Sergio Ramírez, un perfil en cinco palabras
Patricio Pron (Argentina, 1975) es escritor y crítico literario. Su último libro es Lo que está y no se usa nos fulminará (Literatura Random House, 2018). Admirador declarado de Sergio Ramírez, premio Cervantes 2017, traza en este breve texto un sugerente perfil del novelista y político nicaragüense, que visitó el CBA para inaugurar la XXII Lectura Continuada del Quijote.
Impertinencia
«Es una impertinencia de parte del novelista insistir en que su arte es de utilidad para la república», escribió Ford Madox Ford, pero la historia de la literatura latinoamericana está repleta de este tipo de «despropósitos». La obra de Alejo Carpentier, El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, el ejercicio de la diplomacia por parte de escritores como Rubén Darío, Pablo Neruda y Octavio Paz, la doble condición de escritores y políticos de muchos de los actores de las independencias latinoamericanas, establecieron una vinculación específica entre «las armas y las letras» cuyo paroxismo tendría lugar durante el Boom de las décadas de 1960 y 1970, durante el apogeo de la idea del «compromiso» en América Latina y en otros sitios.
Comprometido
La figura de Sergio Ramírez (Masatepe, 1942) es también, en ese sentido, la de un escritor «comprometido»; pero su excepcionalidad en el marco de ese paradigma es el producto de un puñado de circunstancias diversas que pueden resumirse en el hecho de que, a diferencia de quienes el autor nicaragüense considera sus maestros (Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa), Ramírez participó de las luchas de su tiempo de forma directa, no meramente retórica: en efecto, su contribución a la Revolución Sandinista lo aleja de la figura del escritor «pontífice» (tan corriente en su generación, por otra parte) que pretende ejercer una influencia moral sobre la política latinoamericana, muy frecuentemente desde alguna capital europea. Una de las lecciones más importantes de la obra del último Premio Cervantes es que, si bien las palabras son acciones de alguna índole, estas, dadas ciertas circunstancias, no reemplazan a la acción directa; otra, posiblemente, es que esa acción directa no carece de consecuencias y, en ese sentido, es importante destacar que Ramírez dejó de lado la escritura durante el período más álgido de su actividad política, entre 1977 y 1997. Una vez más, y a diferencia de otros escritores, Ramírez cargó con el peso de la gestión de gobierno; ninguno de los autores en cuya compañía se lo menciona más habitualmente tuvo jamás esa responsabilidad y/o llegó más lejos en la política, y la excepcionalidad de la figura de Sergio Ramírez se deriva de ese hecho, así como de su adhesión a las decisiones tomadas en la juventud: el escritor argentino Arturo Jauretche observó alguna vez que la mayor parte de los intelectuales latinoamericanos «se sube al caballo por la izquierda y se baja por la derecha». A diferencia también de la mayor parte de sus colegas, Sergio Ramírez ni siquiera ha desmontado todavía, y no parece que vaya a hacerlo.
Realismo
La excursión de Sergio Ramírez en los terrenos de la Realpolitik terminó (es sabido) en torno a 1997, cuando las esperanzas depositadas en la Revolución Sandinista ya habían dejado paso al culto a la personalidad, la obsecuencia y la administración del Estado como propiedad privada por parte de Daniel Ortega y sus asociados. Se suele pensar en América Latina como en un, en palabras del propio Ramírez en su discurso de aceptación del Premio Cervantes, «espacio de milagros verbales donde los portentos pertenecen a la realidad encandilada y no a la imaginación, a la que solo toca copiarlos»; sin embargo, parece evidente que, al menos en lo que respecta a la manera en que culminan sus procesos revolucionarios, esa «encandilada» realidad latinoamericana es escasamente imaginativa. Lo que importa aquí, sin embargo, es que en esta frase se resume el programa estético de un así llamado «realismo mágico» al que (contrariamente a lo que podría parecer) la obra de Ramírez no pertenece: su literatura es clara, sintácticamente sencilla, exacta, de una precisión que, como escribió el ensayista puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá, recuerda a la literatura de Ernest Hemingway y Katherine Anne Porter, herederos ambos del mandato de concisión y claridad formal de Anton Chejov. La narrativa de Ramírez puede definirse en torno al problema del realismo, pues, y a la contradicción que se deriva de una visión mágica de la realidad que no encuentra su reflejo en su obra sino indirectamente: la realidad latinoamericana es excesiva, inverosímil, pero la literatura de ficción (parece decir el autor) debe ser creíble; el talento y la habilidad del escritor se ponen en juego en ese esfuerzo de verosimilización.
Proyecto
Margarita, está linda la mar, la novela con la que Ramírez obtuvo el Premio Alfaguara de 1998, narraba, por una parte, los últimos nueve años de la vida de Rubén Darío y, por otra, el intento de asesinato en 1956 del dictador nicaragüense Anastasio Somoza; este retorno a la literatura tras la gestión de gobierno abrevaba, en ese sentido, en la doble vertiente de su autor en tanto escritor y político, al tiempo que su apego a la realidad lo alejaba del realismo mágico, del que sin embargo Ramírez extrajo la aspiración de crear obras literarias que narren la historia nacional. Con variaciones temáticas y de perspectiva, este es el proyecto literario de Ramírez, quien, en sus muy buenos cuentos (recientemente antologados por el autor), y en novelas como Sombras nada más (2002), El cielo llora por mí (2009), Sara (2015) y Ya nadie llora por mí (2017), ha ensayado formas diversas de aproximarse a una realidad que adquiere, mayoritariamente (y no solo en Nicaragua), el carácter de un caso policial: en La fugitiva (2011), por ejemplo, el recurso a la entrevista le permitió recrear ficcionalmente la vida de la heterodoxa escritora costarricense Yolanda Orreamuno; en Mil y una muertes (2004) experimentó con la inclusión de fotografías; en Flores oscuras, su colección de cuentos de 2013, los relatos estaban inspirados en noticias de la prensa.
Simetría
Refiriéndose específicamente a su trabajo como periodista, Juan Cruz observó «tres sombras benéficas» sobre Ramírez, las de Tomás Eloy Martínez, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez; su relación con el periodismo parece únicamente afín, sin embargo, a la de García Márquez, con quien Ramírez comparte el uso de los artículos periodísticos como origen de la ficción. La obra del nicaragüense se articula, en ese sentido, sobre una simetría, la de una ficción verdadera que a menudo está basada en una verdad que de tan inverosímil parece falsa. En sus ensayos y testimonios, pero especialmente en su ficción, Ramírez parece orientarse por el axioma que Cruz entresaca inteligentemente de la introducción de Adiós muchachos: «Yo estuve allí». Su respeto por lo que en alguna ocasión llamó «la soberanía del oficio literario» (cosa que expresó una vez más recientemente en una entrevista con Nuria Azancot al reclamar para la novela «una absoluta libertad crítica frente al poder») lo diferencia radicalmente de sus antecesores y, en particular, de Carlos Fuentes, de quien en alguna ocasión se consideró hijo literario; a diferencia del mexicano, Ramírez no estableció las alianzas políticas y económicas que constituían parte esencial de la figura pública de Fuentes y de su proyecto como escritor pero que produjeron en algunos de sus lectores de la primera hora (y, desde luego, en los lectores de generaciones posteriores) la impresión de que el escritor mexicano depositaba decididamente el peso de su actividad en la obtención de prebendas políticas y económicas antes que en la escritura. El escritor nicaragüense no es tanto el continuador de ese proyecto, pues, sino la encarnación de una voluntad generacional de transformación que, al margen de los desaciertos y errores de su puesta en práctica, tuvo mucho de heroico y parece más pertinente que nunca. Ramírez, quien en su aceptación del Premio Cervantes se reconoció como una síntesis de sus dos abuelos, uno músico y otro ebanista («el que pulsa el arco y el que empuña la gubia, a medias el compositor que llenaba con sus signos melódicos la hoja de papel pautado, y a medias el artesano que nunca estuvo conforme con un mueble de gavetas desencajadas, que no asentara bien sobre el suelo, o cuyas junturas dejaran luces»), supone la actualización de la misma idea de la literatura latinoamericana que aparece en sus mejores escritores, algunos de los cuales fueron o son centroamericanos como él: Augusto Monterroso, Ernesto Cardenal, Roque Dalton, Horacio Castellanos Moya, Claudia Ulloa Donoso, Gioconda Belli. Ramírez ha afirmado numerosas veces que no ha pretendido más que ser un «cronista» de su país, pero también ha dejado claro (en su ensayo «La novela ha muerto, viva la novela») que «no hay manera de contar historias privadas sin tener en cuenta la Historia pública, no simplemente como un telón de fondo, sino como una hebra maestra de la trama». También por ello, su obra excede el carácter de una crónica para convertirse en una visión personalísima de la historia de su país y, por lo tanto, de un territorio llamado América Latina que existe más en la imaginación de sus creadores (y en las esperanzas de sus activistas) que en la realidad de los mapas. Si, como parece evidente, la revolución es el motor de la Historia y no su punto final, la obra de Sergio Ramírez y la integridad de su figura pública constituyen un recordatorio esencial para quienes somos escritores latinoamericanos de que, como afirmó Gilles Deleuze, «no hay razón para el miedo ni para la esperanza, pero sí para buscar nuevas herramientas», también (y especial, impertinentemente) en la literatura.
23.04.18 > 25.04.18
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