En busca de una nueva noción de ciudadanía
Traducción Hara Hernández | Ilustraciones Sean Mackaoui
Mark Lilla (Detroit, 1956) es ensayista historiador de las ideas, profesor en la Universidad de Columbia y autor de El regreso liberal: más allá de la política de la identidad (Debate, 2018), La mente naufragada (Debate 2017) o Pensadores temerarios (Debate 2006 y 2017) entre otros. Lilla es también uno de los responsables del avivamiento de uno de los más interesantes debates políticos actuales: el de las políticas identitarias o de reconocimiento frente a una política más clásica de redistribución. En efecto, en su último libro, Lilla analiza cómo el partido demócrata y la intelectualidad más progresista de Estados Unidos parecen haberse olvidado de la existencia de un importante porcentaje de sus conciudadanos, para centrase excesivamente en una concepción estrecha de las políticas identitarias con las que las minorías sociales luchan por mejorar su posición y por salirse de los puntos ciegos de los análisis de clase más obtusos. Minerva reproduce la conferencia que impartió en el CBA con ocasión de la presentación de su último libro, así como algunas de las intervenciones con las que contestó a las preguntas del público y de Daniel Gascón, escritor, ensayista y traductor de alguno de sus libros.
LA REVOLUCIÓN DE REAGAN
Las reacciones que el libro ha provocado aquí en Europa han sido una grata sorpresa para mí: han sido inteligentes, reflexivas, en muchas ocasiones críticas, pero siempre serias. En Estados Unidos la respuesta al libro ha sido histérica. La mayoría de los libros nacen tras años de esfuerzo, aunque siempre hay unos pocos se escriben casi por accidente: este es uno de estos pocos casos. Pocos días después de la elección de Donald Trump, movido por la frustración, escribí en dos tardes un artículo sobre el lugar de las políticas de identidad en el imaginario de los demócratas y sobre cómo ese lugar preeminente les había conducido, en muchos sentidos, a perder las elecciones. El artículo se convirtió en la columna de opinión política más leída en el New York Times en 2016 y recibió veinticuatro mil respuestas antes de que cerraran los comentarios. Claramente, había puesto el dedo en la llaga, así que me propuse entender cómo habíamos llegado a este punto.
El libro parte de la idea de que, desde principios del siglo XX, existen dos épocas diferenciadas en la política norteamericana. La primera comienza en los años veinte y continúa, a grandes rasgos, hasta 1981, cuando Ronald Reagan fue elegido presidente. Antes de la aparición de las grandes ciudades norteamericanas y su industrialización, antes de las décadas de los veinte y los treinta, éramos un país claramente individualista. Estados Unidos es un país muy grande y sus habitantes eran mayormente granjeros, así que la gente vivía en pequeñas comunidades y apenas existía un sentido de identidad nacional más allá de la bandera y otros pocos símbolos. Además, el gobierno federal era pequeño. Las experiencias de la Gran Depresión y la II Guerra Mundial forjaron un sentido de solidaridad que no existía antes, era algo nuevo. Durante ese periodo se produjo un auge de la izquierda democrática, el sentimiento compartido de un propósito nacional fue creciendo, junto con la sensación de que los ciudadanos tenían un deber para con los demás, una obligación de carácter público también hacia la propia nación. Se trataba de una visión política capaz de unir a los granjeros del Medio Oeste con los trabajadores de las fábricas, de las ciudades del metal y de las del motor, como Detroit, donde yo crecí sintiendo esa gran coalición, la existencia de una idea compartida acerca del tipo de país que queríamos construir. Era una visión común, una narrativa nacional compartida.
Sin embargo, a partir de los años sesenta y setenta, esa visión deja de resultar convincente para muchos estadounidenses. Buena parte de los programas económicos o sociales que se llevaron a cabo no produjeron las mejoras que los ciudadanos esperaban, la economía no iba bien y la gente esperaba ansiosa un cambio. Fue entonces cuando Ronald Reagan apareció en escena y se posicionó a la derecha, muy a la derecha, ofreciendo una visión nueva y esperanzadora, muy distinta de la preexistente. En esa imagen aparecía un país de individuos que forman familias, que se agrupan en pequeñas comunidades y en iglesias y que serían perfectamente capaces de apañarse por su cuenta si alguien quitara de sus espaldas el peso del gobierno federal. Con Reagan éramos individuos, éramos padres e hijos, éramos miembros de una iglesia o hacíamos voluntariado en una pequeña ciudad, pero ya no éramos ciudadanos de Estados Unidos que sienten que deben algo a los demás.
Lo que triunfó fue una visión apolítica de los Estados Unidos que prosperó por muchas razones, todas ellas comprensibles. Lo que se vivió aquellos años no fue solo un auge de la derecha, sino una transformación de Estados Unidos –como la que sucedió en Europa– en una sociedad más individualista y más próspera. Las personas se preocupaban más de sí mismas, tenían menos hijos y una mayor esperanza de vida, mantenían menos lazos con sus prójimos, iban menos a misa… Ese giro sociológico individualista era lo que el reaganismo reflejaba, con un discurso capaz de dirigirse a lo que el escritor Tom Wolf llamó «the Me generation».
Reagan fue capaz de engranar su discurso con un cambio profundo que estaba ocurriendo en el país. Incluso si no se comulga con sus medidas políticas, su capacidad de conectara hay que reconocérsela. Frente a esa visión apolítica que Reagan propugnaba, cabría haber esperado que la izquierda –sobre todo el partido demócrata— reaccionara contraponiendo una nueva y esperanzadora visión política del país. Pero no, la izquierda estadounidense no hizo nada de eso. A lo largo de los 35 años que van desde Reagan hasta la elección de Trump, la izquierda se ha perdido a sí misma en disputas y movimientos, a veces muy minoritarios, y en políticas identitarias.
LA IZQUIERDA Y LAS POLÍTICAS DE IDENTIDAD
Centrémonos un momento en este término, porque existen dos tipos de políticas identitarias: en primer lugar, están las íntimamente relacionadas con las demandas de las minorías sociales o políticas como pueden ser los derechos de la mujer, de los afroamericanos o de gays y lesbianas, que representan un propósito colectivo y pueden entenderse como movimientos vinculados al bien común nacional. Pero existe otro tipo de políticas identitarias que se ha desarrollado en Estados Unidos estos últimos años y que no tiene nada que ver con la inclusión en la ciudadanía, en ese algo que compartimos en tanto que ciudadanos, sino que orbita en torno al «yo» y su definición. Una cosa es identificarse con una causa externa y otra es, como hacen muchos jóvenes de izquierdas hoy, proclamar que tienen una identidad como si fuera un pequeño tesoro que habita en su interior y los define, y que los lleva a entender la política y el compromiso político como formas de expresión de esa identidad personal.
La política democrática ha de ser por fuerza persuasiva, porque cuando te enfrentas a unas elecciones tienes que convencer a gente muy distinta de ti de que te apoyen con su voto para poner en marcha un proyecto común. Esto es lo que falla en las políticas de identidad de los liberales estadounidenses: en lugar de ser persuasivos e intentar convencer buscan la autoexpresión. Hay mucho narcisismo en este modelo de sociedad individualista y este narcisismo, que va en aumento, está infectando a los políticos de la izquierda liberal estadounidense. Por si eso fuera poco, es muy difícil, si no imposible, que se unan o incluso que reflexionen sobre lo que piensan de la nación como un todo o sobre el tipo de futuro que quieren construir. Siempre que se habla de un nosotros en las universidades norteamericanas se entrecomilla, como un concepto controvertido. ¿Quiénes somos «nosotros»? ¿Quién define quien forma parte de ese «nosotros»? Esta preocupación por uno mismo ha despolitizado ya a dos generaciones de la izquierda estadounidense. Despolitizadas en el sentido de no estar dispuestas a salir ahí fuera a trabajar en instituciones democráticas y a buscar activamente la forma de alcanzar el poder para tener la capacidad de defender o proteger a las minorías. Así, cuanto más se entretiene la izquierda con estas políticas de identidad, menos capaz es de defender y proteger los intereses de esos grupos por los que se preocupa, porque no son capaces de persuadir a la mayoría de la población para que se les unan en una causa común. Por ejemplo, las mujeres estadounidenses tienen el derecho constitucional de abortar. Sin embargo, en algunos estados se han aprobado leyes que hacen virtualmente imposible el aborto al poner trabas a la apertura de clínicas para tal efecto. En Iowa se ha aprobado recientemente una ley que prohíbe el aborto desde el momento en que se pueda escuchar el latir del corazón del feto, y la única manera de cambiar esa ley es ganar las elecciones en Iowa, pero para hacerlo hay que persuadir a la mayoría blanca, conservadora y religiosa que vive allí. Y la izquierda no está preparada para eso.
Los demócratas estadounidenses controlan ambas costas del país, pero en el extenso territorio que hay entre ellas, en esa enorme parte del país que sobrevuelan para conectar sus zonas de influencia, allí no tienen presencia. No saben nada de la vida de sus habitantes, son incapaces de hablar con ellos, de conectar con ellos, incluso menosprecian sus ideas políticas y religiosas. Hay una gran brecha política que impide que la izquierda acceda al poder y se aferre a él para poder realizar los cambios que propugna.
REVOLUCIÓN POLÍTICA Y REVOLUCIÓN CULTURAL
Otra manera de entender la situación política es que en Estados Unidos coexiste una doble revolución: una es política, y la lidera el populismo de derechas; la otra es de carácter más cultural y tiene que ver con la aceptación, el reconocimiento, la tolerancia de las diferencias sociales. Son temas que tienen mucha importancia, pero no tienen nada que ver con acceder al poder político para ayudar a la gente. La energía de la izquierda estadounidense se ha centrado en esta segunda revolución, en estos movimientos que buscan una reforma a nivel cultural, y se ha apartado del duro trabajo de persuadir, día a día, a la clase trabajadora para que se les una en ese proceso político. Difícilmente podríamos exagerar la brecha cultural que existe en Estados Unidos. El nivel de desdén y menosprecio mutuo entre quienes viven en estados claramente demócratas y los que viven en zona republicana es inmenso. Y no se debe a divergencias políticas, en el sentido más tradicional de la palabra, no tiene nada que ver con política fiscal o social, sino que es algo identitario, casi tribal.
Así que de un lado tenemos una revolución política liderada por personas que en otro tiempo formaron parte de la gran coalición demócrata, y por otro una revolución cultural liderada desde Nueva York, Washington y Hollywood que tiene lugar en los medios y en las universidades. Se aprecia perfectamente mirando la televisión estadounidense, donde aparece un mundo de fantasía producido por Hollywood, en el que todo el mundo es tolerante, la comunidad gay se expresa con libertad y el vecino de al lado es transgénero. Es una bonita utopía y no hay nada malo en mostrarla, excepto porque tiene muy poco que ver con la forma de vivir de la mayoría de los estadounidenses. Uno de cada cinco ciudadanos norteamericanos se identifica a sí mismo como evangélico, uno de cada cuatro vive en el sur del país, ¿y saben cuándo fue la última vez que se emitió un programa o una película sobre una familia evangélica sureña? Nunca. Jamás se ha emitido tal programa. Entre un quinto y un cuarto de la población está completamente fuera del imaginario nacional. Los fieles evangélicos conforman el 20% del total de la población, la población transgénero supone un tercio del 1% del total. En ese porcentaje es donde se ha focalizado la energía de la izquierda liberal y lo perverso de todo esto es que, si bien no hay nada de malo en trabajar por los derechos de las personas transgénero, centrarse de forma exclusiva en temas de identidad de género hace que sea cada vez más difícil alcanzar el poder, y ostentar el poder es la única forma real de legislar a favor de las personas transgénero.
Lo que siempre intento decir a los activistas involucrados en estos movimientos es que les interesa salir y conocer a sus vecinos, conocer al país. Hay una enorme brecha cultural y de clase dividiendo el país. La inmensa mayoría de mis estudiantes en Columbia no se ha criado cerca de ninguna persona que tuviera que preocuparse por llegar a fin de mes, no conocen a ningún fiel evangélico, nunca han ido a misa y tienen una visión profundamente caricaturizada de cómo son las personas del centro del país, lo que refuerza su pereza narcisista al dar por perdidas a esas personas. Lo que no saben es que, si esas personas están perdidas, entonces ellos también lo están porque nunca serán suficientes para ganar la presidencia de Estados Unidos sin su apoyo. Hay toda una generación que cree que expresar públicamente su postura es ya un acto político cuando, en realidad, un acto político es conocer a las personas, tocando puerta por puerta. Si realmente te preocupan las minorías, estás obligado a conocer también las preocupaciones de las personas que no forman parte de esas minorías. De alguna manera, tenemos que crear políticas que permitan a la gente entablar relación cruzando esa brecha, de forma que dejen de prestar atención a sus diferencias –que son culturales aunque parezcan políticas— y se centren en lo que compartimos como ciudadanos y lo que podemos hacer juntos para llevar a cabo un proyecto común.
UNA NUEVA VISIÓN NACIONAL
Todo esto nos deja ante la urgente necesidad de forjar una nueva visión nacional, pero ¿cómo? Somos mucho más individualistas que antes, ya no compartimos una noche de bolos en equipo, ahora jugamos solos1. Casi todos nuestros lazos han desaparecido. Ya sólo compartimos la ciudadanía, la ventaja de ser ciudadano estadounidense. Es necesario que la izquierda estadounidense articule una nueva visión del proyecto nacional, que exprese lo que significa ser ciudadano de Estados Unidos, las obligaciones que, por ello, se tienen con los demás y lo que podemos construir juntos. Esto es lo que defiendo en el último capítulo del libro, que es seguramente el que despertó más críticas. En efecto, impulsar la visión de una ciudadanía compartida, defender que somos todos orgullosos ciudadanos de una misma nación y que solo juntos podemos salir de esta, es hoy una idea tóxica para los demócratas. Así de alejada está hoy la izquierda estadounidense del ideal progresista que aún existía en los años setenta.
Espero que todo esto ayude a entender cómo hemos llegado a tener en el gobierno a un demagogo radical como Donald Trump, y a la extrema derecha y la Alt-right que ha traído consigo. No sabemos hacia dónde nos dirigimos y Trump no propone ninguna visión, es solo un médium por el que se canalizan todas esas pasiones generadas por el descontento. Los ciudadanos siguen esperando un nuevo mensaje que les explique cómo se hará funcionar la economía y cómo se conseguirá mejorar la vida de nuestros hijos, porque ahí es donde falló la visión que les ofreció Ronald Reagan. Tengo la sensación de que, en algún momento en los próximos diez años, nuestro destino será determinado por la formación política que consiga desarrollar esa visión nacional para el país, dejando a un lado el individualismo en el que vivimos, buscando la unidad, transformando su fuerza política en un gobierno largo y con poder real. Hasta encones, estaremos abocados a este tribalismo que nos está devorando, un conglomerado de gente viviendo en mundos diferentes.
LA DEFENSA DE LA CLASE OBRERA
Obviamente la modernización de la economía está haciendo mucho daño y seguirá dañando al país. Nadie sabe a ciencia cierta cuáles son las soluciones para manejar este nuevo modelo económico que puede llamarse neoliberalismo, globalización, o como se quiera, pero lo que sí está claro es que nuestra prioridad debe ser atender las necesidades de la clase trabajadora, pase lo que pase. Es posible que no logremos conservar su puesto de trabajo porque no consigamos impedir que una empresa se traslade fuera del país, pero tenemos que comprometernos con nuestros trabajadores sea como sea. El partido republicano no había pronunciado jamás una palabra a favor de la clase trabajadora desde Reagan, porque asumen que mientras la economía crezca el trabajador obtendrá beneficios, cuando la realidad es que esto no ha sido así. Trump fue quien rompió el tabú y defendió, en el debate presidencial, la necesidad de proteger a nuestros trabajadores, mientras el resto de republicanos bajaban la mirada, nerviosos. Esto aumentó muchísimo la popularidad de Trump y favoreció en gran medida su victoria. Me pregunto cómo es posible que no fuera un demócrata quien rompiera esa lanza antes. Bueno, lo hizo Bernie Sanders, que habló de la necesidad de proteger a la clase trabajadora, pero Sanders no podía ganar: aunque en eso acertó, estaba demasiado anclado al pasado en muchos aspectos.
Sea como sea, el partido demócrata no ha querido centrarse en la clase trabajadora de raza blanca y en sus importantes problemas económicos y eso les ha pasado factura. Crecí en un barrio obrero justo a las afueras de Detroit. En los sesenta era un feudo de los demócratas: el 70% de su población voto por John F. Kennedy y un 80 % lo hizo por Lyndon B. Johnson. Para 1972, la mayoría votó a Nixon y en 1980 la inmensa mayoría apoyó a Reagan. Viví ese cambio en primera persona, mucha gente de mi comunidad murió en Vietnam, yo mismo estuve sirviendo como monaguillo en funerales. Vi familias rotas, el crecimiento del racismo, miedo en el trayecto en autobús a la escuela, las revueltas en Detroit. Observé cómo el izquierdismo natural de esas personas se disolvía. Fue una historia complicada en la que Vietnam tuvo un papel determinante, se sintieron traicionados, recelaron profundamente de los estudiantes y de todo aquel que no sirvió en la guerra, en general recelaron de todo aquel que, bajo su punto de vista, causara problemas e intentara cambiar su cultura, su forma de pensar y su sentimiento religioso. Los perdimos y lo cierto es que no encuentro un deseo real entre los demócratas de recuperarlos, ese es nuestro gran problema en la izquierda estadounidense.
EUROPA
He pasado algo de tiempo en Europa este verano y una cosa que me ha impactado es que también aquí, en muchos países, hay una crisis de identidad nacional. Tras la II Guerra Mundial, por razones comprensibles, la opinión predominante receló del estado nación: proliferó la sospecha ante todo lo que oliera a identidad nacional o a patriotismo por ser potencialmente fascista. Pero hemos olvidado que la historia de la democracia moderna está íntimamente ligada a los estados nacionales. El estado nación está entre el imperio y la aldea, ni muy grande ni demasiado pequeño, de modo que, a través de las instituciones políticas, la constitución y las burocracias, es posible legitimar la democracia usando a los partidos políticos y las elecciones, de forma que el pueblo sienta que aquello que vota será llevado a cabo. Actualmente en los países europeos la gente no tiene la sensación de controlar su destino político: por un lado, no existe la intención de crear una Europa donde el sentimiento de ciudadanía una a la gente, por otro, hay dificultades para controlar las migraciones, lo que genera mucha ansiedad entre quienes se encuentran en una situación económica frágil. Creo que ahora es el momento para que los partidos de izquierda se apropien de la idea nacional de la derecha y la usen para fomentar programas de solidaridad, remarcando a su vez la idea de orgullo nacional. Esto significará hablar a veces contra Europa y otras tomar una postura fuerte en torno al tema de la inmigración ilegal, y eso es algo que la izquierda encuentra difícil hacer.
En cuanto al independentismo catalán, me gustaría conocer más a fondo el tema, pero, por lo que sé, no creo que se deba a un sentimiento separatista por el simple hecho de ser diferentes, sino que puede entenderse como una lección que conviene aprender y que apunta a que en esta era de globalización, de Europa y movimientos migratorios, la gente necesita sentir que controla su destino. Es lo que ha pasado en Grecia, o con la conexión entre Syriza y Podemos: es el deseo compartido de determinar el propio destino. De eso trata la democracia. Pero hay que inspirar a las personas para que se sientan unidas a algo, ser capaz de servir a ese propósito y que el pueblo no solo sienta el deber de comprometerse sino también su derecho a ser escuchado.
EDUCACIÓN POLÍTICA
A largo plazo, lo más importante es educar a nuestros jóvenes en los principios de la democracia y la ciudadanía, en un tiempo en el que la gente está cada vez menos involucrada con la política real. Es muy importante educar a aquellos que formarán parte de nuestro engranaje político para que entiendan cómo debe funcionar el sistema, cómo todo depende de que exista un sentimiento de ciudadanía que implique la idea de compartir un destino común, de obligación recíproca. Me preocupa mucho recomponer la diversidad en las universidades. Hay una gran controversia sobre la libertad de expresión en las universidades, donde los oradores de centro o los conservadores no son bienvenidos. Pero no se trata tanto de defender la libertad de expresión, que también, sino de volver a la diversidad, de que se pueda escuchar a personas con distintos puntos de vista. Muchos estudiantes simplemente no quieren conferencias de cierto tipo de personas en su campus. Hay una gran intolerancia en esa izquierda. Esta es una de las razones por las que abogo por la creación de instituciones educativas fuera de las universidades.
De hecho, lo mejor que le pudo pasar al conservadurismo norteamericano es que los conservadores fueran apartados de las universidades. Es muy difícil para un conservador dar clase en la universidad. Y por eso el movimiento conservador ha creado sus propias instituciones educativas al margen de las universidades. Tienen revistas, periódicos, escuelas de verano donde gente joven asiste a clases de filosofía política y de política nacional e internacional. Existe más de una docena de estos programas de estudios. Quienes asisten se hospedan en Washington, conocen a sus políticos y pasan a formar parte de una red. Más tarde trabajarán en Washington, formarán parte del mundo republicano. El problema con la educación de los jóvenes demócratas es que los demócratas han delegado la enseñanza de su filosofía política en la universidad, y la universidad estadounidense está obsesionada con la identidad: es como un teatro para las pasiones y está totalmente fuera de la realidad social del país. Los jóvenes demócratas reciben allí su educación política, pero resulta que lo que aprenden no es política en este sentido que yo estoy defendiendo, sino que se trata de «pseudo-política», una pseudo-política de la identidad. Para contrarrestar esta situación necesitamos desarrollar instituciones paralelas que ayuden a educar a los jóvenes demócratas, a quienes serán nuestros líderes políticos en el futuro, para volver a reconciliarlos con los clásicos del pensamiento político y el constitucionalismo estadounidense y contribuir a dotarlos de un vocabulario con el que puedan llegar a toda la gente del país.
«EL REGRESO LIBERAL: MÁS ALLÁ DE LA POLÍTICA DE LA IDENTIDAD»
10.05.18
PARTICIPANTES DANIEL GASCÓN • MARK LILLA
ORGANIZA EDITORIAL DEBATE • ASPEN INSTITUTE
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