Entre Marx y Fourier
Traducción Guadalupe González
En septiembre de 1940, cuando Walter Benjamin decidió poner fin a su vida, creyendo que había perdido la partida –por cierto pudor, había dejado pasar todas las oportunidades de ponerse a salvo–, estaba sin ninguna duda muy lejos de creer, siquiera por un momento, que al hacerlo privaría a sus contemporáneos de uno de los testigos más perspicaces de nuestro tiempo.
En septiembre de 1940, cuando Walter Benjamin decidió poner fin a su vida, creyendo que había perdido la partida –por cierto pudor, había dejado pasar todas las oportunidades de ponerse a salvo–, estaba sin ninguna duda muy lejos de creer, siquiera por un momento, que al hacerlo privaría a sus contemporáneos de uno de los testigos más perspicaces de nuestro tiempo.
Marxizante confirmado –pero con una desconfianza siempre alerta frente a toda aplicación dogmática, y con una ironía mordaz hacia toda discriminación demasiado ferviente, que le llevó a denunciar numerosos pasos en falso–, era su propósito salvaguardar, en su vasta erudición (según una sensibilidad absolutamente lírica), todo aquello que en el pasado constituía para él la «sombra de los bienes por venir». Entre estos bienes por venir figuraba la visión de una sociedad floreciente en el libre juego de las pasiones. Su nostalgia aspiraba a reconciliar a Marx y Fourier.
Conocí a Walter Benjamin en el transcurso de uno de los encuentros de Contre-Attaque, nombre adoptado por la efímera fusión de los grupos que rodeaban a André Breton y Georges Bataille en 1935. Después, Benjamin fue un asistente asiduo al Collège de Sociologie: emanación «exotérica» del cerrado y esotérico grupo Acéphale, que cristalizó en torno a Bataille después de su ruptura con Breton. A partir de ese momento, Benjamin asistió de vez en cuando a nuestros conciliábulos.
Desconcertado ante la ambigüedad de la a-teología «acefálica», Walter Benjamin nos objetaba las conclusiones que había sacado de su análisis de la evolución intelectual burguesa alemana –es decir, que en Alemania «la sobrevaloración metafísica y poética de lo incomunicable» (en función de las antinomias de la sociedad capitalista industrial) había preparado el terreno psíquico favorable a la expansión del nazismo–. Entonces intentó aplicar su análisis a nuestra propia situación. Discretamente, quería mantenernos en vereda: a pesar de la apariencia de una incompatibilidad irreductible, nos arriesgábamos a hacerle el juego a un puro y simple «esteticismo prefascista». Se aferraba a este esquema interpretativo, todavía fuertemente influido por las teorías de Lukács, para superar su propio desasosiego, e intentaba encerrarnos a nosotros en este tipo de dilema.
No había acuerdo posible en este punto del análisis, porque sus presupuestos no coincidían en ningún respecto con las condiciones y los antecedentes dados en los grupos formados sucesivamente por Breton y Bataille, particularmente en Acéphale. Por nuestra parte, le preguntábamos con la mayor insistencia sobre el que creíamos que era su fundamento más auténtico: su visión personal de un «falansterianismo» renovado. A veces hablaba de él como de un «esoterismo» que sería a la vez «erótico y artesano», subyacente a sus concepciones explícitamente marxistas. La puesta en común de los medios de producción permitiría sustituir las abolidas clases sociales por una redistribución de la sociedad en clases afectivas. Una producción industrial libre, en vez de esclavizar la afectividad, ampliaría sus formas y organizaría su intercambio; en este sentido, el trabajo se convertiría en el cómplice de los deseos, y dejaría de ser su compensación punitiva.
Publicado originalmente en Le Monde, 31 de mayo de 1969. © Le Monde, 1969.