Un escritor infiltrado
Entrevista con Guillermo Saccomanno
Aunque Guillermo Saccomanno (Buenos Aires, 1948) se ha dado a conocer en nuestro país tras obtener el Premio Biblioteca Breve con El oficinista (Seix Barral, 2010), es un escritor de largo recorrido curtido en mil batallas. Hasta finales de los años setenta se dedicó al cómic, colaborando con el dibujante Leo Durañona. Firmó, entre otros, los guiones de Ángeles caídos y de la serie policiaca Sam Malone. En 1979 comenzó su trayectoria como escritor con el libro de poemas Partida de caza. Desde entonces, se ha convertido en una de las voces más lúcidas de la literatura de su país, con novelas como Prohibido escupir sangre (1984) o El Pibe (1996) y libros de cuentos como Bajo bandera (1991). En 1999 recibió el Premio Nacional de Novela de Argentina por El buen dolor.
Empecemos hablando de El oficinista, que es tu último libro y que, por un lado, destila una serie de rastros que se detectaban en tus últimos libros –el cómic, la densidad humana de la literatura rusa, la pulsión narrativa de la norteamericana, las preocupaciones por el derrumbe del paisaje social– pero, por otro, a la vez, da la impresión de ser un libro escrito casi al margen de tu obra, un libro secreto, como esos trabajos hechos a solas después del horario de trabajo.
Un ser querido estaba pasando por un momento muy difícil, con una depresión muy severa, compartiendo conmigo el departamento en Villa Gesell donde yo vivía. En aquel momento yo escribo tres guiones de cómic para Mandrafina que se publican en Italia con un personaje que era también un oficinista, y que formaban parte de una serie que transcurría durante el crack de Wall Street. Me di cuenta de que esos tres guiones tenían más potencial. Los había escrito con el aura del Bartleby de Melville y El capote de Gogol. Entonces empecé a escribir esta novela: era, además, la manera de estar cerca de este ser querido sin salir de casa, sin dejarla sola. Poco a poco, la novela se expandía y se expandía. Escribí diferentes versiones y cuando estuvo ya más depurada, yo entraba y salía: era como una novela de repuesto. Siempre hay que tener un libro de repuesto; uno no puede dedicarse sólo a un libro, porque cuando te trabas vas al otro y lo miras distinto; además, lo peor que puede pasar cuando se termina un libro es no tener nada. El oficinista es una novela en la que decidí apuntar todo lo que sabía, o creía saber, de literatura rusa y también todo lo que salía de la historieta; como en los últimos años venía leyendo poesía, no me preocupaba de golpe introducir textos provenientes de National Geographic, o de una revista médica norteamericana, o del suplemento de ciencia y salud de un diario. No me preocupaba incorporar todo; me dije: «Esta es una novela sobre la clase media». Además, está marcada por el cine: películas como Brazil, 12 monos, el Kafka de El proceso de Orson Wells. Lo que sí me preocupaba era encontrar una estética, una escenografía, una dirección de arte. Cuando la terminé, se la mandé a mi agente. Y no me da vergüenza decir que me respondió que los informes de sus lectores no eran halagüeños. Entonces empecé a mandarla a concursos. Rebote tras rebote: rebotó en Tusquets, rebotó en Emecé... hasta que llegó a Barral y fue toda una sorpresa y un orgullo, porque si uno piensa en Barral, está pensando en el sello que publicó a Cabrera Infante, a Vargas Llosa...
Después de la trilogía que conforman La lengua del malón, El amor argentino y 77 (Premio Hammett 2009), que revisitan episodios y épocas de mucha violencia política argentina, El oficinista es una vuelta al presente en tu literatura, ¿no? ¿Fue una manera de lidiar con un presente muy espeso en la Argentina de 2001, 2002?
Tiene que ver con años difíciles de la Argentina, pero no creo que estemos tan lejos de esa novela. Cuando estuve en España, los periodistas me preguntaban y yo les respondía que esta novela les pegaba a ellos, más allá de los valores literarios que pueda tener, porque entró como lectura social: en España hay cinco millones de desocupados, creo. ¿Saben qué les pasa a ustedes con esta novela?, les decía. Lo que nos pasó a nosotros también. Nosotros éramos los mejores alumnos del FMI y terminamos comiendo del plato del perro; y ahora ustedes van a terminar haciendo lo mismo.
Esa libertad para asimilar influencias parece reflejo de la literatura argentina: sus escritores escriben con una biblioteca extremadamente personal, desde Borges hablando de Stevenson hasta el policial negro en la generación de Rodolfo Walsh y Ricardo Piglia.
A finales de los años sesenta, comienzos de los setenta, Piglia dirige para la colección Tiempo Contemporáneo la Serie Negra, donde publica a Horace McCoy, a Chandler, a Hammett, y en la que aparece Walsh como traductor, ya no de novela deductiva, sino de Chandler, traduciendo sus relatos con voceo. Hay una apropiación lingüística ahí. Esta tradición creo que llega hasta Rodrigo Fresán, porque su literatura también es hija de la literatura norteamericana y su articulación –que alguien caratuló como la de un Borges pop, y esto que suena a broma es algo a lo que habría que prestarle atención– me parece uno de los fenómenos más interesantes: a partir de la más reciente literatura norteamericana, fue el primero en meterse con la militancia de los años setenta. Creo que Rodrigo puede seguir escribiendo cuentos de Historia argentina (1991) hasta que ese libro sea un Canterbury Tales nacional. En ese sentido, me parece que uno de los mejores cuentos de la Argentina de los últimos años es «Sensini» de Roberto Bolaño, creo que él es el último gran escritor argentino. Bolaño se reconoce y se apropia de la literatura argentina, haciéndolo con una manera de contar muy norteamericana, muy marcada por el pulp, por el nuevo periodismo, por los beatniks. Por eso a veces trato de separar la cuestión de la literatura de lo nacional. Nosotros no tenemos gallinazos, nuestros Macondos son el pueblo pampeano de Miguel Briante, tenemos la tradición de Poe en Abelardo Castillo... Si pensamos en la primera novela de Osvaldo Soriano, vemos que carbura en función del cine norteamericano, la novela negra, los cómics de la Marvell, Jane Fonda, John Wayne, Hollywood, etc. Si pensamos en Puig, la marca del cine está y a la vez es otra. Hay muchas poéticas en juego, por eso resulta muy difícil hablar de literatura nacional. Creo que la literatura nacional es un espejismo, como una utopía que se persigue en función de algún objetivo político, pero que la literatura contradice todo el tiempo. Pero recordemos que esta libertad ya la plantea Borges (que también había dirigido una colección de policiales por la que entraron autores deductivos como Patrick Quentin y algún Chandler o algún Ross MacDonald). El planteo de Borges de los años treinta en El escritor argentino y la tradición se anticipa a esto: ser periféricos, dice, nos da la libertad de trabajar con la biblioteca de todo el planeta. Este gesto juguetón tiene un valor de consigna política. Borges venía a enfrentarse al bronce de Lugones, a invalidar la historia de la literatura argentina de Ricardo Rojas, era el jodón que venía a cagarse en el gaucho vago y mal entendido. Pensemos en dónde publica Borges las historias de Historia universal de la infamia, una traslación de lo que había hecho Marcel Schwob con Vidas imaginarias: en el suplemento del diario popular Crítica, que tenía también historietas. Borges trae consigo autores considerados espurios y los pone en primer plano. La misma operación que hace Piglia años después al rescatar la serie negra y esos escritores periféricos a la literatura norteamericana clásica. Ese tipo de operaciones están constantemente dando vueltas en Argentina.
Hablabas de la historieta como un rasgo marcado en El oficinista. Ahora la mencionas de nuevo. Formas parte de la primera generación de escritores claramente marcada por la historieta y el cómic, no sólo como operación literaria sino como posibilidad de vida y forma de trabajo. Fuiste y eres guionista.
Yo creo que fue también una operación política, nos infiltramos, éramos infiltrados. Nos formamos de chicos leyendo historietas porque no había televisión, somos hijos de la radio y de la historieta. Empezamos a reivindicar el género ya de grandes, en la facultad, en los años setenta, con Apocalípticos e integrados, con Gillo Dorfles, con la reivindicación del kitsch y el camp, con todos esos ismos en los que también entra el cómic. En aquellos años se realizó en el Instituto Di Tella de Buenos Aires una gran exposición sobre historieta. Brescia y Oesterherld, los autores de El Eternauta, consideraron que aquello suponía la muerte de la historieta: el ingreso en un museo de vanguardia, el análisis de los semiólogos... Fue un periodo muy rico donde se discutían estas cosas.
Eso fue durante la primera mitad de los años setenta. La segunda mitad está marcada por la dictadura, la censura, la represión. Durante esa década, fuiste guionista de historieta y, como muchos artistas e intelectuales que no se exiliaron, trabajaste en publicidad. ¿Fue una suerte de exilio interior, como lo han llamado más de una vez?
Yo me meto a escribir historietas después de esa reivindicación de finales de los sesenta y comienzo como guionista. Publico algún libro de poemas, que prefiero mantener escondido, y me pongo a escribir cuentos e historietas. Soriano me envía a la editorial Siglo XXI con mis cuentos. El libro se iba a llamar Golpes bajos, les había gustado mucho, iba a salir de alguna manera auspiciado por Soriano, hasta que un día me llaman de la editorial: tenía que ir a buscar el original porque había que ir a la policía a ver algunas cosas antes de publicarlo... No se pudo publicar, pero me quedaba la historieta, que yo ya venía escribiendo. Y ese género, considerado menor, no lo es tanto en la medida que vehicula ideología: desde Capitán América hasta Corto Maltés, se pueden leer distintas posiciones ideológicas frente al mundo, desde el fascismo hasta la izquierda, pasando por las preocupaciones literarias, estilísticas y estéticas. A través de la historieta podía hablar de la tortura si la trama transcurría, por ejemplo, en la resistencia argelina; o en la revolución mexicana, como hicimos con Enrique Brescia. La historieta era un género infantil y algunos encontramos en ella una posibilidad de expresión que teníamos vedada en otros lugares. Incluso en la revista Skorpio, cuando ya había desaparecido Oesterheld, sus hijas, sus yernos, sus nietos, continuábamos personajes que él había empezado, lo cual tenía su valor. Oesterheld se convirtió para nosotros en un lema, y no sólo por su tragedia. Era un tipo consciente de su responsabilidad intelectual. Lo que planteaba es que estaba escribiendo tal vez la única literatura a la que podía acceder el trabajador, el obrero que va a la fábrica. El pobre, el no ilustrado, puede leer novelas de Ian Fleming o de Mickey Spillane pero no tiene acceso al Ulises de Joyce. Lo ideal sería que tuviera la opción de leer las dos. Pero en tanto no sucede, en revistas como Hora Cero y Frontera, Oesterheld se apropia de tramas de London, de Stevenson y de Conrad y se las pone al alcance de la mano. Oesterheld realiza en la historieta la misma operación que ocupa a Borges en la literatura culta. Eso es lo que hace que El Eternauta sea una de las últimas grandes novelas argentinas. Si seguimos la línea de Borges y pensamos que el Martín Fierro, una historia en verso, es nuestra primera novela, se puede pensar perfectamente que la novela más reciente sobre la dictadura, el terror, la invasión o el colonialismo, es El Eternauta. Al mismo tiempo, en esa época, trabajábamos en agencias de publicidad, donde se recluyeron redactores, escritores, pintores, artistas plásticos, etc. Y finalmente, se dio otro fenómeno también interesante: la revista Humor, en la que cuando afloja un poco la dictadura empiezan a escribir autores como Feinmann y Soriano.
Muchas de las tramas de Golpes bajos, que nunca salió, fueron a parar a Prohibido escupir sangre (1984) y Situación de peligro (1986). Pero, ¿es posible que 77, con su clima opresivo y paranoide, además de su trama, haya sido una manera de volver a esa vida cotidiana bajo la dictadura?
Creo que 77 es la novela que me hubiera gustado escribir «bajo» la dictadura. Prohibido escupir sangre es mi primera novela, que escribo a los ponchazos, de una, sin corregir, sin revisar. Tiene un alto grado de frescura pero también me avergüenzo del grado de impunidad que yo tenía en aquel momento; me parecía que por citar a un autor ya elevaba la novela. Era el conflicto de un guionista de historieta que quería ser escritor. Creo, en cambio, que en el ciclo del profesor Gómez –La lengua..., El amor... y 77– tenemos un intelectual que está mirando desde la literatura inglesa un país donde la barbarie consume otro tipo de productos culturales... Todo lo que le pasa al profesor Gómez en 77 responde a una estructura relativamente parecida a la de mi primera novela. Lo que pasa es que ahí yo ya era mayor y sabía más o menos cómo hacerlo... Tal vez 77 debería haberse llamado Prohibido escupir sangre.
¿Y cómo surge esa vuelta literaria a los setenta?
Yo estaba tratando de escribir una novela sobre los setenta donde una chica iba a la Patagonia a ver a una militante que había estado detenida, que había delatado a su madre pero que la había ayudado en el parto en un centro clandestino. Había avanzado hasta las 500 páginas más o menos, pero no le encontraba la vuelta. Hasta que de pronto aparece un profesor de literatura en la trama. En esos años yo había estado muerto de hambre, me había puesto a impartir un taller literario y eso me había llevado a revisar mi arsenal crítico. Vuelvo a lecturas de la carrera de Letras, me sorprenden tipos como Edward Said, como la escuela marxista de Terry Eagleton... Lo que me muestra que hay otro camino desde lo teórico, que el profesor Gómez en realidad era una herramienta para leer literatura argentina. También estaba mi fanatismo por la literatura épica norteamericana, y aparece Tolstoi con mucha fuerza, el mecanismo de Tolstoi cuando empieza a escribir Guerra y paz hacia 1860: retroceder a 1812, volver a Napoleón para discutir la identidad rusa. Y yo, para poder entender la violencia de los setenta, tengo que retroceder al primer peronismo, al bombardeo en la Plaza de Mayo. Para entender la guerrilla, o la lucha armada, la estrategia que se planteaba la juventud en ese momento, tenía que retroceder a mi 1812, que era aquel bombardeo de 1955. Ahí empecé La lengua del malón, que es la primera novela de la trilogía.
La escena más escalofriante y poderosa de 77 es, para mí, ésa en la que van a consultar a un médium para ver si les puede dar algún dato de un desaparecido. La Argentina no tiene realismo mágico, pero tiene un realismo tétrico que es justamente lo más negado por su literatura.
Lo primero que publica Arlt es un artículo titulado «Las ciencias ocultas en la Ciudad de Buenos Aires» en 1920, donde está su relación con el ocultismo. Hay algo en Arlt que a mí me seduce que es la figura de brujo en su obra, que después tiene que ver con el peronismo. No nos olvidemos que el peronismo habilitó el primer congreso espiritista, el de la Escuela Científica de Brasil en el Luna Park. Perón, según algunos testimonios antiperonistas, había pertenecido a una secta y era el hermano Paulo. Pensemos después en cómo llega la figura del brujo López Rega a gobernar los destinos de la nación. Pensemos en la superstición popular instaurada en Argentina, dentro del peronismo, de que Evita es Santa. Pensemos en el rol de las velas cuando secuestran su cuerpo: se supone que está oculta en una casa, y aparecen velas en esa casa, o que está en un camión, y aparecen velas alrededor de ese camión. El ocultismo tiene que ver con lo más oscuro de la barbarie. Un amigo astrólogo en esos años de la dictadura, de la violencia más cruda, se tuvo que exilar porque tenía consultas de ambos bandos: lo consultaba tanto la mujer del militar como la madre del desaparecido. Y esto también tiene que ver con la cintita roja que usa la guerrillera: si vos sos guerrillero formado en el marxismo, tenés un pensamiento de la razón, ¿qué carajo hacés con una cintita roja?
Hay un libro anterior, Bajo bandera (1991), que quedó un poco olvidado porque ya no existe el servicio militar obligatorio. Pero siguiendo esta reflexión sobre la violencia, en ese libro hay un saldo de cuentas con el ejército, con lo que significa el paso obligatorio por el ejército. Es una novela que salió poco antes del caso Carrasco, el conscripto que apareció muerto en un cuartel y que detonó la eliminación del servicio militar.
Apenas salió tuvo mucha repercusión. Cuando yo estaba escribiendo Bajo bandera, como soy de esos que cree que la realidad motiva, estaba con las antenas alertas, y me enteraba de que en un cuartel en Marsella pasó tal cosa, que en un cuartel en España se cometió tal otra. Fui juntando material y pasaba de todo en todos lados donde había servicio militar obligatorio. Muñoz Molina tiene una novela que yo presenté en Argentina titulada Ardor guerrero que cuenta su colimba, su mili. Además se dio algo curioso: una editorial me llamó antes del caso Carrasco para que hiciera una antología sobre la colimba, entonces me puse a rastrear entre la literatura argentina y no había un solo escritor que no tuviera un cuento sobre la colimba. Castillo, Piglia, Briante... para ser macho tenías que pasar por ahí. Entonces se produjo el caso Carrasco: soldado asesinado en un cuartel de la Patagonia. Un periodista dijo que un escritor se había anticipado. Pero yo no me anticipé a nada, lo que pasó es que nadie había escrito sobre ello hasta ese momento. Y así se pusieron en contacto conmigo la gente de FOSMO (Frente de la Oposición al Servicio Militar Obligatorio) y algún militar del CEMID (Centro de Militares para la Democracia). Puse la novela al servicio del FOSMO, cuando iba a los programas de televisión o de radio de lo que hablaba era del FOSMO. El libro se convirtió en algo que me excedía. Antonio Dal Masetto me decía en aquel momento –si tuviera que nombrar a un maestro sería Dal Masetto y después vendría Eduardo Belgrano Rawson– que lo mejor que te puede ocurrir con una novela es que se convierta, que aporte algo a la causa. Y yo decía, bueno, ya está.
Después de Bajo bandera publicaste dos libros de cuentos (Animales domésticos, 1994, y La indiferencia del mundo, 1997) y la novela inmediatamente anterior a la trilogía, El buen dolor (1999), que está muy marcada por una atención particular a la intimidad. Ese libro es un punto de inflexión, ¿no? Un cambio en tu perspectiva de la literatura.
Sí, fue un punto de inflexión y también un aprendizaje, una manera de entender la literatura de un modo más existencial. Yo venía escribiendo sobre la problemática, el enfrentamiento, la rivalidad, los cruces, la relación de amor-odio entre un padre y un hijo. Mi padre estaba enfermo y vivía. Como dice John Cheever: «No se puede hablar en la literatura de los problemas que no se resolvieron antes en la vida». Hubo incluso una versión anterior que llegué a presentar a la editorial, pero la retiré. Tuvo que morir mi padre para que pudiera replantearme la novela que trataba de escribir. Había leído mucha literatura norteamericana gracias a la amistad con Rodrigo Fresán. Leía a Irving, a Carver, que me hizo volver a Chéjov, y en ese momento retomé una autora que había leído de joven y que nunca me había atraído demasiado y que entonces me deslumbró: Marguerite Duras. Cuando leí El dolor de Marguerite Duras me di cuenta de que me tenía que pasar algo en la vida para poder contar la historia de mi libro, que es la continuación de Situación de peligro, una novela más hidrófoba, rabiosa, lanzada, desaforada. En cambio, El buen dolor está más contenida. Me fui apartando de la historieta y me agarró un momento de parálisis y bloqueo entre separaciones, la muerte de mi padre... Hay ahí un período muy extraño marcado por Página/30, una de las pocas revistas, si no la única, que publicaba ficción y que dirigía Fresán. Creía que estaba quebrado como escritor, pero Rodrigo me dijo que tenía la obligación de escribir un cuento por mes (de esa revista salieron libros de varios escritores argentinos). Así empecé a escribir cuentos y cuentos, y comencé a mirar la literatura de otra manera a la par que empezaba también a impartir un taller.
¿Y ahora? Tengo la impresión de que, con excepción de Bajo bandera, tus libros son muy callejeros, y pareciera que con El oficinista de algún modo trazaste tu mapa de la Buenos Aires actual. ¿Vas a cambiar de mapa?
Ahora estoy escribiendo una novela sobre Villa Gessell, el pueblo de la costa donde vivo desde hace veintitantos años. Pero reconozco que en la ciudad me muevo como pez en el agua. Empecé muy joven a militar y a trabajar como cadete en una agencia de publicidad, así que conozco la ciudad, conozco la calle. El Bajo, que es el barrio en el que vivo cuando vengo a Buenos Aires, tiene cerca una terminal de micros y de trenes, lo que te ofrece una perspectiva antropológica muy interesante. Además, justo enfrente de las terminales están los grandes rascacielos de los yuppies nacionales y, casi al lado, la zona digamos «elegante», que sería Puerto Madero. Pero cerca de todo esto hay una villa miseria donde viven los inmigrantes bolivianos, los paraguayos, donde hay tiroteos, donde fusilaron a un chico, donde hay cruce de narcos. Cuando salgo a caminar por la mañana temprano veo algo que a mí siempre me llamó la atención: los tipos que duermen en los cajeros automáticos, que son una especie de metáfora de la realidad. El yuppie que uno ve corriendo hacia su empleo en lo alto de una oficina –y esto tiene que ver con El oficinista– con su maletín, que viene de hacer gimnasia y va con su laptop o con su notebook, y las chicas que van vestidas como si fueran a una disco de secretarias ejecutivas... Bueno, en cuanto los desenchufen o los desconecten, se les cae el colegio del hijo, la cuota del auto, la tarjeta de crédito, se les cae absolutamente todo. ¿Cuánto tiempo le falta a ese hombre –hoy cuando con más de 35 años ya no se entra a un puesto en una empresa– para terminar durmiendo en un cajero automático? Por otro lado, también están las putas y la nueva peatonal turística, y el aire gay friendly de la ciudad. Es un barrio con una diversidad muy grande. Ves a los gays norteamericanos mirando con asombro las fachadas de los edificios, al mismo tiempo que pasa al lado una puta y un pibe chorro sale corriendo, otro pibe drogado está tirado junto a la boca de salida de calefacción de una casa de repostería... Bueno... Es decir, lo que yo hice es: fui y miré.
© Juan Ignacio Boido, 2011. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
El oficinista, Buenos Aires, Seix Barral, 2010
Animales domésticos, Buenos Aires, Booket, 2008
El buen dolor, Buenos Aires, Booket, 2008
77, Buenos Aires, Planeta, 2008
Bajo bandera, Buenos Aires, Booket, 2008
El pibe, Buenos Aires, Planeta, 2006
El amor argentino, Buenos Aires, Planeta, 2004
La lengua del malón, Buenos Aires, Planeta, 2003
Prohibido escupir sangre, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1984