En el humor, el ser humano está desnudo
Entrevista con Ettore Scola*
Traducción ANA USEROS
El 19 de enero de 2016 fallecía Ettore Scola, uno de los grandes cineastas de la edad de oro de la comedia italiana. Pocos meses antes el Cine Estudio del CBA le había rendido homenaje con un ciclo que incluyó los principales hitos de su carrera. Minerva se suma a este homenaje recuperando la extensa entrevista que le hizo en 2006 Michel Ciment –director de la revista Positif–, en la que Scola repasó su amplia carrera: sus inicios en el humor gráfico, su paso por el guion, el salto a la dirección, sus colaboradores y colegas, sus influencias o las virtudes de la comedia.
Hay muchos directores italianos, incluso muchos guionistas, que no empezaron su carrera en el cine, sino en el music hall, en la radio o, como es tu caso, en el mundo del chiste gráfico, en la revista Marc’Aurelio.
En aquella época no teníamos la televisión para practicar, pero sí teníamos, en cambio, numerosas publicaciones satíricas, no solamente Marc’Aurelio, la más famosa, sino también Il Travaso, La Tribuna, Don Basilio, Calendrino, Bufamario. A veces no duraban más allá de uno o dos meses, pero fueron un crisol para los jóvenes que querían burlarse de la sociedad. Nosotros leíamos muchas de estas revistas y nos moríamos de ganas de entrar a trabajar en su redacción. Yo empecé a los quince años, cuando aún estaba en el instituto. Hacía dibujos y escribía artículos breves. Luego, gente más experimentada cogía mis bocetos y los ampliaba. Así fue cómo aprendimos también a trabajar colaborando todos juntos y después retomamos esa costumbre a la hora de escribir los guiones del cine italiano. Nos reuníamos dos veces por semana para repartir el trabajo y elegir los temas. Nos ceñíamos a la actualidad, porque la sátira siempre está vinculada a lo que ocurre en el país o incluso en el mundo. También nos veíamos fuera del trabajo, que era otra costumbre que compartíamos con los integrantes del medio cinematográfico de la posguerra. Teníamos ya por lo tanto esa relación estrecha con la realidad que nos diferenciaba del humor inglés, que es más «puro», mucho menos ligado a lo social, a lo político, a la crónica. ¡Cuando hacía bocetos o artículos acerca de la psicología humana, la revista me los rechazaba diciéndome que eso era humor británico! Yo creo que esta característica de la comedia italiana, el vínculo con las cosas buenas o malas que le ocurren a la gente, tiene sus raíces en nuestra experiencia en las revistas de humor. Yo dibujaba y escribía, pero había quien solo dibujaba y otros que únicamente escribían. El mejor de todos, Attalo, una especie de Dubout italiano, que hacía croquis repletos de personajes, era un inocentón y un ignorante que no sabía escribir. Me acuerdo de que un día le pedimos que dibujara un león a dos columnas, porque la maqueta de la revista era a dos columnas. Pues dibujó una fiera formidable entre dos columnas dóricas… Hasta los dieciocho años trabajé en Marc’Aurelio, donde también escribía folletines.
Y también hacías radio.
Sí. Ese fue el origen de todo. Allí conocí, por ejemplo, a Marcello Marchesi, que escribió una docena de películas para Totò. Me preguntó si me gustaría ser su negro, proporcionándole gags que luego él añadía a sus guiones. Yo estaba muy orgulloso de mi trabajo en Totò le Moko, Totò Tarzan, etc. Colaboraba en las revistas musicales de la radio y allí conocí a Alberto Sordi, que aún era muy joven, pero al que ya se le había confiado un programa completo que se llamaba Il teatro di Alberto Sordi. Me pidió que trabajara con él y, durante dos o tres años, le ayudé a escribir personajes que se hicieron muy populares, como el conde Claro o Mario Pio. Antes de convertirse en actor de comedia cinematográfica, Sordi era ya muy conocido gracias a estas emisiones.
Durante una década, a partir de 1954, trabajaste como guionista...
En aquellos años, quizás como una reacción al neorrealismo, que producía películas serias, cuando no trágicas, sobre la Italia destruida por los bombardeos y sobre la pobreza, la primera comedia italiana se caracterizaba por películas bastante superficiales que, sin la menor duda, hacían reír pero que, para lograr ese fin, utilizaban todos los medios a su alcance y no se puede decir que fueran muy honestas. El bien y el mal, la izquierda y la derecha, los italianos y los alemanes no existían en ellas. No transcurrían en las grandes ciudades, sino en los pueblos, con personajes estereotipados, como podían ser la comadre, el farmacéutico, el médico. Todo era un poco falso, reinaba un espíritu unanimista, plagado de buena gente que se abrazaba en paz y concordia. A mí todo eso me parecía bastante cargante, pero funcionaba bien e incluso hay algunas películas logradas, como las dos de Comencini, Pane, amore e fantasia (Pan, amor y fantasía, 1953) y Pane, amore e gelosia (Pan, amor y celos, 1954). Yo participé en ese tipo de películas y mi impresión es que los actores eran mucho mejores que los guiones. Tino Scotti, por ejemplo, un cómico muy bajito que demostró mucho más tarde lo buen actor que era sobre las tablas del Piccolo Teatro, bajo la dirección de Giorgio Strehler. Pero hay que reconocer que la mayoría de las historias que se contaban eran horribles. Poco a poco, la comedia italiana fue cambiando gracias a gente como Age y Scarpelli, que dieron algo de profundidad a los personajes buscando comprenderlos y que trasladaron el lugar de la acción a las grandes ciudades como Roma o Milán, sin renunciar por ello a ocuparse de las clases menos privilegiadas. En la comedia campesina se describía siempre el mismo ambiente, la pequeña burguesía, mientras que, a partir de ese momento, pudimos intentar hacer reír a la vez que hablábamos de los parados y los obreros. Así nos acercamos de nuevo al neorrealismo, porque volvimos a prestar atención al ser humano. A partir de ese momento, alrededor de 1960, comienza, en mi opinión, la era de la gran comedia italiana, la de Comencini [Tutti a casa (Todos a casa, 1960)], Monicelli [I soliti ignoti (Rufufú, 1958), La grande guerra (La gran guerra, 1959)], Risi [Una vita difficile (Vida difícil, 1960); Il sorpasso (La escapada, 1962)] y Pietrangeli [Fantasmi a Roma (Fantasmas de Roma, 1960)]
Con estos dos últimos directores fue con quien trabajaste más regularmente.
Eran dos directores con métodos muy diferentes. Con Dino Risi manteníamos conversaciones brillantes y muy divertidas durante diez o quince días y después nos íbamos cada uno por nuestro lado. Risi no escribía nada y, unas semanas después, todos los guionistas le llevábamos lo que habíamos hecho. Con Pietrangeli era todo lo contrario, escribíamos todos los días en su casa y él pasaba a máquina cada escena. A ambos les debo ser como soy en tanto director. De Dino aprendí la ligereza. Nunca subrayaba más una cosa que otra, ya fuera dónde había que reírse o dónde había que pensar. Tenía una fluidez desenvuelta. Pietrangeli era mucho más organizado (y lo tenía todo calculado de antemano) y mucho más meticuloso que yo. Los dos, cada uno a su manera, influyeron mucho en mi género de comedia.
Aunque ha creado buenos personajes femeninos, Dino Risi es ante todo un retratista del hombre, mientras que Pietrangeli colocaba a sus protagonistas femeninas en primer plano.
Era lo único que le preocupaba. Cuando habíamos terminado una película y volvíamos a vernos para planificar la siguiente, no le interesaba ninguna de las historias que le proponíamos a menos que fueran historias que trataran de mujeres. Había comenzado como crítico en la revista Cinema y ya entonces solo le atraían los problemas, la psicología y el punto de vista de las mujeres. Era una cosa rara en la década de 1950, cuando aún no se usaba ni siquiera la palabra feminismo. Sus referencias eran Madame Bovary y Anna Karenina, más que Ulises o Don Quijote. En la comedia italiana generalmente los personajes femeninos brillaban por su ausencia, eran o putas o madres, pero nunca se colocaban en primer plano. Yo escribí todas las películas de Pietrangeli –excepto la última, Come, quando, perché (Cómo, cuando, por qué, 1969), porque en ese momento estaba rodando en África– y todas se centraban en un personaje femenino, desde Adua e le compagne (Adua y sus amigas, 1960) hasta Nata di marzo (Nacida en marzo, 1957), La parmigiana (La chica de Parma, 1963), Io la conoscevo bene (Yo la conocía bien, 1965), etc.
Aunque llegaste muy joven a Roma, ¿qué influencia han tenido sobre ti tus orígenes meridionales? ¿Cómo han afectado a tu conciencia de la pobreza, de la distancia entre el norte y el sur, a tu querencia por lo napolitano que encarna De Sica en C’eravamo tanto amati (Una mujer y tres hombres, 1974)?
No lo tengo muy claro, no sabría decir en qué medida mi procedencia ha jugado un papel en mi obra cinematográfica. Yo tenía cinco años cuando llegué a Roma. Mi padre era médico de familia en un pueblo del sur de Nápoles y todas las noches salía a caballo para curar a los enfermos de las aldeas. Después de setenta años en esta ciudad, yo me siento totalmente romano, pero quedan cosas, claro... La pobreza, en cualquier caso. Donde nosotros vivíamos la gente no tenía nada. No había un cine, por supuesto, pero es que ni siquiera había un café y los únicos que vivían con cierta holgura eran el médico, el farmacéutico y unos pocos más. Quizá yo conserve de mi infancia una mirada más atenta y más afectuosa sobre los seres diferentes, no solamente los pobres, sino también los discapacitados, intelectuales o físicos, y los miembros menos privilegiados de nuestra sociedad, los marginados, o esa chiquilla obesa a la que sus compañeras hacen el vacío. Estas inquietudes se manifiestan hasta mis últimas películas, como Gente di Roma (Gente de Roma, 2003), pero ya estaban presentes en Il Comisario Pepe (El comisario y la dolce vita, 1969). Junto a Tognazzi, el otro protagonista era un viejo anarquista parapléjico que se desplazaba en un cochecito y atravesaba Vicense despotricando de todo el mundo y denunciando todas las injusticias de la ciudad. Este discapacitado, casi un monstruo, era el único que decía la verdad. En Passione d’amore (Entre el amor y la muerte, 1981) hay también un enano que enseña una lección y aparece también una mujer fea, un hombre tímido. Pienso igualmente en los marginados de Brutti, sporchi e cattivi (Brutos, sucios y malos, 1975)... Esto procede sin duda de mi ciudad natal, Trevico, en el sur, una región menospreciada del país, una región aislada y sacrificada que nunca ha tenido los mismos derechos que el resto.
Estudiaste derecho, aunque no tuviste nunca la menor intención de ejercerlo. El oficio de abogado, de jurista, es también una característica sureña.
En mi caso fue algo así como un refugio. Mi padre deseaba que mi hermano y yo fuéramos médicos como él y nos inscribimos en la facultad de medicina. Mi hermano siguió estudiando y ahora es médico. Pero yo no. El trabajo en Marc’Aurelio me gustaba y sabía que para hacer la carrera de medicina era obligatorio asistir a clase. Así que me matriculé en derecho porque allí podía saltarme las clases.
Tanto en la comedia italiana como en las películas políticas, hay una trayectoria que se emparenta con el periodismo, con la investigación y la preocupación por documentarse.
Son oficios muy relacionados. Hacer una película no es un trabajo semejante al que de un escritor, que escribe una novela en su casa y se la envía al editor. En las películas, en especial en películas como las de Francesco Rosi, hay un parentesco con el trabajo de investigación que practica un periodista y esto ha producido resultados muy buenos. También en el caso de la comedia: cuando ruedo una película sobre los parados, como fue Brutti, sporchi e cattivi, tengo que investigar antes sobre sus condiciones de vida, aprender cosas. Vamos a los poblados de chabolas para saber qué es lo que piensan, de qué hablan. Esto nos viene muy bien para hacer el guion. Hay que conocer a la gente que se quiere describir. Así luego es más sencillo y más auténtico.
Tus películas se diferencian, no obstante, de la corriente realista, incluso de la neorrealista. En Brutti, sporchi e cattivi hay elementos expresionistas, en Una giornata particolare (Una jornada particular, 1977), elementos del kammerspiel y en Dramma della gelosia (El demonio de los celos, 1970) una fantasía desbocada.
Siempre he sentido una enorme admiración por el neorrealismo, pero sabía que nunca podría integrarme ahí, que no sería un epígono. En primer lugar, no sabía si sería capaz. Y, en cambio, sí me sentía capaz de practicar un realismo deforme, tomarme libertades con esa corriente estética. Por eso, de entre todos los grandes maestros de ese movimiento, me sentía más próximo a Zavattini y De Sica porque, a diferencia de Rossellini y Visconti, en ellos sí se produce una intervención de lo mágico, de lo improbable, del sueño de la realidad: si se puede vivir la realidad, también es posible soñarla. En la literatura hemos tenido grandes ejemplos, como la tradición del realismo mágico que vino después del verismo de Verga y sus Malavoglia, con gente como Bomtempelli y Calvino. Este doble nivel, con la realidad por una parte y la fantasía y el absurdo por otra, me fascina. Fellini es un caso aparte. Sus películas, con su imaginación y su dimensión onírica, no encajan ni en la definición del realismo ni en la de lo mágico. Son una categoría en sí mismas, son lo felliniano. Por mi parte, me gusta que el hombre tenga la posibilidad de no ser siempre racional, que pueda crear imágenes inverosímiles, pero no prohibidas. ¿Quién puede decirle a un hombre «tú no puedes volar»? Si él cree que puede volar incluso sin alas, siempre puede hacerlo en su imaginación. Cuando te hablo, tu pensamiento tiene la facultad de ir a donde le plazca y yo no lo controlo. El hombre tiene esta grandeza y esta libertad y yo he buscado recuperarla y estudiarla.
A la hora de trabajar con grandes guionistas como Age, Scarpelli, Maccari o Amidei, ¿qué es lo que te decidía a elegir a uno u otro como colaborador?
Cada uno tenía sus características, es cierto. Amidei, por ejemplo, tenía una increíble capacidad de digresión. Con él se acababa hablando de todo, pero casi nunca de la película. Se tardaban meses en escribir el guion, pero era fascinante escucharlo. Trabajábamos sobre la Revolución Francesa, pero él podía evocar igual de bien la actualidad inmediata, la época de su juventud o Cervantes. Eso le daba su peso a La Nuit de Varennes (La noche de Varennes, 1981) y rellenaba los huecos que podría haber tenido la película. Age tenía una organización «científica» del tiempo de trabajo, a diferencia de Scarpelli, y creo que por eso funcionaban tan bien juntos. Entre los guionistas, Age era como un profesor, mientras que Scarpelli era más bien un alumno, algo disoluto, pero con capacidades de visionario. Age tenía la facultad de la réplica fulgurante, sabía hacer reír, también en la vida real. Sus diálogos secos y precisos son muy reconocibles, mientras que a Scarpelli le interesaba mucho más la historia y su estructura, así como la psicología de los personajes. Con quien más veces colaboré fue con Maccari. Tenía una amplia experiencia teatral y también cinematográfica. Esta experiencia venía bien para la construcción de tramas pero, sobre todo, para precisar y delimitar qué es lo que queríamos hacer. Antes de elaborar un relato hay que tener una idea clara de lo que se quiere contar, hay que definir el proyecto: ¿es una idea moral, social, textual...? Y después ya se puede escribir el guion.
¿Solías estar presente en el rodaje de las películas de las que habías escrito el guion?
Eso nunca se hacía. Excepto en las películas de Pietrangeli, porque él llamaba por teléfono cada mañana para pedirnos que fuéramos al rodaje. Era incluso un poco tocapelotas a este respecto. Cuando estaba rodando en Roma tenía un pase, pero me hacía también ir a Milán o a Parma. Si en el decorado había dos plantas que no figuraban en el guion, empezaba a preguntarse si era correcto o no que estuvieran allí. Y acababa por decidir que había que cambiar una línea del diálogo. Porque un personaje decía que la habitación era triste y gris, pero resulta que ya no lo era, porque había unas plantas. Así que me pedía que modificara mis frases. Con Pietrangeli había que presentarse allí, puntual y obligatoriamente. Y en otras ocasiones fui a ver rodar a Risi o a Gassman, pero eso era para pasar un buen rato.
La comedia italiana no la componían únicamente grandes directores y grandes guionistas, sino también grandes cómicos que eran excelentes actores: Mastroianni, Gassman, Sordi, Manfredi, Tognazzi. Tú ya los conocías a todos de tu época de guionista y eso sin duda facilitó tu paso a la dirección.
Gassman fue quien prácticamente me obligó a convertirme en cineasta. Cuando me tocaba asistir a los rodajes de Pietrangeli, dirigir me parecía una tarea muy aburrida. Pietrangeli tenía la costumbre de hacer treinta o cuarenta tomas de un plano y eso yo no lo podía soportar. Yo estaba satisfecho de estar donde estaba, satisfecho de mi trabajo de guionista para esos directores. Después de La escapada, Maccari y yo escribimos un nuevo guion y, cuando buscábamos un director, Gassman me dijo: «Haz tú la película, yo me siento cómodo contigo». Le respondí que yo no era director y me dijo que nadie había nacido siéndolo. Y así fue como rodé Se permettete, parliamo di donne en 1964, sin ninguna otra experiencia previa.
De entre todos estos actores, Marcello Mastroianni era un camaleón, mientras que al resto les escribías los papeles como si fueran personajes de la commedia dell’arte.
En efecto, en la commedia dell’arte hay máscaras que representan los defectos y las situaciones. Arlequín traiciona a varios amos y siempre está dispuesto a mentir. Polichinela siempre tiene hambre y siempre necesita comer. Y cada máscara representa una región. Lo mismo ocurre en la comedia italiana. Gassman encarnaba el orgullo, el fanfarrón, el matamoros. Sordi es la quintaesencia del romano: bromista, mentiroso, que se cree más inteligente que el resto, que juzga continuamente y que presume de cinismo. En realidad, es el más débil. Tognazzi es el milanés, en apariencia seguro de sí mismo y agresivo, pero que, en el fondo, es vulnerable. Es también un hedonista. Manfredi desearía ser como Sordi, pero es tímido, duda, y ese momento de indecisión es fatal para él en lo que se refiere a las mujeres y al trabajo. Le pierde su lado vacilante. Mastroianni era algo totalmente distinto: no tenía una personalidad cinematográfica tan definida como los demás y se adaptaba a todos los papeles. Fellini nunca hubiera podido actuar, como lo hacía Pietro Germi en sus películas; pero a través de Marcello conseguía interpretar a Fellini, lograba ser él mismo. Mastroianni ayudaba a los directores a convertirse en los actores que no sabían ser.
Con Dramma della gelosia presentaste al mundo a Giancarlo Giannini, que representa a una nueva generación de actores.
Lo había visto en el teatro, donde interpretaba a Hamlet bajo la dirección de Luca Rondoni, en un espectáculo buenísimo. Fui a su camerino para conocerlo y me fascinó su mirada tan viva, tan perspicaz. Le propuse el personaje de Dramma della gelosia, y creo que se complementaba perfectamente con Mastroianni y Monica Vitti. Es el representante de una generación más honrada que la precedente, más rigurosa, más atenta a la política. Después, felizmente para él y quizá también para el cine, conoció a Lina Wertmuller que le despojó de su aire discreto y le ofreció personajes fuertes, muy marcados, con los que consiguió un gran éxito popular. También él se ha convertido en una máscara, y no en el actor mucho más sutil que podría haber sido.
Con el paso del tiempo, uno se da cuenta de que la comedia, que en su momento la crítica progresista o políticamente «comprometida» no solía apreciar, ofrece una mirada mucho más lúcida sobre la realidad que buena parte de las películas dramáticas. Puede que sea porque, como no se toma las cosas en serio, ha sido menos víctima de esa ilusión lírica de determinadas películas serias. En este sentido, es un testimonio mucho más certero sobre la sociedad.
Es cierto lo que dices: después de treinta o cuarenta años, las películas trágicas corren el peligro de envejecer porque expresan los sentimientos de una manera demasiado directa. Incluso en los niveles más elevados. Cuando se escuchan algunos diálogos, a veces suenan falsos: la forma de expresarse ha cambiado y en estas películas hay voluntad de llegar a una conclusión. Por el contrario el humor, aunque también puede envejecer, se queda mucho más fuera del tiempo. La retórica no puede formar parte del humor o de la sátira. En el humor, el ser humano no tiene ropa, el rey está desnudo. En las obras serias, un padre ofendido, un marido cornudo puede cubrirse de oropeles, como pueden ser determinadas palabras dignas. Y esto, con el tiempo, puede convertirse en algo ridículo.
* Publicada en el nº 543 de la revista Positif, mayo 2006. Minerva ha intentado sin éxito contactar con Positif para obtener permiso para esta publicación.
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