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Las metamorfosis de Max

Entrevista con Francesc Capdevila

Chus Tejado

Francesc Capdevila, más conocido como Max, es una de las figuras más importantes del cómic español. Bajo la influencia de autores como Robert Crumb o Yves Chaland, sus trabajos destacan por una línea clara y la búsqueda permanente de innovaciones formales. Creador de personajes emblemáticos –como Gustavo, Peter Pank o Bardín– y de obras ya clásicas –como Mujeres fatales, La muerte húmeda o Bardín, el superrealista–, Max es uno de los pocos historietistas españoles de la década de los setenta que continúa en activo. Sus orígenes se remontan a los tiempos heroicos del cómic underground español. Formó parte del grupo El Rrollo (al que pertenecieron, entre otros, Nazario y Javier Mariscal) y del equipo artístico fundador de la legendaria revista El Víbora. En 1993, Max se adentró en el mundo de la edición con la revista NSLM, en la que publicaron algunos de los ilustradores más relevantes del panorama internacional. Ha desarrollado, además, una importante carrera en el ámbito de la ilustración y el diseño y ha recibido el Gran Premio del Saló del Còmic de Barcelona, el Premio Nacional de Ilustración Infantil y Juvenil y el Premio Nacional de Cómic.

De la boca de su último personaje nace un manifiesto que invita a «despertar del sueño de la Marvel», a hacer tebeos «aunque nadie los compre o los lea».

La motivación última para crear es siempre una necesidad interior. Si uno necesita hacer su obra la hará, exista o no una industria y un mercado para ella. Ese manifiesto dibujado lo publiqué por primera vez a finales de los noventa, en un momento muy difícil para el cómic de autor en nuestro país. Era una manera de animar a los colegas a no abandonar, a superar la frustración y persistir a la espera de tiempos mejores. Para mí la creación tiene sentido en cuanto aventura permanente, búsqueda y exploración. Todo lo demás desemboca en la rutina y el tedio. De ahí que mi trayectoria huya de lo lineal y se haya ido haciendo a base de quiebros inesperados.

De las primeras publicaciones amateurs a sus últimos álbumes, hay algo que permanece: una firma primorosamente caligrafiada en estilo decó.

Max salió cuando buscaba un pseudónimo que sonara igual en cualquier idioma, y cuando ese nombre resultaba aún exótico en España. Uno de mis pintores favoritos es Max Ernst, y me gustaba la sonoridad de su nombre. La rotulación y la tipografía son de esas artes «menores» que a mí me han parecido siempre gigantescas. E indispensables en el cómic, donde uno está obligado a combinar escritura e imagen. Yo siempre digo que en el cómic los dibujos se «escriben» tanto como las letras se «dibujan».

Entra en la Facultad de Bellas Artes en los últimos años del franquismo. Más o menos en esa época, publica una versión ilustrada de El capital de Marx junto a Paco Mir.

El ambiente estudiantil era genial, en aquel momento las universidades eran un foco de activismo cultural y político, nada que ver con lo de hoy en día. Bellas Artes no era aún una facultad, sólo una Escuela Superior emplazada en la Ciudad Universitaria. El profesorado era, salvo alguna excepción, muy conservador. Cualquier cosa más acá del impresionismo estaba proscrita. Ni que decir tiene que el cómic no tenía absolutamente ningún predicamento allí. En realidad hice la carrera mucho más en el césped del bar universitario que en las aulas. Lo de El capital fue sólo un trabajo de encargo. Nunca fui marxista, así que lo hice por la pasta, aunque debo decir que sin ningún remordimiento de conciencia: Marx tenía más razón que un santo en su análisis del sistema capitalista.

¿Qué supuso el nacimiento de la revista El Víbora? ¿Es cierta la leyenda del señor con un millón de pesetas en el maletín?

Ediciones La Cúpula nació cuando el editor Toutain le prestó un millón de pesetas a José María Berenguer, aunque imagino que con un cheque y no en un maletín. El nacimiento de El Víbora supuso la presencia regular en el quiosco de los autores que llevábamos ya varios años en el underground, con autoediciones clandestinas primero y en revistas alternativas y marginales después. Para nosotros supuso muchísimo: la oportunidad de trabajar cada mes y ganarnos la vida con ello, la increíble experiencia de hacer una revista de modo asambleario, tomando todas las decisiones entre todos, y también un desarrollo de nuestra obra muy rápido y fundado en una libertad creativa total.

Es entonces cuando crea su primer personaje con continuidad: Gustavo.

El personaje existía ya antes de El Víbora. Dentro del ambiente del cómic underground la mayoría eran descreídos de todo; yo, sin embargo, tenía inquietudes políticas, y quise crear un personaje que reflejara ese sector social en que confluían, en un totum revolutum contracultural, neoizquierdistas, ácratas y hippies. Hoy lo veo como un producto de aquel momento histórico tanto como de mi juventud. Supongo que esas historias dan una idea de cómo se vivían la transición, la libertad recién estrenada y los conflictos sociales de aquellos momentos.

A mediados de los ochenta se editan La muerte húmeda y El carnaval de los ciervos donde, aparte de la experimentación gráfica, cobra importancia la narración literaria.

Yo me las apañaba dibujando, pero no dejaba de ser un aprendiz como guionista. Empecé a leer mucho, especialmente literatura fantástica en su más amplio sentido, desde Kafka o Borges hasta los clásicos del terror, y por supuesto la mitología: el ciclo artúrico, los mitos griegos... Allí encontré temas interesantes y maneras de desarrollarlos.

Descubrí que el género fantástico era ideal para mostrar la realidad desde otros puntos de vista. El realismo está sujeto a toda clase de convenciones, especialmente las que afectan al modo en que percibimos el mundo. Hay un consenso social en cómo es aquello que llamamos real, que hace que a nivel cotidiano nos entendamos, pero eso es sólo porque ese consenso ha decidido poner el foco de iluminación en un punto x. Si desplazamos el foco, las cosas se ven de otra manera, lo que antes estaba en una zona de sombra adquiere de pronto otra relevancia. Para mí eso es el género fantástico. En casi todas mis historias lo he practicado.

También, a mitad de década, aparece otro de sus personajes emblemáticos: Peter Pank.

Estaba cansado de Gustavo y tenía ganas de probar otras cosas. Visto que parte del éxito de El Víbora se debía a que era una revista que, siguiendo la tradición de Bruguera, se estructuraba en torno a personajes, decidí crear otro más acorde con mis nuevos intereses y, al mismo tiempo, más distanciado de lo cotidiano. Creo que el personaje se conservó bien gracias a ese toque tan gamberro y espontáneo, a su falta de moralina. Seguro que ayuda mucho el hecho de haber situado el teatro de todo ello en una selva perdida, en vez de en el escenario urbano connatural a las tribus.

El último álbum, Pankdinista, es el único con contenido político. ¿A qué se debe este giro?

Tras un álbum salvaje y otro humorístico, la única continuación posible para mí era ésa. La rebeldía de las tribus urbanas reales se había degradado a poses fashion o a peleas de discoteca. Todos habían olvidado ya al enemigo común; y los que no, se habían pasado directamente a él. Eso marcaba inevitablemente el fin de la saga.

Este título parece una referencia clara al disco de The Clash. ¿Qué importancia tiene la música en su trabajo?

Sí, el título lo tomé del Sandinista! de los Clash. Siempre me ha acompañado e inspirado la música. El cómic es un arte que maneja básicamente el tiempo. Y eso lo comparte con la música: tiempo, ritmos… El primer álbum de Gustavo, hace ahora casi treinta años, se abría con una cita de Neil Young, mientras que el libro en el que trabajo ahora se abrirá con una cita de Dinosaur Jr. También he dibujado en directo al ritmo de la música de Pascal Comelade. Lo de unir cómic y música en vivo se está poniendo de moda, es un espectáculo que resulta nuevo y estimulante para el público, pero yo reclamo algo más allá de la performance improvisada, un trabajo previo de elaboración. Un caso aparte fue la colaboración con Santiago Auserón en El canto del gallo. Una historia que pasó de canción a cómic con nuevos diálogos escritos por Santiago a partir de mis sugerencias de guión, y luego regresó a la canción como rap en las interpretaciones en directo del tema. Un bonito ejemplo de ida y vuelta en la colaboración música-cómic.

Mujeres fatales, con guión de su colega Mique Beltrán, le abrió las puertas al mercado francés.

Siendo Mique un magnífico dibujante, me extrañó que me buscara a mí para dibujar ese álbum. Me confesó que exigían un dibujo más realista del que él podía hacer. Acepté, pero le pedí a cambio que preparáramos juntos la puesta en página de los guiones; él era buenísimo en eso. Funcionó: aprendí por fin a manejarme en ese terreno y además vendimos la serie a Francia. Y ahí terminó todo, porque, una vez finalizada, los franceses prácticamente nos exigían hacer un álbum erótico –una de las historias del libro, sobre una actriz porno, les debió parecer de lo más convincente–, pero ni a Mique ni a mí nos interesaba lo más mínimo enfocar nuestra carrera hacia ese género.

Con El prolongado sueño del señor T su trabajo se vuelve más reflexivo e introspectivo.

Sí, a mediados de los noventa atravesé una crisis personal. Me lo replanteé todo. Al salir del túnel tenía muchas ganas de volver al cómic. Lo hice con un dibujo mucho más crudo y áspero, con temas más oscuros. Había llegado a un callejón sin salida con mi línea clara de los años ochenta, ya no podía llevarla más allá en técnica o estilo. Tuve que reinventarme, los nuevos temas que me asaltaban –la guerra en los Balcanes, por ejemplo, o las zonas de sombra en el ser humano– exigían otro tipo de tratamiento gráfico, una vuelta al blanco y negro sin preciosismos estilísticos, algo más desnudo y contundente.

En 1992 participó en la creación de la revista Nosotros Somos los Muertos.

La intención era ayudar en la travesía del desierto e impulsar el cómic de autor. Las revistas mensuales habían desaparecido por completo y el recién llegado manga dominaba el mercado. Apenas había dónde publicar historietas adultas o arriesgadas, pero fuera del país estaba asomando una generación que estaba produciendo obras realmente nuevas e interesantes. Decidimos crear Nosotros Somos los Muertos para dar espacio a los autores que aquí seguían trabajando en propuestas innovadoras, ya fueran veteranos o jóvenes, y hacer de puente con los americanos y europeos que estaban en lo mismo. Acabamos cerrando en 2000, y tras una segunda etapa, de nuevo en 2007. Ya no tenía mucho sentido continuar porque habían surgido pequeños –y no tan pequeños– editores independientes que daban acceso a todos estos autores al mercado. Nos queda el orgullo de haber sido los primeros en publicar aquí a gente hoy indiscutible como Chris Ware, David B., Lewis Trondheim y muchos otros por los que nadie daba un duro en aquel momento. Y de haber ayudado a muchos autores españoles a seguir desarrollando su obra en unos años muy duros.

¿Es su último personaje –Bardín, el Superrealista, un hombrecillo cabezón sin atributos– una especie de reflejo de la condición posmoderna?

Bardín se encuentra siempre en situaciones delirantes, ante las cuales reacciona como si fueran del todo normales. Quizá la posmodernidad tenga algo de eso: asumir el sinsentido del mundo sin inmutarse, como si fuera algo perfectamente razonable. En última instancia creo que el sentido del humor es lo único que nos salva del vacío existencial y la omnipresencia de la muerte. Chesterton decía: «He visto la verdad, y no tiene sentido». Bueno, pues entonces, quizá la ficción lo tenga y nos lo pueda revelar.