El lema que hoy más quiero como definición de mi espíritu es el de creador de indiferencias. Querría que mi acción en la vida fuera, más que cualquiera otra, la de enseñar a los otros a sentir cada vez más por sí mismos, y cada vez menos según la ley dinámica de la colectividad. Enseñar aquella desinfección espiritual gracias a la cual no puede existir contagio de vulgaridad me parece el más constelado destino del pedagogo íntimo que yo querría ser. Que cuantos me leyeran aprendiesen ―aunque poco a poco, como exige el asunto― a no tener sensación alguna ante las miradas ajenas y las opiniones de los demás; ese destino enguirnaldaría suficientemente el estancamiento escolástico de mi vida.
No rocemos la vida ni con la punta de los dedos.
No amemos ni con el pensamiento.
Que ningún beso de mujer, ni siquiera en sueños, se convierta en una sensación nuestra.
Artífices de la morbidez, perfeccionémonos en enseñar a desengañarse. Curiosos por las cosas de la vida, observémosla con atención desde lo alto de todos los muros, cansados de antemano por saber que no vamos a ver nada nuevo o hermoso.
Tejedores de la desesperanza