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WB. Correspondencias

José Manuel Cuesta Abad

Para Benjamin el montaje cinematográfico era un modelo teórico esencial, una metáfora de un proceso mucho más general: «El libro es ya una mediación anticuada entre dos [...] sistemas de archivo. Todo lo importante está guardado en el fichero del investigador que escribió el libro, y sus lectores lo vamos incorporando a nuestros propios archivos». Siguiendo esta lógica, a continuación reproducimos algunas de las imágenes que compondrían un posible atlas iconográfico de Walter Benjamin, su archivo conceptual de imágenes –en ocasiones muy explícitamente, como en el caso del Angelus Novus de Klee, en otras de forma implícita–, como motivo de una serie de reflexiones de José Manuel Cuesta Abad.

En cuerpo de ave cabeza de león, o de bestia infantil, puede que deformada por el terror y la ternura, los ojos otean hacia el lado donde anida el olvido, aunque lo más probable es que no vean nada, ni siquiera el desastre que un día contemplaran, sólo quizá el vendaval que sopla desde el nunca y deja tras de sí restos flotantes de imágenes cifradas. A ellas pertenece, aun sin saberlo, inmóvil en su vuelo, que traza caracteres ilegibles sobre un fondo apagado. Recuerda haber querido despertar a los muertos, pero sospecha hace tiempo si no será uno de ellos. Recuerda haber querido recomponer lo destrozado, y ahora se pregunta qué hacer con sus pedazos. Quimera al fin, o emblema, observa compasivo los ojos que a millares van borrando su efigie. Nada le arrastra ya: a veces se vuelve hacia el pasado por costumbre, quizá un poco aburrido, y no ve más que un futuro de ruinas sucesivas. Las ama ocultamente, no sin cierta nostalgia, pues forma parte de ellas.

Y piensa: el ala no abre el cielo, si un ángel no cae mutilado.

Eran llamados «rhaptas» quienes remendaban trozos de viejas ropas para hacer un vestido, y quienes recitaban cantos memorables, en fragmentos dispersos, eran llamados, lo sabemos, rapsodas...

Misión del poeta moderno en tiempos de opulencia: habitar una chabola de marfil –o de lo que se pueda– en algún condenado suburbio; deambular al anochecer por las mejores calles de la ciudad para recoger los más tiernos brotes de desechos sembrados con primor durante el día; cargar con la propia miseria y con la ajena sin pretensión de virtud en grado heroico; meter palacios, cielos estrellados, campos floridos, cajas de zapatos, frascos vacíos, paraguas rotos, rubias guedejas, nenúfares de plástico, ojos de cristal, relojes de difunto, ínsulas extrañas y a poder ser el mundo entero en unos cuantos sacos; ser caballo y auriga del carro no importa si del heno o de la muerte; llevar al hombro una barricada sin saber muy bien qué hacer con ella, pero con la firme convicción de que ya se le dará algún uso; quitar todo valor a las cosas más valiosas para después sacarles brillo y venderlas muy baratas; ponerse los domingos el traje raído de un contable muerto de apoplejía fulminante en horas de oficina; imitar a los mejores artistas del hambre aun detestando toda vocación ascética; desear lo peor a la sociedad de masas mientras se pide un cigarrillo a un transeúnte; conspirar contra el Estado y el Capital durmiendo en pleno invierno bajo un puente. Todo lo cual se resume en esta breve fórmula: Poesía + Verdad = Lumpenrevolución.

Unos miles de versos y no más de cinco muecas inefables fueron la abreviatura de su vida. A fuerza de aspirar el dulce hedor de los amores muertos y escuchar el mudo lenguaje de las cosas, logró que la realidad se le hiciera imposible. Deseó todo lo que aborrecía y aborreció todo lo que deseaba. Y lo dijo como nadie lo dijera jamás. Ved su rostro: da miedo. Es el de un niño atroz, el de un criminal que atisba en sí el patíbulo, el de un depravado que finge compostura, el de un jacobino ávido de justicia, el de un furioso agitador de chusma, el de un moralista sádico o el de un loco que se ha cortado la lengua con los dientes. Da igual. Ninguno de estos rostros fue de veras el suyo. Quién sabe lo que vieron esos ojos oscuros como boca de lobo. Quedan sólo palabras que hablan de aquellos tiempos como si dibujaran sismogramas fatales de un porvenir ya sido. Quién sabe lo que presiente un gato. Dicen que tiene siete vidas.

¿Y un hombre, cuántas muertes?

A cierta altura las cosas son mucho más dóciles. Con sólo una mirada se abarca una metrópolis, afueras incluidas. El Palais de l’Elysée cabe en un bostezo. Un par de suelas basta para aplastar una revuelta proletaria. Se puede disparar sin miramientos sobre una hermosa dama que de cerca merece la más devota reverencia. Carece de importancia ser prostituta, alcalde, asesino, millonario, policía, sastre, ministro, poeta o sacerdote. Un perro apenas existe y un ómnibus es menos que una rata. Los gritos de la parturienta, el fragor del tráfico, la cantinela del afilador, las chácharas de café, el pitido del tren, los gemidos de los moribundos, las blasfemias del mendigo y las sirenas de las fábricas se funden allí arriba en un místico silencio. En los días despejados se avista un horizonte de fábula que nadie se atrevería a imaginar a ras de tierra. Lo normal allí abajo es el triunfo del tedio, la geometría y el movimiento uniformemente acelerado, o que al alzar la vista hacia el cielo no se vea otra cosa que el vaivén prodigioso de un sombrero arrancado por un golpe de viento.

Entre las curiosidades que ofrece al visitante esta isla feraz de tan bellos parajes, la principal es sin duda la Gran Cueva a la que se accede atravesando una cascada cuyas aguas, límpidas y burbujeantes, caen (todo lo blandamente que puede esperarse) sobre un pequeño lago. Aunque son muchos los exploradores que recibe casi a diario, parece ser que nadie ha llegado aún hasta el fondo, donde se abre una sima, fantasean los isleños, que conduce al paraíso terrenal. Sobre la Cueva corren en efecto muchas leyendas. Unos dicen que en ella fue donde encontró Odiseo la entrada al Hades. Otros que en ella se inspiró Platón para inventar su caverna. Hay quien asegura que allí estuvo el Antro de las Sirenas. Algunos creen que en sus entrañas permanece enterrado el tesoro de Alí Babá. Los más sensatos afirman convencidos que fue durante siglos guarida de brujas, refugio de piratas o simplemente una cueva sin mayor interés, húmeda y oscura como tantas otras. Si vienen por aquí no olviden visitarla. Al cruzar el umbral, fijada en lo alto de la roca, podrán admirar esta otra leyenda en luces de neón: Lasciate ogni speranza voi ch’entrate.

Como quien caza insectos y esmeradamente los clava con alfileres en paneles cubiertos de tela. La taxonomía llega a ser disciplina tan sutil, que se aplica también a los fantasmas. No hay modo de retenerlos. Inmateriales, sus cuerpos fluyen como fluye el instante. Se engañan quienes creen presenciar sus apariciones. Es siempre ilusoria su presencia: y anacrónica. Vienen de otro tiempo y van hacia otro tiempo. Toman cualquier aspecto, pero ninguno les conviene realmente. Se ocultan a menudo en un mismo detalle. Pueden manifestarse en las contorsiones de una ménade, o en los pliegues ondulantes de una túnica, o en la curva que perfila al andar un pie estirado, o en el rictus torturado de un agonizante, o en el zigzag de una serpiente, o en la forma quebrada de un relámpago. Sin embargo, no son lo que parecen. Están hechos de un deseo imposible, tan aciago como el de aquel próspero banquero de Hamburgo que se enamoró perdidamente de la imagen de una ninfa.

La rosa de los vientos del éxito. © Hamburger Stiftung zur Förderung von Wissenschaft und Kultur / AdK, Walter Benjamin Archiv