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Juegos lógicos, juegos locos

Entrevista con Tomás Marco

Víctor Lenore

La labor de Tomás Marco (Madrid, 1942) sólo puede describirse como titánica. Su producción musical incluye sinfonías, óperas, ballet, música coral, vocal, de cámara y un largo etcétera de piezas diversas. Recibió el Premio Nacional de Música en 1969 y 2002. También ha desarrollado una imponente carrera como gestor, donde destaca su paso por la Orquesta y Coros Nacionales, los servicios musicales de Radio Nacional de España y el Instituto Nacional de Artes Escénicas y Musicales (INAEM). Entre 1985 y 1995 fue Director del Centro para la Difusión de la Música Contemporánea, donde creó el laboratorio de electroacústica. También impresiona su lista de ensayos, que incluye títulos de referencia como Historia de la música española (1983), Pensamiento musical y siglo XX (2002) o la monumental Historia cultural de la música (2008).

Estudiante precoz de intereses omnívoros, Tomás Marco ha desplegado un ritmo de trabajo febril durante medio siglo, desde que firmó con su padre un pacto típico de la burguesía de la época: si aprobaba la carrera de Derecho podría dedicarse a la música. Cumplido su compromiso y completada además su formación con cursos de psicología, sociología y artes escénicas, fue aceptado como alumno de los mejores profesores de su época, como Pierre Boulez, György Ligeti, Karlheinz Stockhausen, Bruno Maderna o Theodor W. Adorno. «Sólo uno de ellos me dio un no por respuesta: el compositor estadounidense Earle Brown, alegando que yo podía aprender, si quería, pero que él no se veía capaz de dar lecciones. Probablemente lo que enseñan los grandes maestros no es mucho, aunque de todos se aprende algo», explica.

Siempre ha buscado un camino personal. «Cuando alguien dice que me voy por los Cerros de Úbeda me suena a cumplido, porque no es el camino por donde suelen ir otros». Nunca ha tenido reparo en dialogar con los grandes tótems culturales, como demuestran sus óperas basadas en Homero, Cervantes o Calderón. «Son obras que imponen respeto y obligan a abordarlas con seriedad, pero no te puede intimidar su importancia histórica. Cuando compuse El viaje circular (1999), el mayor reto era sintetizar la Odisea en cincuenta y cinco minutos, y con El caballero de la triste figura (2005) tenía que resumir el Quijote en hora y media. Para mí el principal problema radica en crear un libreto coherente cuando hay tanto material que condensar, aunque si Joyce, por ejemplo, se hubiera arrugado por estas cosas ahora no tendríamos el Ulises, que por cierto es una obra completamente distinta de su modelo. Me parece muy interesante la recreación, partiendo de esquemas ajenos», afirma.

¿Qué papel diría que han tenido las vanguardias en su obra?

Obviamente la vanguardia clásica ejerció su influencia, aunque por edad constituyó más bien para mí una materia de estudio. No digo que fuera como aprender de Bach o Beethoven, pero era algo que pertenecía a mis mayores, aunque me obligó a reflexionar sobre la innovación en la música y sobre la necesidad de buscar mi propio camino. Por otra parte, no podía apuntarme a lo que acababa de hacer todo el mundo, porque ya me tocaba hacer otra cosa.

A mediados de los sesenta entra a formar parte del colectivo Zaj, del que recuerda que «nunca tuvimos una actuación tranquila». ¿Qué momentos destacaría en esa etapa?

Sobre todo, se trataba de provocar. El colectivo tenía que ver con Fluxus, aunque era más específico y musical. En mi opinión, Zaj fue importante para agitar una España cultural que permanecía átona; es cierto que había movimiento en el ámbito pictórico, por ejemplo, pero nada de eso llegaba al gran público. En cambio, Zaj sí lo consiguió, sobre todo con las actuaciones que acababan a palos y que al día siguiente salían en los periódicos. Recuerdo el célebre concierto del Teatro Beatriz, que además conseguimos que nos patrocinara el Ministerio de Información y Turismo para tres funciones, aunque al final sólo pudimos hacer una, porque después lo prohibieron. De hecho, no pudimos ni siquiera terminar esa primera noche, porque los espectadores invadieron el escenario y casi nos querían matar. En realidad conseguimos lo que buscábamos, que era cierto eco para las propuestas que nos interesaban. Ahora eso sería imposible.

¿Por qué?

La gente va a lo que va. Si no les gusta lo que ven, se marchan y punto. En cierta medida, se trata de una evolución que indica que están acostumbrados a más cosas. También denota que ya no se reacciona; de mejor o peor talante, en general el espectador acepta lo que se le ofrece. Zaj fue importante porque hacía reaccionar. Antes se tomaba partido, en cambio ahora hay un amplio sector de público que está de vuelta de todo sin haber ido en realidad a ningún lado. A mí me parece estupendo estar de vuelta, pero sólo cuando se ha ido a todos los sitios.

En el reciente libro La mosca tras de la oreja (2010), de Montserrat Palacios y Llorenç Barber, se dice que usted abandonó pronto la vanguardia «para dedicarse a una adecuada puesta al día del exotismo español». ¿Hasta qué punto se reconoce en esa descripción?

No creo que yo tenga que ver con ningún exotismo español. Siempre me ha interesado reflexionar sobre la cultura española, musical y general, a la que he dedicado algunas obras, pero no es mi único campo de investigación. Tampoco me gusta hablar de vanguardia en bloque, ya que, en realidad, la definición de ese término es muy lábil; hay gente que cree que la vanguardia es sólo una cosa, pero en realidad está por todas partes. Por ejemplo: cuando aparece el minimalismo, la vanguardia clásica serial no lo acepta dentro de esa etiqueta. A su manera, Philip Glass era vanguardista, aunque hoy lo veamos como algo totalmente comercial, que también lo era. Asimismo, podría considerarse vanguardia la música sobre música, la refracción de sonidos antiguos de una manera moderna. Mejor no estrechar el concepto de vanguardia, que simplemente significa investigar, ir por delante y desbrozar terrenos nuevos. Resumiendo: acepto la frase parcialmente, pero me suena restrictiva.

Dijo en 2005 que «las obras que compuse hace veinticinco o treinta años resulta que ahora están bien y a la moda». ¿Lo dijo pensando en alguna pieza específica?

No creo haber hecho nunca nada que estuviera a la moda, y no porque quiera ir contra ella, sino porque simplemente ha ocurrido así. Me guío por lo que me gusta. Gran parte de mis composiciones antiguas siguen estando vivitas y coleando, y eso es algo que no me parece que puedan decir muchos de mis contemporáneos, por lo que tal vez es buena idea no prestar atención a la moda. Al realizar dicha afirmación, seguramente pensaba en el momento en el que di un giro y comencé a investigar las percepciones del tiempo en Aura (1968) o Rosa-Rosae (1968). No puedo decir que fueran mal recibidas, porque con Aura gané dos premios internacionales, pero lo cierto es que ese tipo de música no se correspondía con lo estrictamente serial que se hacía en aquellos momentos. Al contrario, había muchas consonancias y una búsqueda de la belleza interna del sonido, que en ese momento estaba fuera de onda. Aunque gozaron de buena aceptación, algunos me reprocharon estas decisiones.

Aura está influida por Walter Benjamin, un pensador cada vez más reivindicado. ¿Qué le interesa de él?

Me atrajo desde muy joven. Quise estudiar con Adorno precisamente por la cercanía que tuvo con él. Lo que destaco de Benjamin es su clara aproximación a una nueva posición del objeto artístico con respecto a quien lo hace y sobre todo a quien lo recibe. Aura en concreto se inspira en el ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Otro ejemplo es mi trabajo sobre Mahler, Angelus Novus (Mahleriana) (1971), basado en un escrito de Benjamin, que a su vez se inspira en el famoso cuadro de Paul Klee. Más tarde acabé apreciando su obra de otra manera, a través del espíritu estricto de Adorno, pues ya sabemos que Benjamin era un poco disperso en lo que escribía.

Otro de los ejes de su producción es la relación entre pensamiento lógico y pensamiento mágico. Su biógrafa, Marta Cureses, destaca la afinidad con Lewis Carroll.

También me ha gustado siempre. Una de mis primeras obras de teatro se llamaba Jabberwocky, como el poema de Alicia a través del espejo, y otro de mis trabajos se titula, también bajo su influencia, Through the looking Brahms, en homenaje a Through the looking glass. Carroll era un buen matemático, disfrutaba de los juegos lógicos, pero también de los juegos locos. Me parece una buena imagen de lo que se puede hacer con el arte, especialmente con la música, que tiene una base matemática muy cierta, pero también una parte intuitiva. Lo importante es contrapesar ambas, no me gustan las obras que se inclinan demasiado hacia uno u otro lado, prefiero el equilibrio. Johann Sebastian Bach, por ejemplo, siempre es citado como el paradigma de artista científico y cerebral, pero a la vez despliega una emotividad tremenda gracias a esos juegos técnicos.

También ha tratado asuntos trágicos. Su cuarto cuarteto, Los desastres de la guerra (1996), se inspira en la guerra de Bosnia. ¿Cuál es el proceso para plasmar musicalmente algo de esa envergadura?

La Fundación Santander me propuso la obra, pidiendo que tratara sobre la guerra de Bosnia. Yo les dije que sí, a condición de que pudiera tomarla como ejemplo de todas las guerras. La guerra de Bosnia en esa época estaba de moda, ahora la gente casi se ha olvidado de ella y dentro de diez años nadie sabrá lo que es. Mi inspiración fue la serie Los desastres de la guerra de Goya, un pintor al que he vuelto en varias ocasiones. Por cierto, mi quinto cuarteto se titula Memorial del olvido (2009) porque trata sobre esas conmemoraciones que te piden que hagas y que luego se olvidan.

En alguna ocasión ha declarado que tiene confianza en que el arte pueda mejorar el mundo por su capacidad de afinar la sensibilidad de los receptores. Apuesto a que habrá encontrado mucha gente dispuesta a rebatir esa tesis.

Uno de los efectos del arte consiste en hacer más capaz a la gente y es también una forma de educar nuestros sentidos; sólo por eso ya merece la pena. Creo que una correcta comprensión del arte puede mejorar al individuo y la sociedad. Inmediatamente te dirán que a los nazis les gustaba mucho Wagner, pero no estamos seguros de si les gustaba de verdad o si simplemente les excitaba el ruidito que hace Wagner. Sir Thomas Beechman, gran director de orquesta, decía que a los ingleses no les gustaba la música, pero les encantaba el ruidito que hace. Es la diferencia entre el efecto placentero del arte o el arte en sí. Cuando se llega a lo segundo creo que puede mejorarnos.

Hay profesores de historia que afirman que la segunda mitad del siglo XX fue la del crecimiento exponencial de museos y auditorios en Occidente, pero que eso no impidió que aumentara el número de conflictos armados.

Al menos hemos frenado los conflictos en Occidente, que se han mantenido hasta hace cuatro días, no podemos olvidarnos de esto. Yo creo que la proliferación de museos y auditorios ha sido útil, incluso en otras culturas. En la actualidad, por ejemplo, con las revueltas de Egipto, se ha visto gente que ha acudido a defender sus museos, pero hace medio siglo era inimaginable que un egipcio tuviera ese tipo de comportamiento, lo que denota que empiezan a pensar que se trata de algo suyo que merece la pena defender. Y gracias a esas actitudes, caemos en la cuenta de que quizá no sea necesario arrebatarles su patrimonio cultural y llevarlo al Museo Británico, que es algo que a mí siempre me ha parecido una barbaridad, pero que en algún momento he llegado a comprender, porque gracias a eso hemos logrado conservar ciertas cosas.

Como artista y como gestor, usted ha tratado con frecuencia a las élites culturales y políticas en España. Según las entrevistas, su opinión es que «nunca han estado a la altura».

Siguen sin estarlo y esta lacra la arrastramos desde la Guerra de Independencia. En el XVIII hubo una clase dirigente pequeña, pero con cierto nivel, y estuvieron mejor aún en el Siglo de Oro. La élite que se instaura a partir de Fernando VII está compuesta de nuevos ricos que habían hecho dinero con la Desamortización y que no tienen especial interés por la cultura, actitud que ha ido perviviendo en los diferentes segmentos dominantes hasta la actualidad. Obviamente hay excepciones, pero no muchas. La clase política surge de ese estrato social y se comporta en consonancia, por desgracia para todos.

¿Cómo se supera esa carencia?

De vez en cuando se dan momentos políticos de efervescencia coyuntural que proponen un cambio, pero no suelen durar. Pienso, por ejemplo, en el final del franquismo y en la Transición. Espero que pronto aparezcan nuevos estímulos, como los problemas derivados de la actual interculturalidad, pero en todo caso se han producido mejoras. Respecto a la música, cuando yo era joven o tocabas en la Orquesta Nacional o prácticamente no había nada decente. Ahora en España hay más de veinte orquestas de primera categoría, capaces de tocar bien música de compositores muy diversos. Antes podía encontrarse un cierto público especializado, aunque minoritario, en Madrid y Barcelona, mientras que ahora esa recepción se da en toda la geografía española. Todo ha mejorado, desde la educación hasta el público, pero no hay que olvidar que partimos de un punto muy bajo y todavía nos queda mucho camino por recorrer.

Usted siempre ha denunciado en sus ensayos la falsa separación entre arte y ciencia, recordando que en la Grecia Clásica y en la Edad Media no se encontraban tan alejadas. ¿Cuándo comienza la segregación vigente hoy en día?

En realidad no se han separado nunca. Todo compositor ha tenido que manejar elementos científicos, lo supiera o no, puesto que el lenguaje musical y la armonía tradicional es una jerga basada en un hecho físico, matemático, incontrovertible, aunque traducido a términos musicales. El intento de separación empieza cuando las ciencias se hacen positivas en el siglo XVIII, digamos con Newton y también con el Romanticismo, que considera el arte como una especie de mensaje sublime. A nadie se le ocurría plantear algo así en el Renacimiento; Miguel Ángel no pensaba que tuviera un don de Dios, más bien se consideraba un gran profesional, y por lo que respecta a Leonardo y a los músicos de entonces tampoco se creían divinos. Recuerdo que cuando yo era jovencito había una academia medio artística aquí en Madrid cuyo lema era justo el contrario al de la academia de Platón; en lugar de «no entre aquí quien no sepa geometría», escribían «no entre aquí quien sepa geometría». Eso me parece muy nocivo. No es imprescindible saber matemáticas para poder disfrutar de la literatura, pero en ningún caso puede ser una rémora.

También ha expuesto la teoría de que quizá la música tiene un componente sensorial y placentero que impide a algunos colocarla en un recinto tan serio como las ciencias.

Aparte del componente sensorial, la música tienen unos efectos físicos inmediatos, son clásicos los ejemplos de las vacas que dan más leche o la estimulación de los bebés, pero el efecto placentero no puede anular los demás. Componer requiere una gran elaboración mental. Como decía Leonardo, «todo el arte es mental», más allá de su concreción sensorial.

Otro titular demoledor: «No hay peor público que el que cree que le gusta la música porque escucha a Beethoven y Mozart».

Es un problema de prejuicios. La gente tan pegada al repertorio va a ver una obra nueva y no suele gustarle porque no se ajusta a sus expectativas. Son incapaces de juzgar por sí mismos –algo que, en cambio, un público no ilustrado sí es capaz hacer– porque llevan esquemas previos en la cabeza. Recuerdo cuando Maurice Bejart vino por primera vez a España: todavía no era una gran figura, sino alguien rompedor bailando sobre música concreta, que en aquella época era el último grito. Actuó en el Liceo y también en la Zarzuela, donde asistí, y fue un escandalazo. Bejart siguió su gira por España y cuando, a su vuelta, le pregunté cómo le había ido, me dijo que había tenido un gran éxito en Almadén y me dejó completamente descolocado. Luego me di cuenta de que los mineros habían ido a verle sin saber lo que era El lago de los cisnes y por eso no se habían planteado qué era lo que esperaban. El público educado arrastra más prejuicios.

A pesar de los esfuerzos de difusión de la música contemporánea, sigue siendo una especie de gueto minoritario. ¿Por qué esa desconexión con el público?

Eso es verdad y mentira al mismo tiempo y podría aplicarse ese mismo enunciado a otros muchos ámbitos, por ejemplo, a la música culta. La única diferencia es que a la música contemporánea atienden trescientas personas y a la música culta 10.000, pero no son cifras tan distantes en un país de cuarenta millones y pico de personas. Lo que es un gueto en este país es la cultura y, dentro de eso, la música aún más, porque se le otorga un papel mínimo entre las manifestaciones culturales. En España se expulsó a la música de las universidades durante el siglo XVIII, antes de que llegaran las élites de Fernando VII a las que antes criticaba. Fue muy raro, porque había estado dentro de la enseñanza universitaria desde siempre y se impartía con normalidad; en el siglo XVI, por ejemplo, era famosa la Cátedra Salinas de la Universidad de Salamanca, por la que pasaron todos los grandes compositores de la época, como Ramos Pareja.

¿Cómo está la educación musical en España?

Mejor, pero sigue siendo deficiente, aunque cuando digo esto suelo ser mal entendido. Yo no pido solfeo en los colegios, en todo caso lo que deberían hacer los niños es cantar en un coro. La época en la que se les daba una flautita no sirvió para nada, excepto para aburrir a Dios y a su madre. Lo que de verdad hay que enseñar es a apreciar la música, igual que ocurre con la pintura y la literatura. A mí en el bachillerato me hablaban de Velázquez, pero nadie mencionó nunca a Beethoven. Habría que impartir en las escuelas Historia de la Música y llevarles alguna vez a un concierto, del mismo modo que se les organiza una visita al Prado.

Otra impresión que se tiene desde fuera es que los compositores de música contemporánea se llevan muy mal entre sí.

Es verdad. En España sucede algo curioso: las diferencias estéticas se convierten fácilmente en diferencias personales, aunque, en principio, no hay razones para que eso sea así. Antes existían muchas tensiones, pero creo que se han ido relajando; ahora tenemos tendencias distintas que coexisten, lo cual ya es un avance en un país tan intolerante como siempre ha sido éste. Va por épocas, y ocurre en todos los campos, incluyendo la pintura y la poesía. Si me pides el motivo profundo, te diría que somos un país pequeño, con pocas oportunidades culturales, donde todo el mundo quiere su parcela.

¿En qué está trabajando ahora?

En varias cosas. Entre ellas, algo poco habitual, una versión de violín y orquesta sobre el Zapateado de Sarasate, que no es una mera orquestación, ya que la duración original de esa pieza es de cuatro minutos, mientras que esta versión va a rebasar los veinte. También estoy preparando mi sexto cuarteto; quiero hacer algo que tiene que ver con mi octava sinfonía, que se llama La danza de Gaia y está basada en ritmos de danza de todo el mundo, mezclando elementos africanos, asiáticos y americanos. Del mismo modo, en el cuarteto me gustaría combinar modelos melódicos de distintos puntos del planeta. Este tipo de crossover es difícil, pero lo voy a intentar. La interculturalidad está a las puertas y hay que tomársela en serio. Hasta ahora, las fusiones que se han hecho no siempre funcionan, porque se puede juntar a un músico que toca el balafón de Mali con un flamenco, una tribu de mongoles y un saxofón de jazz, y seguro que de ahí sale algo, e incluso puede venderse, pero muy pocas veces está bien trabajado.

¿Puede poner algún ejemplo de fusión meritoria?

Antes de que se pusiera de moda, me parecieron atractivos los trabajos de Yehudi Menuhin con Ravi Shankar, que supusieron un punto de encuentro de la música de cuerda europea con la música de cuerda hindú. También me interesan algunas cosas de jazz que hizo Sun Ra. No estoy diciendo que el resto sea malo, hay otras propuestas de fusión que podemos incluso disfrutar, pero creo que, en general, son algo superficiales. También estoy preparando una obra sinfónica que tiene algo que ver con este asunto, aunque es distinto. Muy al principio de mi carrera compuse la obra Escorial (1972), y años después el concierto Palacios de Al-Hambra (1996) inspirado sobre todo en el conjunto de palacios nazaríes y el de Carlos V. Junto con la orquesta de Córdoba, preparo un trabajo sobre los elementos de la mezquita-catedral de la ciudad, que ha sido muy criticada, pero que a mí me parece esplendorosa. En vez de tirar la mezquita y hacer una catedral, han decidido mezclarlas, con lo cual el edificio es mucho menos monótono. Quiero componer algo con el mismo tratamiento que usé para El Escorial o la Alhambra.

Música

El Caballero de la Triste Figura, Ópera de cámara (2005)

Concierto de Al-Hambra, para dos pianos y orquesta (2002)

Laberinto Marino, para violoncelo y orquesta (2001)

América, cantata (2000)

Florestas y jardines, para clarinete, bajo y marimba (1997)

Primer espejo de Falla, para violín y piano (1995)

Tarots, 22 piezas para guitarra (1993)

Sinfonía Nº 6, «Imago mundi» (1992)

Ceremonia barroca, para conjunto instrumental (1991)

Sinfonía Nº 5, «Modelos de universo» (1989)

Sinfonía Nº 4, «Espacio quebrado» (1987)

Sinfonía Nº 2, «Espacio cerrado» (1985)

Sinfonía Nº 3, para pequeña orquesta (1985)

Concierto austral, para oboe y orquesta (1981)

Misa básica, para violín y dos coros (1978)

Sinfonía Nº 1, «Aralar» (1976)

Transfiguración, para 16 voces (1974)

Concierto para violín (1972)

Anábasis, para orquesta (1970)

Textos

Historia de la música occidental del siglo XX, Madrid, Alpuerto, 2003

Pensamiento musical y siglo XX, Madrid, Fundación Autor, 2002

Cristóbal Halffter, Madrid, Servicio de Publicaciones del MEC, 1972

Luis de Pablo, Madrid, Dirección General de Bellas Artes, 1971

La música de la España contemporánea, Madrid, Publicaciones Españolas, 1970

Música española de vanguardia, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1970

CONCIERTO CLAVES DE ACCESO IV


RETRATO DE TOMÁS MARCO
28.10.10

DIRECCIÓN FABIÁN PANISELLO
INTÉRPRETES PLURAL ENSEMBLE
PATROCINA INSTITUTO NACIONAL DE LAS ARTES ESCÉNICAS Y LA MÚSICA (INAEM) • MINISTERIO DE CULTURA • COMUNIDAD DE MADRID
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