábamos a los inmigrantes y hoy no, más allá de que antes teníamos dinero para invertir y ahora no. Es como cuando los integristas ganaron las elecciones en Argelia en 1991 y la primera decisión que tomaron fue vetar el acceso al mercado laboral a las mujeres, argumentando que quitaban el trabajo a los hombres. Se utilizan los efectos para no abordar las causas. Más que fijarnos en el otro, hemos de subrayar que estamos en esta situación porque no hay una verdadera política basada en los intereses de los pueblos, sino que reinan los mercados financieros que buscan dinero para especular y no para invertir. Cuando estalló la crisis, en el plazo de un mes, los países occidentales pusieron sobre la mesa miles de millones de euros y dólares para que el sistema financiero no se hundiese. Pero cuando aumentó el paro dijeron que para eso no tenían dinero.
Hay quienes afirman que la manera de detener esta debilidad política frente a los mercados financieros consiste en articular entidades supranacionales a partir de las cuales ejercer una acción fuerte. Que, en ese sentido, la Unión Europea es una oportunidad...
Hoy en día no podemos tener una Europa buena. Podemos tener una Europa mínimamente mala, en lugar de una muy mala, como es la actual, pero nada más. Una opción menos negativa consistiría en contar con un gobierno económico europeo, constituido por los ministros de economía y hacienda de los diferentes países, a través del cual se pudieran coordinar las políticas de desarrollo económico de cada país, y se negociase con el Banco Central la política a seguir con el euro. Sería imprescindible trazar una estrategia para poner la economía al servicio de los países y no a la inversa, como ocurre ahora, con el euro trabajando exclusivamente para los mercados financieros. Los europeos tenemos una moneda muy fuerte y eso, en condiciones normales, significaría que somos ricos y que podemos invertir. Pero no es así: con una moneda muy fuerte tenemos paro en todas partes. En España, casi se llega al 21%. Es increíble.
Necesitaríamos, entonces, un gobierno económico fuerte que fuese capaz de orientar lo que hemos puesto en común en Europa, esto es, la economía. Si pudiéramos llegar a eso, tendríamos solucionados el 40% de los problemas europeos. Ahora tenemos una economía extraordinaria, tecnológicamente muy competitiva, pero sin piloto. Las empresas no quieren que Europa tenga una dirección política y económica.
Es muy probable que el problema último consista en que elegimos para la UE el modelo preconizado por Schuman. Tendríamos, por el contrario, que haber empezado por la cooperación política, por poner en marcha instituciones políticas, para después construir un árbol con implicaciones profundas a nivel económico. Pero las transnacionales europeas querían un gran mercado, 500 millones de consumidores. Eso es lo que les interesaba y por eso políticamente no hicimos nada.
En los últimos tiempos, hemos visto cómo lo cultural se ha situado en un lugar discursivo muy relevante. También en este caso, hay quienes afirman que habría que construir Europa desde las raíces culturales, desde una suerte de alma común.
Sí, pero eso es pintar un mundo feliz. Es simple manipulación retórica, la realidad es otra. A los países del Sur de Europa hoy se les llama PIGS (acrónimo de Portugal, Ireland, Greece, Spain); se dice de ellos que no son más que recogedores de olivas y que han venido aquí a aprovecharse de nuestro dinero... En Alemania se publican artículos diciendo que cada alemán paga 4.000 euros al año en beneficio de los griegos. Considero que no debemos renunciar al sueño europeo, pero también hemos de criticar de manera radical el discurso mercantil que se ha impuesto desde hace treinta años y que es el principal responsable de nuestra situación. Hay que criticarlo sin concesión ni piedad, porque no la merecen. Han manipulado a la gente. Fui diputado europeo durante cinco años y lo único que puedes hacer es hablar durante un minuto o dos en la Eurocámara. Y hasta para eso hay verdaderos regateos.
Uno de los temas en los que usted más ha trabajado es el de la multiculturalidad. Y lo cierto es que bajo ese concepto yace, en la mayoría de los casos, una pretensión de convivencia, pero no de relación. Se habla de coexistir, no de establecer lazos.
Evidentemente, porque no hay intención de buscar raíces comunes. No me interesa la diversidad en sí misma. Lo importante es construir, a partir de esa diversidad, núcleos comunes, ser capaces de acceder a algo que podamos llamar un nosotros compartido. Y lo cierto es que con las problemáticas identitarias actuales hemos asistido a una regresión histórica. Esta clase de discursos se limitan a defender la propia especificidad prescindiendo de los discursos emancipadores que conocimos en el siglo XX. Lo que les interesa es el origen, pero eso no es más que mirar atrás, no se puede construir un porvenir así. La pregunta, pues, tiene que ser, cómo proyectar un mundo juntos más allá de lo que nos diferencia. No es por casualidad que este retorno de las identidades culturales se corresponda con la desaparición de las identidades sociales. Ya no hablamos de los trabajadores o de los burgueses, los políticos ya no utilizan esas palabras. La desaparición del discurso social crítico es una de las grandes novedades de los últimos treinta años. Ahora prefieren preguntarte quién eres y de dónde vienes, como si la pertenencia comunitaria pudiera ser el resorte explicativo de tu comportamiento. Y no es así. ¿Qué diferencia hay entre alguien que viene de un país hispano y un francés del norte a la hora de querer una vida mejor?
En este mundo en el que las identidades dividen, ¿dónde se sitúa Sami Naïr, un intelectual europeo de procedencia norte africana que pretende hacer valer palabras como emancipación o crítica?
Lo importante no es lo que yo hago. Mi tarea es importante personal y existencialmente pero no a nivel histórico. Lo esencial, en ese nivel, es lo que hace la gente anónima. Y podemos asegurar que en el mundo hay millones y millones de personas que no están satisfechas y que están buscando vías para mejorar su situación. Recientemente he estado en Canarias con mi amigo Tzvetan Todorov dando una conferencia. Canarias es un lugar de acogida de inmigrantes africanos donde las autoridades han reaccionado muy mal, lo que ha provocado un clima enrarecido. Sin embargo, nos hemos encontrado con movimientos asociativos que no sabíamos de dónde salían, formados por jóvenes que se negaban a «echar a esa gente al mar» y que querían ayudarles a solucionar sus problemas. Estas personas anónimas son mucho más importantes que nosotros, porque a ellos nadie les reconoce ni les entrevista, y sin embargo, hacen el trabajo que yo no hago: van por la mañana a atender a los inmigrantes, les apoyan, buscan dinero, les dan de comer... Creo muchísimo en la extraordinaria capacidad de movilización de la gente. Cuando elaboré el concepto de codesarrollo, estuve investigando entre los inmigrantes, y descubrí un gran movimiento asociativo compuesto por marroquíes, la mayoría analfabetos, que vivía muy mal en barrios excluidos franceses. Decidieron que, para evitar que sus hijos o sus hermanos tuvieran que emigrar, harían una caja común con la que financiarían pequeños proyectos en sus pueblos. Descubrí que habían financiado más de 300 km de carretera en Marruecos, que habían construido escuelas y que estaban pagando los estudios a jóvenes marroquíes. No sabían leer ni escribir pero tenían un gran sentido de la solidaridad. Yo creo en los colectivos humanos y en la historia real. Esta gente solidaria no es visible, pero existe. Y nuestro verdadero trabajo consiste en utilizar los medios que tenemos para transmitir unos conocimientos que les puedan servir. Si logro transmitir una idea que resulte de utilidad a esa gente para emanciparse, para ser más solidaria, más humana, menos superficial, pensaré que he hecho bien mi trabajo.
© Esteban Hernández, 2011. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
La Europa mestiza, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2010
Y vendrán...: Las migraciones en tiempos hostiles, Barcelona, Planeta, 2006
Diálogo de culturas e identidades, Madrid, Editorial Complutense, 2006
El Imperio frente a la diversidad del mundo, Barcelona, Random House Mondadori, 2003
La inmigración explicada a mi hija, Barcelona, Plaza y Janés, 2001
Una historia que no acaba, Valencia, Pre-Textos, 2001
Las heridas abiertas: las dos orillas del Mediterráneo, Madrid, El País-Aguilar, 1998
Mediterráneo hoy entre el diálogo y el rechazo, Barcelona, Icaria, 1996
En el nombre de Dios, Barcelona, Icaria, 1995
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