Noche, memoria, ruina
Entrevista con José Manuel Caballero Bonald
Imagen Minerva y Fundación Caballero Bonald
El poeta y escritor José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926) es una de las voces más significativas de la literatura española contemporánea. Fue profesor universitario en Bogotá y es Doctor Honoris Causa por la Universidad de Cádiz. Su amplia obra –poesía, novelas, ensayos y memorias– le sitúa en un lugar preeminente de la memoria literaria de nuestro país y le ha hecho merecedor de numerosos galardones, como el Premio de la Crítica, el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el Premio Nacional de las Letras, el Premio Nacional de Poesía y la Medalla de Oro del CBA. En 1997 fue declarado Hijo Predilecto de Andalucía.
La edad no parece hacer mella en José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926), quien a sus ochenta y cuatro años mantiene un ritmo envidiable de actividad pública y editorial. Recién publicada una antología de sus poemas nocturnos y de tema marino (Ruido de muchas aguas, Visor, 2011), acaba de cerrar nuevo libro, un largo poema autobiográfico en versículos que supone un quiebro formal innegable con respecto a títulos anteriores. Un libro que él mismo contempla «lleno de una energía [...] que me rejuvenece», la misma que se aprecia o transparenta en la forma con que sale a recibirnos y nos acompaña hasta un extremo del salón familiar, atestado de libros –y alguna que otra maqueta de barco– y sin embargo espacioso, habitable. Hay en sus maneras una mezcla de reserva, simpatía y curiosidad astuta que otorga a cada frase un raro énfasis, la curva de una entonación que atiende a los engarces pero cuida también el conjunto, su equilibrio interno. No hay cansancio, la atención no decae, y hasta el final se percibe el trabajo de una mente alerta, que ha preparado sus respuestas pero no se resiste a improvisar sobre la marcha. Como en sus poemas, se percibe aquí «la vigilante / sed de vivir de mi palabra».
En un breve poema de Descrédito del héroe (1977), «Del diario de Kafka», define la escritura como «metódica / copia de mi agresividad / contra mí mismo». Resulta una definición enigmática, cuanto menos: la creación como un espacio de violencia y heridas autoinfligidas. ¿Hasta qué punto le sigue pareciendo válida esta afirmación?
Lo que pasa con los poemas es que la experiencia que los motivó se te va olvidando un poco con el tiempo. En estos versos, en concreto, creo que se manifiesta cierta impotencia, una incapacidad para sacar a flote un determinado proyecto poético; hay una agresividad contra mí mismo, quizá por esa cortina que se interpone entre el pensamiento y la escritura. Por otro lado, también creo que la poesía tiene algo de violencia contra uno mismo, contra la propia intimidad, porque estás forzando unas actitudes y un mecanismo mental que a lo mejor no tienes normalmente. Hay ahí una violencia, desde luego. Pero aquí yo creo que es simplemente por la impotencia, por la imposibilidad de escribir.
Un rasgo muy atractivo de su poesía es que la palabra, como explica Pere Gimferrer, «vive de la palabra». Quiero decir que se percibe, en la lectura misma, cómo el lenguaje va generando su propia materialidad, ramificándose, propulsándose a sí mismo (en parte gracias a los encabalgamientos, las sugerencias léxicas y fonéticas, las vueltas y revueltas de la sintaxis) hasta crear una realidad autónoma.
No dispongo realmente de ningún método de trabajo en este sentido. Me atrevo a decir que tengo el don de la selección repentina de unas palabras que, juntas, producen un primer material poético aprovechable, ya sea por su carácter inusitado o incluso por su propia calidad fonética. De pronto, en los momentos más impensados o inoportunos, me salen al paso esas palabras que pueden ser el inicio de un poema. Son palabras que abren una puerta, te muestran un camino, y por ahí empiezo a andar, formando un verso a partir del anterior. La poesía para mí es una cuestión de imágenes, de palabras que forjan esa imagen. El único argumento de la poesía es la palabra. Y ni siquiera hace falta que esa palabra responda a una noción previa de la realidad. El pensamiento lógico se subordina en este caso a la intuición iluminadora. Y en este sentido sí corrijo bastante. De muchos poemas míos últimos hay tres o cuatro borradores.
Sobre todo a partir de Diario de Argónida (1997) percibo el gusto por los finales rotundos, entre sentenciosos y aforísticos, como una suerte de resolución de las tensiones desplegadas en el poema. ¿Esto es algo consciente? ¿Puede verse como un intento de controlar en lo posible la esencial ambigüedad de la escritura poética?
Es muy consciente, muy meditado. A medida que escribo necesito que el poema tenga algo de cierre, de llave que cierra la continuidad del pensamiento poético. Me agrada ejercitarme en esa práctica, buscar esa especie de desenlace del poema con una sentencia, una posible máxima que sirva de colofón. No sé si eso mitiga la ambigüedad intrínseca del poema, pero a lo mejor la hace más atractiva. Con frecuencia (como en «Mi error fue un día abrir un libro», de Jack London, o «Ni está el mañana ni el ayer escrito», de Antonio Machado), hay líneas o versos ajenos de los que me apropio sin indicarlo, entre otras cosas porque se conocen, en un entorno mínimamente afín.
Forma parte también del placer cómplice del lector... Pero ese verso sentencioso que cierra el poema, ¿viene antes o después que él?
No, nunca arranco de ese verso, es un broche deliberado, el colofón que explica un poco el contenido del poema, al menos hasta cierto punto.
Al menos en dos de sus libros centrales (Descrédito del héroe y Laberinto de fortuna) ha dado protagonismo al poema en prosa, tan del gusto de los poetas modernos desde al menos Baudelaire. ¿Qué encontró en esta forma que no hallaba en el verso métrico? ¿Tal vez una deriva hacia la prosa narrativa o la estampa más o menos descriptiva?
En Ágata ojo de gato hay ya una especie de injertos meditativos, reflexivos, de algún personaje, que son poemas en prosa, y como lo hice en Ágata... también empecé a hacerlo en Descrédito del héroe. Más que de poema en prosa, me gusta hablar de poema dispuesto tipográficamente como si fuera prosa. Y quiero pensar que elegí ese conducto formal para dar mayor posibilidad a la eliminación de esa cortina entre el pensamiento y la escritura. Es un sistema más adecuado que el verso o el versículo para canalizar según qué intuiciones. Ahí pienso que el lector puede tener una mayor libertad interpretativa, el propio mecanismo de la lectura se adapta mejor a lo que quiero decir en esos poemas, que suelen ser más narrativos. No tanto en Laberinto de fortuna, todo él poemas en prosa y a veces herméticos. En Descrédito del héroe, cuando incluía poemas en prosa, es porque me parecía que el verso no se ajustaba bien a su carácter narrativo.
Lejos de entender la escritura como una forja de certezas, de realidades estables, diría que se opera una lectura disgregadora del pasado, una aceptación o rúbrica del carácter inestable de lo vivido, que a su vez planea de manera ominosa sobre presente y futuro. ¿Qué pesa más en su trabajo poético, la memoria o la imaginación? ¿O es la memoria, más bien, un subproducto de la facultad imaginativa?
Aclarar el pasado es siempre dificultoso, yo creo que todo el que recuerda se equivoca de algún modo. Al pasado sólo te puedes aproximar. En todo caso la memoria es para mí esencial en el trabajo creador. Yo parto de la memoria, es el punto de arranque, el factor desencadenante de la acción poética. Pienso que si padeciera amnesia no podría escribir. Claro que esa memoria, esa recuperación de lo perdido, se transforma, se modifica a medida que se escribe, de acuerdo siempre con las necesidades o las exigencias de la propia escritura. Voy deformando ese recuerdo que yo veo nebuloso pero que intento aclarar a medida que avanzo en el poema. No me importa que quede a medias tintas, porque lo que quiero es modificar esos recuerdos de acuerdo con la necesidad del poema. Esa actitud, en el fondo, se moviliza a partir de la imaginación, que es la que va generando esa realidad paralela que contiene la poesía, una realidad que no se corresponde para nada con la realidad exterior al poema.
Eso también ocurre en las memorias, donde hay, como es lógico, un relato muy prolijo del pasado, pero también sucesos importantes que quedan en la bruma, como simples apuntes... ¿Por qué sus memorias se detienen en 1975? ¿Tenía acaso la sensación de que estaba demasiado cerca de los hechos para rehacerlos en la escritura?
Hay ahí una frontera cronológica y humana fundamental que es la muerte de Franco. Para mí la muerte de Franco marca una frontera entre dos episodios, un fin de trayecto y un punto de partida. Ahí se zanja una experiencia vital vivida durante muchos años, el franquismo, y se abre un horizonte difuso sin posibilidad de averiguar qué iba a pasar. Interrumpí ahí las memorias y luego ya no quise prolongarlas porque esa zona de la transición me resulta bastante confusa. Yo viví a fondo esos años, que fueron para mí los peores, peores que el franquismo, del 75 al 82, la violencia desatada por parte de la extrema derecha, de la extrema izquierda, la matanza de los abogados de Atocha, la violencia de ETA, los secuestros... era realmente una violencia callejera tremenda. Me costaba trabajo volver sobre todo eso, reconstruirlo, y más que trabajo una pereza sentimental. Me daba agobio volver sobre eso. Y lo dejé, abandoné la posibilidad de que se prolongaran. Además, la experiencia vital de esos años estuvo para mí llena de contradicciones, de pensamientos enfrentados. Lo pasé mal.
Quizá, como apunté antes, tiene que ver también con el hecho de que es un pasado demasiado cercano,demasiado reciente, que no se deja mitificar...
Yo pienso que las memorias, como cualquier otro género literario, incluida la poesía, son ficción. No escribo mi autobiografía, sino que selecciono una serie de episodios de mi vida que puedo escribir a mi manera. La literatura del yo es muy ambigua, no me acuerdo de todo lo que he vivido. Pero de lo que no me acuerdo bien y quiero contar, esos olvidos los ocupo con la invención literaria. Mi novela está llena de invenciones. También la verdad se inventa, decía Machado. Ahí está inventada una verdad presunta, que pudo ocurrir pero que tampoco es fehaciente.
En esta labor, como ya he dicho, me dejo llevar por la imaginación pero también por la palabra. La palabra para mí es esencial. No puedo escribir realismo plano a la carrera o sin corregirlo, sin recrearme en las frases, la sintaxis, la morfología, el léxico... todo eso lo tengo presente. Pienso que la literatura está hecha con palabras y que hay que cuidarlas. Si no se cuidan te conviertes en un escribiente o en un escribidor.
¿Qué papel ha jugado el mito en su obra, sobre todo a partir de Descrédito del héroe?
El mito es parte sustancial de mi sentido estético. Me parece que el aprovechamiento de elementos mitológicos con fines literarios es algo que cada vez tengo más cercano, me ocupa más tiempo. Eso arranca a finales de los años sesenta o principios de los setenta, cuando releo con atención, meditación y yendo a varios textos a Homero, a Virgilio... La Odisea y la Eneida me siguen pareciendo de una riqueza tal de posibilidades, hay tantos cabos sueltos que quedaron ahí por aprovechar... que de vez en cuando aparecen en mi obra. Y pienso además que el mito, como elemento enigmático, le va muy bien al carácter de un poema, a lo que quiero hacer en mi poesía.
Hay una noción casi omnipresente en su obra de lo real como ámbito asfixiante, ahogador: las rutinas y obligaciones cotidianas, las exigencias ajenas, la insistencia misma de los otros por hacerse presentes en la vida de uno (qué terror de repente en los timbres), resultan agobiantes. Pero ni la noche ni la escritura, ambas tan ambiguas, parecen más que soluciones transitorias, de modo que terminan siendo tan asfixiantes como la realidad primera. ¿Qué ha supuesto la noche, desde un punto de vista simbólico, metafórico? ¿Y qué espacio de libertad le queda, finalmente, al yo?
Esa es una cuestión muy intricada. En teoría la libertad debe ser total, pero no sé hasta qué punto he sabido aprovecharla. Hay una cita de Claudio Rodríguez en mi último libro, La noche no tiene paredes («Bienvenida la noche y su peligro hermoso»), que sintetiza bastante lo que significa para mí la noche. La noche como imagen, digamos, de la ambigüedad, de la indeterminación. Yo pienso que todo poema es indeterminado, o no se termina nunca, o no se sabe lo que el poeta de verdad ha querido decir. Te aproximas, pero es una lectura presunta, no segura. La noche ha sido siempre para mí la imagen de la imposibilidad del oficio de escribir tu propia intimidad: nunca llegas a saber del todo si te has explicado o no bien. Y luego está su dimensión de aventura: yo me considero un aventurero frustrado, y en este sentido mi afán de aventura hace que la noche siempre sea como el ámbito donde uno puede vivir lo que no se vive de día; el ámbito que ignora las restricciones de la luz diurna.
Pero también («Versículo del Génesis») es un ámbito amenazador: «por las ventanas, por los ojos / de cerraduras y raíces / entra la noche»; es un trueno que «recorre salas de hospitales», un «bulto / de mar vacío y de caverna»... En estas imágenes la noche es un espacio que acaba oprimiendo como oprime la misma rutina diurna.
Ahí hay una tendencia que he tenido siempre al malevolismo, a buscar las zonas oscuras, las negruras, los episodios negativos de la vida, el paso del tiempo, la agresión externa, la violencia de cada día, la muerte... Me gusta mucho usar todos estos elementos negativos como temas de fondo; no es algo que yo desarrolle a partir de una temática fija, sino que esa tendencia al malevolismo me atrae mucho. Me parece que ese veneno que yo tenía de joven cuando empezaba a ser poeta lo he conservado de viejo; me sigue gustando mucho el aspecto venenoso de la realidad.
Hay ahí un acicate, una rabia que ayuda a reponer fuerzas. Y es algo que también está presente en las memorias. Me atraen esos apartes donde salda cuentas con algunas figuras, literarias o no, con el estilete de una prosa mordaz, con mucha ironía.
Yo soy bastante severo conmigo mismo: la parte primera de mi obra no la salvo y la critico, soy exigente y no comparto lo que hice en los primeros libros. Y lo digo. Yo creo que lo hago porque es como si esa actitud conmigo mismo me autorizara para poder decirlo de los demás. Si lo digo de mí, por qué no voy a criticar a alguien que no me gusta por algo. No quise callarme. Cuando estaba terminando las memorias ya me había hecho viejo y pensaba que no tenía edad de callarme.
Sus poemas tienen mucho de construcciones orgánicas en las que la palabra se toca, se huele, se saborea incluso. Hay un paralelismo evidente con la fascinación que le despierta lo material, los estratos del mundo físico, los limos y detritos que acarrean o producen los objetos a lo largo del tiempo. Una fascinación ambigua, como casi todas, que limita con la atracción del sexo y también de la muerte. Y le pregunto: la materia del poema, ¿es el fruto de una voluntad de hacer o el testimonio de un deshacer, de la acción destructora del tiempo (por no mencionar nuestra propia desidia)?
Creo que es muy intrincado de explicar por mi parte, y creo también que tiene algo de autoimproperio. El paso del tiempo lo he sentido incluso en mi segunda juventud; cuando maduré, antes de hacerme viejo, ya sentía la atracción de la destrucción. En otros compañeros de generación eso ha sido autodestructivo, porque casi todos han hecho lo posible por acelerar su muerte, se han negado a sobrevivir. Yo no he llegado a tanto, pero me ha causado siempre una mella imborrable el hecho del tempus fugit, el tiempo que se va que no puedes contener y que de alguna forma está horadando, socavando, tu entereza o tu posibilidad de sobrevivir. Me abruma, me causa verdadera depresión. Y cuando me viene a la cabeza mientras escribo un poema, aunque no tenga nada que ver, de pronto puede surgir, relampaguear, el arrastre de los limos, como dice usted, de la historia, de todo lo que ha quedado convertido en detritus porque ya la vida ha pasado por encima. Pero son aspectos muy intrincados y me cuesta trabajo explicarme a mí mismo por qué lo hago de verdad. A lo mejor es una intuición como otra cualquiera de la cercanía de la ruina total. La gran certeza –en algún poema hablo de eso– es la muerte. Es lo único que sabemos que va a ocurrir de verdad, lo demás son posibilidades, conjeturas, aproximaciones.
Recuerdo un poema de Diario de Argónida, «Cotejo de fuentes», en el que se demora con verdadera delectación sensorial en esos paisajes de desmonte, a caballo entre la ciudad y el campo, ruinosos y abandonados, llenos de desechos...
En este último libro hay mucho de eso y hay un capítulo dedicado a una fase vital de mi historia personal. Matafalúa, era como la descripción de un prostíbulo, los desmontes de Matafalúa...
Con eso construye el poema, con los materiales que uno encuentra en la destrucción del mundo. ¿Es posible que haya, al fondo, cierto afán quizá inconsciente de redimir la materialidad grosera del mundo gracias a la palabra poética?
Yo creo que la poesía siempre redime de algo. Te salva, te libera. Es como lo que los psiquiatras llaman objetivación: a medida que cuentas lo que te ocurre por dentro te liberas de esos fantasmas. En el último libro hay un capítulo dedicado a algo que me ocurrió al poco de llegar a Madrid... Yo iba a la búsqueda de materiales poéticos en un sentido casi romántico y frecuentaba los bajos fondos, no los prostíbulos, sino los bares de ínfima categoría con perdedores, gente extraviada, enloquecida; me atraía esa negrura como algo de gente que no quería escapar de ese mundo siniestro en busca de posibilidades redentoras. Eso se me quedó muy grabado, la curiosidad por lo negro, por lo oscuro, por la gente que pierde y vive marginal.
Eso está en Gil de Biedma, en el Juan Goytisolo de la primera época, cómo van casi de excursión a los bares de la Barceloneta, ese impulso tan baudeleriano...
Gil de Biedma, Paco Brines, que también tiende a ese mundo de las negruras de la noche que envuelve y torna indeciso lo que parece claro.
¿Cómo ha surgido este último libro inédito? Porque noto un tono diferente al de Diario de Argónida o La noche no tiene paredes, donde abunda el poema de extensión media, muy métrico, con muchos encabalgamientos, un poema muy abrochado rítmicamente y con una dicción barroca y a la vez áspera, prosaica. Siempre le he visto como una reticencia a dejarse arrastrar por su propia maestría verbal, empeñado en apretar los tornillos al poema, torcerle el cuello al cisne.
Yo empecé siendo un poeta bastante barroco, sí, de un barroquismo muy rudimentario, obvio, o más bien retórico en la búsqueda de palabras bellas para llenar un vacío. Eso lo fui abandonando. Y se me quedó la fijación de que no podía volver a hacer ese tipo de poesía y que tenía que hacerla mucho más austera. Por una parte, esa preocupación por resistirme a mi propia facilidad, y por otra, el deseo de que el poema se abrillante. De ese frotamiento o enfrentamiento es mi poesía de ahora. Me parece que es bastante contenida pero eso no significa que esté limitada desde el punto de vista verbal.
Sin embargo, en este nuevo libro, del que sólo he podido leer fragmentos, hay otro tono. Me ha parecido incluso al leerlos que podía ser un libro escrito en los años sesenta y que hubiera mantenido inédito: está escrito en un tono muy juvenil, con una exuberancia rítmica sorprendente en comparación con libros anteriores.
A mí también me ha sorprendido, pero en realidad es un libro muy reciente que empecé a escribir hace menos de un año, a poco de terminar el último. Empezó a producirse ese deseo de hacer un libro largo autobiográfico y vi que debía recurrir al versículo, un versículo libre con música interior, sin puntos ni comas, en el que se combinaran heptasílabos, endecasílabos, alejandrinos... Esto nunca lo había hecho, me parecía incluso que era una cosa de alarde vanguardista, que no tenía sentido hoy en día, pero es que me ha salido así. Incluso cuando lo leo ahora me alegra que el tono sea ese porque me rejuvenece. El libro está lleno de esa energía que ya me falta, porque ya no tengo energía para nada y menos para escribir un poema largo. Y sin embargo hay una exuberancia juvenil, una efervescencia de muchas cosas que se van juntando en el poema, que se encadenan hasta constituir un libro-río, o un poema-río.
¿Es también, como algunos de los anteriores, un libro dictado por la rabia, por ese espíritu insumiso que ha mencionado otras veces?
No, aquí ha habido como un deseo de confesión, de resumir una serie de hechos vividos por mí, una memoria fragmentaria. Podría ser otro capítulo de mis memorias o llevar la palabra «memoria» en el título. Porque eso es lo que es.
¿Cambia lo que somos al contarlo? ¿Ha tenido alguna vez la sensación de que al contar sus circunstancias cambiaba su manera de enfrentarse al mundo, o más bien la escritura no cambia nada y es sólo un acto testamentario, notarial, obviamente modificado y condicionado por la imaginación, por la memoria y la palabra?
No sé si cambia para bien o para mal. Escribir poesía te puede enfrentar a situaciones muy límite; a veces, cuando he escrito poesía he tenido temor por mi propia integridad psíquica, me he asustado de meterme demasiado en el poema y de salir quebrantado, menoscabado, en mi personalidad. Pero yo en el fondo pienso que la poesía no cambia nada, que no necesita siquiera que tú cuentes de verdad lo que ocurre. La poesía admite mentiras, toda clase de conspiraciones con la mentira, porque lo único que importa es que el poema sea una entidad independiente, un artefacto que tenga su valor con independencia de que tú lo hayas escrito o no, de que cuentes o no tu propia vida. Generalmente es natural que la experiencia esté en la obra, pero esa experiencia es modificada, alterada siempre a través del proceso creador.
¿Y en las memorias tiene también la sensación de que estaba llegando a zonas que no eran de su gusto? Porque hay episodios donde se le ve a una luz poco favorable, que es precisamente lo que le concede legitimidad para poder juzgar a los demás.
Sí, claro. No tanto como en el poema, porque en el poema la expresión, la síntesis que supone la poesía, es mucho más intensa. En las memorias también me ocurría que estaba metiéndome en unas honduras que me producían verdadero desequilibrio pero lo hacía con gusto, por el placer de crear algo que me parecía que estaba bien escrito.
Y luego en las memorias, como en la poesía, algo que me parecía esencial es la autodefensa. Saber que estoy defendiéndome de algo con lo que estoy en desacuerdo o, por el contrario, saber que estoy alabando algo que me gusta. Pero me interesa sobre todo el carácter autodefensivo de la poesía. Es como una sustancia, no me hace falta que en el poema yo cuente nada, no hace falta que mencione la guerra de Irak, por ejemplo, porque en la propia palabra que estoy usando está la iracundia, o la cólera, o el desdén.
¿Cómo ve el paisaje de la nueva literatura?
En poesía me parece que no se ha mejorado mucho, aunque no estoy muy al tanto, la verdad. Soy lector y me gusta ser lector de la poesía joven. Lo que más me atrae es la ramificación simbolista de ciertos poetas jóvenes que no siguen esa línea figurativa realista que ha estado tan en boga. A mí esa poesía obvia, explícita, no me interesa mucho, pero veo que hay jóvenes que están intentando ahondar en un nuevo simbolismo y eso me interesa. La poesía española siempre se ha mantenido en un cierto plano de dignidad, con elementos de apogeo de innegable interés. En la novela quizás menos, sobre todo por la sujeción a la realidad; no se liberan los novelistas de insistir en una literatura muy realista, sin indagar, sin capacidad de buscar nuevos procedimientos. Salvo algún episodio aislado lo demás me interesa más bien poco.
Ciertos poetas del cincuenta (Claudio Rodríguez, José Ángel Valente, Carlos Barral, Antonio Gamoneda, usted mismo) efectuaron, cada cual a su modo, una poderosa aleación de elementos experienciales sometidos a una intensa elaboración verbal e imaginativa. Y da la impresión de que los poetas posteriores han movido el péndulo bien al extremo verbal bien al extremo de la experiencia vital. Se ha perdido un cierto equilibrio, como si muchos se quisieran quedar sólo con una cara de la moneda.
No se ha producido ningún grupo poético de especial interés después del cincuenta. Porque los novísimos no existían, como tal grupo no tenía consistencia y era más bien un invento editorial. Y casi todos ellos se han diluido. Quedan Guillermo Carnero, Gimferrer o Martínez Sarrión, pero los demás se han ido perdiendo.
Usted ha vivido en Colombia y estuvo además, al comienzo de su estancia en Madrid, con los jóvenes escritores latinoamericanos del Colegio Guadalupe. Vivió allí y conoció la realidad hispanoamericana. ¿Hasta qué punto sigue siendo una asignatura pendiente en la literatura peninsular ese diálogo con Hispanoamérica? ¿No se ha ido suturando poco a poco esa grieta?
Ha habido alguna tentativa pero por lo común fallida. A mí me parece que hay un desacuerdo, un desentendimiento mutuo y general. Los poetas latinoamericanos a lo mejor no se interesan mucho por los españoles y al revés, y eso es un error porque la lengua es la misma y la literatura escrita en una lengua debe enfocarse bajo el mismo prisma crítico e histórico. Yo estoy muy vinculado a la literatura hispanoamericana casi por razones familiares: mi padre era cubano, he vivido años en Colombia, en Cuba, y mis primeros amigos de verdad literarios fueron poetas hispanoamericanos: Jorge Gaitán, Eduardo Cote, Ernesto Cardenal, Martínez Rivas, Ernesto Mejías Sánchez... Todos ellos estaban en el Guadalupe y nos veíamos a diario. Y luego mis maestros primeros en prosa, aparte de Juan Ramón Jiménez y Valle-Inclán, y Cernuda quizás, fueron latinoamericanos: Rulfo, Onetti, Carpentier, Lezama Lima, Borges...
Realmente en mi promoción, por volver a la pregunta anterior, hubo dos o tres poetas magníficos, que veo comparables a los de cualquier literatura europea del momento, incluso superiores. A mí Valente me parece un poeta inagotable, espléndido, que desarrolló una poética y un sentido de la responsabilidad del poeta magníficos. Y Barral es un gran poeta muy mal conocido, muy mal leído. Luego hay otros escritores de mi generación que me interesan menos, Gil de Biedma, Ángel González, que eran muy buenos amigos míos pero a los que no me siento muy próximo. Y Claudio Rodríguez desde el principio, desde Don de la ebriedad, escrito con 17 o 18 años, es un poeta singular y lleno de atractivo. Que se repita un momento así no es muy fácil.
Da que pensar, porque se supone que se formaron en tiempos de penuria y dificultad...
La historia literaria es un vaivén. Mira los grandes poetas barrocos que surgieron en plena decadencia de la política y la cultura españolas, aquella España miserable de Felipe III y Felipe IV que perdió todo el dinero que tenía en guerras. Y ahí había poetas espléndidos. No tiene nada que ver. En pleno franquismo se dio una buena literatura. No hay dictadura ni censura capaz de amordazar el interior del escritor. Nosotros no teníamos prisas, íbamos escribiendo los libros según nos venían, y no había tampoco estos prestigios de la prensa, de los suplementos literarios. Nadie hablaba de nosotros.
No sé si está de acuerdo con el dictamen de ciertos escritores de su promoción (Valente o Goytisolo, para empezar) que han acusado a la sociedad española de ser una sociedad de nuevos ricos. ¿Cree como ellos que la cultura española ha estado aquejada todos estos años, quizá desde la transición, de cierto «novorriquismo»?
Yo creo que sí. Ha habido mucha frivolidad, mucho sentido del escaparate, de la fama. Parece que el hecho de ser escritor lleva consigo la aspiración a salir en la televisión y los periódicos y a ser famoso socialmente. Cuando realmente el escritor de mi edad, cuando era joven, lo que quería era escribir en el mayor aislamiento, sin preocupaciones de ese tipo. Ahora la sociedad y la vida han cambiado, y los mecanismos de producción y divulgación de la obra literaria van por otros derroteros. Y el escritor se somete a esa mercadotecnia, lo cual a mí me coge muy a trasmano. Yo no aspiro a ser famoso, aspiro a ser buen escritor.
© Jordi Doce, 2011. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons. Reconocimiento – No comercial – Sin obra derivada 2.5. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
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