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Contra el imperialismo digital

Entrevista con Siva Vaidhyanathan

Víctor Lenore

Siva Vaidhyanathan (Búfalo, Nueva York, 1966) es el autor de un libro de referencia para combatir el ciberoptimismo: La Googlización de todo (y por qué deberíamos preocuparnos). Siempre atento a los matices, este profesor de historia cultural y medios de comunicación de la Universidad de Virginia, explica los seductores métodos de dominación de las transnacionales tecnológicas. Propone la expresión «imperialismo estructural» para describir el enorme poder que acumulan estos gigantes de las nuevas tecnologías (mayor cuando el público y los políticos bajan la guardia). Tras el éxito del libro en Europa y Estados Unidos, está preparando otro sobre la historia de la responsabilidad corporativa. «Las empresas grandes dan mucha importancia a esto, con las pegatinas de ‘no experimentamos con animales’ o ‘solamente servimos productos orgánicos’. El lema de Google es ‘No seas malvado’. Mi objetivo con el libro que preparo es cuestionar la percepción de que es posible mejorar a través de lo que llaman ‘consumo responsable’. Los avances vendrán de procesos políticos y sociales, no de usar mejor nuestras tarjetas de crédito», explica.

Fotografía de Pascal Charest. CC BY-NC-ND 2.0
iPad Girl. Ilustración de Charis Tsevis. CC BY-NC-ND 2.0

¿Qué reacciones ha provocado La Googlización de todo…?

En general, la respuesta ha sido positiva. Se entendió que yo no llamaba al boicot contra Google, ni pedía el fin de Google, sino que pretendía comprender mejor qué papel juega en nuestras vidas. En el libro critico dos ideas: el fundamentalismo de mercado y el determinismo tecnológico. Como era previsible, los mayores reproches llegaron de fundamentalistas del mercado y de deterministas tecnológicos. A mí me preocupa la dependencia que estamos desarrollando con este buscador, que acapara cuotas de hasta el noventa por ciento del mercado.

¿En qué sectores ha resonado más tu discurso?

En Europa parecen más dispuestos a criticar a una compañía estadounidense que en mi país, donde hay una reacción diversa. Tenemos un fuerte sentido libertario que para muchos resulta incompatible con poner límites legales a compañías privadas y existe cierta alergia a apoyar intervenciones estatales. Se confía en la mano invisible: que llegue otra empresa de manera natural y lo arregle mediante la ley de la oferta y la demanda. En realidad, como todas las corporaciones sin demasiado control, Google hace lo que es mejor para Google. Si queremos poner límites, hay que empezar a usar otros servidores y protestar políticamente.

¿Cómo se desarrolla en la práctica la demanda de mayor control a Google?

Ahora mismo hay acciones en marcha para poner límites al buscador que no tienen nada que ver con mi libro. La posición de Google en el mercado de la publicidad es tan dominante que los expertos han visto claro que viola las leyes de competencia de la Unión Europea y las leyes antitrust de Estados Unidos. El público en general también empieza a sentirse incómodo con la cantidad de información personal que acumulan Google, Amazon y Facebook sobre sus vidas, y también otras compañías. En los dos últimos años, se ha producido una toma de conciencia de cómo se usan nuestros datos para vendernos cosas. Esta información se puede explotar de muchas formas, incluso para propósitos de represión política. No me gustan nada las profecías, pero creo que en cinco o diez años tendremos algo parecido a un movimiento social contra estos procesos de acumulación masiva de información.

Has acuñado el término «imperialismo estructural». ¿Lo puedes definir brevemente?

Me refiero al dogma de que todos deberíamos actuar de manera acorde con lo que nos proponen estas gigantescas empresas tecnológicas. El Imperio británico construía un tren entre El Cairo y Alejandría para reforzar la dominación. Hoy no debemos descartar que se usen lógicas similares para controlar a los internautas. La estructura de las grandes empresas tecnológicas impone sus prioridades a la mayoría social. Tampoco quiero exagerar: estoy hablando de una forma muy blanda de imperialismo, donde nadie muere, ni hay campos de concentración, pero debemos preocuparnos porque afecta a nuestras vidas. No hay motivo razonable para que el interés de Google se imponga a las necesidades de los ciudadanos. El imperialismo funciona mejor con las empresas porque los clientes las encuentran inofensivas. En el siglo xix, los gobiernos europeos ondeaban las banderas de la cristiandad y la civilización, mientras que el nuevo imperialismo vende eficacia, tecnología y progreso. La eficacia es la nueva religión. Para mí, no es un valor tan importante, todo depende del fin al que se enfoque esa eficacia. Google, además, apoya la libertad de expresión de un modo que conecta muy bien con los valores estadounidenses. Al buscador le interesa la máxima cantidad de expresión porque eso amplía su público. Hay grandes mercados que conquistar en China, India y Turquía.

¿Cómo se relaciona Google con las élites políticas y económicas?

Me preocupa que varios directivos de Google sean amigos de altos cargos de la administración Obama, sobre todo en el Departamento de Estado [equivalente al Ministerio de Exteriores]. Esa amistad desacredita su trabajo como controladores públicos de los movimientos de la empresa. Por otro lado, he descubierto que existen otros sectores de la administración Obama que han sido muy agresivos investigando a Google en campos como violaciones de la privacidad y vulneración de las leyes de la competencia. Me refiero al Departamento de Justicia y la Comisión para la Libertad de Comercio. Eso me agradó y me sorprendió. Es un hecho que el Departamento de Estado ha sido muy complaciente con Google porque le sirve para obtener información de todo el mundo y para que circulen libremente datos que el gobierno necesita. Cada vez que Google sufre alguna fricción legal fuera de Estados Unidos, como pasó en 2010 con China, se acusa a la empresa de ser una avanzadilla de la administración Obama. En realidad funciona al revés: es el gobierno quien ejerce como enviado de las corporaciones, sondeando las posibilidades en territorios difíciles. No me parece que esa sea la relación ideal entre un Estado y una empresa.

En el libro destacas esta cita de Arthur C. Clarke: «Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia». ¿Estás sugiriendo que somos infantiles a la hora de acercarnos a estos grandes gigantes de internet?

Cada vez encuentro más gente que no quiere saber cómo funciona la tecnología. Cuando vamos a un espectáculo de magia, a nadie le gusta que le expliquen los trucos. Buscamos que la tecnología sea algo tan natural que no haga falta analizarlo. Estamos hipnotizados por estos aparatos tan pequeños, atractivos y sofisticados. Llegamos a pensar en ellos como extensiones naturales de nuestros cuerpos. Hay que celebrar los avances, pero también ser conscientes de todo el gasto, la infraestructura y el trabajo humano que hacen posible que un mensaje llegue de Madrid a Lagos o Yakarta en diez segundos. No podemos tomar eso como algo natural. Hay que desmitificar la tecnología. Yo quiero exponer cómo funciona. Desmitificar significa ver a los seres humanos que trabajan en el sistema. Pensemos en los obreros chinos que pasan doce horas al día en una cadena de montaje para que tengamos teléfonos inteligentes baratos. Además, por salarios de miseria y sin derechos laborales. Me niego a aceptar que esto sea algo normal. Tenemos que entender cómo funcionan las webs y el sistema de telefonía para ser ciudadanos responsables, capaces de cuestionar procesos y evitar abusos. Aparatos como el iPhone resultan impresionantes, hasta el punto de que paralizan nuestra capacidad de reacción. Eso no es bueno. Las compañías no deben determinar nuestro ecosistema mediático. Somos nosotros quienes debemos decidirlo.

Describes Google como un buscador reaccionario, en el sentido de que hace más visibles las búsquedas más populares. ¿Lo es también en el terreno político?

Seguramente sí, aunque no lo parezca. La industria de la alta tecnología en Estados Unidos está llena de ejecutivos cosmopolitas. Para vender productos en todo el mundo hay que conocerlo a fondo. Si te das un paseo por Silicon Valley oirás un montón de idiomas diferentes y verás personas indias, chinas y estadounidenses trabajando juntas. Allí se defienden los derechos de los homosexuales, se cuestionan los valores religiosos y predomina el gusto vanguardista. Si hablamos de economía, la cosa cambia: detestan el control estatal y se sienten atraídos por los paraísos fiscales. Eso es claramente reaccionario. Hay tolerancia en lo social y un enfoque económico de derechas. Silicon Valley es un sitio especial, con tremenda influencia en nuestra cultura. Tienen una especie de anarquismo conservador que apoya la diversidad, pero es básicamente una versión simplificada y barata del pensamiento libertario.

Al final del libro propones una red de acceso igualitario a la cultura: el Human Knowledge Project. ¿Nos resumes en qué consiste?

Tenemos que empezar a pensar como especie, con cierta conciencia global. La idea básica es que un niño pobre de Sudáfrica pueda tener el mismo acceso a la información que un niño rico de Canadá. Me parece beneficioso incluso para las empresas occidentales: ese crío africano con mayor formación tendrá más posibilidades de ser consumidor de bienes y servicios fabricados por Siemens o General Electric. Tengo claro que este proyecto no puede hacerse sin ayuda estatal. El mercado no va a hacerlo funcionar. Hay que revisar las leyes de copyright y conseguir que se implique el sistema mundial de bibliotecas. Esta iniciativa quitaría poder a compañías privadas gigantes como Google, Facebook y Amazon. Dejando aparte mi libro, en 2010 arrancó un proyecto interesante en la Universidad de Harvard llamado Digital Public Library of America. Se trata de un grupo de bibliotecarios y académicos que intentan captar dinero privado para financiar un archivo público de libros. El objetivo es proveer de material de alta calidad visual a las bibliotecas. En cinco o diez años puede ser algo significativo y eficaz para hacer más accesible la información de calidad en todo el planeta. Esto nunca ha sido un problema tecnológico, sino un problema político, de falta de voluntad para que circule el conocimiento al margen de las reglas del mercado.

¿Crees que el sesgo conservador de los medios de comunicación en Estados Unidos es un obstáculo para debatir sobre este tipo de proyectos?

La prensa de mi país defiende el fundamentalismo de mercado. Hay pocas excepciones. No se oponen a las ideas distintas, simplemente las ignoran. Su estrategia es negarles la atención. Los medios de EE UU prefieren los argumentos sensacionalistas. En realidad, es un tipo de censura que tiene que ver con el tono. Si mis posiciones sobre tecnología fueran insultantes con Google, obtendrían mucho más espacio mediático que haciendo un cuestionamiento matizado. La industria editorial prefiere un libro que diga «acabemos con Google» a otro que sugiera «tengamos cuidado con Google». Yo no llamo al boicot de la compañía porque pienso que ha hecho cosas positivas, sobre todo poner algo de orden en el espacio cibernético, que era demasiado caótico antes de su aparición. La batalla en los medios de Estados Unidos es entre las ideas simples y los argumentos sutiles. Lamentablemente, vamos perdiendo, sobre todo en los últimos años. Los ensayos que triunfan son los que usan una idea muy básica para explicar todos los conflictos del mundo. La mayoría de los ensayistas estadounidenses quieren ser como Malcolm Gladwell, autor de Inteligencia intuitiva: ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (Taurus, 2005). La triste realidad es que descubrir la verdad suele llevar mucho más de dos segundos.

¿Estás diciendo que los medios de comunicación impiden el debate público?

Está claro que algo falla. En los medios estadounidenses resulta imposible mantener una charla civilizada sobre la sanidad pública. Estamos hablando de algo muy básico, que incluso conviene a las grandes empresas que se anuncian en televisión porque les quitaría un gasto de sus presupuestos. Se está imponiendo la idea equivocada de que el sector público siempre falla y el mercado siempre acierta. En todo el planeta está demostrado que las prisiones, la educación y los hospitales tienen mejores resultados cuando los gestiona el Estado. Es una afirmación modesta, en mi opinión, pero desde 1980 decir algo así te convierte en un radical para los medios de mi país. Lo encuentro delirante. Al menos los hechos deberían respetarse.

Lamentas que la mayoría piense en Google como en algo eterno cuando gigantes tecnológicos como Myspace cayeron en pocos meses. ¿Cómo se cambia esa percepción?

Es normal que esto ocurra: Google es la empresa comercial de mayor éxito en la historia de la humanidad. La industria tecnológica está salpicada de grandes fracasos, pero los olvidamos rápido, solo recordamos a los ganadores. Siempre digo que hay que pensar en tiempo histórico. Los gigantes de las nuevas tecnologías son unos recién nacidos. Te pongo un ejemplo: esta mañana tuve un encuentro con estudiantes en la embajada de Estados Unidos en Madrid. Hablamos de la Primavera Árabe y de cuál había sido la aportación de las redes sociales. Casi todos asignaban un papel central a Twitter. Les recordé todas las revoluciones que hubo en 1989, desde la caída de los regímenes comunistas hasta el fin del Apartheid o las protestas de la plaza de Tiananmen. Ninguna de esas revueltas necesitó Twitter. En realidad, no se puede probar que las redes sociales hayan tenido influencia en los procesos de Túnez o Egipto. También tienen Twitter en Siria y Bahrein, también existen desigualdades en esos países, pero no se produjeron manifestaciones. ¿Por qué esta diferencia? Es lo que los medios deberían explicarnos.

¿Tú qué papel dirías que jugaron las nuevas tecnologías en la Primavera Árabe?

Twitter ha servido para que en Occidente nos enteremos mejor de algunas cosas. Está demostrado que la manera más habitual de comunicarse entre los manifestantes egipcios fueron los sms enviados a través de viejos teléfonos Nokia con pantallas grises. El gobierno puede apagar Twitter y la economía no sufre, pero no puede renunciar a la red móvil porque implicaría congelar la mayoría de los negocios del país. Lo que contaron los medios sobre la influencia de Twitter es sencillamente falso. Cuando das tanta importancia a la herramienta, se eclipsa la historia humana: el hecho de que cientos de miles de personas decidieran arriesgar su vida por la posibilidad de un mundo mejor.

¿Lograste convencer a los jóvenes de la embajada de que debían ser más escépticos?

Uno de los estudiantes contestó que el 15M no hubiera sido posible sin redes sociales. Le pregunté que cómo explicaba entonces que en los años treinta el activismo político en España fuera mayor que en 2011. Google lleva quince años funcionando. Es una presencia significativa en la vida de la gente corriente desde hace diez. Eso no es nada en tiempo histórico. En Occidente vivíamos bastante bien antes de Google. Si cierran, no se acaba el mundo. De hecho, nadie puede garantizar que dentro de un lustro exista la World Wide Web. Podría ser reemplazada por un sistema más sofisticado para dispositivos y aplicaciones móviles. Si esto ocurre, Google pierde su ventaja, por eso está invirtiendo millones en móviles. Tener en la cabeza que Google no es eterno nos hace más propensos a confiar en políticas públicas, que históricamente han demostrado ser más duraderas. Una mala fusión puede matar a dos grandes empresas, como pasó con la absorción de Time Warner por AOL. Sin embargo, estoy convencido de que mi universidad seguirá funcionando dentro de doscientos años.

¿Crees que la aparición de internet ha democratizado el ecosistema informativo o es una asunción demasiado arriesgada?

En ciertos lugares lo ha democratizado algo, en otros no tanto. Beneficia sobre todo a Europa y Estados Unidos, por ejemplo, reforzando la visibilidad de comunidades políticas hibernadas, como la extrema izquierda y la extrema derecha. En ese sentido, el ambiente es más democrático. Quince o veinte años antes dependíamos de ese portero que son los medios tradicionales. Quiero aclarar que hablo de expresión democrática o cultura democrática, no del sistema formal de la democracia occidental. Si recordamos el comienzo de la crisis, entre 2007 y 2008, descubrimos que la concentración de poder de los bancos era tan grande que los gobiernos no podían sancionarlos sin que cayera todo el sistema económico. Esto ha ocurrido en pleno auge de internet, por tanto no podemos ser muy optimistas respecto a la capacidad de fiscalización que ofrecen las nuevas tecnologías. Que conste que no pido a internet que controle al poder, eso deben hacerlo los Estados, pero es que ni siquiera somos capaces de articular un discurso honesto sobre la recesión global. Solo se ha hecho un análisis sincero a gran escala en Islandia. En cambio, Grecia, España y Portugal han sufrido mucho por un discurso sumiso al sector financiero. También ha quedado en evidencia la desunión europea. No encuentro voces en Berlín o Bruselas preocupadas por lo que pueda pasarles a las escuelas de Atenas o los enfermeros portugueses. Hasta ahora, en internet se ven más comentarios señalando a los países incapaces de cumplir con el servicio de la deuda que análisis de los problemas de la gente normal. Democratizar el discurso no lleva automáticamente a una mayor democracia. Estados Unidos tiene una libertad de expresión vigorosa, pero la mayoría de voces no tienen relevancia, se pierden entre el ruido mediático o se quedan encerradas en el gueto académico porque fuera les deniegan atención.

Una frase clave del libro: «No sé si Google nos hace más tontos, pero es un hecho que nosotros lo hacemos más listos con cada búsqueda». ¿Deberíamos pedir algún tipo de compensación por todos los datos que introducimos en el servidor?

Creo en redefinir nuestra relación con Google. Nosotros somos el producto de Google, lo que ellos ofrecen a los anunciantes, pero, además, somos los autores de la inmensa mayoría de sus contenidos. Google monetiza nuestras búsquedas en el servidor, nuestros visionados en YouTube y nuestros correos de Gmail. A cambio, nos ofrece un público global, que ya es una forma interesante de compensación. El problema es que no hemos tenido ninguna capacidad de negociación. La cuestión fiscal también es importante. Google debería pagar impuestos en cada país del que obtiene beneficios. Así se podrían construir colegios y contratar enfermeros. La realidad es que la empresa es experta en evasión fiscal, usando siempre formas legales. Eso debe detenerse. En Europa ya parece que se han puesto a ello. Además, debemos reclamar cauces legales para obligar a Google, Facebook y Twitter a retirar nuestros contenidos de la web cuando lo pidamos. Tenemos derecho a ser olvidados por estas compañías. Otro problema es la configuración por defecto de los sistemas. Estos emporios nos ofrecen sus plataformas de la manera en que más les conviene. Si queremos adaptarlas a nuestras necesidades, hay que reconfigurar los filtros de privacidad, y no todo el mundo sabe. La gente no siempre tiene tiempo para investigar estas cosas. Al ingresar en Facebook aceptas compartir al máximo tus contenidos y luego puedes cambiar esta opción. Debería ser al revés: que al firmar te den lo mínimo y que tengan que convencerte para compartir más.

¿Crees que el sistema educativo debe incluir asignaturas sobre nuevas tecnologías?

Sin duda. Habría que enseñar los rudimentos de programación en las escuelas para que no veamos los ordenadores como cajas mágicas. Muchos padres se muestran orgullosos de cómo sus hijos manejan un iPad. En realidad, no tiene mérito: son aparatos específicamente diseñados para que los pueda usar un niño pequeño. El nivel de dificultad es solamente un poco más alto que el de ver unos dibujos animados. Enseñar programación ayudaría a entender la tecnología, igual que enseñar otro idioma les ayuda a entender operaciones lógicas de comunicación. Si para los jóvenes el lenguaje fuese una operación mágica nunca aprenderían a manejarlo bien. Deberíamos animarles a que se hagan hackers cuanto antes. Que cojan esos aparatos, los hibriden y se inventen sus propios usos. En vez de darles iPads en clase, deberíamos entregarles ordenadores de 1985 y pedirles que los manipulen. Hay que descentralizar nuestro sistema, basado en laboratorios de élite como el MIT y sistemas cerrados para la población. Lo ideal es que haya una máxima apertura para que todo el mundo pueda contribuir al diseño de nuevos usos y aplicaciones. Sería bueno acabar con el analfabetismo tecnológico. Los beneficios se ven muy claramente en campos como la música popular. Escenas culturales enteras como el hip-hop o la música electrónica surgen de «hackear» aparatos abiertos como el tocadiscos. Las tabletas son las cajas más cerradas del mundo. Lo único a lo que tiene acceso el consumidor es a poner o quitar las pilas.

La googlización de todo (y por qué deberíamos preocuparnos), México DF, Océano, 2012

Rewiring the Nation: The Place of Technology in American Studies, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 2007

The Anarchist in the Library: How the Clash Between Freedom and Control Is Hacking the Real World and Crashing the System, Nueva York, Basic Books, 2004

Copyrights and Copywrongs: The Rise of Intellectual Property and How It Threatens Creativity, Nueva York, NYU Press, 2001