Eisenman revisado: abrir el juego
Traducción Ana Useros
El gran arquitecto y teórico de la arquitectura británico Kenneth Frampton (Woking, 1930) analiza en el siguiente artículo la obra del arquitecto norteamericano Peter Eisenman.
Johannes Huizinga, Homo Ludens
La muerte de Dios ha tenido muchas consecuencias, de las cuales no es la menor el tener que arreglárnoslas sin él. Esto nunca fue tan evidente, quizás, como en la crisis de la cultura moderna, con la que nos familiarizamos cada vez más a medida que avanza nuestra era industrial. No fue una gran sorpresa que el espejismo del paraíso celestial se desvaneciera con la renuncia de su guardián, pero que el paraíso en la tierra tuviera que desaparecer con él ha sumido a los miembros más sensibles de nuestra especie en un estado de shock. Ahora que nos confrontamos con el silencio de nuestro triunfo científico y con el vacío de nuestro corpus espiritual, empezamos a darnos cuenta de que puede que no haya nada ahí, excepto el reflejo de nuestra propia destreza logarítmica y el paisaje inacabable de una naturaleza arrasada y desencantada. Nos hemos convertido en los demiurgos de la polución, en lugar de en la temerosa progenie de una deidad que había determinado nuestro destino con anterioridad. Ahora que finalmente estamos, por decirlo así, «libres de valores», el objeto de nuestro deseo se ha vuelto oscuro.
La vanguardia «positiva» sin utopía no tiene raison d’être y el agotamiento espiritual de la difunta Ilustración se diría que procede de la misma causa, a saber, que el destino progresivo de las especies ya no es manifiesto. Hay que conceder que la vanguardia «negativa» original de la primera mitad del siglo reconoció con toda prontitud esta aporía racionalista. Lo hizo, sin embargo, desde el interior de los inhibidores privilegios de una sociedad relativamente tradicional y en contra de la seguridad de una homeostasis ecológica que aún no había sido destruida por la máquina. Ahora, a finales de siglo, nos encontramos en suspenso, como homo ludens, dentro de los límites de un juego engañoso y potencialmente autodestructivo; entre la tranquilidad a menudo autoengañosa de nuestros últimos logros tecnocientíficos y la perspectiva nihilista de una guerra termonuclear. Dice mucho de nuestra avaricia cartesiana el que tengamos que dedicar nuestra atenuada inteligencia a imaginar métodos más y más sutiles para determinar la naturaleza del caos. Al filo de alguna penúltima devastación nos negamos a renunciar a nuestra simplista creencia en que la razón y la invención prevalecerán y en que, de alguna u otra forma, la «mejor manera» de Taylor logrará reconciliar al hombre y la naturaleza.
Es una prueba de la inteligencia de Peter Eisenman el que elija comenzar un comentario sobre su obra con un prólogo de este tipo. Una de las razones para esto es que la obra de Eisenman sigue siendo, por encima de todo, avant garde après la lettre. Al mismo tiempo, la crisis de la razón, que en su obra se encuentra subrepticiamente representada, deriva en parte del vacío dejado por la pérdida de la utopía. A favor de Eisenman habla el que sea capaz de preservar su esteticismo lúdico, como una forma de «silbar en la oscuridad». Y dice aún mucho más el que, a diferencia de los simulacros travestidos de la transvanguardia, haya optado por resistir los embrujos del mercado del arte y las concomitantes manipulaciones del demasiado calculado consumismo cultural de hoy. Su arquitectura sigue siendo, no obstante, un juego, diseñado, en parte, como una ficción para evadir así una confrontación más explícita con la impotencia de nuestra época. Oscilando entre la aserción y la denegación, Eisenman navega a través de su teoría, perennemente reelaborada, como el último testigo de una causa perdida.
Desde mediados de los años sesenta, la obra de Eisenman ha recibido la inspiración de dos aspectos contradictorios, si bien aparentemente compatibles, de la vanguardia arquitectónica de anteguerra; por un lado, el movimiento neoplástico holandés, por otro, la obra de los racionalistas italianos, tal y como se representaban en las actividades del Gruppo 7. Identifico la naturaleza contradictoria de esta doble inspiración en la sencilla razón de que, allí donde la primera encarnaba una arquitectura derivada del arte y por tanto se predicaba de la especulación estética, la última tenía sus raíces firmemente plantadas en las tradiciones tectónicas del clasicismo mediterráneo. Es importante señalar este origen dicotómico, pues subraya determinados cismas que hoy son evidentes en la obra de Eisenman; la discrepancia, por encima de todo, que obtiene necesariamente entre los límites de la arquitectura y el discurso del arte. Esta diferencia general y fundamental en ningún lugar es más explícita que en los escritos de Giorgio Grassi, especialmente donde señala que muchas de las obras arquitectónicas canónicas del movimiento moderno de anteguerra se derivaban de las formas de la especulación estética abstracta, cuyo origen procedía de una imaginería figurativa/pictórica más que de un discurso tipológico/constructivo.
Difícilmente puede ser accidental que el formato espontáneamente orgánico, el de la casa del granjero independiente (artes y oficios), proporcionara una matriz muy conveniente para los conjuntos arquitectónicos dinámicos del movimiento neoplástico; principalmente para la Casa Rietveld/Schröder de 1924, con su molinete característico, y para la igualmente canónica Casa del Artista de Theo Van Doesburg, del mismo año. Hay que recordar los poderosos impulsos utópicos que subyacían bajo estas propuestas espaciales y la forma en que estas formas exfoliantes, presentadas en colores primarios, gris y blanco, se postulaban como los mandala icónicos del Nuevo Mundo. Sin embargo, los límites sociotectónicos y formales de este paradigma neoplástico pronto se harían evidentes para los propios vanguardistas, que se apresuraron a abandonar el formato en cuanto recibieron encargos que iban más allá de los límites centrífugos de la casa aislada. Esto se ve ya claramente en las viviendas en semicírculo de Utrecht que proyectó Rietveld en 1926 y en el proyecto de Van Doesburg para la fachada continua de una calle comercial. Significativamente, este último encargo impulsó a Van Doesburg a limitarse a un estilo superficialmente neoplástico en la fachada. Sesenta años después, Eisenman se ha visto obligado a hacer una reducción similar en las construcciones dinámicas en bajorrelieve que salpican la superficie del complejo de viviendas de la Kothstrasse, en Berlín, terminado en 1986. El paralelismo con el neoplasticismo funciona, sin excepciones, en la obra temprana, pues todas las casas de Eisenman han asumido invariablemente algún tipo de formato molinillo, desde su House I (Barenholt Toy Museum) en Princeton, Nueva Jersey, en 1968, a su House II (la Falk House) construida en Hardwick, Vermont, en 1970. Es aún el paradigma de House VI (la Frank House) realizada en Cornwall, Connecticut, en 1976.
Algo parecido se encuentra en sus mucho más ambiciosos y recientes ejercicios, como la House X, del tipo mandala, de 1977, y en el proyecto de una casa semienterrada titulada House El-Even Odd de 1980 y en las frugales sutilezas de la Fin d’Ou T Hou S, de 1982.
Mientras que los alojamientos aislados pueden construirse directamente como una obra de arte, una mayor aglomeración de volúmenes repetitivos requiere un esquema de construcción más genérico y regular; una forma que es más probable encontrar dentro de la tradición de la arquitectura que en las casi abstractas configuraciones tomadas en préstamo de los ámbitos de la escultura y de la pintura. En este sentido, es importante señalar que el edificio de Berlín de Eisenman niega efectivamente el legado de la vanguardia de anteguerra en tanto que reduce el volumen interno del bloque a una simple y económica subdivisión de celdas. No es el usuario el que es liberado en estos espacios, sino el arquitecto, que es libre de recrearse a su voluntad en sus manipulaciones estéticas, sin ninguna consideración por la calidad del espacio interno. De hecho, se podría argumentar con justicia que, una vez que se permite que únicamente la economía de la producción y el juego del mercado determinen la vivienda, especialmente en lo que concierne a su organización interna, entonces se ha abandonado efectivamente cualquier vestigio de la capacidad que se hubiera tenido alguna vez para continuar con el proyecto modernista en tanto programa liberador. Esta renuncia es un indicador de la actual postura ideológica de Eisenman pues, como Le Corbusier y Alvar Aalto fueron capaces de demostrar en sus apartamentos de Charlotteburg y Hänsa Viertel, erigidos en Berlín en 1955, las unidades de vivienda libremente planificadas todavía pueden reconciliarse con las exigencias modulares y repetitivas del marco de construcción de un edificio de múltiples pisos.
Más allá de estas apresuradas comparaciones hay que entrar, con toda justicia, en una crítica de la obra de Eisenman en sus propios términos; es decir, hay que dar cuenta de las consecuencias de sus intenciones intrínsecas y, al hacerlo, preguntarse dos cuestiones interrelacionadas. Hay que preguntarse primero si los fines y los resultados son recíprocamente suficientes por sí mismos, dadas las restricciones e imposiciones que sufre la práctica arquitectónica de nuestros días y, de ser así, entonces deberíamos abordar el asunto de si hay una consistencia interna de las operaciones implicadas, es decir, si los fines poéticos justifican los medios generativos y viceversa.
Un tema perenne en la obra de Eisenman ha sido una afinidad con el pensamiento estructuralista y postestructuralista. En el lugar de la abandonada utopía de anteguerra, ha perseguido para la arquitectura el ideal de un lenguaje autónomo, basado en la ciencia, comparable en su ambición a la invención del dodecafonismo por Arnold Schoenberg en el campo de la música. Eisenman considera que el precedente de este nuevo lenguaje está en la obra pionera de los racionalistas italianos y, por encima de todo, en la obra maestra de Giuseppe Terragni, la Casa del Fascio, erigida en Como, en 1936. Es tal vez un indicio de una corriente paradójicamente conservadora en el pensamiento de Eisenman el que haya elegido basar su radical obra sintáctica en una relectura italiana de su tradición clásica. No obstante, lo que Eisenman ha buscado desde finales de los años sesenta es una arquitectura que fuera un sistema formal «opaco», una arquitectura que trascendiera todos los referentes tectónicos tradicionales, de tal forma que una columna ya no significara sostén y que una escalera ya no indicara más un acceso antropomórfico entre plantas. De hecho, su obsesión ha sido siempre una arquitectura posthumanista, descentrada, una especie de discurso sintáctico arquimédico que permanezca fuera de la arquitectura como se entiende tradicionalmente.
Obsesionado con las transformaciones y permutaciones sintácticas, derivadas ortogonalmente, de un tipo u otro, Eisenman desplazó su referente intelectual, y pasó de apelar a la gramática generativa de Noam Chomsky en la segunda mitad de los años sesenta a tener, en los años ochenta, una dependencia más eficaz de los procesos deconstructivos, ejemplificados en la Gramatología de Jacques Derrida. Rosalind Krauss fue clarividente al señalar el significado de este desplazamiento en House VI, cuando Eisenman estaba a punto de abandonar su formalismo cognitivo por una proliferación estructuralista de «diferencias»R. Krauss, «Death of a Hermeneutic Phantom: Materialization of the Sign in the Work of Peter Eisenman», A+U, enero de 1980, pp. 190- 219.. En cualquier caso, Eisenman ha estado siempre mucho más interesado por demostrar un proceso formal semejante a una fuga infinita que por desarrollar una única metodología sistemática y, desde este punto de vista, la preocupación de Derrida por el referente inestable y voluble constituye para él un modelo mucho más útil.
Mientras que las herramientas que Eisenman ha elegido han demostrado ser eficaces a la hora de generar revestimientos absolutamente inesperados y muy estimulantes (véanse las rejillas a cuadros escoceses que interactúan en la fachada del bloque de la Kothstrasse), al mismo tiempo imprimen a la obra en su conjunto una tendencia hacia una desafortunada cualidad bidimensional. Ostensiblemente sujeta a reglas lúdicas arbitrarias pero estrictamente aplicadas, la complejidad frugal de la sintaxis espacial tiende a gravitar hacia las superficies interna y externa del volumen y la masa, en lugar de penetrar más bien en el espacio como un todo. La razón para esto no es difícil de deducir, puesto que permutaciones esqueléticas en lo profundo implican invariablemente el obstruir la utilidad del volumen interno. Esta contradicción es sin duda una consecuencia de contemplar la arquitectura como un arte autónomo, semejante a la música, la pintura y la escultura, en lugar de verla como el arte empírico de construir un contexto físico para la vida. Lejos de poder adaptarse al concepto de Theodor Adorno del pensamiento negativo, un pensamiento que no le debe nada a la corrupción de un mundo miserable, la arquitectura, como argumentaba Grassi, puede ser sólo relativamente autónoma y, en este sentido, su autonomía es parcialmente contingente a las premisas tipológicas y constructivas de una sociedad y de una cultura particulares.
Más recientemente, Eisenman ha añadido un paradigma topográfico, específico del terreno, a su método generativo, y esto promete ser espacialmente más acomodaticio que las permutaciones ortogonales que hasta ahora ha empleado. De nuevo se ha sentido en la necesidad de aducir un discurso extra-arquitectónico como punto de partida, implicando aquí a la geometría de los fractales como técnica generativa. Es un significativo signo de los tiempos que la analogía justificativa de Eisenman hoy se haya desplazado del estructuralismo a las herramientas matemáticas que se han diseñado recientemente para trazar el mapa de unas formas de orden aparentemente intratables.
Sea como sea esto, hay aquí también una intención estética, enormemente gráfica, que sobrevuela la mathesis tras las configuraciones específicas. Los múltiples planos del terreno, multicoloreados y de bajo relieve, producidos en distintas etapas para el Long Beach Museum (con sus edificios rosas, las formas del terreno verdes y el agua dorada) se encuentran, sin duda alguna, entre los bocetos arquitectónicos más notables de la última década. Lo que a fin de cuentas signifiquen en términos arquitectónicos es, sin embargo, más difícil de decir, y sólo el tiempo nos dirá si este enfoque único y gráficamente lírico es capaz de alumbrar una obra arquitectónica de potencia similar. Al igual que ha hecho en el Visual Arts Center de la Universidad de Ohio State, en estos momentos en construcción, y como ya hizo en el bloque de viviendas de Berlín, Eisenman ha empleado una especie de arqueología ficticia, en la que tanto el pasado como el presente, los hechos como la ficción, se componen juntos como una conjunción de rejillas que se contraponen. En Berlín, la planilla Mercator se coloca sobre las actuales y preexistentes planillas de las calles de los siglos XVIII y XIX, y las interpenetraciones de estas infraestructuras se convierten en la matriz a partir de la que se deriva la planta del edificio y se declina la forma de su masa. Algo parecido, aunque menos ficticio, se aplica en el caso del campus de Ohio State, donde la interacción de perceptibles coordenadas locales y de alineaciones geográficas enteramente conceptuales (una absurda línea que une el campus con el aeropuerto, por ejemplo) sirve para generar un collage de «líneas de tierra» que se cortan unas a otras y sobre las que se basa el edificio. De forma similar, los contornos superpuestos y registrados del Long Beach Museum, donde la línea de la falla Newport-Inglewood, la infraestructura desplazada de la plantilla de los Estados Unidos, algunas propiedades de las fronteras y una topografía en parte ficticia y en parte real interseccionan para producir un plano cristalino, orgánico y de una infinita complejidad. Este desplazamiento hacia la topografía en la obra de Eisenman se ha acompañado por la introducción de fragmentos simbólicos, por no llamarlos «históricos», como la simulada reconstrucción de los bastiones del arsenal, demolido hace mucho tiempo, de la Universidad de Ohio State, o el trasplante, más literal, de una torre de perforación de petróleo y de un muelle al emplazamiento quebrado del Long Beach Museum.
Hay una connotación apocalíptica en estos gestos conmemorativos que parecen hacer referencia a anteriores premoniciones de autodestrucción. Este elemento perturbador aparece por primera vez en un texto teórico que acompaña la publicación de la no realizada House X. Influido por similares temas autodestructivos que aparecen en la obra de Edward Albee Tiny Alice, Eisenman especula sobre una hipotética, anual y ritual construcción y después incendio de una réplica en pequeño de la casa real. En este mito compensatorio, Eisenman imagina a los clientes disfrutando de la destrucción sucedánea de su nueva casa como una especie de catarsis psicosexual. Algo de una naturaleza apocalíptica semejante puede palparse en la en otros términos inexplicable alusión al malogrado Templo Zen del Pabellón Dorado de Kioto. Ésta es la explicación parcial que Eisenman proporciona para lo que de otro modo sería una críptica aparición de un «lago dorado» en los bocetos del Long Beach Museum, una presencia que, aparte de su efecto poderosamente estético, parece aludir a la mítica destrucción del Templo por un acto gratuito, un incendio provocado, en 1950. Nada podría ser más característico de la fijación de Eisenman por el Apocalipsis que esta alusión al relato de Yukio Mishima sobre la destrucción del esteticismo por el ascetismo: su versión ficcionalizada del acontecimiento real publicada bajo el título El templo del pabellón dorado. Es significativo que, en la realidad, el incendio fuera el resultado de la obsesión de un joven novicio por una belleza inalcanzable. Nada de esto queda anulado por las múltiples alusiones que lo acompañan: a la fiebre del oro, al boom del petróleo (el oro negro) y a la casa Greene and Greene de estilo japonés que se ha planeado reconstruir junto al lago.
Dejando de lado este simbolismo gratuito, hay que señalar que Eisenman ha pasado del enfoque estrictamente relacional de sus primeras simetrías transformadas, a la conjunción arbitraria de contornos a los que únicamente une el hecho de que resultan ser interacciones rivales de la misma realidad y que, en este sentido, son por tanto deconstructivas, más que relacionales. Este desplazamiento de lo relacional a lo desconstructivo nos recuerda la afinidad y oposición paradójica que ligaba y separaba a las facciones constructivista y dadaísta de la vanguardia de anteguerra, más especialmente desde que la evolución del arte de Eisenman parece quedar hoy suspendida entre las preocupaciones objetivas y formales del (relacional) Cuadrado Rojo y Negro de Kasimir Malevich, de 1915, y las preocupaciones más subversivas y figurativas de la (deconstructiva) Trois Stoppages Etalons, de Marcel Duchamp, de 1914.
En el California State University Museum proyectado en 1986 para el emplazamiento de Long Beach, California, la forma procesal de interacción de Eisenman se vuelve, si acaso, más atenuada. Y aunque se puede ver como una modalidad más orgánica que las permutaciones ortogonales en las que se ha ocupado hasta la fecha, su nueva actitud topográfica refleja sin embargo la condición de duda que permea todo el campo de la arquitectura contemporánea. Como he indicado antes, la premonición de un inminente apocalipsis nunca ha abandonado completamente la imaginación de Eisenman; se puede incluso alegar que toda su carrera ha sido determinada por una necesidad interna de ciertas intenciones y rituales catárticos que, de alguna manera, son esenciales para su equilibrio psicológico. Por un lado pues, se puede encontrar en su arquitectura y, sobre todo, en sus escritos, el impulso moral de sostener una inequívoca posición vanguardista o modernista; por otro, somos testigos de una serie de proyecciones casi cabalísticas, que, irrespectivamente de sus dimensiones lúdicas (y a causa de ellas), se destinan a mitigar los comprensibles sentimientos de miedo y pérdida que todos experimentamos en presencia de un mundo que parece haberse encerrado en un estado perpetuo de desastre espasmódico.
El ardid que Eisenman emplea para evadirse es tratar las condiciones específicas del pasado, del presente y del futuro como si fueran meramente estados alternativos del mismo continuo ficticio, es decir, como si constituyeran una realidad emergente de la que podemos distanciarnos refutando la consecuente sustancia de los dos últimos términos. De esta manera Eisenman es capaz de retirarse a un paisaje en «ruinas» con el que, con total seguridad, se puede neutralizar no sólo la desacreditada utopía de la Ilustración, sino también la igualmente arruinada realidad cotidiana. Me viene a la cabeza aquí la continua destrucción del campo y la ciudad por la apisonadora del desarrollo instrumental.
Mucho de esto se sugiere de forma bastante explícita en la descripción oficial del proyecto que se entregó bajo el significativo subtítulo de «El museo redescubierto», que deja al lector en la incertidumbre de si el autor pretende revelar un museo real o uno hipotético a través de esta operación arqueológica provocada. A medida que leemos nos damos cuenta de que lo que se proyecta es lo último, pues Eisenman, como George Orwell, desea transportarnos a un tiempo futuro predecible: al año 2049, en el que se celebraría el bicentenario de la fiebre del oro californiana, cuando el museo en cuestión no sólo se habría construido y ocupado, sino también se habría aparentemente destruido, tras una existencia de algo menos de sesenta años. De hecho, Eisenman concibe el museo (antes de que exista) como un compuesto inextricable de huellas reales y ficticias que él, en tanto apocalíptico demiurgo, desea ahora legar al futuro postnuclear. Dadas las afinidades de Eisenman (su preferencia típicamente judaica por los procesos sans fin, si aceptamos la tesis de Bruno Zevi sobre las características inalienables de la mente judía), es en cierto modo desconcertante encontrar que esta catarsis arqueológica imaginada se acerca más a la romántica y sadomasoquista «ley de las ruinas» de Albert Speer, que al concepto clásico de duración (la durée) tal y como lo concibieron a finales de los años veinte Paul Valéry y August Perret. Este último concepto claramente pertenece a la cultura de la arquitectura, más que al consumismo o a las formas de la especulación abstracta.
La cita que ofrezco aquí, procedente de una descripción recientemente publicada, puede ayudar a hacer manifiesto este paradójico estado de las cosas, sobre todo, quizás, el caprichoso empleo que Eisenman hace del término «creación», que produciría que diéramos a la realidad de la historia en general el mismo estatuto ficticio que ha llegado a adoptar el Holocausto para determinados historiadores reaccionarios. A pesar de la naturaleza grotesca de esta comparación, sí pensamos que Eisenman sustituye el repudiado programa simbólico de su museo proyectado por una historia totalmente ficticia. Una vez que ha cumplido con el imperativo crítico de despojar al museo de su ilusorio estatus simbólico en tanto institución humanista (una institución burguesa atrapada en una era posthumanista), Eisenman semantiza sardónicamente la concha vacía, por así decirlo, con el aura de una civilización que nunca ha existido y que nunca lo hará. Y así nos encontramos con que escribe:
En su lugar, el programa es la invención de una ficción sobre la propia historia del edificio. Una serie de fechas significativas se crean [cursivas mías], empezando con el asentamiento de California en 1849, la creación del campus en 1949 y el redescubrimiento del museo en el año 2049. La idea era imaginar el terreno en el año 2049, 100 años después de que se fundara el campus de la universidad y 200 años después de la fiebre del oro. La idea era así hacer posible que alguien que se tropezara con el lugar en 2049 aprendiera sobre la cultura que ha existido en los 200 años anteriores al edificio leyendo el edificio como un artefacto arqueológico, como un palimpsesto de su propia historia... Así, las piedras de esta arquitectura, en lugar de representar el museo, registran las huellas de una civilización perdida y futura.P. Eisenman, «University Campus, Long Beach, California: The Museum Rediscovered», Lotus 50, Milán, 1986, pp. 128-135 (en italiano e inglés).
Palimpsesto es aquí la palabra operativa, puesto que el terreno, junto con su historia conocida, se considera como una superficie grabada pero erosionada, y por tanto borrable, más que como una tabula rasa en el viejo sentido utópico. Colocándose a sí mismo en el punto arquimédico, Eisenman contempla el campus de Long Beach como una tablilla geológica sobre la que las vicisitudes arbitrarias de la naturaleza y la igualmente caprichosa mano del hombre han inscrito e inscribirán una serie de jeroglíficos teóricamente interminable; un cuento relatado por un idiota que no significa nada. Hay aquí una indiferencia hacia el destino, como si nuestra desencantada época pudiera así tranquilamente anularse en tanto época cultivada. Nos encontramos aquí próximos a ese sentimiento de «levedad cultural» analizado por Charles Newman hablando de la ficción americana reciente:
Es algo muy americano y muy contemporáneo el ver eso como un asunto estético, negándose a considerar la literatura como algo que tiene lugar en un marco social y cultural más amplio, o suponer que la literatura tenga algún referente en absoluto. ¿Soy yo el único [...] que siente que la ficción y la no ficción social, política y cultural parece haber sido escrita por gente de diferentes planetas en lugar de por contemporáneos en diferentes géneros? [...] La cuestión es que nunca ha sido tan instantáneamente reconocible en nuestra literatura una sensación tal de disminución del control, de pérdida de la autonomía individual y de indefensión generalizada: los personajes más chatos posibles en el paisaje más chato posible entregados con la dicción más chata posible. La presuposición parece ser que América es un desierto vasto y fibroso en el que unas pocas hierbas se las apañan sin embargo para brotar en las rendijas.Ch. Newman, «What’s left out of Literature», The New York Times Book Review, 12 de julio de 1987, pp. 1 & 24-25.
Aquí se podría decir que se pasa de la renuncia de la deidad con la que empezaba este ensayo a la desaparición del autor tal y como podemos encontrarlo representado en un grado igual, tanto en la literatura a la que alude Newman como en el Long Beach Museum de Eisenman. Sin duda hay una gran diferencia entre la uniformidad literaria de Newman y la textualidad rica y elaborada del museo y del arboreto topográfico de Eisenman, pero sin embargo está también ahí la huella de una especie de indiferencia mesmérica (uno diría incluso de un desdén), una postura común hacia el movimiento dialéctico de la historia real. De hecho, un extracto del reciente artículo de Eisenman, «Architecture and the Problem of the Rhetorical Figure» parecería aproximarse al síndrome al que Newman se dirige. Así, cuando alude a su proyecto Romeo para la Trienal de Milán de 1987, Eisenman escribe:
Ese movimiento en el tiempo nos lleva a ningún espacio en el espacio. Esto es, la narrativa no procede porque estemos trabajando en el tiempo. Así que el tiempo se colapsa. El espacio se colapsa, así que hay tres lugares en cada uno de estos dibujos y son diferentes en escala. Así que tenemos tres tiempos diferentes, tres espacios diferentes y tres diferentes escalas.P. Eisenman, «Architecture and the Problem of Rhetorical Figure», A+U, julio de 1987, pp. 17-22.
De esta manera, Eisenman busca una forma de generar nuevos métodos de figuración. Aspira a una «literatura tectónica» que se escriba sola y, por tanto, que simultáneamente lo absuelva de la responsabilidad de la autoría y de la culpa de la autoridad.
Hay que señalar que el proyecto «Romeo y Julieta» para la Bienal de Venecia de 1985 demostraba por primera vez la teoría de las escalas de Eisenman y que este método es también en gran parte responsable de la configuración de la propuesta de Long Beach. Es una prueba irónica de la ausencia de autor que el equipo de diseño fuera prácticamente incapaz de reconstruir las superposiciones de los rasgos físicos que se incorporaron al «mapa trazado» de su Long Beach Museum. Y no es de extrañar, puesto que esto fue nada menos que una operación destinada a reabsorber, por así decirlo, toda la región y su historia en los confines de un terreno relativamente pequeño. ¿Podría ser éste el holograma ideal disfrazado?
La escala en la que las distintas figuras, reales o ficticias, llegan para imprimir sus huellas en el terreno real del museo parece haber sido regulada hápticamente por desplazamientos análogos entre un amplio rango de diferentes elementos, entre los que el agua se emplea con frecuencia (de manera bastante significativa) como el rasgo común coincidente. Así, allí donde un canal de agua que atraviese el terreno coincida con la inclinación media de la línea costera, el terreno mismo se ensancha y el canal con él, como si recubriera (o absorbiera) los rasgos de la región que lo rodea, incluyendo la costa. El porcentaje de ampliación y los registros desplazados de dos siluetas de terreno así ampliadas se determinan mutuamente por el paralelismo obtenido entre el antiguo límite de una propiedad y el eje del campus existente. A partir de ahí otros rasgos conjuntivos se superponen dentro de la misma matriz. Primero, la falla que atraviesa Signal Hill; segundo, una capa del río Los Alamitos sobre el ya mencionado canal; tercero, la superimposición de una casa Greene and Greene ya existente sobre el boceto de la residencia de un viejo rancho y, finalmente, la configuración del sistema de irrigación de Los Ángeles y la propia planilla de irrigación, esta última sirviendo como base infraestructural para el arboreto de Laurie Olin. Es una serie de conjunciones arcanas que hace que la generación de los solteros de Duchamp para su Gran vidrio parezca un juego de niños.
El precio de todo esto sin embargo es fácil de ver, especialmente cuando se pasa de los seductores bocetos bidimensionales del Long Beach Museum a los modelos tridimensionales en madera del proyecto, con su Rainbow Pier arbitrariamente reconstruido e invertido y con su alusión sentimental a un tipo de torre de perforación petrolífera obsoleta, de hecho a dos diferentes tipos históricos de torre de perforación, puesto que la némesis del historicismo no se puede desdeñar fácilmente sin que la referencia se revuelva y estalle. Nada revela de manera más precisa la naturaleza contradictoria de la tarea que se ha autoimpuesto Eisenman (su deseo de una figura retórica incontaminada tanto por el significado como por el esteticismo) que este proyecto paradójico, pues aquí casi no se puede decir de la fuente principal de toda la empresa, es decir, del propio museo, que exista apenas en términos conceptuales. En el mejor de los casos es una serie de divisiones indiferentemente situadas, presumiblemente definiendo galerías, colocadas dentro de un espacio enteramente subterráneo. Mediante este empleo, la vergüenza retórica del sujeto humanista se elimina mediante su entierro.
De hecho, la ansiedad que expresa Eisenman en su ensayo sobre la arquitectura y el problema de la figura retórica vuelve en esta encrucijada para acosar a su autor pues, en la propuesta de Long Beach, el cuerpo de la arquitectura ha sido efectivamente destruido, racionalizado hasta morir a manos de los aparentes preceptos que adelantaba el siguiente ilógico pasaje:
La arquitectura crea instituciones. La arquitectura, por su misma creación, es institucionalizadora. Así que, para que la arquitectura sea, debe resistir esta institucionalización. Debe deslocalizar y resistir lo que de hecho debe localizarse. Para ser debe resistir ser. Debe deslocalizar pero sin destruir su propio ser. Esto es, debe mantener su propia metafísica. Y puesto que su metafísica es centrar, albergar, encerrar, esto se vuelve muy problemático. Ésta es para mí la paradoja de la arquitectura y, ciertamente, lo es para el postmodernismo. Entonces para reinventar un terreno [...] ya sea una ciudad o una casa, debe primero ser liberado, deslocalizado el objeto en el terreno, desde el lugar particular en el que su historia insiste en ser. Esto implica la deslocalización de la interpretación tradicional de sus elementos, de tal forma que sus figuras puedan leerse retóricamente.P. Eisenman, op. cit.
A pesar del aviso sardónico de Adolf Loos de que no tiene ningún sentido inventar algo a no ser que suponga una mejora, Eisenman ha diseñado, con el fin de la perpetua reinvención, una operación a la que llama «escalado» y que implica deslocalizaciones deliberadas en términos tanto de dimensiones normativas como de valores socioculturales. Así, en el ensayo de 1986 titulado «The Beginning, the End and the Beginning Again: Some Notes on the Idea of Scaling», encontramos lo siguiente:
En un mundo en el que la narrativa arquitectónica es rampante, la actividad del escalado desestabiliza la idea tradicional sobre qué es una narrativa arquitectónica, esto es, la naturaleza de la representación. Lo que tradicionalmente se pensaba en arquitectura como metafórico ahora se puede ver que es representación simbólica. En la metáfora tradicional (donde un éste figura por un ése) hay un a priori (o valor originario), un valor extrínseco al éste. Este valor puede ser simbólico, histórico o estético. En un registro analógico (metafórico) el ése se retrata, no por ningún valor extrínseco, sino únicamente por su valor para el registro, por ejemplo, la casa es a la ciudad como la casa es para el castillo. Por tanto, la imaginería resultante (figuración) no tiene ningún valor estético (juicios tales como «parece correcto» o «se parece a algún antecedente histórico» no tienen relevancia alguna puesto que la figura viene sin un valor a priori). En el montaje y el collage hay superimposición; y en el escalado hay superposición. En la superimposición hay un fondo originario y una figura. En el escalado no hay un contexto o un objeto originario, no hay presencia estable, no hay significado extrínseco.P. Eisenman, «The Beginning, the End and the Beginning Again: Some Notes on the Idea of Scaling», en Space Design, número especial sobre Peter Eisenman, Tokio, marzo de 1986, pp. 6-7 (en japonés, traducción inglesa inédita).
En un ensayo notablemente perspicaz publicado el año anterior, «Not to be Used for Wrapping Purposes», Robin Evans señala lo siguiente sobre la función de la teoría explicativa en la evolución de la arquitectura de Eisenman. Llega, no sin algún prejuicio, al siguiente juicio severo:
El talento artístico de Eisenman se puede atribuir en parte al carácter defectuoso de su producción teórica que, en ocasiones, se rebaja a una intelectual cacografía lunática que bulle con la energía de pensamientos medio atrapados. Eisenman cambia sus teorías mientras que su arquitectura permanece igual. No es una cuestión de osificación, puesto que la arquitectura nunca ha corrido un serio peligro de desarrollo. La rápida obsolescencia de los pensamientos en sus escritos compensa la inmutabilidad de su arquitectura. Bajo estas circunstancias no tendría sentido exigir que la arquitectura estuviera a la altura de la escritura o que la escritura se correspondiera con la arquitectura, aunque la petición pueda parecer razonable. Hacer cualquiera de las dos adaptaciones sería ruinoso, porque toda la actividad febril que rodea el objeto inerte no deja de tener su efecto. Esta agitación maníaca, ineficaz, intelectual es lo que produce el leve, sutil y fascinante espejismo del movimiento interior.R. Evans, «Not to be Used for Wrapping Purposes», AAFiles nº10, Annuals of the Architectural Association School of Architecture, Londres, otoño de 1985, p. 73.
Aquí, a pesar de las indicaciones aparentemente contradictorias sobre la calidad del resultado final, la incansable teorización finalmente se revela como lo que es, un ejercicio catalítico conjurador. ¿Qué más podemos decir de sus causas profundas y de su función intrínseca? ¿No estamos justificados para afirmar que hay en todo eso, por muy paradójico que parezca, una cierta «envidia de la ciencia» moralista, aquélla de la que, en otro contexto, Eisenman eligió distanciarse? Estoy aludiendo a la metodología de diseño ergonómica, positivista, de mediados de los años sesenta, un proyecto relativamente breve que tenía la intención de reducir la arquitectura a algún tipo de ciencia aplicada. Por aquéllo Eisenman, como muchos otros arquitectos de su generación, no sentía más que desprecio. Pero la tecnociencia, en tanto ideología dominante de nuestro tiempo, tiene extraños caminos por los que vuelve para acosarnos. Mientras que los sistemas de valores humanistas del mundo burgués están cada día más minados por las transformaciones violentas que ha traído la tecnociencia, los vestigios de radicalismo cultural de nuestra época se ven continuamente sobrepasados. Por un lado, están públicamente desacreditados por el neoconservadurismo cultural (por el impulso reaccionario, digamos, de la transvanguardia de Achille Bonito Oliva); por otro, su escepticismo crítico/creativo es constantemente superado por el avance incansable y relativamente libre de dudas del consumismo y del desarrollo instrumental.
No es accidental, quizás, que Eisenman haya sido capaz, recientemente, de llegar a una resolución momentánea de su dilema recurriendo, para la retórica abstracta y atectónica de su arquitectura, a la ciencia. Me estoy refiriendo a su reciente participación en una competición cerrada para el Bio Center de la Universidad de Frankfurt. En oposición con los procedimientos solipsistas de un «escalado» autónomo, un término y un método aparentemente derivado de la obra del matemático Benoît Mandelbrot, aquí se ha empleado, un paradigma científico de tal manera que permite que el cuerpo de una estructura llegue a ser. Aquí una serie de bloques de laboratorios paralelos se interrumpen por una única figura, central y volumétrica, de una complejidad y riqueza casi infinita, en la que la colocación de todos y cada uno de los elementos se determina de alguna manera por el esquema de los nucleótidos que constituyen la edificación literal de los bloques de la moderna biogenética. Un texto descriptivo, redactado para el jurado de la competición, reza así:
El así llamado «dogma central» de la investigación biológica es la teoría del ADN, el agente primario en la construcción de la estructura biológica. Los biólogos emplean cuatro pares de figuras geométricas para explicar esta teoría. Estas figuras forman un código en el que las figuras individuales (nucleótidos) son como letras y en el que grupos de tres figuras (codones) son como palabras. Cada estructura biológica se codifica en largas secuencias de dichos nucleóticos en las que cada uno se empareja con su complemento para formar una cadena. Trasponiendo estas figuras biológicas a una forma arquitectónica, se puede crear un edificio que sea a la vez arquitectónico y simbólicamente específico de la disciplina que alberga.Texto presentado para el Concurso del Proyecto Bio Center de Frankfurt, agosto de 1987.
El Biocentrum de Eisenman para Frankfurt nos hace regresar a un impulso que ha sido durante mucho tiempo un reflejo de la mente moderna, a saber, el impulso de escapar de la pesadilla de la historia profana mediante un recurso a la naturaleza o, de manera más precisa, mediante un recurso a nuestra interacción con la naturaleza. Me refiero al perenne impulso de superar los dilemas de la cultura, en un mundo sin valores, secularizado, mediante una llamada a los procesos autogenerativos de la naturaleza y al homo sapiens como parte de esa naturaleza. Podemos ya reconocer ese impulso en la obsesión de Louis Sullivan por los ornamentos derivados de la naturaleza; su defensa de la vaina de la semilla del platanero como la definitiva matriz generadora, que por tanto trasciende la patética arbitrariedad de su autoría personal. Se puede sugerir que la obsesión de Eisenman por superar la «autor-idad» tiene un origen similar. En cualquier caso, sin duda se puede detectar un impulso comparable en su repetido llamamiento a la ciencia y a las variedades del pensamiento escéptico posthumanista. Aquí tal vez se encuentre el meollo de su dilema; su deseo contradictorio de disolver el cuerpo esencialmente humanista de la arquitectura y a la vez seguir siendo capaz de conjurar la existencia de su sombra.
Es sin duda significativo que este dilema pueda encontrar una resolución convincente allí donde, como en el proyecto Biocentrum, la temática de la obra sea la naturaleza misma y donde aparentemente se restaura la perdida autoridad de la secularización mediante la presencia de un demiurgo irreductible, incluso si esta presencia se reconoce como un reflejo perennemente reconstituido del cerebro humano. Lo inverso es también cierto, a saber, que la empresa completa es, en su conjunto, menos atractiva allí donde las operaciones autogenerativas son enteramente autorreflexivas y donde el tema esencial se reprime, como es el caso de la propuesta del Long Beach Museum. Aquí se diría que el museo ha sido totalmente descartado a cuenta de su origen humanista institucional.
El abandono por parte de Eisenman de la abstracción como un fin en sí mismo, su recién hallada preocupación por la «figuración», también se deriva, en mi opinión, de esta necesidad de apelar a algún origen natural indispensable, más allá de la voluntad del individuo. Ésta es una insistencia en lo teológico sin duda paradójica, aunque inconsciente, en una época totalmente abrumada por el escepticismo y la duda. Al mismo tiempo, esta figuración se arriesga (según el «ethos» de la época) a un ocasional descenso hacia el sentimentalismo de la figura literal y, cuando esto ocurre, las posteriores estrategias para contrarrestarlo parecen ser a veces torpes e insinceras a la vez. En concreto estoy pensando en la memorabilia voluntariamente desplazada de la propuesta del Long Beach Museum; en el muelle invertido y la torre de perforación destruida.
En el proyecto del Biocentrum, por otra parte, los objetos encontrados (los edificios químicos ya existentes) y un paradigma científico se entrelazan de una manera convincente, algo importante en una obra cuyo impulso detrás de la figura es el propio esquema del ADN. Como resultado, la querencia reciente de Eisenman por reinventar terrenos e historias hipotéticas parece quedar momentáneamente relegada. En su lugar encontramos una arquitectura figurativa, una nueva arquitectura «elocuente», en la que, a través de un intercambio afortunado, una construcción arquitectónica refleja el más profundo sistema de construcción que existe, es decir, el de la vida misma. Además, mediante esta «con-fusión» de naturaleza y cultura, las exigencias de la envidia de la ciencia se subliman momentáneamente en una obra singular que se mantiene fuera de la representación, excepto en la medida en que representa el triunfo fáustico de la ciencia: la alarmante habilidad de «inventar» la vida a perpetuidad. Por una vez las ansiedades perennes de Eisenman sobre la ideología, su lucha, por así decirlo, contra el funcionalismo, la historia y la estetización se redimen por el genio del espíritu posthumanista.
Título original «Eisenman Revisited: Running Interference», publicado en A+U, edición especial, EISENMANAMNESIE, agosto de 1988. Este ensayo es una versión reescrita y ampliada de un ensayo publicado en Domus (nº 668, septiembre de 1987). La expresión «abrir el juego» tiene un significado doble. La ha empleado Eisenman aludiendo al papel de la teoría en la deconstrucción de su propia obra y la empleo yo aquí para aludir a una forma de caracterizar mi propia posición crítica.