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Gentrificación:
las grietas de la ciudad

Daniel Sorando
Salón de cuidados para animales en Chicago

La primera vez que pisé las calles de Malasaña todavía no conocía el concepto de gentrificación. Por aquel entonces el nombre de este barrio era para mí una serie interminable de promesas de juventud. Las primeras veces lo visité nervioso, ávido por llegar a conocerlo pero todavía ajeno. Más adelante llegué a recorrerlo tanto que me sentía por su interior como un pez en el agua. Es más, cuando decidí mudarme a uno de sus pisos no sólo adquirí temporalmente una habitación sino que aumentó mi autoestima: no es lo mismo vivir en Madrid que en Malasaña. De hecho, en cuanto tenía la oportunidad utilizaba mi nuevo estatus. A veces, incluso para ligar: «¿sabes? Yo vivo en Malasaña». En mi adolescencia tardía estaba convencido de participar en una utopía que pronto empezó a mostrar sus grietas. Así, a las pocas semanas de empezar a vivir en el barrio, comenzaron a aparecer fisuras en mi paraíso urbano. Una tras otra se sucedían una serie de intuiciones sobre el cambio del barrio que se convirtieron en todo tipo de incomodidades éticas y políticas. Poco a poco las tiendas más vanguardistas que le daban encanto comenzaron a copar todos los locales. De esta manera, las tiendas de primera necesidad (panaderías, fruterías, ferreterías) se marchaban y en su lugar abrían comercios especializados en los productos de consumo más sofisticados (variedades de palomitas, repostería para perros, ropa escandinava). Al mismo tiempo, quienes buscaban vinilos de segunda mano en el mercadillo de la plaza del Dos de Mayo eran personas extremadamente semejantes a mí. Cada una matizada por una nueva frontera de la vanguardia del consumo pero todas participantes en la misma competición por la distinción. En cambio, ni rastro de las personas inmigrantes que vivían en el barrio, ni de las personas más mayores, ni de las clases populares.

Y, sin embargo, quienes poblábamos y usábamos el barrio en números cada vez mayores permanecíamos en una cierta autocomplacencia. Al fin y al cabo, con nosotros y nosotras había llegado al barrio una ola de cultura, civismo, mezcla social, innovación y creatividad. Éramos algo así como el agua bendita que purificaba unos barrios cuya leyenda negra quedaba cada vez más lejos. Donde antes se habían concentrado las prostitutas, los yonkis y los camellos ahora reinaba la escena cultural más vibrante. Pero, ¿dónde estaban ahora todas esas personas? ¿Se habían convertido todas en vanguardistas creadores culturales? ¿O habían sido simplemente desplazadas a otros lugares de Madrid? Tras la primera grieta que se había abierto en las paredes de mi paraíso urbano apareció la segunda, esta vez estrictamente política: sí, Malasaña era una fiesta, pero ¿de quién? Sabía que el piso donde residía había sido rehabilitado gracias a un programa de inversión pública en barrios degradados. Como consecuencia, yo había encontrado atractiva la vivienda por la que pagaba una suma considerable cada mes. En último término, el propietario de la vivienda había financiado su negocio inmobiliario con los presupuestos que procedían del trabajo de muchas de las personas que ya no podrían permitirse vivir en Malasaña nunca más. Es más, muchas de ellas no podrían hacerlo ni en Malasaña ni en ningún otro barrio del centro de Madrid y, al tener que mudarse, perdían los vínculos vecinales que habían tejido a lo largo de los años. Los mismos lazos que coronaban al barrio como ese lugar al mismo tiempo auténtico e innovador que yo andaba buscando. A los dos años de residir allí era ya muy difícil encontrar ningún rastro de esas prácticas de confianza y ayuda mutua que escapaban de las garras del mercado. Por el contrario, a mi alrededor sólo veía relaciones atravesadas por el dinero. Por supuesto, quienes no podían permitírselas habían sido desplazadas cada vez más lejos, a unas periferias urbanas y sociales donde sus luchas resultan cada vez más inaudibles e invisibles.

Y allí permanecía yo rodeado de tantas y tantos otros pioneros de la innovación social y cultural, alimentando ese nuevo producto de consumo sofisticado llamado Malasaña. Lejanas ya muchas de sus vecinas más empobrecidas, su territorio era una pista de aterrizaje continuo para turistas nacionales e internacionales en busca de la siguiente frontera urbana. No cabe duda de que la encontraban: en cada uno de nuestros grafitis (ahora subvencionados por las marcas de cerveza que se sirven en el barrio); en cada una de nuestras conversaciones en las terrazas donde celebrábamos las nuevas galerías de arte transformador; y en cada uno de los huertos urbanos que plantábamos en los solares en barbecho de los especuladores. Como sostiene Sharon Zukin, estábamos domesticando el espacio a base de capuchinos hasta consolidar ese producto de consumo que es Malasaña. Un producto distinguido, por supuesto. Nada que ver con la monotonía de los adosados de las elites conservadoras. Y entre tanta distinción, unas geografías contra otras no han hecho sino lubricar el mecanismo por el cual la fortuna de nuestros barrios se devalúa o revaloriza según criterios definidos por el mercado y no por el Derecho a la Ciudad. Es precisamente esta dinámica la que denuncia esa palabra tan extraña que no conocía la primera vez que pisé las calles de Malasaña y que, pasados los años, me ha permitido comprender tantas intuiciones e inquietudes. Gentrificación no es un nombre de señora, señaló el colectivo Left Hand Rotation. Gentrificación es un proceso de cambio en la composición social de un barrio mediante el cual los nuevos usuarios pertenecen a una clase social más privilegiada que los usuarios previos que son desplazados a otros lugares de la ciudad. Al respecto, es crucial comprender que este proceso es comandado por los agentes que resultan más beneficiados: las administraciones públicas y los propietarios privados que ven en nuestros barrios una oportunidad de lograr legitimidad e ingentes beneficios, respectivamente, y para ello invierten grandes sumas de dinero en algunos de los territorios que antes habían abandonado. La diferencia entre el precio por el que se comercializaban sus propiedades antes y después de dicha inversión (a menudo pública) explica las tasas de beneficio que dirigen todo el proceso. Entre medias, algunas personas contribuimos a este expolio de lo común sin ni siquiera sospecharlo. Sin embargo, una reflexión crítica sobre las consecuencias sociales de nuestras prácticas cotidianas puede servir para evitarnos participar en dinámicas a las que nos oponemos discursivamente. No se me ocurre una aportación mejor de las ciencias sociales a nuestra vida en común: ayudarnos a pensar cómo contribuimos privadamente en los asuntos públicos. Tal vez de este modo decidamos cambiar algunas de nuestras conductas y participar cotidianamente de lo común en nuestras ciudades. De esta manera, reflexionar sobre los procesos de gentrificación nos puede ayudar a ocuparnos de los asuntos públicos de la ciudad y así dejar de ser, en el sentido griego clásico, unos idiotas distinguidos.

Para ello es imprescindible entender que las inquietudes en torno a la gentrificación y la turistificación (una de sus variantes más peligrosas) no sólo nos acechan a algunos de sus colaboradores necesarios sino también a las élites que los promueven. Al respecto, David Harvey señala que los espacios de esperanza se multiplican por doquier y no pueden desparecer puesto que son aquellos que los agentes privados necesitan para mercantilizarlos. Esto es así porque sólo la creatividad de lo común da lugar a espacios sorprendentes, vibrantes y anómalos. Por tanto, el mercado no puede permitirse terminar con ellos, si bien siempre trata de colonizarlos. En la tensión entre ambas realidades se encuentra una contradicción que vecinos y vecinas podemos explorar para proteger esos espacios de esperanza de la mercantilización completa de la vida. Entre tantas grietas, fisuras y contradicciones, cada vez que uno de estos espacios resiste, se hacen realidad los versos de Leonard Cohen: There is a crack in everything / That’s how the light gets in [Hay grietas en todas partes / Así es como entra la luz].