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De underground a clásicos

Jordi Costa

La historia del cómic puede leerse como una incesante sucesión de atrevimientos e invenciones de lenguaje que, no obstante, rara vez han librado al medio de seguir siendo considerado, a los ojos de los casi siempre excluyentes árbitros de la alta cultura, un arte menor. En 1992 ocurrió algo que alteró esa inercia: Maus, ambiciosa historieta firmada por el norteamericano Art Spiegelman, recibía un premio Pulitzer que no caería en saco roto.

La historia del cómic puede leerse como una incesante sucesión de atrevimientos e invenciones de lenguaje que, no obstante, rara vez han librado al medio de seguir siendo considerado, a los ojos de los casi siempre excluyentes árbitros de la alta cultura, un arte menor. En 1992 ocurrió algo que alteró esa inercia: Maus, ambiciosa historieta firmada por el norteamericano Art Spiegelman, recibía un premio Pulitzer que no caería en saco roto.

Se popularizó entonces una fórmula –la novela gráfica– que permitiría a eso que siempre seguiría siendo cómic (o historieta, si prefieren esquivar el anglicismo) conquistar los circuitos de difusión, consumo y respetabilidad que hasta entonces habían sido patrimonio de la letra impresa. La etiqueta de novela gráfica sirve, en principio, para definir un objeto editorial capaz de salir del gueto del cómic: un volumen que puede compartir estanterías y listas de éxitos con novelas de ambición literaria o best-sellers de elevado sex-appeal comercial. La expresión novela gráfica también define un género particular dentro del amplísimo discurso de la narrativa dibujada: la historieta como lenguaje posible de la novela-río, del libro de memorias, de la literatura confesional, del relato de largo aliento.

Maus abrió un camino por el que, aún hoy, transitan algunas de las propuestas más estimulantes en el heterogéneo mercado de la historieta: recreando las memorias del Holocausto de su propio padre con trazo parco y vocación novelística, Spiegelman acuñó un tono en el que se hermanaba un impulso confesional –no del todo inédito en el contexto del cómic underground– con una voluntad de testimonio que redefinía la viñeta como instrumento para explorar la memoria histórica e invitar a la reflexión ética.

El ejemplo de Spiegelman tenía sus precedentes en dos compañeros de generación que cruzaron sus caminos y que, amén de convertirse en los grandes referentes de la historieta norteamericana en primera persona, han tenido dispares contactos con el cine documental (o pseudo-documental): Robert Crumb y Harvey Pekar. El primero ha construido una mitología de sí mismo a partir de un «alter ego» dibujado que subraya los aspectos más caricaturescos de su vida privada: en el documental que le dedicó Terry Zwigoff, el espectador podía comprobar, no obstante, que no sólo entre el Crumb real y el dibujado no existían remarcables diferencias, sino que, además, el creador del gato Fritz era, probablemente, el elemento menos disfuncional de un entorno familiar patológico. Por su parte, Harvey Pekar se ha servido de diversos dibujantes, a sugerencia del propio Crumb, para transubstanciar su vida cotidiana en el longevo comic-book American Splendor, en el que ha vertido sus reflexiones, su escalada a la celebridad de culto, sus pequeñas miserias y, entre otros dolorosos bocados de realidad, su lucha contra el cáncer. Dirigida por Shari Springer Bergman y Robert Pulcini, American Splendor, la película, fue una singular combinación de dramatización y documental: el actor Paul Giamatti encarnaba a Harvey Pekar, que, a su vez, intervenía personalmente en la película mediante fragmentos de entrevista que se intersectaban en la acción.

Es posible que ni Spiegelman, ni Crumb, ni Pekar imaginasen que la verdad y la auto-representación iban a ser temas rectores en los debates que iba a generar el medio en el siglo XXI. En una pirueta insólita, incluso los superhéroes de la Marvel se han soñado a sí mismos como seres de carne y hueso: Moléculas inestables, de James Sturm y Guy Davis, parte de la premisa de la existencia real de los Cuatro Fantásticos como desestructurado grupo familiar a finales de los 50 (y, por tanto, antes de su transformación superheroica), flirteando con un tono nada lejano al empleado por Rick Moody en La tormenta de hielo (novela que, por cierto, usaba a los personajes de Stan Lee y Jack Kirby como afortunada metáfora de desintegración familiar). Con sus casi 600 páginas de vigoroso expresionismo a lo Will Eisner, Blankets de Craig Thompson llevaba la historieta confesional a su más caudalosa expresión: un formato épico para una historia de amor truncado en un ambiente de abrumadora religiosidad.

Pero, después de Spiegelman, ningún otro cómic había logrado la hazaña de competir a nivel de igualdad con sus homólogos estrictamente literarios hasta que llegó Jimmy Corrigan. El Chico Más Listo del Mundo, del norteamericano Chris Ware. La obra recibió un American Book Award, el galardón al mejor libro del año concedido por el suplemento literario del Village Voice y el primer premio literario otorgado por el diario británico The Guardian en 2001 y nadie se tiró de los pelos por ello. La ambición y la calidad de este trabajo de 380 páginas son de tal rotundidad que nadie osó desempolvar el viejo debate entre arte mayor y arte menor, entre cultura popular y cultura en mayúsculas. Porque era evidente: Jimmy Corrigan de Chris Ware fue, posiblemente, una de las mejores novelas publicadas ese año... con la particularidad de que era una novela contada en viñetas. Y no sólo eso: una historieta que sometía a una insólita tensión las posibilidades narrativas del medio, reinventándolo y situándolo en un nivel expresivo comparable al de la narrativa contemporánea de aliento experimental de un, pongamos por caso, David Foster Wallace.

Auténtico camaleón estilístico con marcadas influencias de George Herriman (creador de Krazy Kat y uno de los primeros visionarios del medio), Ware escogió para este ambicioso trabajo un trazo caligráfico y detallista, sometiéndolo a una estructura secuencial regida por una suerte de musicalidad invisible. En ocasiones, la página se presenta fragmentada en pequeñísimas viñetas: en puntuales momentos de la acción, una sola imagen se apodera de toda una página, deslumbrando al lector con una arquitectura pasmosa que subraya la contingencia de los personajes. Jimmy Corrigan es la crónica de sucesivos desencuentros paterno-filiales a través de cuatro generaciones de una familia disfuncional. El protagonista, Jimmy Corrigan –que, en su infancia, contempla cómo su madre es seducida por el perdedor que encarna a Superman en una feria de coches–, recibe un buen día una carta de su padre ausente, que le invita a conocerlo. A partir de ahí, la historia desencadena un barroco mosaico de recuerdos, fantasías, miedos infantiles y soledades existenciales que culmina en un doloroso y espectacular flashback en forma de auténtico tour de force emocional: el abandono de su abuelo por parte de su bisabuelo en el marco de la Feria Mundial de Chicago de 1893. Maestro de la lentitud y esteta de la tristeza, Chris Ware cae de pie en el desafío de dar forma a un trabajo de dimensiones ciclópeas. Otras obras como Quimby the Mouse y la antología de bocetos y borradores The Acme Novelty Date Book. 1986-1995 dan fe de la enorme versatilidad gráfica de Chris Ware, otro autor capaz de trascender el ámbito de iniciados y clientes habituales de tiendas de cómics con el manejo de una ambición narrativa que ciertos prejuicios culturales se empeñaban en negarle al mundo de las viñetas.

Publicado originalmente en Mercurio nº 107, enero de 2009.