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Bálticos, de Tomas Tranströmer*

Creando una forma a partir del tiempo

Robert Hass
Traducción Jordi Doce   /   Fotografía Miguel Balbuena

En este ensayo, el poeta y traductor norteamericano Robert Haas, Premio Pulitzer y Poeta Laureado de 1995 a 1997, desgrana en clave personal e intimista las vetas de sentido del poema extenso Bálticos, de Tomas Tranströmer, y nos guía en su particular inmersión en la poética del Premio Nobel sueco.

Iglesia de Anga, Gotland
Pila bautismal Hegwaldr, Gotland

Pienso en Bálticos de Tomas Tranströmer en mitad del invierno y en mitad del estado de Vermont; mucha nieve: blanca, gris, azul humeante; pinos verdinegros, rastrojos de madera de cedro quemada por la nieve. Apenas vi nieve antes de cumplir los dieciocho, así que la intensidad y neutralidad del paisaje de Nueva Inglaterra no ha dejado nunca de parecerme vívida y extraña. Y presente. Como no pertenece a la niñez, no evoca ningún anhelo, no es la secuela de algo perdido; y me hace completamente feliz, excepto por una pequeña sensación de asombro que me inquieta. La felicidad es como una experiencia del ser puro; la inquietud es preguntarme qué significa o qué puedo hacer con esa experiencia. Parece una pregunta enorme, y me lleva a lo que valoré antes que nada en los poemas de Tranströmer o en las traducciones de su poesía que he leído:

Dos de la madrugada: claro de luna. El tren
[se ha detenido
en plena llanura. Allá lejos los puntos luminosos
[de una ciudad,
brillando fríos en el horizonte.

Como cuando una persona ha entrado
[tan profundamente en un sueño
que jamás recordará que estuvo allí
una vez que vuelva a su habitación.

Y como cuando alguien ha entrado
[tan hondo en una enfermedad
que todo lo que fueron sus días se vuelve unos
[puntos centelleantes, un enjambre
frío y escaso sobre el horizonte.

El tren está absolutamente quieto.
Son las dos: fuerte claro de luna, pocas estrellas.Traducción de Roberto Mascaró en Tomas Tranströmer, El cielo a medio hacer, Madrid, Nórdica, 2010, p. 41.

Este poema parece referirse al hombre social que toma conciencia de su ser. Tiene un aire muy austero. La traducción inglesa entraña –o me parece que entraña–, además, una tensión añadida, que es ver cómo el poema disciplina el apetito de estados mentales extremos de su traductor, el poeta Robert Bly. Las estrofas centrales son una especie de combate entre las posibilidades whitmanianas que abre el verso extenso, encabalgado, y la tranquila precisión de Tranströmer. El resultado, en inglés, es un poema muy enérgico. Las estrofas emiten largas bocanadas y luego se congelan sobre sus pasos. Lo que las sostiene, y lo que me obsesiona, es la metáfora o hecho del tren detenido. El poema se titula «Vías», y la vía se convierte en una cifra del tiempo, del carácter predestinado con que nuestra vida social brilla inútilmente hacia el futuro, mientras el tren, en un instante de claridad –como un ojo que de pronto se abre–, está detenido. La luz de la luna es una cifra de eso mismo; de la conciencia pura, sin objeto. Como es pura, como solo es, no significa nada en especial; y ese no significar nada es lo que me fascina de Tranströmer.

Cuando me asomo con edificante ignorancia al texto sueco, veo que la principal herramienta musical del poema parece ser la asonancia entre flimrande y synranden, parpadeo y horizonte. Al final de la primera estrofa,

flimrande kallt vid synranden,

y al final de la tercera,

att allt som var hans dagar blir några flimrande punkter, en svärm,
fall och ringa vid synranden

crean una insistencia. Me han dicho que synranden significa «horizonte», pero no es exactamente la misma palabra. Algo más poderoso está enterrado en la raíz germánica del sueco: syn=visión, randen=frontera. Percibo esta etimología, en el contexto del poema, como algo desgarrador y misterioso. El instante vívido, preservado, y la vida parpadeando allá lejos, en la frontera de la visión. No es solitario, exactamente, pero es tan puro que no sé qué hacer con ello. No sé cuál es su relación con las vías. Y los poemas primeros de Tranströmer tienen la virtud de hacerme sentir así cada vez que vuelvo a ellos.

Me digo que esto es algo que tiene que ver con la epistemología del poema lírico. Las novelas y las formas narrativas y discursivas del poema imitan la vida en el tiempo. Se mueven y se acumulan, maduran; unas cosas decaen y otras emergen. Pero el poema lírico imita la percepción, o el ser, o la conciencia sin objeto, o el tomar conciencia de uno mismo en un tren parado, o mi estancia de dos semanas en Goddard College rodeado por la nieve de Nueva Inglaterra, que no tiene pasado ni futuro para mí. Esta mañana, camino del desayuno –intentando pensar en Tranströmer, en una conferencia sobre la metáfora que el poeta Stephen Dobyns había dado ayer, en una anotación que había escrito en mi diario sin motivo aparente y que decía: «Los Cantos de Pound son una lucha interminable entre imagen y discurso»–, pasé junto a un comedero de pájaros al pie de unos pinos y vi, de pronto, dos relámpagos gemelos de amarillo puro y azul brillante contra la nieve, un arrendajo y un pinzón subiendo raudos a posarse a una distancia segura, y el color y la sorpresa hicieron que el corazón me diera un vuelco, y fue la misma sensación otra vez.

Así es como me acerco a Bálticos, que me gusta mucho. No puedo saber con certeza hasta qué punto es un buen poema porque lo conozco solo en la traducción inglesa de Samuel Charter, pero me parece muy interesante. Tranströmer es uno de los poetas europeos más distinguidos de su generación, y durante mucho tiempo pensé en él como un autor profundamente privado, personal. Que escribiera un poema llamado Bálticos me sorprendió. Aunque mi bisabuelo por el lado paterno había emigrado de una aldea en las afueras del puerto báltico de Stettin, ahora en Polonia y Szczecin, no había sobrevivido ninguna historia familiar y todo lo que conocía de aquella parte del mundo eran las novelas de Günter Grass sobre Danzig, ahora Gdansk en Polonia. También me sorprendió el hecho de que justo entonces el poeta irlandés Seamus Heaney mencionara la región del mar del norte en North. Había algo en el aire, tal vez. Y esta curiosidad volvió a despertar mis viejos interrogantes sobre las ideas políticas de Tranströmer y sobre la relación entre imagen y discurso o, dando un gran salto, entre historia y momento puro, cuento y canto. La dimensión política se hace presente de este modo: en un poema como «Vías», Tranströmer parece sentir que el hombre social no es del todo real y, si eso es cierto, que las relaciones sociales entre los seres humanos tampoco son del todo reales. No lo dice así en el poema; no dice nada semejante en ninguno de los poemas suyos que conozco, pero en todos ellos, incluido Bálticos, que explora la relación de las gentes con el lugar, es algo que parece sentir al menos parte del tiempo. Veamos, por ejemplo, la metáfora que despliega a partir de la pila bautismal al comienzo de la tercera sección. Es como una glosa de «Vías»:

En la penumbra de un rincón de una iglesia de Gotland, en una luz natural de suave moho,
hay una pila bautismal de piedra arenisca –siglo XII– que aún
conserva el nombre del cantero, luciente
como una hilera de dientes en una fosa común:
HEGWALDR
Perdura el nombre. Y sus imágenes
aquí y en las paredes de otras vasijas, multitudes de gente, figuras a punto de dejar la piedra.
Allí estallan los núcleos de maldad y bondad de los ojos.
Herodes a la mesa: el gallo asado levanta el vuelo y canta
[«Christus natus est» –el sirviente es ejecutado–,
allí al lado nace el niño, bajo racimos de rostros nobles
[y desamparados como los de monitos recién nacidos.
Y sobre las escamas de dragón de las fauces de las alcantarillas
resuenan los huidizos pasos de los beatos.
(Imágenes más fuertes en el recuerdo que cuando se ven
directamente, alcanzan su mayor intensidad cuando la pila
gira en la memoria como un lento y ruidoso carrusel.)
En ninguna parte refugio. Por todas partes peligro.
Así ha sido. Así es.
Solo allí dentro hay paz, en el agua de la vasija que nadie ve,
pero en las paredes exteriores se combate fieramente.
Y la paz puede llegar con cuentagotas, quizá por la noche
cuando no sabemos nada,
o como cuando uno está con gotero en una cama de hospital.Seguimos en adelante la traducción de F. J. Uriz en Tomas Tranströmer, Bálticos y otros poemas, Madrid, Visor, 2012, pp. 113-145.

«Y la paz puede llegar con cuentagotas»: no sé qué resonancias despierta este verso en sueco; en inglés es un eco tan claro del célebre poema de Yeats que parece referirse a él:

And I shall have some peace there, for peace comes dropping slow,
Dropping from the veils of the morning…
[Y algo de paz encontraré, pues la paz llega lentamente,
gotea entre los velos de la aurora…]

Los versos de Tranströmer pueden no ser un poema «mejor» que «La isla del lago de Innisfree», pero la traducción es sin duda más interesante, porque no hay nada en Yeats que tenga la fuerza de «en ninguna parte refugio». Y «Vías» también me parece un poema más interesante porque expresa un despertar que no tiene más forma que sí mismo; no es la fantasía de una forma paradisíaca que existe en otra parte.

Es fácil ver que esto tiene consecuencias de orden político. La figura se halla plasmada de manera tan completa y exacta que el yo parece estar separado del mundo por ocho pulgadas de vieja arenisca. Ha hecho un muro del cuerpo, con la vida social fuera, en un estilizado friso medieval, y dentro el agua bendita, contenida, y esto es posible gracias al carácter irrebatible de la metáfora. Se trata de algo típico del poder de la poesía de Tranströmer, y es casi una encarnación perfecta de la mirada hermética hacia el arte y la experiencia. No hay nada que negociar. Puestos a poner reparos, lo mejor es rebatirlo sin más, diciendo –como diría el poeta social de su colega hermético– que el poema está muy bien hecho pero que todo él es un error, que las figuras de la percepción son el sueño y la enfermedad, que la vieja dolencia europea de la alienación y el solipsismo exige un remedio que no sea el gnóstico. Y yo aplicaría estos argumentos a Tranströmer, y añadiría: que los poemas hieden a existencialismo, que apestan al clima que envolvía al joven Tranströmer a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta; el mismo clima, pero de segunda mano, del que enfermé diez años más tarde, cuando era joven y mis profesores trataban de persuadirme de que las voces muertas de La náusea y El extranjero eran la forma misma de la libertad.

Solo que mi experiencia me indica que, dejando a un lado el tono de voz y el aire de época, hay algo en lo que dice Tranströmer que siempre ha sido verdad y que es particularmente fiel a la forma del poema lírico. Esa límpida sensación de asombro en «Vías» es algo que he escuchado antes en Safo y en Tu Fu. Además, otro rasgo desconcertante de la poesía de Tranströmer es que parece la obra de un hombre bien plantado en su medio natural. Algunos amigos me han hablado de su sensibilidad inequívocamente sueca; en «Noche-Mañana», por ejemplo, donde la imagen del muelle y los «semiahogados dioses estivales» parece inseparable de los largos y paradisíacos días del corto verano sueco; y en «Historias de marinos», donde el barvinterdagar, el término que designa los oscuros días invernales sin nieve de noviembre y diciembre, es tan importante para el poema que casi no puede entenderse si no se ha experimentado en carne propia. Esta percepción profunda del lugar y de las propias raíces, plasmada en una poesía que despierta siempre de lo arraigado y local para entrar en un ámbito donde el yo palpita consigo mismo y el mundo parece estar en otra parte, es lo que me aconseja no seguir debatiendo, sino callar y prestar oídos.

Y es también lo que más me fascina de Bálticos. En parte por su extensión, en parte por su temática, este poema concentra las preocupaciones de Tranströmer de modo mucho más intenso que otros poemas suyos que conozco. Samuel Charters, en su introducción, describe su forma y su punto de partida:

El poema trata en gran parte de su familia y de la isla en el archipiélago frente a la costa oriental de Suecia donde pasó largas temporadas y a la que regresa cada verano con su mujer y sus hijas. El poema, de alguna manera, es casi como acompañar a Tomas en un paseo veraniego por las extensiones de bosque y los prados de hierba alta de la isla.

Otro hecho que dio pie a su escritura es la muerte de su madre después de una larga enfermedad. Si uno vuelve sobre la imagen final del pasaje ya citado, puede ver algunos de los modos en que el hecho mismo de la muerte lo pone todo bajo otra luz. El misterio del yo en soledad, siendo como es el misterio de las horas finales de cualquier ser humano, se convierte a todos los efectos en algo social; duele con una pregunta sobre las maneras en que podemos y no logramos llegar a los demás.

El poema se divide en seis secciones, enmarcadas por un relato de su abuelo en la sección inicial y otro relato de su abuela en la última. No hay progresión visible; el poema vaga, como dice Charters, y parece hacerlo a medias por la isla y a medias por una secuencia de poemas y de fragmentos de poemas de Tranströmer. Los vínculos entre las secciones –y, dentro de ellas, entre sus diversas partes– rara vez son lógicos o discursivos. Y, sin embargo, todo tira de todo. Los hechos se hacen con las riendas de las metáforas y las metáforas se empujan unas a otras. Tomemos, por ejemplo, la totalidad de la primera sección:

Fue antes de la época de las antenas de radio.

Mi abuelo acababa de hacerse práctico de costa. En el almanaque anotaba los barcos que pilotaba–
nombre, ruta, calado.
Ejemplos de 1884:

Vapor Tigre Capitán Rowan 16 pies Hull Gefle
Furusund
Bergantín Ocean Capitán Andersen 8 pies Sandöfjord
Hernösand
Furusund
Vapor St. Petersburg Capitán Libenberg 11 pies Sttetin
Libau
Sandhamn

Los sacaba al mar Báltico a través del maravilloso laberinto de islas y aguas.
Y los que se encontraban a bordo y eran transportados por
[el mismo casco unas horas o unos días,
¿cuánto llegaban a conocerse?
Conversaciones en un inglés con faltas de ortografía, acuerdos
[y desacuerdos, pero muy pocas mentiras conscientes.
¿Cuánto llegaban a conocerse?

Cuando había niebla cerrada: a media velocidad, escasa velocidad.
[De lo invisible surgía el cabo de una gran zancada
[y se abalanzaba sobre ellos.
La sirena mugía un minuto sí y otro no. Los ojos leían directamente en lo invisible.
(¿Tenía el laberinto en la cabeza?)
Pasaban los minutos.
Bajíos y arrecifes memorizados como los versículos de los salmos.
Y esa sensación de «estamos exactamente aquí» que hay que
[conservar, como cuando uno lleva un recipiente lleno hasta
[los bordes del que no puede verterse ni una gota.

Una mirada a la sala de las máquinas.
La máquina compound, resistente como un corazón humano,
[trabajaba con grandes movimientos, suaves y elásticos,
[acróbatas de acero, y los aromas subían
[como de una cocina.

Cuando empecé a leer Bálticos, me habría gustado compartir un chiste con alguien sobre la influencia de Charles Olson, a quien estoy bastante seguro de que Tranströmer no ha leído jamás: «Hum… Vapor Tigre Capitán Rowan 16 pies Hull Gefle Furusund. ¿Dónde he escuchado antes ese ritmo?». Pero Tranströmer tiene razón –como la tenía Olson– al insistir en este punto: en que conocemos al hombre por los detalles concretos de su oficio. Si esto fuera de Olson, nos habría llevado dando tumbos desde este primer acto de fidelidad lacónica a la palabra escrita hasta sus orígenes en Fenicia; en este caso, y aunque Tranströmer está muy lejos del afán imperialista y majestuoso de la poesía norteamericana, la transcripción regresa dando un rodeo –de un modo que me parece profundo– a esos toscos registros de hombres semianalfabetos que «invocaban la aparición de la escritura». Y bien está que lo haga: el poema se convierte de manera patente en una metáfora del vínculo entre poesía y navegación, nieto y abuelo. «¿Tenía el laberinto en su cabeza?» Todo esto es bastante obvio. Su curiosidad por los hombres hace surgir el asunto de la comunicación. El «recipiente lleno hasta los bordes» anticipa la pila bautismal. El conocimiento, sólido como los «versículos de los salmos», mira con nostalgia hacia la sólida piedad de otra época. Y la metáfora final del motor concentra tantas connotaciones que no la degradaré explicándola. El pasaje no se convierte en alegoría; los hechos mantienen con firmeza su condición de hechos, pero el empuje de la metáfora casi los devora en los versos iniciales, hasta el punto de que, si se tratara de un poema autónomo –y por sorprendente que esto fuera en el caso de Tranströmer–, parecería en última instancia nostálgico y familiar, lleno de fácil anhelo.

En cambio, nos introduce en un laberinto de islas y agua que parece claramente el terreno de la poesía moderna. A mi juicio, esto explica el por qué, mientras pensaba en estas cuestiones, dediqué una entrada de mi diario a Pound. Uno de los impulsos del poema moderno es saltar fuera del tiempo, o registrar aquellos momentos en que parece que estamos fuera de él. En la poesía inglesa este proceso comenzó tan pronto como Wordsworth trató de reflejar el modo en que una vez, patinando de niño, los cielos comenzaron a girar cuando él se detuvo y sintió que el silencio le envolvía. Se acentuó tan pronto como Baudelaire empezó a leer a Swedenborg. El imagismo fue su expresión más afianzada. Pound bromea con ello en un poema cuando incluye una fecha en el título, «En Pagani, 8 de noviembre»: «Descubriendo, de pronto, en los ojos de una hermosa cocotte normanda / los ojos de un muy culto asistente del Museo Británico». No es tanto un déjà vu, como el modo en que la semejanza vacía de tiempo el tiempo. Si alguna vez hubo un método inadecuado para embarcarse en un poema extenso capaz de crear una forma a partir del tiempo, ese método es el imagismo. Y no es casual que Los Cantos comiencen con un marinero y un navegante: «Y entonces descendimos hasta el barco». O: «Fue antes de la época de las antenas de radio».

No sé muy bien hasta qué punto todo esto guarda relación con las tradiciones de la poesía sueca. Lo que parece claro es que la propuesta de este poema, la presencia evocadora de los abuelos, la muerte de la madre del poeta, su amor por la isla, obliga a Tranströmer a trabajar de otra manera con los materiales de su arte. Bálticos, como ya he dicho, es una antología de los poemas de Tranströmer, un archipiélago. Tenemos un ejemplo en el pasaje de la pila bautismal de la sección tercera, así como en la sección inicial. Aquí van, al azar, algunos otros:

El planetario estratégico gira. Las lentes miran fijamente a las tinieblas.
El cielo nocturno está lleno de cifras, y con ellas se alimenta
un armario parpadeante,
un mueble
que contiene la energía de una nube de langostas que dejan
peladas hectáreas de Somalia en media hora.

*

Charrasco. El pez que es el sapo que quiso ser mariposa y lo consiguió en un tercio, se esconde entre la maleza del mar pero lo sacan en la red, prendido en ella con sus patéticas púas y verrugas –cuando se le libera de la red quedan las manos brillantes con sus viscosidades.

*

A veces uno se despierta por la noche
y garabatea rápido unas palabras
en el papel que más a mano tiene, en el margen de un periódico
(¡las palabras irradian significado!),
pero por la mañana: esas mismas palabras ya no dicen nada,
garabatos, lapsus linguae.
¿O fragmentos del gran estilo nocturno que pasó de largo?

*

No sé si estamos en el principio o llegando al estadio final.
No se puede hacer el resumen, el resumen es imposible.
El resumen es la mandrágora–
(consulten la enciclopedia de supersticiones:

mandrágora
planta mágica

que lanzaba un grito tan terrible cuando la arrancaban de la tierra
que el que lo había hecho caía muerto. Tenía que hacerlo el perro…)

*

El viento que ha soplado con tanta meticulosidad todo el día
–en los arrecifes más lejanos están contadas todas las briznas de hierba–
ha amainado en el interior de la isla. La llama de la cerilla se yergue vertical.
La pintura marina y la pintura del bosque oscurecen juntas.
También el follaje de los árboles de cinco pisos se vuelve negro.
«Cada verano es el último». Palabras vacías, sin sentido
para los seres que viven en la media noche de finales de verano
cuando los grillos cosen a máquina como desesperados
y el Báltico está cerca
y el solitario grifo de agua se levanta entre el rosal silvestre
como una estatua ecuestre. El agua sabe a hierro.

Cada uno de estos pasajes es maravilloso a su modo. Exhiben el esmero y la sorpresa y la ternura sardónica y la desesperación y la inteligencia misma que hacen que siempre valga la pena leer a Tranströmer. Nada chirría, y yo mismo sentí al teclearlos esa euforia creativa llena de soberbia que a veces subyuga a la crítica literaria. Si algo cabe reprocharles es que tienen un regusto a los 17 Dikter, la sensación de que podrían grabarse en piedra con el lema «Sentimientos del siglo veinte» y sobrevivir durante siglos como un emblema del hastío mortal que nos inspira el vivir en nuestro tiempo.

El fragmento inicial crea un emblema de la alienación por la física. El segundo representa la desesperación ante la teoría evolutiva, redimida en parte por la baba brillante del charrasco, que es como el misterio de la sustancia del espíritu pero tiene aspecto de líquido seminal. El tercero se ocupa del fantasma del inconsciente y la fragmentación del lenguaje. El cuarto remite a nuestro desarraigo vital, este haber sido arrancados a rastras, medio muertos y medio vivos, de las formas orgánicas y tradicionales de la sociedad por la revolución industrial y tecnológica. El quinto es el típico poema de Tranströmer donde el ser es como el agua; resulta casi demasiado hermoso, demasiado hábil; poeta y poema, cada cual al borde de su propio Báltico: un «solitario grifo de agua» levantado «entre el rosal silvestre / como una estatua ecuestre». Tomadas por separado, estas imágenes terminan por irritar, y el asombroso talento de Tranströmer se vuelve contra él, como si el estilo fuera el rostro de un hombre que pareciera tener respuesta para todo y, en cambio, solo dispusiera de un impresionante repertorio de métodos para describir el dilema.

Estos pasajes, sin embargo, no aparecen por sí solos. Son partes de un poema más extenso que tiene por eje central o gravitatorio (o al menos he decidido creer a Charters cuando dice que así es) la muerte de la madre, hecho que arrastra toda la secuencia hacia un lugar en el que la revelación reiterada de un ser sin sentido en un mundo atareado, admirable, terrible y absurdo deroga toda posibilidad de satisfacción. La referencia a la muerte de su madre es el pasaje más opaco del poema y creo que no lo habría detectado de no ser por Charters:

Las conferencias sobre la muerte duraron varios trimestres. Yo asistía
junto con compañeros que no conocía
(¿quiénes sois?)
–después cada uno se iba a lo suyo, perfiles.

Miré hacia el cielo y hacia la tierra y de frente
y desde entonces estoy escribiendo una larga carta a los muertos
en una máquina de escribir que no tiene cinta sino una estría en el horizonte,
así que las palabras repiquetean en vano y no queda nada grabado.

Una cosa es tomar conciencia de la soledad de nuestro propio ser, reconocer que esa soledad es algo propio de cada uno de nosotros y contemplar nuestra extinción; otra muy distinta es percibir cómo actúa en alguien a quien amas. La figura de «las conferencias sobre la muerte» capta muy bien su naturaleza inexorable y desesperada. Y reaparece en la meditación sobre la muerte del abuelo, que le lleva a su vez a preguntarse sobre el destino de un extraño en una fotografía del siglo diecinueve, un ser humano anónimo cuya vida tendrá el sentido –sea cual sea– que tenga Bálticos:

Pero en la siguiente foto sepia
está el desconocido–
a juzgar por las ropas es de mediados del siglo pasado.
Un hombre de unos treinta años: las poderosas cejas,
el rostro que me mira directamente a los ojos
y me susurra: «aquí estoy yo».
Pero ya no queda nadie que recuerde
quién es ese «yo». Nadie.

¿Tuberculosis? ¿Aislamiento?

Una vez se paró
en la pedregosa pendiente que bullente de hierba subía del mar
y sintió la venda negra sobre los ojos.

Este peligrar de nuestras vidas individuales es lo que hace insostenible la percepción del poema lírico individual. Crea la necesidad en los fragmentos o islas errantes de Bálticos de transformar de alguna manera la imagen en discurso, en una forma del tiempo, al igual que las anotaciones lacónicas del abuelo del poeta convirtieron las poblaciones aisladas en las que recalaba su barco en una cultura rudimentaria: «Vapor St. Petersburg Capitán Libenberg 11 pies Sttetin Libau Sandhamn». Hace de la forma del poema su asunto más urgente y profundo.

Hay metáforas de esta idea por todo el poema: metáforas de la escritura, del habla, del mal hablar, de la comunicación. Los hombres a bordo del barco en la sección primera la prefiguran: «Conversaciones en un inglés con faltas de ortografía, acuerdos y desacuerdos, pero muy pocas mentiras conscientes. / ¿Cuánto llegaban a conocerse?». Aparece en la sección segunda en lo que tiene aspecto de ser una referencia a la Unión Soviética («donde una conversación entre amigos se convierte realmente en una prueba de lo que significa la amistad»), pero que podría referirse también a la Norteamérica de los últimos sesenta o cualquier otra sociedad represiva. En la sección cuarta comparece en una imagen que es particularmente decisiva pues evoca nuestra falta de confianza en el pensamiento abstracto, que es la forma o método tradicional del discurso: «algas que se mantienen a flote gracias a unas vesículas aeríferas, como nosotros nos mantenemos a flote con ideas». En la sección quinta habla directamente de este problema:

2 de agosto. Algo quiere ser dicho pero las palabras se niegan.
Algo que no puede decirse,
afasia,
no hay palabras, pero tal vez sí un estilo…

El estilo, por decirlo en dos palabras, es el vagabundeo atento y ligero de Bálticos, una especie de móvil hecho de isla y mente que gira con lentitud y donde hay discurso porque las distintas secciones tiran unas de otras y cada cosa parece relacionarse metafóricamente con las demás. Debería detenerme sobre esta frase: relacionarse metafóricamente. En la conferencia que escuché ayer, Stephen Dobyns comenzó hablando del asombro que sentía ante la agilidad con que la mente percibe las conexiones metafóricas, la rapidez con que asume, conecta y generaliza tal percepción. Para ilustrarlo recurrió a un ejemplo de las Figuras asiáticas de W. S. Merwin:

Escupe hacia arriba
aprende algo

Antes casi de que terminara de hablar el público se echó a reír, como confirmando su tesis. Citó este ejemplo para demostrar que la metáfora es un acto participativo; sorprende al oyente en un acto de autoconocimiento; afina y afila la relación que tiene consigo mismo. Me encantó que lo dijera porque siempre había pensado más o menos ingenuamente que una metáfora conectaba dos cosas; de hecho, con la metáfora conectamos dos cosas, o tenemos cosas conectadas, y la metáfora evoca un trabajo ya hecho. Dobyns citó esta frase: «Cuando dibuja un tigre, es un perro»; y nos pidió que sintiéramos cómo nuestras mentes eran atraídas hacia la solución, de manera que pudiéramos experimentar en qué consistía el trabajo natural e incesante de la imaginación. El arte, concluyó, permitía al lector establecer una relación íntima consigo mismo y tomar conciencia de hasta qué punto dicha relación configuraba su propia percepción del mundo.

Lo que sucede con rapidez en los aforismos de Merwin es lo que sucede con lentitud conforme la mente se mueve por las diversas secciones de Bálticos. No es un poema del saber; no intenta llegar a un tipo de conocimiento sanado, cómico o trágico. Y no es un poema político, aunque sus temas incluyan la comunidad y el aislamiento. Pero encarna las cualidades de una conciencia que sabe que ha estado fuera del tiempo y que va a morir, a dos mil kilómetros por debajo de palabras como socialismo y anarquismo intencional y libreta de ahorros, y que sabe que el descubrimiento y encarnación de estas cualidades en nuestro arte es el prerrequisito espiritual de una política viable. Esta última frase suena tan grandilocuente que yo mismo me he asustado un poco. En última instancia, la prueba del algodón es el poema mismo, por lo que mi objetivo no es postular estas afirmaciones como garantes de éxito total, sino indicar la imperiosa seriedad artística de Tranströmer. El lector haría bien en someterse al test de Doybins y leer a conciencia, con los cinco sentidos, la sección quinta de Bálticos:

30 de julio. La ensenada ha devenido excéntrica –por primera vez en años hoy las medusas bullen en el mar, avanzan hinchándose lenta y considerablemente, pertenecen a la misma compañía naviera: aurelia, andan sin rumbo como flores después de un entierro en el mar, si se las saca del agua pierden completamente su forma, como cuando se arranca del silencio una verdad indescriptible y se formula convirtiéndola en gelatina muerta, sí, son intraducibles, tienen que permanecer en su elemento.

2 de agosto. Algo quiere ser dicho pero las palabras se niegan.
Algo que no puede decirse,
afasia,
no hay palabras, pero tal vez sí un estilo…

A veces uno se despierta por la noche
y garabatea rápido unas palabras
en el papel que más a mano tiene, en el margen de un periódico
(¡las palabras irradian significado!)
pero por la mañana: esas mismas palabras ya no dicen nada,
garabatos, lapsus linguae.
¿O fragmentos del gran estilo nocturno que pasó de largo?

La música le llega a un hombre, es compositor, se interpretan
[sus obras, hace carrera, llega a ser director del conservatorio.
Cambia la situación, las autoridades lo condenan.
Nombran como fiscal a su alumno K***.
Es amenazado, degradado, relegado.
Pasan algunos años y su desgracia va cediendo, es rehabilitado.
Llega entonces el derrame cerebral: parálisis en el lado derecho
[con afasia, solo entiende frases cortas, dice palabras [equivocadas.
Por consiguiente no le afectan ni honores ni condenas.
Pero la música sigue en él, continúa componiendo en su propio estilo,
se convierte en una sensación médica el tiempo que le queda por vivir.

Puso música a textos que ya no entendía–
de la misma manera
expresamos algo con nuestras vidas
en el coro que tararea los lapsus linguae.

Las conferencias sobre la muerte duraron varios trimestres. Yo asistía
junto con compañeros que no conocía
(¿quiénes sois?)
–después cada uno se iba a lo suyo, perfiles.

Miré hacia el cielo y hacia la tierra y de frente
y desde entonces estoy escribiendo una larga carta a los muertos
en una máquina de escribir que no tiene cinta sino una estría en el horizonte,
así que las palabras repiquetean en vano y no queda nada grabado.

Estoy con la mano en el picaporte de la puerta, le tomo el pulso a la casa.
Las paredes están tan llenas de vida
(los niños no se atreven a dormir solos en el cuartito de arriba –
[lo que a mí me da tranquilidad a ellos los intranquiliza).

3 de agosto. Allí fuera en la hierba húmeda
se arrastra un saludo de la Edad Media: el caracol de Borgoña,
un caracol que resplandece sutilmente, en su gris amarillento, con su casa a cuestas,
trasplantado por monjes que gustaban de escargots
sí, aquí hubo franciscanos,
abrieron canteras y quemaron piedra caliza, la isla fue suya en 1288, donación del rey Magnus
(«Esas limosnas y otras parecidas / lo esperarán en el reino de los cielos»),
cayeron los bosques, ardían los hornos, la cal navegaba rumbo a
los conventos en construcción…
El hermano caracol
está casi inmóvil en la hierba, sus tentáculos se retraen
y se desarrollan, perturbaciones y dudas…
¡Cómo se parece a mí en mi búsqueda!

El viento que ha soplado con tanta meticulosidad todo el día
–en los arrecifes más lejanos están contadas todas las briznas de hierba–
ha amainado en el interior de la isla. La llama de la cerilla se yergue vertical.
La pintura marina y la pintura del bosque oscurecen juntas.
También el follaje de los árboles de cinco pisos se vuelve negro.
«Cada verano es el último». Palabras vacías, sin sentido
para los seres que viven en la media noche de finales de verano
cuando los grillos cosen a máquina como desesperados
y el Báltico está cerca
y el solitario grifo de agua se levanta entre el rosal silvestre
como una estatua ecuestre. El agua sabe a hierro.

Creo que me gustan especialmente los grillos cosiendo a máquina como posesos. Es así como percibo las puntadas del propio Tranströmer en esta sección.

Cuando hablaba del poema largo, Charles Olson solía citar a Whitehead: «El proceso de creación es la forma de la unidad». Tal ha sido, más o menos, la justificación de la mayor parte de poemas de cierta extensión desde Los Cantos, y siempre me ha parecido una falacia o petición de principio: al no decirnos cómo se cierra el proceso de creación, no nos dice nada ni sobre la forma ni sobre la unidad. No señala la diferencia entre algo que alcanza una forma y esos experimentos puramente seriales que parecen terminarse debido al cansancio o la muerte de su autor. Bálticos termina porque el poema llega, en la sección sexta, a una figura de sí mismo. He leído el poema muchas, muchas veces, y creo que debo decir que su conclusión no me parece del todo lograda. Es decir, no siento, no he sentido aún, que ese largo rodeo a través de tantos lugares oscuros hasta su brillante salto final se sostenga en algo que no sea la voluntad o el deseo mismo del autor. No se me ocurren muchos ámbitos literarios donde esto no ocurra. La tempestad, el final de Los Cantos. Pero la conclusión que alcanza se parece mucho, curiosamente, a la de Pound: un lugar donde la luz de la inteligencia, de la metáfora, el discurso y la relación se vuelve indistinguible del amor, esa palabra que Pound evitó insertando una migaja de neoplatonismo italiano: intelleto d’amore.

Tranströmer lo alcanza a su manera cuando concentra el final del poema en la casa familiar –una choza de pescadores de doscientos años de antigüedad– y descubre el diseño, el patrón de su propia mente en las tejas que adornan y rodean el tejado:

Cuánta madera acurrucada. En el tejado las ancianísimas tejas se
[han desplomado unas sobre otras en todas las direcciones
(a lo largo de los años la rotación de la tierra ha ido trastocando el dibujo inicial),
eso me recuerda algo… estuve allí… espera: es el viejo cementerio judío de Praga
donde los muertos viven más apretados que en vida, las lápidas apretujadas apretujadas.
¡Cuánto amor cercado! Las tejas son los signos de los líquenes escritos en un idioma desconocido
son las lápidas del cementerio-gueto de las gentes del
[archipiélago, las piedras levantadas y caídas.–

La desvencijada choza resplandece
por la luz de todos los que fueron conducidos por una cierta ola, un cierto viento
hasta aquí, hasta sus destinos.

No sé si lo ha logrado. No creo que nadie sin conocimientos de sueco pueda saberlo con certeza –incluso, en mi caso, en la clara y vigorosa traducción de Samuel Charter–, pero es difícil no sentir que estos versos finales –«una cierta ola, un cierto viento»– han tocado en lo más hondo el misterio del lugar y de la forma del poema.

Air mail: correspondencia 1964-1990, Madrid, Nórdica Libros, 2012

Bálticos y otros poemas, Madrid, Visor, 2012

El árbol y la nube: obra poética, 1954-2004, Madrid, Nórdica Libros, 2012

Visión de la memoria, Madrid, Nórdica Libros, 2012

Deshielo a mediodía, Madrid, Nórdica Libros, 2011

El cielo a medio hacer, Madrid, Nórdica Libros, 2010

Para vivos y muertos, Madrid, Hiperión, 1992