La cuestión no es aquí [en Moscú] qué realidad es mejor, qué voluntad está en mejor camino, sino: ¿qué realidad es convergencia interior con la verdad?, ¿qué verdad se prepara interiormente para converger con lo real? Sólo aquel que dé aquí una respuesta clara es ‘objetivo’. Pero no frente a sus contemporáneos […], sino ya frente a los acontecimientos […]. Sólo el que en el seno de la decisión hace una paz dialéctica con el mundo puede captar lo concreto. Pero el que quiera decidirse a partir de ‘la base de los hechos’ verá cómo los hechos le van dando la espalda.
El carácter destructivo no percibe nada duradero. Justamente por esto va encontrando caminos por doquier. Allí donde otros chocan con enormes murallas o montañas, él descubre un camino. […] No puede saber un sólo instante qué le podrá traer el que le sigue. Él convierte en ruinas lo existente, pero no lo hace a causa de las propias ruinas, sino sólo a causa del camino que se extiende por ellas.
En el intento de entender la ‘calle’, sin duda es necesario perfilarla a partir del ‘camino’, que es más antiguo, siendo ambos del todo diferentes en su naturaleza mitológica. Camino lleva en sí incluido el miedo a seguir el rumbo equivocado. Sobre los guías de los pueblos nómadas debió manifestarse ese reflejo. Entre los giros inesperados del camino y en cada una de sus encrucijadas aún siente el caminante solitario la influencia de los viejos signos sobre la errancia de las hordas nómadas. Mas quien hoy avanza por la calle no espía en apariencia ningún signo ni ninguna mano indicadora. El hombre ya no cae en el error por arrastrar un rumbo equivocado, sino que se somete por entero al monótono embrujo que le infunde una banda de asfalto interminable. La síntesis producto de ambos miedos –el monótono rumbo equivocado– se representa en el laberinto.