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Tres visiones de Antagonía

José Manuel Blecua · Ignacio Echevarría · Luis Goytisolo

Fotografía María Teresa Slanzi

Publicada originalmente en 1981 en cuatro entregas, la novela Antagonía de Luis Goytisolo es una de las obras narrativas más originales de la segunda mitad del siglo XX. Su laberíntica forma, que desarrolla una novela dentro de la propia novela, propone una indagación audaz en torno al arte de escribir. Treinta años después de su publicación, y a pesar de que críticos como Rafael Conte o escritores como Pere Gimferrer o Guillermo Cabrera Infante la han considerado una obra cumbre de la narrativa española y se la ha comparado con los clásicos de Proust, Musil y Joyce, sigue siendo una obra en buena parte desconocida para el gran público y las nuevas generaciones. En 2012, con motivo de su reedición en un único volumen a cargo de la editorial Anagrama, se reunieron con el autor en el CBA el crítico Ignacio Echevarría, y el filólogo y académico de la lengua, José Manuel Blecua. Minerva recoge a continuación sus intervenciones.

Una novela prismática

Luis Goytisolo

Siempre se ha hablado de Antagonía como de una tetralogía, por motivos editoriales. Desde la primera edición, este concepto figuraba en todas las cubiertas como una especie de mensaje subliminal, lo que distorsionó mucho la recepción de la novela, que es en el fondo una única creación a partir del nacimiento de un creador. Plantearla como tetralogía supone desgajarla, cuando en realidad funciona como una unidad que se estructura en cuatro partes. La primera de ellas «Recuento» corresponde a la vida del autor desde sus primeros balbuceos hasta el momento mismo en el que decide escribir, mientas que la segunda, «Los verdes de mayo hasta el mar», lo retrata en pleno trabajo, de forma que se entremezcla lo que escribe con lo que le acontece. El punto de vista de «La cólera de Aquiles», la tercera parte, es distinto: el autor es visto desde fuera, como la tierra desde la luna, transformado en el personaje de la novela de una prima suya. Y la cuarta, «Teoría del conocimiento», es la obra escrita por aquel niño que balbuceaba en las primeras páginas.

Así como la obra magna de Proust, En busca del tiempo perdido, consta de siete volúmenes pero dieciséis libros, Antagonía incluye otros diez libros, en diverso grado de elaboración. Algunos de ellos están totalmente acabados, e incluso fueron publicados como exentos –como hizo Carmen Balcells con El edicto de Milán, el núcleo central de la tercera parte–, mientras que otros están solo esbozados. La cuarta parte, que se presenta como una novela supuestamente escrita por Raúl Ferrer Gaminde, se divide a su vez en varios relatos, narrados respectivamente por un adolescente, un personaje de mediana edad y un viejo, en los que cada uno de ellos aporta su visión de la vida. Para el joven lo principal es, en definitiva, conocerla. En el hombre adulto prevalece la duda a la hora de interpretar los acontecimientos. El viejo, en cambio, reelabora su biografía en un tono totalmente triunfalista, especialmente en las páginas finales donde todo se presenta a su favor: su vida ha sido un gran éxito, ha ganado en todos los ámbitos y todo es maravilloso.

Esas son, en esencia, las cuatro partes, aunque se dan conexiones y elementos en común entre ellas: por ejemplo, algunas metáforas que aparecen en la segunda parte y reaparecen en la tercera y en la cuarta. Es el caso de la metáfora de la ciudad ideal, que surge por primera vez a propósito de un grabado que uno de los personajes ha comprado en un anticuario y que representa la típica ciudad ideal de las utopías clásicas: una estructura que sigue la tendencia natural del ser humano a que todo cuadre, a que haya una explicación para cada cosa y todo tenga solución a través, por ejemplo, de la religión, la ciencia o la filosofía. Dicha metáfora –esbozada en uno de los volúmenes– se amplía trescientas páginas después, al igual que sucede con la metáfora del ojo, que reaparece varias veces a lo largo de la obra, y de la que algún físico cuántico me ha dicho que encaja bien con sus hipótesis de trabajo, aunque yo en aquella época ni sabía lo que era la física cuántica.

Existen otros aspectos que dan cohesión a la obra y que se desarrollan a lo largo de sus cuatro partes, como por ejemplo la ironía, un rasgo que en Proust no existe. Algunos pasajes de la narración pueden hacer mucha gracia al lector si se da cuenta de que el planteamiento es irónico. Precisamente estoy leyendo estos días La feria de las vanidades, de Thackeray, en donde el autor advierte: «Lo que voy a contar es muy divertido», y tiene razón, en realidad es muy divertido. Yo en cambio no hago ninguna advertencia, por lo que si el lector lo capta, bien, y si no, también.

Otro de los aspectos que creo que hay que tomar en cuenta al abordar Antagonía es el de los cambios estilísticos. Así como el estilo en Proust es inamovible –perfecto, pero el mismo a lo largo de todo En busca del tiempo perdido–, en esta novela cambia muchísimo, no sólo de una parte a otra sino incluso dentro de cada una de las partes. Otro elemento distintivo es la constante alternancia de narradores. A veces está escrita en primera persona, por lo que podría parecer que yo soy el narrador. Incluso hay críticos que han escrito el nombre del protagonista de la novela, Raúl, y entre paréntesis, Luis, pero quisiera aprovechar para aclarar que yo no soy Raúl. El hecho de que le hayan pasado una serie de cosas similares a las que yo he vivido significa, simplemente, que le han acaecido, como a tantas otras personas. Pero no tenemos nada que ver. Para evitar confusiones, lo concebí como un personaje poco importante, aunque sea el protagonista y autor de la novela final que cierra el libro. Aunque tal vez sea justamente esto lo que ha contribuido a crear esas confusiones…

Metanovela

Ignacio Echevarría

Leí por vez primera Antagonía hace ahora unos treinta años, en 1982, al poco de publicarse la última de sus cuatro entregas, Teoría del conocimiento. La leí, pues, como conviene hacerlo: de un tirón, como una única novela. Recuerdo bien la fascinación que me produjo reconocer como propios tantos aspectos del mundo allí representado. Pertenezco a una generación posterior a la de Luis Goytisolo, nacido un cuarto de siglo antes que yo, pero los dos compartimos, por origen, un entorno social y cultural casi idéntico. Mi familia pertenecía al mismo estrato de la burguesía barcelonesa que la suya: una burguesía castellanoparlante, más o menos decaída, con una fortuna remota amasada en las colonias; en el caso de los Goytisolo, en Cuba; en el de mi familia, en Filipinas.

Todavía me asombra constatar cómo, a pesar de la diferencia generacional, mi propia educación sentimental atravesó estaciones muy similares a la de Raúl Ferrer Gaminde, el protagonista de Antagonía, en muchos aspectos trasunto más o menos reconocible del propio Luis Goytisolo. Como él, yo también crecí en el barrio de la Bonanova, y me eduqué en el mismo colegio de los hermanos de La Salle. Como él, la fraseología de mi infancia fue el nacionalcatolicismo franquista, exacerbado por el sentimiento de martirio experimentado por mi familia durante la Guerra Civil, en la que sucumbieron no pocos parientes míos a manos de los «rojos». La cultura política de mi infancia es, como la de Raúl, la de los vencedores. Y no sólo eso: hice el servicio militar en el mismo campamento que él, estudié en la misma universidad, mis primeros veranos transcurrieron, como los de Raúl, en un viejo caserón familiar, donde convergían tíos y primos.

No dudo de que todas estas coincidencias favorecían una lectura especialmente receptiva de Antagonía, especialmente intensa, y que tuvieron mucho que ver en mi decisión de trabajar sobre la novela en mi tesina de licenciatura. Yo había estudiado Filología, y tenía por entonces la intención de orientar mis pasos –qué remedio– hacia la carrera académica. Pensé que, además de la tesina de licenciatura, bien podía dedicar a Antagonía mi tesis de doctorado. De modo que me sumergí de lleno en sus páginas, durante meses, muchos, más de dos años en total. Por aquel entonces no había aún ordenadores personales, y recuerdo haber llenado a mano centenares de fichas a partir de las cuales redacté a máquina incontables borradores de capítulos de mi proyectada tesis, que finalmente quedó inconclusa, anegada en todo aquel material, que en su proliferación terminó resultando casi inmanejable. El azar quiso que encontrara trabajo en una editorial y que, encaminado en el sector, abandonara las perspectivas de opositar para ser profesor universitario. Junto a esas perspectivas, abandoné aquellas fichas y borradores sin cuento, que almacenan polvo en abultadas carpetas que aún conservo por algún lado.

No doy por perdido el tiempo dedicado a aquellas lecturas, relecturas y análisis de Antagonía. Aquellos trabajos fueron una escuela inmejorable para adentrarme en los secretos de la creación literaria y en las discusiones sobre el género de la novela. No en vano Antagonía constituye una gigantesca metáfora de la creación, y sus páginas contienen certerísimos atisbos sobre los procesos tanto de la escritura como de la lectura, así como de las proyecciones de todo orden a que dan lugar.

Desde 1990 me he dedicado más o menos regularmente a la crítica literaria, y al practicarla me he dado cuenta de hasta qué punto el trabajo con Antagonía supuso un aprendizaje impagable. Especialmente en mi caso particular, dado que me especialicé en la narrativa del posfranquismo. Como he dejado dicho en otros lugares, Antagonía recapitula lo que fueron las opciones retóricas, estilísticas y narratológicas del franquismo y plantea una especie de borrón y cuenta nueva, no sólo en el plano ideológico sino también en el estético. Por otro lado, el análisis minucioso de Antagonía me permitió plantearme todos los presupuestos desde los que ha solido construirse la ficción convencional, invitándome a cuestionarlos. Sus ambiciosos planteamientos estructurales, su rigurosa reflexión sobre los resortes de los actos de escribir y de leer y, especialmente, sobre las dinámicas de todo tipo que, de manera consciente o inconsciente, se establecen durante los mismos, convierten esta obra en una cima casi insuperable de lo que, algo restrictivamente, podríamos llamar metanovela. Se trata de una incursión en profundidad en la escritura como actividad absorbente y significativa por sí misma, que nos permite entender que la ficción y la narrativa son, al fin y al cabo, herramientas cuyas convenciones pierden buena parte de su peso y hasta de su sentido en el momento en que se considera que la significación real del relato se juega siempre en un nivel subyacente, enmascarado por la a menudo mecánica proliferación de personajes, argumentos, diálogos…

Nadie podía calibrar en 1975, fecha en que se publicó en España Recuento, la primera entrega de Antagonía, el alcance de sus miras. Al igual que su contenido, el título mismo de ese libro apuntaba a la recapitulación y liquidación resuelta de un pasado que en aquellos momentos la sociedad española se empeñaba en anular. Se hubiera dicho que nada convenía más a aquella hora que la ejemplar purga de todas las retóricas del franquismo a la que se asistía en Recuento. Pero no fue así, por cuanto esa purga entrañaba la superación del pasado a partir de su previa asunción y desmantelamiento; en tanto que la cultura española se aprestaba al obviamiento de ese mismo pasado por la vía, más bien, de un voluntarioso adanismo.

Da la impresión de que no se ha hurgado suficientemente en el desencuentro que tuvo entonces lugar. Sucede que precisamente por los años en que la narrativa en castellano se hallaba embarcada en una tarea de renovación y modernización profundas, que se contó sin duda «entre las experiencias más notables de la literatura mundial del presente» (Pere Gimferrer), la sociedad española orientó sus expectativas en la dirección de un nuevo «pacto» cultural que, desentendiéndose del carácter radical y con frecuencia subversivo de la renovación emprendida, privilegió la conquista de una nueva convención, de un nuevo «consenso» entre los agentes culturales y el público, a los que —más acá de las conquistas puntuales de unos y otros— sirvieron de mascarón de proa una espuria reivindicación de la narratividad y la atolondrada apelación a un infundado cosmopolitismo.

No es lugar este para ahondar en las implicaciones ni en las consecuencias de este desencuentro, pero importa tenerlo muy presente a la hora de explicar —fuera de los inevitables malentendidos suscitados por su publicación por entregas— la de otro modo incomprensible desproporción entre la envergadura colosal de Antagonía y su impronta efectiva en el desarrollo de la narrativa española del posfranquismo.

Si Recuento quedó asociada en su momento al impulso destructivo, desmitificador, que animaba desde finales de los sesenta la obra de autores tan distintos como Luis Martín-Santos, Miguel Espinosa, Juan Benet o Juan Goytisolo, apenas un año después Los verdes de mayo hasta el mar (1976), por mucho que fuera aplaudida como «una de las mayores novelas escritas en castellano en muchos, muchos años» (Luis Suñén), fue mecánicamente alineada, por parte de muchos, con la experimentación en que parecía empecinarse, hacia finales de los setenta, la renovación impulsada a un tiempo tanto por la onda expansiva del llamado Boom de la narrativa hispanoamericana como por la implacable impugnación de la tradición propia animada por algunos de los más conspicuos representantes de la generación española del medio siglo.

Suscitando admiración y perplejidad a partes iguales, las restantes entregas de Antagonía (La cólera de Aquiles, en 1979, y Teoría del conocimiento, en 1981) consolidaron el prestigio de Luis Goytisolo como autor de gran exigencia y extraordinarias capacidades. Pero para cuando tiene lugar la primera edición propiamente dicha —es decir, unitaria e íntegra— de Antagonía, en 1983, ya se está produciendo el despegue definitivo de la llamada Nueva Narrativa española, que reaccionaría casi programáticamente contra el descarnamiento narrativo de la novelística de los setenta, dando nuevo aliento a muchas de las convenciones que la misma Antagonía parecía superar.

Treinta años después de aquello, apenas volvemos a retomar las posiciones entonces avanzadas, los logros conseguidos y, para asombro de muchos, la oportuna reedición de Antagonía, por fin en un único volumen que asienta rotundamente su unidad, vuelve a ponerla en primera línea de la narrativa española, de la más concerniente y rompedora, de la más valedera y universal.

Tejidos de la lengua

José Manuel Blecua

Mi visión de la novela es algo distinta de la de Ignacio, aunque de alguna manera está sujeta también a avatares biográficos. Yo procedo de la enseñanza pública, y me he dedicado a ella toda la vida: estudié en un instituto de Zaragoza y después me trasladé a Madrid para estudiar Filología, hasta que la fortuna de unas oposiciones me llevó a Barcelona. Allí tuve la suerte de integrarme muy bien; he vivido prácticamente toda mi vida en la Bonanova, y por eso leí Recuento de una manera muy cercana. Pertenezco a una generación de estudiantes de filología de Barcelona como Sergi Beser, Joaquín Marco o Salvador Clotas, que acudíamos por las noches a un bar-librería llamado Cristal, en la calle Balmes, donde comprábamos los libros que estaban prohibidos. Fue aquella una época realmente feliz.

Creo que la importancia de Antagonía reside en gran parte en su grandiosa construcción: una estructura compleja que se corresponde además extraordinariamente bien con la lengua empleada en la novela. Desde el punto de vista de la retórica clásica, cumple el primer principio de este arte, que es velar la fermosa cobertura, es decir, no dejar que se aprecie a primera vista la cobertura de la estructura ni el ejercicio tan poderoso de la lengua, por más que contenga un entramado de dispositio y elocutio magníficamente elaborado, que además se desvela dentro de la propia novela.

En lo que respecta a la lengua, es sorprendente la capacidad que posee el autor de crearse a sí mismo dentro de la transcripción fidelísima, la recreación del lenguaje hablado, en una tradición que en Europa se remonta a Dickens, Galdós o Canetti. Resulta un fenómeno muy interesante esta lengua que podríamos llamar «amestizada» y que también cabe detectar en otros novelistas, como Juan Marsé. Tengo el convencimiento de que esta novela necesitará, con el tiempo, notas, como los clásicos, debido a sus trempa, osti, trincheraira, quefutem, estaba más ferma, calladona, tarabilla… En especial en el magnífico capítulo quinto, que me recordó la época de las milicias en Castillejos, una experiencia que fue extraordinariamente interesante para mí, dentro de la absoluta pérdida de tiempo que suponía todo aquello. Por eso reconozco en la novela su capacidad mimética, la fidelidad total, que por sí misma constituye un rasgo de estilo y supone uno de los elementos fundamentales de esa elocutio que mencionaba antes.

Resulta también muy interesante cómo se plasma a la perfección el lenguaje propio del falangismo, el de la resistencia comunista o el de los nacionalismos. En este sentido, Antagonía es también una obra clave para entender la transición española, e incluso nuestro presente, ya que esos estilos de lenguaje siguen resultando hoy muy reconocibles permitiéndonos apreciar que vivimos todavía, en el fondo y en la forma, muy cerca de esa época.

Casualmente, esta misma mañana he presentado la obra narrativa de Francisco Ayala, y pienso que puede apreciarse un elemento común entre esa narrativa original española de preguerra y la de posguerra, como Antagonía: me refiero a la tendencia a la fragmentación y al solapamiento entre ficción y realidad –un procedimiento, por otra parte, muy cervantino– o las mixturas de ensayo y novela. Se produce una ruptura de dominios y fronteras –palmaria en el caso de Antagonía– que se evidencia incluso a nivel tipográfico, con el uso de cursivas, comillas y otros recursos.

Asimismo, hay que destacar la utilización en la novela de la lengua catalana y de la castellana que se hablaba en Barcelona –magníficamente recreadas–, y también la de la lengua de los charnegos. En este sentido, la narración que transcurre en la celda resulta especialmente significativa y podría remitirnos a los ejercicios espirituales de San Ignacio.

Ante todo, existe a lo largo de toda la novela una meditación constante acerca del valor de la palabra, de la importancia que tiene en su construcción. Si bien en ocasiones se resalta lo que la palabra tiene que decir, y en otras lo que tiene que «velar» dentro de la novela, algo que puede observarse, por ejemplo, en los predominios del paisaje.

Para terminar, quisiera recordar las observaciones acerca de los aspectos lingüísticos que están contenidos dentro de la propia novela –en la página 666– y que me recuerdan al manuscrito que dejó Julio Cortazar con el plan de obra de Rayuela:

Expresiones coloquiales propias del medio familiar referidas a un conocido o un pariente lejano:
Es una tarabilla
— un cantamañanas
— – simplaina
— – tiquismiquis
Un chico tan simpático, tan sociable
Una persona de cultura, de mucha conversación
Referidas a diversos motivos:
No seas necio
Una mujer muy charraira
Estuvo en un tris
Se da buena traza
Anda, no hagas tarde
Que suponen una calificación moral:
Persona de orden
Hombre de provecho
Persona juiciosa

Y así sigue toda la página hasta llegar a las deformaciones populares: «Melitar / Redículo / Cocretas / Almóndigas / Estrapalucio…»

Asimismo, los nombres de algunos personajes –como Morro de Cerdo o Cara de Pedo– nos remiten al nombre propio significativo tan peculiar de la tradición folclórica, tan cercano al Quijote. Finalmente, quisiera terminar mi intervvención con la lectura de unas líneas, las notas de la meditación de Ricardo Echave sobre la lectura y la escritura, en las que se resume el secreto que reside en Antagonía:

DESVANES. Escribir como pensar, perfeccionando, como forma de dar agudeza a la idea, de articularla con otras y organizar el conjunto. La palabra escrita no será ni más ni menos cierta que la palabra pensada por el mero hecho de haberse objetivado; lo que sí ganará, en cuanto expresión, es coherencia respecto a sí misma, respecto a lo que con ella se quiere significar y hasta respecto a lo que significa sin haber tenido la intención de hacerlo, respecto, incluso, a lo que se quería silenciar, a lo que se quería esconder y se revela.

Luis Goytisolo

Naturaleza de la novela, Barcelona, Anagrama, 2013

Antagonía, Barcelona, Anagrama, 2012

El lago en las pupilas, Madrid, Siruela, 2012

Cosas que pasan, Madrid, Siruela, 2009

Oído atento a los pájaros, Madrid, Alfaguara, 2006

Comedias ejemplares, Madrid, Alfaguara, 2004

Fábulas, Madrid, Alfaguara, 2004

Liberación, Madrid, Alfaguara, 2003

El porvenir de la palabra, Madrid, Taurus, 2002

Placer licuante, Madrid, Punto de Lectura, 2002

Diario de 360º, Barcelona, Seix Barral, 2000

Escalera hacia el cielo, Madrid, Espasa, 1999

Las afueras, Madrid, Espasa, 1996

Mzungo, Barcelona, Mondadori, 1996

Estatua con palomas, Barcelona, Destino, 1992

Índico, Barcelona, Círculo de Lectores, 1992

Investigaciones y conjeturas de Claudio Mendoza, Barcelona, Anagrama, 1985

Estela del fuego que se aleja, Barcelona, Anagrama, 1984

Teoría del conocimiento, Barcelona, Seix Barral, 1981

La cólera de Aquiles, Barcelona, Seix Barral, 1979

Devoraciones, Barcelona, Anagrama, 1976

Los verdes de mayo hasta el mar, Barcelona, Seix Barral, 1976

Recuento, México, Seix Barral, 1973

Ojos, círculos, búhos, Barcelona, Anagrama, 1971

PRESENTACIÓN DE ANTAGONÍA DE LUIS GOYTISOLO
13.03.12

PARTICIPANTES LUIS GOYTISOLO • JOSÉ MANUEL BLECUA • IGNACIO ECHEVARRÍA • JORGE HERRALDE
ORGANIZA ANAGRAMA