Robert Castel: de locos, guardalocos, pícaros y enamorados
Guillermo Rendueles, uno de los principales representantes de la psiquiatría crítica en nuestro país, destacó durante su intervención en el homenaje a Castel la importancia de sus aportaciones teóricas en el campo psiquiátrico. En efecto, Castel supo anticipar cómo la falta de seguridad vital que acarrea la pérdida de la condición salarial y la quiebra del estado social acabaría conduciendo a un mundo de individuos flotantes, en el que se tiende a psiquiatrizar los malestares que en otro tiempo se consideraron síntomas de problemas sociales colectivos.
Me gustaría comenzar señalando que Robert Castel no fue uno de esos académicos que sueñan con entrar en el College de France, sino una persona con una clara voluntad de intervención social que se sentía vinculado a los de abajo, tanto en razón de sus orígenes proletarios como en su evidente empeño utópico. Una intención, la de acompañar a los que sufren la historia, que queda patente en el origen de muchos de sus escritos, enraizados más en el mundo social que en el académico.
Luchas en el campo psiquiátrico
El orden psiquiátrico, su obra inicial, recorre la historia que va desde las luchas antipsiquiátricas contra el manicomio hasta su derrota con la medicalización de los equipos psiquiátricos. En estos primeros escritos, Robert Castel no aparece nunca como un investigador distante, sino como el compañero solidario con los locos y con quienes tratan de liberarlos. La cercanía con su esposa, psiquiatra, y su amistad con Franco Basaglia, seguramente afinaron su talento crítico y lo inmunizaron contra la verborrea y los enredos del gremio psiquiátrico de su país.
A mi admiración por la obra de Robert Castel se suma mi agradecimiento por su generosa disponibilidad, que le llevó a solidarizarse y acudir en apoyo de la psiquiatría crítica española. Respaldó siempre todas las acciones de crítica psiquiátrica que le pedimos, aceptando condiciones de viaje y alojamiento muy poco confortables. Recuerdo con especial agradecimiento su intervención en un congreso de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AENP) que tuvo lugar en la Universidad de Oviedo, en donde salvó la sesión de inauguración prolongando su ponencia para sustituir a un David Cooper muy afectado por la cerveza.
Desde esa agradecida admiración, quisiera lamentar, en primer lugar, el escaso impacto que la obra de Castel ha tenido en la psiquiatría española. Y es que España no solo cuenta con una parva producción científica, sino que padece una gran dificultad para recibir y elaborar la ajena. La desatención psiquiátrica a la obra de Castel ayuda a entender la facilidad con la que se impuso el DSM III y la actual medicalización de la práctica psiquiátrica, sin que apenas ninguna voz haya denunciado la singular anomalía que supone en el campo médico. Y es que frente a la práctica universalización de diagnóstico y tratamiento de enfermedades como la diabetes o el cáncer, en el ámbito de la enfermedad mental imperaba una especie de Babel psiquiátrica por la que un paciente podía recibir diagnósticos radicalmente distintos con solo cruzar una frontera. En el caso español, el espacio psiquiátrico de los años setenta estaba dividido según un eje derecha-izquierda, dominado respectivamente por López Ibor y Castilla del Pino. El primero liquidó –contra el tópico habitual– la psiquiatría del franquismo, representada por Vallejo Nájera –su infame manual fue libro de texto en medicina hasta finales de los años sesenta– y la sustituyó por unos esquemas fenomenológicos que nos adscribieron a la esfera de la rancia psicopatología alemana. Castilla del Pino, por su parte, innovaba con una crítica emotivista de la teoría orteguiana de los valores morales que había sido el dogma de la psiquiatría republicana. Restablecía así cierta continuidad con Lafora y el exilio, introduciendo en España un tipo de freudo-marxismo que ignoraba de plano la propuesta de Castel, que había señalado la obra de Sartre como el único freudo-marxismo aplicable en el campo psiquiátrico. A diferencia de Basaglia, que aceptó la sugerencia de Castel, la obra de Castilla del Pino saltaba y se perdía entre la sociología empírica de Merton y la moda marcusiana.
Estas anteojeras de la psiquiatría española, tanto de la izquierda como de la derecha, limitaron drásticamente la recepción de la obra de Castel, que a pesar de la agudeza de sus tesis y de lo cosmopolita de sus fuentes –visitó centros de salud mental americanos, comunidades terapéuticas italianas, así como el sector del Distrito 13 parisino, que se convirtió en modélico–, fue mal leído por los psiquiatras españoles como un intelectual afrancesado.
Y en esto llegó la antipsiquiatría
La gestión de los riesgos es el libro que Castel dedicó a Basaglia, en el que hizo balance y anticipó el porvenir de las luchas anti-institucionales, un libro –este sí– bien leído por la izquierda psiquiátrica española. Para Castel el encierro en manicomios era ya una forma anacrónica de opresión, y el éxito que cosechaban los movimientos que abogaban por su cierre preludiaba el auge de un nuevo programa para psiquiatrizar los problemas sociales. El «gran desencierro», como había profetizado Foucault, no significó la liberación de la locura sino su reparto entre la cárcel y la vigilancia a cargo de un colectivo burocrático –jueces, psiquiatras, trabajadores sociales– que gestiona riesgos de poblaciones, observando biografías y tutelándolas, sin necesidad de conocerlas ni mancharse las manos con el trato directo.
El nuevo diagnostico de sociópata, en términos que excluyen lo social a favor de los rasgos conductuales individuales, ejemplifica esa neoviolencia simbólica que pasa del panóptico al sinóptico: ante cualquier apuro vital, ante cualquier desorden micropúblico causado por sujetos que precisan ayuda –económica, reeducativa, laboral–se responde con el tratamiento psiquiátrico.
La cuestión social y sus metamorfosis
Los cambios sociales provocados por la crisis del Estado social, los procesos de individuación y la generalización del precariado son los objetos privilegiados de las investigaciones posteriores de Robert Castel. Su interés por los temas psiquiátricos –tras predecir la deriva de la antipsiquiatría hacia el refugio psicoanalítico– decae hasta desaparecer el tema de sus publicaciones.
Inicia entonces un proyecto que entraña una evaluación positiva de las conquistas del reformismo: en el siglo XX el proletario pasó de ser un no sujeto –el Manifiesto comunista lo había descrito como el que no tiene patria, ni familia, ni futuro– a ser un «Individuo», gracias a lo que Castel llama la «condición salarial».
El estatuto de protecciones frente a la vejez, el paro o la enfermedad fue el equivalente proletario al derecho de propiedad que permitió generar la biografía del sujeto burgués (derecho a voto y propiedad se complementaban en los amaneceres republicanos). Las conquistas sociales del sindicalismo europeo permitieron a las clases populares una seguridad mínima que hacía posible proyectar sus vidas mas allá de un horizonte de supervivencia semanal. La escuela pública, la sanidad pública y las cajas de pensiones acercaban la vivencia del futuro y del progreso a multitud de trabajadores hasta entonces ajenos a cualquier esperanza. Hoy somos cada vez más conscientes de la excepcionalidad de ese Estado social, que nos protegía de la dictadura de un mercado que vuelve a coger las riendas con fuerza y a dominar la escena social dirigiendo la transición al precariado. La precariedad exige un proceso de individuación a los mismos a quienes priva de las condiciones materiales en las que apoyar su existencia. De ahí que, según Castel, en los años setenta la clase obrera comenzara a perder la partida, no tanto por una derrota política como por una diversificación del mundo salarial que desafilió al mundo obrero y permitió la aparición de lo que Boltanski ha llamado el nuevo espíritu del capitalismo, marcado por la disolución de los valores sindicales y la hegemonía de una ideología gerencial. De esta destrucción del viejo mundo de las solidaridades surgió la nueva sociedad de los individuos flotando en el mercado, con la vulnerabilidad como nuevo centro de las luchas sociales.
Lázaro de Tormes: un héroe postmoderno
«Afiliación» y «desafiliación social» son dos conceptos de Castel que resultan centrales para analizar la crisis social en la que vivimos actualmente. Castel parte de una premisa: la individuación solo es posible desde un estadio previo de afiliación social. El individuo, antes de serlo, debe recibir unos aportes sociales (escuela, trabajo), y unas protecciones (sanidad, subsidios de desempleo, vejez), sin los cuales la construcción de una personalidad autónoma es improbable. La sociedad de los individuos es por tanto un oxímoron que induce en amplias capas sociales un estado de disonancia cognitiva y de indefensión: «¡debo ser un individuo emprendedor y no lo logro!». Crisis y exclusión serían por ello conceptos pantalla que, según Castel, ocultan la desestabilización de la condición salarial y la desprotección social que devuelve a los trabajadores a las fases iniciales del capitalismo, una situación subjetivizada en el auto-relato de la persona inútil, supernumeraria y sin refugio.
Al precariado se le exige adaptarse a una cultura de lo aleatorio, donde solo el azar decide si un determinado empleo conduce a la ansiada clase media o al paro intermitente. Intermitencia de los tiempos de trabajo y heterogeneidad grupal que impide solidaridades y facilita el ethos del cinismo. Como el Lazarillo en el puente romano, el joven postmoderno se desterritorializa, se convierte en Nadie (para poder adaptarse al perfil que exige el amo), y busca empleo en un mundo ancho, ajeno y en desorden.
La biografía del pícaro postmoderno se construye en torno a un proceso que Castel, en El aumento de las incertidumbres, denomina «individuación por defecto». De ahí las constantes exhortaciones a cuidar de uno mismo: sé emprendedor, aumenta tu capital cultural y social para ser un buen gerente de ti mismo, aprende a vender bien tu currículo, y trata de ampliarlo y diversificarlo para que sirva para el mayor número posible de desempeños.
La imposibilidad de cumplir este programa en un entorno de inseguridad se subjetiviza con malestares etiquetados de marginación. Jóvenes procedentes de familias caleidoscópicas que pueden trapichear con drogas o expresar resentimiento con conductas vandálicas al socializarse en algún grupo marginal, pero en otras temporadas presentan delirios o conductas psicóticas etiquetadas de Trastorno de Personalidad Inestable. Viven al día, pero aceptan amarrarse a un ordenador de la mañana a la noche, o repartir publicidad por horas.
El arquetipo de Castel es el Lazarillo de Tormes que frente al amo que cambia de cara, busca acomodarse, sacar ventaja con pequeñas pillerías (que suele acabar pagando con su cara rota), y termina aceptando cualquier bajeza (los cuernos del Lázaro maduro) con tal de sobrevivir.
Tristán e Isolda: la tragedia de la desafiliación
Leer la leyenda celta de Tristán e Isolda como una «historia de vida» permite a Castel medir su crítica de la intimidad postmoderna con las apologías de Giddens. En sus textos sobre la transformación de la subjetividad postmoderna, Giddens declara su satisfacción porque, por primera vez, se vive el tiempo de la libertad existencial. Frente a la biografía determinada por férreas tradiciones o frente a las promesas del amor romántico que nos sujetaban al pasado, en la postmodernidad vivimos un presente continuo enmarcado en «relaciones puras». El único cemento social que nos mantiene unidos es el sentimiento y la fórmula del contrato íntimo postmoderno dice así: «me mantendré unido a ti mientras dure mi afecto». Según Giddens, por primera vez en la historia, las vidas se determinan por el deseo consensuado: «yo no seré como papá o mamá: cambiaré de pareja, de orientación sexual, de trabajo o domicilio cuantas veces mi autorreflexión y mis balances afectivos lo dicten».
Frente a esta lectura, Castel pone de relieve cómo el amor trágico de Tristán e Isolda, que desborda ese esquema de relación pura, requiere nada menos que la anulación previa de la sociedad y la historia para poder realizarse. El amor de Tristán e Isolda exige borrar la ley moral y la memoria de sus biografías porque allí están –lo quieran o no– las normas que deben suspender, algo que solo es posible desde un ensimismamiento inalcanzable sin una personalidad autista.
Tristán es un huérfano criado bajo nombre falso y, por tanto, ajeno a las leyes de la filiación. Vive como soldado sin linaje, sin hogar, vagabundeando, ajeno a las leyes que rigen el intercambio social. No lamenta su aislamiento, ni desea pertenecer a ningún grupo humano. Isolda, para consumar este amor, y permitir que el deseo triunfe sobre votos matrimoniales y virtudes, necesita borrar su memoria biográfica. El filtro cumple esa función amnésica y el bosque permite a los amantes vivir sin futuro ni descendencia en un lugar fuera del mundo.
Castel concluye que la tragedia emerge cuando lo social ausente se convierte en lo social omnipresente que aniquila a los amantes. Mientras Giddens propone historias de vida que emergen de esas relaciones puras y se acercan a la comedia (sus sufrimientos son extravíos de adicción al sexo remediables en grupos de psicoterapia), Castel nos avisa de la tragedia: como a Romeo y Julieta, la muerte amenaza siempre a quienes intentan suspender las reglas sociales.
Desde el Olimpo, los dioses inmortales no dejaron nunca de recordarnos lo efímero de nuestra condición. De ahí que al final de toda vida aceche la melancolía: tantos proyectos por cumplir, tantas tareas fracasadas… Tras la muerte de Basaglia, Robert Castel dejó escrito, en la dedicatoria de La gestión de los riesgos, que viviría mientras viviese la utopía. Confortados por esa confianza, la deuda que tenemos con él quienes gozamos y aprovechamos su presencia y sus escritos nos obliga a perseverar en ese empeño utópico, y a confiar en que otros retomarán lo que nosotros continuamos.
© Guillermo Rendueles, 2016. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.