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Profecías y meditaciones para sobrevivir al post-arte

Una conversación con Donald Kuspit

Fernando Castro Flórez
Imagen Eva Sala y José Manuel Ciria

Donald Kuspit (Nueva York, 1935) es uno de los más respetados y lúcidos críticos de arte del panorama actual. Poeta, profesor de Historia del Arte y Filosofía en la State University de Nueva York y de Historia del Arte en la School of Visual Arts, fue merecedor, entre otras distinciones, del Premio Frank Jewett Mather, en 1983, por su labor en la crítica del arte. Ha sido comisario de la exposición de José Manuel Ciria Ciria / Heads / Grids, que pudo visitarse recientemente en el Círculo de Bellas Artes.

¿Qué significa un arte «suficientemente bueno»?

La idea de un arte «suficientemente bueno» procede de una noción psicoanalítica acuñada por Donald Winnicott: «ser una madre suficientemente buena», un tipo de madre empática que siempre responde con prontitud a las necesidades del niño, pero que en un momento dado no acude a su llamada y lo desilusiona. Sin embargo, dicha ausencia o «traición» es necesaria para la formación de la subjetividad del niño, pese al trauma que ello le reporta (a Winnicott precisamente le debemos una de las mejores definiciones de trauma: una «ruptura en la continuidad del ser»). Me he adueñado de este concepto para adaptarlo a mis propósitos, en una doble vertiente: por un lado, existe un concepto exagerado del artista y de lo que se espera de él; por otro, los propios artistas han magnificado también las expectativas con respecto a sí mismos. Aún perdura ese viejo mito del artista divino, como Miguel Ángel, un ser superior, especial. A lo largo de los años que he dedicado al estudio del arte, he tenido la oportunidad de contemplar manifestaciones muy diversas en distintos países y me he encontrado con numerosos artistas que considero suficientemente buenos y que poseen suficiente credibilidad. No son un Miguel Ángel divino, ni estrellas del sistema, ni grandes innovadores, aunque, a decir verdad, tampoco creo demasiado en la innovación en el arte. Se trata de artistas que normalmente quedan relegados a un segundo plano, eclipsados por otros más reconocidos, por el arte denominado «mayor»; en mi opinión, esta manera de pensar es errónea. Hay muchos artistas que son suficientemente buenos, que hacen un buen trabajo, independientemente de si utilizan métodos tradicionales u otros más modernos. Aquí es donde establezco la conexión con Winnicott: estos artistas nos aportan algo, como la madre al niño; de alguna manera nos alimentan. Son buenos porque, a través de la relación y el compromiso que mantienen con su trabajo, nos satisfacen a muchos niveles, sobre todo emocionalmente. Para ejemplificar esta idea, he recurrido al arte paisajista, un estilo que me interesa mucho desde hace bastante tiempo. En Nueva York y en otros muchos sitios, el arte paisajista ha sido considerado un arte de segunda hasta hace muy poco. Sin embargo, existe una larga tradición de arte paisajista en Estados Unidos y numerosos artistas se dedican a ello. La mayoría se concentra en el sur; el arte paisajista de California, por ejemplo, es fantástico. Y aunque parezca mentira, también existe un arte paisajista de Nueva York (Susan Shatter es un buen ejemplo); en el estado de Maine puede encontrarse incluso una escuela de arte paisajístico. Lo que hacen estos artistas es transformar a la madre naturaleza en la «madre arte». Y por esta razón creo que son artistas suficientemente buenos, porque restablecen nuestra continuidad con la naturaleza, con el medio ambiente, un tema clave hoy en día que, personalmente, me preocupa mucho. Una de las razones por las que tratamos tan cruelmente a la naturaleza –lo que podría finalmente llevarnos a la destrucción– es que nos hemos desconectado del mito de la madre naturaleza, entendido como origen de nuestro ser, de todo lo que somos. En definitiva, el artista en este sentido es suficientemente bueno porque restablece esta conexión primordial con la naturaleza y, al hacerlo, nos hace sentir mejor, más completos, como afirma Winnicott, y ésta es una de las funciones más importantes del arte. En la actualidad hay muchos artistas, fuera del ámbito de Chelsea y lugares similares, que están haciendo un arte paisajista muy bello.

¿Piensas que el arte actual, en sus tendencias neovanguardistas, se corresponde con lo que Marcuse denominara «desublimación regresiva»?

Dejando a Marcuse a un lado, una de mis creencias más profundas basadas en mis lecturas sobre psicoanálisis y arte, es que una de las funciones del arte en nuestro tiempo consiste en sanar. El arte es curativo. Pero no me refiero a poner vendajes o a desinfectar una herida. En mi opinión, una vez que el arte deja atrás su propósito ideológico, ya sea para servir al Estado o a la religión, función que ha cumplido durante siglos, se convierte, en la modernidad, en un instrumento exclusivo de los artistas. Nos encontramos en un periodo dominado por el artista narcisista, que no participa de una ideología superior a él, aunque pretenda hacerlo a través de ciertas metanarrativas. Sin embargo, el arte puede ser curativo. En los hospitales se afirma que el arte practicado con fines terapéuticos ayuda a los pacientes a organizar su mente. También se sabe, según lo avaló nada menos que la British Medical Association en 1991, que existe una correlación entre la depresión y la pérdida de sentido, por un lado, y la modernidad, por otro; las causas son de naturaleza psicobiológicas. En este contexto, el arte se convierte para algunas personas en una manera de recuperar el sentido de uno mismo, de su individualidad.

Sin embargo, creo que en cierto sentido, este deseo de curar a través del arte, de abordar la psicopatología –y Kiefer, indudablemente, concentra sus esfuerzos en lo psicopatológico, algo que, según sus declaraciones, le sigue obsesionando– se está convirtiendo en un dispositivo culturalmente explotado, en una forma de publicitar la fama. Digamos que, vista desde esa perspectiva, la función curativa del arte se ha «desublimado», ha perdido ese propósito tan especial. Lo que creo que encuentras en Kiefer y en la mayoría de los alemanes –a quienes admiré en un momento dado, aunque terminé cansándome de su melancolía– es una «desublimación regresiva», una regresión del propósito terapéutico del arte. En realidad, están arraigando más aún la enfermedad. Winnicott afirmaba que Austwitch era un símbolo del modernismo en tanto que representa una total indiferencia frente a lo que un ser humano haga a otro. Los nazis no sólo fueron a por los judíos, sino a por los gitanos, los homosexuales, los comunistas... Ninguno de ellos era «adecuado», no encajaban en su extraña manera de entender el mundo. En cierto sentido, en lugar de curar esta herida histórica, se está explotando este suceso macabro. Más que escapar de la psicopatología alemana, Kiefer la está utilizando. Sin embargo, no se puede negar que fue un genocidio en toda regla, pero la cuestión estriba en cómo abordarlo desde una perspectiva individual, en cómo resignarse a ello. Suscribo la idea que en su momento expusiera Erich Fromm, que consiste en elegir entre la biofilia y la necrofilia, entre el amor a la vida y el amor a la muerte. Creo que Kiefer intenta luchar contra el amor alemán a la muerte, que intenta curar esta anomalía, pero, al mismo tiempo, lo refrenda. Respeto lo que hace, pero creo que ha fracasado a la hora de aplicar la función curativa del arte. Me da la impresión de que, por momentos, siente más pena por los alemanes que por los judíos. Es posible que esto suene demasiado fuerte. Ese tipo de arte me parece fantástico, pero también resulta un tanto grandilocuente. Hace un año visité Alemania y acudí a una exposición en Wolfsburg, la ciudad de Wolkswagen. El museo de la ciudad posee una obra increíble de Kiefer que se llama Twenty Years of Loneliness que me hizo pensar en la reclusión de la destrucción, en el aislamiento de la muerte. Esto, en parte, no deja de ser una manera de refrendarlo. No se trata ya de duelo y de melancolía, sino de una celebración o una explotación de lo que ocurrió. Al fin y al cabo, el duelo y la melancolía tienen un objetivo terapéutico, lo que los analistas llaman la «superación». Quizás al principio Kiefer trabajó con esta idea en mente, pero no estoy tan seguro de que en la actualidad lo siga haciendo.

Hablemos ahora de tus consideraciones sobre el «final del arte», de la analogía entre la experiencia estética y la idea de Winnicott del «orgasmo del ego». ¿Existe algo de esto en el arte contemporáneo?

Me temo que no existe una respuesta sencilla. Parte de la experiencia estética con el arte depende de lo que uno es. Defiendo mucho la idea básica de la experiencia estética como transformadora de la conciencia ordinaria. Las cosas se perciben de otra manera. Recuerdo que en mi juventud vi el Mont Sant-Victoire de Cezanne y el Campo de trigo de Van Gogh. Me parecieron tremendamente aburridos. Creía que los artistas tenían que provocar una experiencia estética que implicara cierta transformación de la conciencia. Me gusta la idea de conectar la experiencia estética con Winnicott, y de ahí al orgasmo del ego. Winnicott acuñó el concepto de creatividad primaria, según el cual el sentimiento de estar vivo procede de la cocreación del mundo exterior con elementos internos. Uno crea a partir de algo, nunca a partir de nada. Y luego está la percepción ordinaria, realista, la que te permite distinguir entre la vida y el arte, la percepción objetiva basada en la prueba de la realidad. Hoy en día no hay mucho arte que nos produzca una experiencia estética, y por una razón muy simple sobre la que ha escrito, por ejemplo, el artista Allan Kaprow. Hemos asistido a la ruptura entre el arte y la vida, y esa ruptura destruye la posibilidad de experimentar una experiencia estética, que sería lo que Winnicott llama un orgasmo del ego, cierto ego experimentando una cierta transformación. Podría pensarse que el orgasmo del ego implica una descarga, pero en realidad Winnicott piensa en una epifanía. Ahora mismo se me ocurren dos ejemplos para ilustrar esto. En una entrevista que me han hecho esta mañana, el entrevistador me ha comentado que el artista del momento en España es un tal Santiago Sierra, que se dedica a hacer tatuajes... Santiago Sierra rechazó un premio muy importante, y he pensado que rechazarlo ha sido una manera de demostrar que es auténtico. Lo que él está haciendo no es arte, sino post-arte. En Nueva York, no sé si en Madrid también, parece que a todo el mundo le ha dado por hacerse tatuajes, aunque sólo sea para decir «mira qué tatuaje más estupendo me he hecho». Los tatuajes son muy importantes en la cultura de las cárceles porque actúan como elemento diferenciador de las bandas. Algunos sociólogos afirman que existe un enfrentamiento entre el modernismo cosmopolita y el tribalismo. En fin, esto es un ejemplo de la ruptura entre el arte y la vida que antes mencionaba, una lucha en la que gana la vida y no el arte.

El otro ejemplo tiene que ver con la aparición del movimiento feminista. Una de las representantes más importantes del movimiento era Lucy R. Lippart, autora de un libro titulado Get the message? A decade of art for social change, que pretendía sencillamente que los lectores entendieran el mensaje, dejando al arte relegado a un segundo plano. En la actualidad, muchos historiadores del arte, entre los que me incluyo, piensan que es ahí donde realmente terminó el arte moderno, es decir, en el momento en el que se perdió el equilibrio entre el medio y el mensaje. Recientemente asistí a una exposición de mujeres artistas que destacaban mucho la figura de la mujer como víctima. Al final, la idea te queda muy clara porque el mensaje es muy limpio: en todas las obras las mujeres eran víctimas. Pero la manera de manejar el medio, el soporte material, era muy trivial. De modo que no existe apenas arte que provoque una experiencia estética y que, a su vez, te ponga en contacto con tu propia creatividad primaria. En esta época nuestra, dominada por los mensajes y la información instantánea, hemos perdido el contacto con nuestra propia imaginación creativa.

En El fin del arte hablas mucho en contra de la banalidad, del final de lo sublime y de la belleza. ¿Es importante descubrir la espiritualidad en el arte?

Permíteme primero hablar un poco sobre la palabra espiritualidad, que utilizo no en el sentido inglés sino en el sentido alemán del vocablo geistekraft, que tiene más que ver con el carácter de la conciencia. Creo que en nuestra sociedad la espiritualidad, la transformación de la consciencia, no es bienvenida. Más bien al contrario, se quiere controlar la conciencia, algo en lo que se está esforzando la industria cultural, aunque creo sinceramente que es imposible porque la gente termina resistiéndose. Existe una tendencia a rechazar lo que podríamos llamar la experiencia espiritual, de la belleza, la experiencia trascendental. Y creo que esto se debe en parte a que se trata de una experiencia individualizante y diferenciadora. Creo que nuestra sociedad está interesada, sobre todo, en la razón instrumental, en las personas en tanto sistemas funcionales que encajen sin problema en la maquinaria social y que nuestra única preocupación consiste en saber si somos respetados como individuos, si estamos recibiendo la recompensa que merecemos, etc. Bien, dejar de ser un instrumento implica este tipo de espiritualidad, que se alcanza a través de un despertar individual.

En 1984, el héroe experimenta cierto despertar individual; de repente se siente conectado con la vida. Pero al final le reprograman, le muestran cuatro dedos y le dicen que en realidad son cinco porque la ciencia dice que son cinco; pura conformidad. Sin embargo, hay algo en la naturaleza humana, que podría ser la creatividad primaria, que se rebela contra eso, y es espiritual. Creo que está ahí y que sucederá, pero es posible que adopte formas extrañas. Cuando digo formas extrañas me refiero, por ejemplo, a los jihadistas y todos los problemas que están causando, a su rechazo de la modernidad, a la manera tan terrible que tienen de tratar a las mujeres o a los occidentales. Tienen una idea de lo espiritual muy delictiva, criminal, y creo que han corrompido el significado del Islam y de la religión en general. Vivimos en un mundo que no quiere un espíritu inconformista.

Por otro lado, nos sorprende el hecho de que la gente vaya a los museos en Madrid o en Nueva York todos los días de la semana y que los llenen. Con la televisión, el cine o los deportes nos conformamos, pero cuando se está enfrente de un cuadro que se pintó hace siglos, queremos algo más. Existe una contradicción en la psyche de la sociedad, aunque la fuerza dominante general es la mentalidad instrumentalista conformista –que Winnicott denomina el «ser central»–, lo que necesitamos para sobrevivir, en contraposición al «ser verdadero», que se manifiesta a través de gestos espontáneos. Para descubrir la propia espiritualidad creo que es necesario decepcionarse con el mundo. Tenemos un ejemplo en la vida de algunos grandes santos, como San Ignacio de Loyola, un aristócrata, un militar que libró muchas batallas y mató a mucha gente y que sufrió una crisis mental. Se recluyó durante una temporada, tras lo cual logró dominar el ego. Es posible, entonces, que a fin de descubrir tu propio potencial espiritual y reconectar con tu creatividad primaria sea necesario sufrir una crisis y eso es lo que está ocurriendo ahora mismo en el arte. Suena horrible, pero la sola posibilidad posee un potencial enorme.

Los museos de arte contemporáneo están repletos de arte conceptual o de ése que se califica como «crítico-institucional». ¿Qué piensas del hecho de que los museos en todo el mundo se dediquen a coleccionar documentos o a realizar archivos de arte radical? ¿Qué opinión tienes de acciones como la de Marina Abramovic´ en el MoMA?

Sí, no deja de resultar paradójico. Los museos lo guardan todo, otro tema es quién consulta después esos archivos. Al margen del mundo académico, ¿quién va a visitar esos depósitos? Resulta una ironía, pero no es posible escapar de los museos. Hace muchos años, el MoMA acogió una exposición de arte antimuseístico. Una de las obras era Los Angeles County Museum on Fire, y lo cierto es que fue bastante entretenido, ya que se trata de un arte antiburgués, anti-institucionalista. Y existe también otro cliclé, que expresa muy bien una broma que circulaba en el entorno artístico y que decía «cuanto más en contra estés de las instituciones, más caso te harán y más te aceptarán».

Por otra parte, la razón por la que nuestra sociedad lo quiere guardar todo es que ya no existe la provocación en el arte, ha desaparecido por completo. Recuerdo un pequeño reportaje que emitió la CNN en la época de la performance The House With The Ocean View de Marina Abramovic´ . El periodista entrevistaba a la gente que salía de la galería y les preguntaba qué les había parecido ver a un mujer desnuda. La gente respondía que no era nada del otro mundo, que ya habían visto muchos cuerpos estupendos en Playboy y que no les interesaba, que les resultaba aburrido. Cuando Marina se puso al lado de un hombre, la gente esperaba con expectación que pasara algo entre ellos. En el fondo, es una animadora, alguien que entretiene a la gente, y no tanto una artista. Ahora dice que quiere ser una santa. Muy bien, buena suerte. ¿Y de qué orden exactamente? ¿De la Orden de Marina Abramovic´ ? Seguramente de la Iglesia del Narcisismo, que es la iglesia más grande hoy en día para los artistas y su principal ideología. Lo suyo es post-arte, no arte. En mi opinión, no hay mucha diferencia entre ella y Santiago Sierra y sus tatuajes.

Creo que estos artistas odian el arte y no buscan la transformación de la conciencia. Para estos postartistas, el «arte» es un concepto problemático. Suelo dar clases en la Universidad de Barcelona en seminarios estivales. Hace unos años, conocí a una crítica de arte que escribe para un periódico de Barcelona y que me habló de una ocasión en la que había invitado a no sé qué artista a la universidad. Al preguntarle qué iba a hacer con los alumnos, le contestó que no sabía, que ya vería cuando llegase el momento. Bien, pues cuando llegó el momento les propuso que se pasaran dos días limpiando los suelos de la facultad para después debatir la experiencia. Me pareció el colmo de lo absurdo. Claro que se puede desprender significado simbólico de esa experiencia, y claro que se pueden construir estructuras teóricas, verbales, en torno a ella, pero lo cierto es que no deja de ser limpiar el suelo, simple y llanamente. Eso no es arte. Mi idea del arte es, quizás, más tradicional y en cierto sentido reaccionaria, si quieres. Pero para mí en el arte no todo vale. El arte implica tener destreza, el artista debe manejar una técnica con maestría y, en un momento dado, tener algo de idea de historia del arte. El arte debe provocar un cambio en nuestra conciencia ordinaria.

¿Qué piensas de las instituciones más importantes del arte contemporáneo que son, sin ningún género de dudas, las ferias de arte, de Basilea a ARCO, y las bienales, ya sea la de Venecia o la de São Paulo?

Por un lado, tenemos la idea de espectáculo; creo sinceramente que en ellas todo es apariencia. Y, para bien o para mal, a fin de que el arte tenga algo de credibilidad, debe formar parte de ese espectáculo. Por otro, para mí las ferias son un lugar que concentra información. Cuando voy a una feria, busco información para saber qué está sucediendo en el mundo del arte. No compro nada porque no me lo puedo permitir. Es una vía para aprender de toda la variedad de arte que existe, si es que consigo extraer algo de significado. Por otra parte, hay mucho de teatro, de entretenimiento, de negocio. No resulta fácil concentrarse en las obras de artistas individuales, cuando eso es precisamente lo que hay que hacer. La cantidad expuesta es abrumadora y el volumen de información te sobrepasa. Forman parte de la cultura comercial y en cierto sentido es positivo porque son un escaparate del arte actual, aunque, claro está, ha de aplicarse un sentido crítico y realizar una selección.

Pero, observando estas ferias con más detenimiento y el mundo del arte, puede apreciarse que en realidad existe muy poca gente que esté seriamente comprometida. He participado como comisionado en algunas de las ediciones de la Documenta de Kassel, y me doy cuenta de que la figura del comisionado es muy importante. Antes había comisarios con ideas y convicciones muy definidas, que defendían un punto de vista y lo sacaban adelante pasase lo que pasase. Tal vez no te gustaba lo que hacían e incluso en algunos casos el público se quejaba, pero eso era lo de menos. Aquellos comisarios tenían algo que decir. Hoy en día, los comisarios son «administradores estéticos benevolentes» que se dedican a publicitar a los artistas y a vender su obra. A la hora de comisionar una exposición, hay una diferencia muy notable según quién sea el encargado. No voy a mencionar nombres, pero sí voy a proporcionar una fecha: a partir de la caída del muro de Berlín, la Documenta de Kassel comenzó a cambiar. Perdió mucho de su sentido cuando dejó de representar una postura crítica cultural y territorial. Luego están el resto de ferias que no son bienales, sino lugares destinados a proporcionar información sobre los artistas, a promocionarlos y a vender su arte. Pero si las aceptas por lo que son, se puede aprender algo de ellas ya que, en cierto sentido, suponen un recurso. Si vas al Armory Show de Nueva York y mantienes tu concentración a buen nivel, te sorprende la cantidad de cosas que se pueden ver. Después, tu mente construye una memoria alrededor de lo que has visto y tú haces uso de tu sentido crítico, para descartar y seleccionar.

He leído, en la revista Parkett, una conversación entre Francesco Bonami y Benjamin Buchloh en la que certifican que la crítica de arte está muerta y, por tanto, hoy en día no se puede escribir sobre arte. ¿Qué opinas al respecto?

Existe un libro muy interesante al respecto, que escribió un académico escocés, Oliver Bennett, titulado La cultura del pesimismo, y que describe una serie de razones que explican el pesimismo en relación a diferentes ámbitos como el medioambiente o la cultura. Concluye con un argumento muy interesante, que explica por qué existe ese pesimismo, por qué está ahí, y cita a un psicólogo positivista estadounidense que escribió un libro titulado Learned Helplessness, en el que intenta entender la depresión y el pensamiento negativo, y en el que argumenta que hay algo de proyección de esa negatividad en estas personas que son pesimistas, tengan o no tengan una razón para serlo. Me gustaría ir un paso más allá y dar un argumento sociológico que explique por qué hay personas que creen que no se puede hacer crítica de arte, que en realidad sólo se puede proporcionar información. Considero que se debe a que los críticos de arte no tienen poder. Ahora el poder lo tienen los coleccionistas y los marchantes. Hace tiempo se pensaba que el poder lo tenían críticos de arte como Harold Rosenberg, Clement Greenberg y Leo Steinberg; más tarde, que el artista era la rock star de los años ochenta; ahora el poder está en el dinero, en el coleccionista. En la actualidad, los críticos han perdido su influencia, se sienten maltratados y se afirma que su papel consiste simplemente en publicitar el arte, por lo que resulta indiferente si escribes una buena crítica o no. En una sociedad dominada por el pensamiento instrumental, es inevitable que esto ocurra. Yo puedo escribir sobre la exposición de Ciria, por ejemplo, argumentando por qué me parece buena o interesante. Pero otros vendrán a decirme que la pintura, la figuración, ha perdido todo su atractivo y que únicamente pretendo dar bombo al artista. No niego que en un momento dado esto suceda, pero creo que el crítico de arte se merece cierta consideración. De todas formas, hagas lo que hagas, siempre tendrás detractores y no se puede hacer nada para evitarlo.

¿Cuál es tu relación con el arte español tras haber escrito sobre bastantes artistas de este país?

Para mí, en materia de arte, las dos culturas más importantes de Europa son la alemana y la española. Francia no me interesa demasiado. Cuando era joven, París me atraía mucho, era la meca del arte, pero ahora sólo hay tráfico. El inicio del arte moderno no hay que buscarlo en Francia, sino en España, en Goya, ya que encarna una de las tendencias principales del gran arte. Goya es el símbolo de la conciencia dinámica en un sentido freudiano, del poder de la locura sobre la vida humana. Al ver el cuadro de Felipe VII en el Prado me pareció una parodia; parece un niño. Y también está el guitarrista loco... Goya era capaz de ver. El caso de España es muy peculiar, porque en ella encuentro cierto sentido original de la locura; y no es para menos, dado lo turbador de buena parte de su historia. Goya es un artista increíble porque supo percibir y anticipar la locura de los tiempos modernos. España es importante en lo tocante a la locura en el arte, a la que Alemania tampoco es ajena. Otro aspecto que me gusta del arte español es la continuidad de la tradición en el arte contemporáneo. No hay mucho arte conceptual, y eso es algo que me encanta. En la pintura abstracta española percibo una ausencia del reduccionismo. España es un país extraordinario y muy moderno, pero al mismo tiempo tiene un pulso diferente, en el sentido en que, aun manteniendo cierto carácter depresivo, es al mismo tiempo antidepresivo, lo que quizás sea un mito, pero eso es lo que percibo. Por otra parte, el arte religioso o existencialista español es un tipo de arte extraordinario, que no existe en ningún otro país del mundo. Es curioso que en los Estado Unidos se diga a menudo que Manet representa el inicio del arte moderno, cuando en realidad lo aprendió todo de Velázquez. Lo vi claro en una exposición de Velázquez versus Manet en el Metropolitan Museum. Al lado de Velázquez, Manet perdía su brillo.

Emociones extremas, Madrid, Abada Editores, 2006

El fin del arte, Madrid, Akal, 2006

Arte digital y videoarte: transgrediendo los límites de la representación, Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2006

Signos de psique en el arte moderno y posmoderno, Madrid, Akal, 2003