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«No se trata de vender esperanza sino de generar confianza»

Entrevista con Marina Garcés

Carlos Pardo
Fotografía Julio Albarrán, ZEMOS 98, CC BY-NC-SA 2.0

Marina Garcés se ha consolidado como una de las voces fundamentales del pensamiento en nuestro país. Sus reflexiones conforman una filosofía de batalla, de intervención urgente en el presente que, lejos de resentirse con esa bajada a la calle, parece ofrecer su mejor versión. En el marco del Festival Eñe 2017, el escritor Carlos Pardo estuvo conversando con ella.

Me interesa mucho una reflexión que he leído en varios de tus libros y que tiene que ver con los tiempos que vivimos: después del fin de la historia, de esa visión de la historia como superación, como lugar donde no podía suceder nada más, tú hablas de tiempos póstumos.

Recientemente, de manera más sistemática aunque breve, he recogido, en Nueva ilustración radical (Anagrama, 2017) toda una reflexión que viene precisamente de ese punto de inflexión celebrado por cierta globalización neoliberal, que veía al mundo unificarse bajo un solo sistema productivo y la hegemonía cultural del propio neoliberalismo. Ante esa narrativa insoportable –el final de la historia, el final de las ideologías, de las revoluciones, la muerte del pensamiento crítico–, surgió una rebelión contra los finales, contra esos intelectuales y opinadores y contra sus políticas correspondientes que propugnaban la legitimidad de su poder sosteniendo el «ya no se puede cambiar nada, ya no se puede pensar nada». ¿Cómo seguir pensando, viviendo, comprometiéndonos con un mundo que no sabemos si tiene futuro?
En ese punto de inflexión histórico ha habido un cambio muy brusco de guion y hemos pasado del fin de la historia a una guerra contra la historia, una temporalidad que es una especie de «después del después». Como ya no podíamos aspirar a ningún después, pasamos a esa especie de presente eterno de la globalización, a ese relato del mundo en proceso de destrucción, de irreversibilidad destructiva y catastrófica que de algún modo se explica a sí misma como un tipo de prórroga, como un tiempo de descuento, amenazado por la sombra de un hasta cuándo. De ahí salió Filosofía inacabada (Galaxia Gutenberg, 2015), una manera de entender que comprometerse desde nuestras vidas con el mundo común, con lo que compartimos, es precisamente inacabar ese mundo.

En todas las épocas ha habido textos que nos han avisado de que el mundo está en declive. Pero tú no obvias ese finalismo sino que asumes que hay un final cercano, que estamos a punto de cargarnos el planeta.

Es lo que llamo en Filosofía inacabada «la situación filosófica de nuestro tiempo». Desde hace unas décadas la humanidad está haciendo experiencia de la posibilidad real de su destrucción total por obra de su propia acción. Son reflexiones que comienzan con la bomba atómica y que ahora se relacionan más con unos modos de reproducción y autorreproducción de la vida que nos incluyen como copartícipes de esa irreversibilidad destructiva, que es una posibilidad real y no solo una visión cultural acerca de las caídas y esperanzas respecto a los propios tiempos. Esa posibilidad real nos sitúa en una situación filosófica nueva, donde la totalidad pasa de ser un concepto universal a ser una condición material. Somos una totalidad (algunos autores la llaman una totalidad negativa) en la medida en que nos podemos destruir entre todos y a todos. Esto lo podemos imaginar muy peliculeramente o de una manera muy concreta en formas de vida actuales: los territorios de lo invivible van creciendo en el planeta, sea por cuestiones medioambientales o por cuestiones de desigualdad. Este es un problema material y simbólico, además de temporal, porque nos sitúa en una relación de urgencia respecto a algo que no sabemos cómo pensar.

Una gran parte de la filosofía más académica vive esto como un modo de clausura, instalada en el pesimismo. Cuéntanos un poco en qué consiste ese pensamiento inacabado que es una impugnación del final de la historia.

Podemos palpar en nuestras vidas esa tendencia a la irreversibilidad de lo invivible que desencadena una rendición al catastrofismo como dogma apocalíptico. El apocalipsis deja de ser un imaginario para convertirse en un dogma, en algo incuestionable, ya que todas las evidencias parecen confirmarlo. Desde ahí surge una tarea necesaria que ha de abordarse desde el pensamiento crítico y también desde una práctica de vida y de compromiso, y no solo una práctica teórica y/o académica. ¿Cómo revertir ese dogma apocalíptico que se va convirtiendo en marco de sentido sin caer en una hipocresía del pensamiento, en la que mucho progresismo ha caído, que es la de vender futuros? Como intelectual, queda muy bien tener recetas para vender, incluso te va a ir bien en la vida si te dedicas a eso, pero me parece muy deshonesto intelectual y políticamente. No se trata de vender esperanza sino de generar confianza: estamos aquí y somos capaces de tomar parte de nuestros destinos. Pero para eso necesitamos un ejercicio de pensamiento crítico que nos emancipe del dogma apocalíptico, desde la confianza de que la posibilidad del hacer y el pensar están entre nosotros.

El concepto de confianza es muy importante en tu obra.

El mejor pensamiento crítico es aquel que nos lleva a la sospecha ante las credulidades, es decir, aquello que no podemos cuestionar desde dónde está construido. Para sospechar hasta el final hay que confiar mucho en que ese viaje tiene sentido, confiar en que si hacemos esos viajes, con la vida, con el pensamiento, con la acción, es porque no solo vamos a saber mucho acerca del poder, si no que vamos a transformarnos a través del propio viaje, lo cual es emancipador en sí mismo. Hay por lo tanto una confianza en que el saber nos transforma, y en que aquello en lo que nos transforma fortalece nuestra capacidad de intervenir y mejorar las cosas que nos afectan, una confianza en aquello que nos exige seguir pensando.

Esta es la base de las tradiciones emancipatorias en muchas épocas y en muchos lugares, y no solo del pensamiento contemporáneo más clásico, una base que nos permite encontrar algo que hoy falta: lugares donde compartir el no saber sin miedo ni tabúes, yendo, por lo tanto, hasta el final, y no desde la desesperanza muchas veces estetizante, que también ha derivado de estas filosofías críticas, sino desde el compromiso que ello exige. Confiar para mí es lo contrario de delegar. Delegar es esperar que el otro (el que sabe más, el que tiene más poder) resuelva, es una falta de confianza hacia uno mismo o hacia la colectividad de la que formamos parte, que nos lleva no creernos aquello que podríamos ser.

Otro de tus conceptos clave es el de la razón común, a la vez que hablas de la encarnación o la encarnadura del pensamiento. El pensamiento deja de ser una cuestión abstracta para ser algo práctico.

Sí, se trata de pensar el pensamiento no como ejercicio de laboratorio donde desmontar las culturas o las ideologías, sino como una invitación a pensar lo que sucede desde la necesidad de compartir y afrontar problemas comunes, aunque sea desde los márgenes más excéntricos. Pero para estar ahí también hay que preguntarse por el quién del pensar, el desde dónde se piensa. De esa manera contrarrestaremos la ficción de inmunidad que genera esa imagen del pensador frente al mundo –que ya en sí mismo constituye un lugar de poder–, ese pensador que ha sido muchas veces ejecutor directo de las relaciones de poder que se dan en el saber, esa figura de inmunidad del que no tiene compromisos con nada, del que no es afectado por lo que piensa.

Para mí ese lugar está en las antípodas del pensamiento que estoy describiendo, el que no puede afectar sin ser afectado. ¿Cómo encarnar la crítica? ¿Cómo pensar desde los problemas que compartimos, no solo problemas concretos, sino también aquello que está por ser pensado, por ser dicho, lo que necesita encontrar palabras para ser transmitido? Esta forma de pensar implica poner el cuerpo, en el sentido más concreto y en el más amplio, tomar la palabra liberando los discursos de su codificación, ya sea del tipo disciplinar, industrial, mercantil o de relaciones de poder. Y todo eso implica encontrar una puerta de entrada al mundo, que es lo que yo creo que te da la filosofía, o lo que a mí personalmente me ha dado.

En ese mundo que se construye con un nosotros hay además un gozo del anonimato, un disfrute por no ser una marca registrada, un autor. Pero al mismo tiempo que haces una defensa del anonimato, asumes el uso del nombre propio como cuestión importante, previniéndonos también de un posible abuso de ese «nosotros».

Me molestan mucho las nociones refugio, esas que muchas veces acaban siendo piezas de merchandising intelectual. Como políticos y como activistas acabamos generando conceptos comodín que se venden muy bien, en plan «ya tengo mi concepto». Eso, por ejemplo, ha pasado con el concepto de lo común. Y esa conversión en comodín te impide pensar, seguir preguntándote y ahondando para ver el «desde dónde». Te lleva a una lógica de reconocimiento estéril. Y lo que estamos tratando de preguntarnos es cómo pensar juntos, pero no en el sentido de pensar lo mismo ni de generar consensos. De ahí se deriva la pregunta por el plural de ese pensamiento, desde la interlocución con otros, desde la asunción del «no nos salvaremos solos» (y nuestras sociedades a pesar de ser muy individualistas tienen un gran catálogo de nosotros que ofrecernos: el sectorial, el profesional, el nacional, el de género, el de estilos, modas). ¿Cómo encontrar espacios de encuentro que tengan simultáneamente sentido del singular y del plural, y que nos permitan pensarnos desde ahí?

Otro «nosotros» de esos que mencionas sería el pueblo, ¿no?, esa especie de entelequia que ha vuelto con fuerza recientemente...

Hay un efecto boomerang de ciertas nociones: estado, pueblo, nación y muchas otras que, de golpe, están haciendo emerger de nuevo unas categorías de lo político y unas experiencias muy directas de nuestros espacios políticos. Estas nociones habían estado hasta ahora en un segundo plano, funcionando bajo otros contextos. Por ejemplo, lo popular había dejado de ser una noción de clase. La categoría pueblo, a los que hemos estado estos últimos veinte años en luchas colectivas o reimaginando los espacios de lo colectivo, no nos apelaba, buscábamos más otras categorías como lo colectivo, la multitud o la fuerza del anonimato. Pero ¿en qué condiciones –y aquí volvemos a la mirada crítica– se reactivan determinadas nociones y cómo recibirlas críticamente? Habrá que estar ahí, vigilando con atención, no para comprar o no ese retorno, si no para ver qué está pasando que explique la activación de nuevos sentidos.

Te voy a hacer una pregunta muy directa: ¿hay posibilidad de pensamiento en la universidad?

Solamente violentando la propia universidad. Hay que entrar en la universidad dando una patada a la puerta, y a la puerta quiere decir a las puertas cerradas de cada uno de nosotros cuando entramos en esa máquina productiva de compraventa de servicios curriculares y de producción de papers académicos, con estructuras muy estandarizadas y ritmos de trabajo muy procedimentales que es ahora la universidad. Todo esto está creando unos modos de estar en el aula muy pragmáticos. Hay que violentar cada día todas esas maneras de estar para poder liberar ese momento del ponerse a pensar, aunque sea a través de la clase más convencional. Por otro lado, es muy fácil quedarnos en que la universidad es una empresa de conocimiento en el capitalismo global y punto, deteniéndonos en la crítica a las relaciones de poder y a los trasfondos económicos que hoy la hacen funcionar. Contra esto, ¿Podemos generar confianza como para permitir que la universidad pública siga siendo un lugar de llegada de mucha gente, un lugar abierto e importante para quien sea que pase por ahí?

La filosofía, y son tus palabras, ha sido reducida a una suerte de ciencia acomplejada.

Ha habido una doble acomodación, por un lado, la de algunos intelectuales (y no solo por edad) que han encontrado su lugar en ese patetismo de fin de los tiempos, erigiéndose como salvaguardas del destino de la humanidad, desde el lamento de eso que se pierde. Se quedan ahí con todo su sufrimiento, pero con la comodidad de no tener que afrontar las condiciones que hoy podemos construir que nos permitan pensar, sentir, escribir… Por otro lado está la acomodación muy rápida –realmente me sorprende la rapidez de los cambios culturales– de toda una generación que ha entrado muy rápidamente a funcionar bajo lo que es casi una nueva escritura. Y luego estamos los demás, unos seres intermedios, que no nos resignamos a ninguna de las dos acomodaciones. En mi caso, tal vez se deba a que yo accedí a la universidad todavía bajo los cánones antiguos, pero sin reconocerme ya en las maneras de ser intelectual de los que estaban antes. Hay que aprovechar esa brecha que nos podemos permitir algunos para sacar a la luz las condiciones y arrancar del purismo toda una concepción de las humanidades sin entregarla por ello al productivismo de la nueva universidad. Para eso hace falta un constante vivir a contrapelo, pero que no puede funcionar si se hace de un modo estetizante, sino al revés, creando contextos, desde el pensamiento y la palabra, donde podamos hacer vivibles y compartibles esas maneras en las que hoy tiene sentido seguir pensando, expuestos al mundo en el que vivimos, saliendo de los refugios de la bella intelectualidad, pero, a la vez, sosteniendo y creando nuevas condiciones para una palabra libre de toda esta nueva subordinación de la academia neoliberal.

Háblanos de Espai en Blanc.

Espai en Blanc es una especie de espacio/tiempo colectivo en torno a esta idea de que para pensar aquello que necesitamos pensar no podemos separarnos ni mantenernos separados de lo que ocurre sino, al contrario, necesitamos pensar a través de lo que hacemos y hacer a través de lo que pensamos. Eso implicó para muchos compañeros con los que nos encontramos en 2002 empezando esta historia, conjugar acción y pensamiento. Espai en Blanc pasó a nombrar esa necesidad de pensar lo que hacíamos y de no separarnos de lo que hacíamos para pensar. Es algo muy difícil de lograr desde el activismo, que tiene siempre agendas muy urgentes, muy rápidas, vinculadas a la organización de manifestaciones, okupaciones, campañas… Espai en Blanc ha atravesado toda la secuencia reciente de okupaciones, movimiento antiglobalización, consecuencias de la crisis, precarización de la vida. La cuestión era pensar cómo hacer todo lo que nos ha ido organizando, pero no desde el mero activismo de agenda que ya sabe –tanto en lo que toca al contenido como a la acción– lo que hay que hacer, pero tampoco cayendo en el típico teorizar sobre eso: se trataba de pensar con lo que hacemos; de sostener y mantener viva esa condición experimental de pensar desde la práctica. Hemos hecho multitud de cosas distintas, jornadas, películas, documentales... Los últimos años estamos haciendo El pressentiment, que está a caballo entre el cartel y el boletín o la hoja volante, recuperando prácticas más vanguardistas que vinculan imagen y palabra, pero no como una forma de experimentalidad gratuita. El motor siempre es pensar desde la experiencia compartida.

Algunos de tus libros recientes, como Filosofía inacabada o Fuera de Clase (Galaxia Gutenberg, 2016), han sido publicados en castellano y en catalán. Tú que das tanta importancia a la lengua, ¿encuentras alguna diferencia entre filosofar en cada una de estas lenguas dentro de tu obra?

Cada contexto de escritura genera sus modos de escribir. Estos dos libros que mencionas de algún modo hacen pareja entre sí: Fuera de clase es la recopilación de dos años de columnas muy breves que hacía en el suplemento cultural del Diari Ara, mientras Filosofía inacabada contiene muchos años de trabajo sistemático vinculado a mi tarea docente y a una experiencia que es la de volver a la universidad después de una excedencia tras tener a mis hijos. Cuando me volví a encontrar dando clase de filosofía tuve que repensar por qué renovaba el compromiso con mi tarea de profesora, reorganicé entonces todo mi corpus de referencias y reescribí el sentido que para mí podía tener hoy la filosofía.

Hay una tendencia, y la propia forma de transmitir la filosofía lo ha perpetuado, a pensar que la filosofía es solo contenido. Por eso estudiamos tan mal filosofía, entresacando absurdamente las teorías de sus cuerpos textuales. Pero si no se escucha dentro de ese cuerpo, con todo su tiempo, con todo su volumen, estamos perdiendo algo, ya que la filosofía es toda su textualidad. Para mí, la filosofía está en un territorio del todo indisociable de otras disciplinas, por lo que nunca he dejado de leer narrativa, poesía, todo tipo de lecturas sin distinguir la finalidad (ocio, distracción, trabajo). Cualquier palabra, también la dicha –tengo la oralidad muy presente–, en la filosofía es una voz, una respiración, es un cuerpo que vive pensando; es imposible dejar de lado la parte respiratoria del pensamiento. Esto se cruza con dos lenguas. Pero estamos hablando de dos ciudades (yo enseño en Zaragoza, pero vivo en Barcelona), de dos medios distintos como son la universidad por un lado y una columna en un periódico por otro, y también de dos lenguas que se entremezclan continuamente en mi trabajo y en mi manera de vivir, y que tampoco separo como lengua de vida y lengua de escritura. Escribo en ambas lenguas inseparablemente. Después del ejercicio de Fuera de clase he reencontrado más mi voz en catalán, y ahora que el mercado me permite editar en las dos lenguas, tiendo a volver a empezar a escribir en catalán, que es la lengua en la que yo he estudiado y la que ha pautado mi vida escolar y académica, así como mi vida familiar. Al mismo tiempo, pienso que tanto el catalán como el castellano son lenguas poco filosóficas, seguramente el catalán menos aún porque no hay apenas clásicos y ensayo contemporáneo editado. En ninguna de las dos hay mucha tradición propia, por lo que siempre estás inventando algo; es un territorio poco codificado, lo que resulta para mí muy interesante porque me reta a crear una lengua ensayística nueva.