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¿Cómo ser contemporáneos de Pessoa?

Miguel Casado
Fernando Pessoa, Lisboa, 2007. Grafiti y fotografía de Jef Aérosol

Pessoa/Lisboa fue uno de los grandes proyectos expositivos del CBA durante 2017. Acompañando a la exposición, y bajo el sello de «Los lunes al Círculo», una serie de conferencias ilustraron diversos aspectos de la vida y obra de Fernando Pessoa, entre ellas, la del poeta y crítico literario Miguel Casado, dedicada a su obra poética, para la que reclama una justa centralidad.

Fernando Pessoa, Lisboa, 2007. Grafiti y fotografía de Jef Aérosol
Fernando Pessoa, Lisboa, 2007 (What remained of my stencil 3 days after I pasted it!). Grafiti y fotografía de Jef Aérosol
Grafiti en Lisboa. Fotografía Colourbox.com / Paulo Vítor Martins
Grafiti de Pessoa en Lisboa. Fotografía Pedrosimoes7, CC BY

Resulta difícil reconstruir las sensaciones que tuve al leer por primera vez poemas de Pessoa, a principios de los años ochenta. Me vienen a la cabeza algunos de los atribuidos a Alberto Caeiro: el afán por devolver las cosas –los árboles, el río, los elementos de la escena rural de El guardador de rebaños– a su desnuda realidad, por delimitar las cosas con una palabra justa que excluya otros sentidos, interpretaciones, cualquier clase de misterio; un nominalismo estricto que se opone, por ejemplo, a hablar de naturaleza, porque lo que así llamamos sería simplemente –dice– «partes sin un todo». Me viene a la cabeza también Álvaro de Campos, no sus grandes y extensas Odas de 1914-1917, sino poemas posteriores, como el que cuenta un viaje en coche por la carretera de Sintra, haciendo de él una aguda experiencia de la falta de finalidad de los actos, de aislamiento respecto a todo lo exterior; el poema se mueve con el coche, fluye aunque parecería fatalmente cerrado, explica la vida sin que uno se la explique. Es imposible saber qué queda en esto de aquella sensación primera de lectura, qué se ha ido adhiriendo después; pero sé que el impacto fue enorme, que estableció una relación personal.

A partir de entonces fui leyendo primero lo que estaba traducido –por José Antonio Llardent y Ángel Crespo, sobre todo, como aquel deslumbrante Libro del desasosiego, también un número inolvidable de la revista Poesía–; luego me atreví a asomarme a los textos en portugués. En los mismos años, un primer viaje a Lisboa, que dio cuerpo a un cuaderno mío de poemas, La condición de pasajero, cuyas páginas estaban atravesadas por la figura de Pessoa. E, inseparable de todo ello, la amistad y la conversación constante con Ángel Campos Pámpano, para quien tan personales fueron también sus traducciones pessoanas, que sentí siempre muy próximas, y que ya no nos acompaña desde 2008. En ese proceso, a la huella que dejan las palabras y la resonancia dolorosa de una vida, se sumaba el interés por el mecanismo de los heterónimos: esos personajes con vida propia, distintos del autor y entre sí, que firman libros y poemas, tienen su poética diferenciada y su pensamiento, que discuten y disienten y también disfrutan de un peculiar compañerismo, el de compartir escena en el mismo solitario teatro del drama em gente. Quizá, simplemente, Pessoa diseñaba una vía para que aquel latigazo de Rimbaud, «yo es otro», encontrara su práctica y su relato, reformulando –en el tiempo de las vanguardias, el suyo– los vínculos entre vida y escritura, sujeto y experiencia, identidad y pluralidad del yo. Esto es sabido y, también, las monumentales dimensiones que Pessoa adquirió, el lugar propio en el curso del siglo XX que para nosotros conserva.

Hace unos años, quizá en 2009, la amistosa propuesta de Juan Barja para que colaborara en la edición de la poesía completa que está publicando la editorial Abada (hoy citaré los textos en la traducción que él comparte con Juana Inarejos) me ganó y me hizo volver a Pessoa de manera sistemática, preguntarme qué había sido de aquella relación personal. Vi que necesitaba lo que Caeiro llama «aprender a desaprender», lo que describe como «raspar la tinta con que me pintaron los sentidos». ¿Cómo recuperar el contacto con los poemas?, ¿cómo pensar que realmente los leía y no estaba reemplazándolos por lecturas sobrevenidas?, ¿por un mito, una imagen de ese poeta ya clásico y legendario? Tuve la sensación de que quizá dos aspectos se habían apropiado de su obra, desplazando la centralidad de sus textos; para mencionarlos, cito el primer párrafo de un libro, Alias Pessoa, del filólogo colombiano Jerónimo Pizarro, uno de los responsables de la edición todavía abierta de la obra original de Pessoa: «Fernando Pessoa será recordado siempre, por un lado, como ‘el autor de los heterónimos’ (Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Ricardo Reis, sobre todo), ya que fue él quien inventó esos personajes y la acepción moderna del concepto de heterónimo, y, por el otro, como el escritor que durante más de treinta años fue guardando sus papeles en un par de baúles donde hoy día reposan alrededor de treinta mil hojas, casi todas con textos inéditos». Dos aspectos resumirían, según esto, a Pessoa: el filológico y editorial, su baúl, y los heterónimos, y de ambos, sin duda, habla la mayor parte de lo que se ha escrito sobre él. ¿Pero no eran los poemas, el calambre de su voz, lo que había hecho de Pessoa una referencia forzosa de la poesía moderna?, ¿sus poemas, antes que todo lo demás?, ¿no era un poeta, más que ninguna otra cosa? Y entonces, si esto fuera así, habría que restablecer las prioridades.

De este modo lo veo: como un poeta inmenso, capaz de producir poéticas plurales, todas de alta intensidad, y de componer en la multitud de sus voces (no solo las de los heterónimos, sino las que van cambiando y quebrándose dentro de cada uno de ellos) un espacio de escritura inseparable de la vida, por donde esta fluye ajena a todo, ajena a quien la vive, objetivada en unos seres que se hacen y deshacen según los atraviesa. La escritura de Pessoa sería esa mutabilidad y ese movimiento; pero también –y aquí, en ocasiones, parece que su proyecto estalla y se reconduce a un cauce único– el obsesivo mantra de quien se siente arrasado por un dolor existencial implacable y sin anécdota. Todo está ahí por el poder de su poesía, y ese poder es un trabajo de la lengua que quizá todavía no hemos sabido explicarnos; por eso Pessoa no se convierte del todo en monumento, sigue operando como núcleo de energía activa donde las poéticas de ahora encuentran aún sus propias preguntas, las vías abiertas para explorarse.

Quisiera hacer aquí un pequeño balance de lo que el trabajo de estos años me ha dado que pensar. Por eso, en la primera parte de esa conferencia, intentaré desarrollar la impresión que acabo de apuntar: que la mutabilidad, el movimiento continuo, la condición inacabada de la obra no son elementos externos o añadidos, sino parte de la escritura, son forma, elementos formales de los poemas, y que de ellos se deduce quizá un fondo común, una raíz personal de quien no se reconocía como sujeto. Como se ve en sus elementos, hay algo contradictorio en lo que digo, algo problemático de desarrollar; el mismo Pizarro señala, con razón: «Pessoa es, como la naturaleza y como Caeiro, ‘partes sin un todo’, la cual es una definición sintética y precisa del concepto de fragmentariedad. Cuando procuramos construir un todo a partir de alguna de sus partes, corremos el riesgo de crear un objeto fantástico».

Ya a finales del XIX, la naciente poesía moderna había conocido escrituras que se constituían como inacabadas. Así, el proyecto mallarmeano del Libro quedó sin terminar, su autor dispuso que se destruyeran los cuadernos correspondientes y esta falta dejó reducido el resto de su obra a una serie de elementos dispersos, sin articulación de conjunto posible; pero la tensión utópica del Libro imprimió su huella, sin duda, en los textos supervivientes y quizá ofreció en la «Tirada de dados» el modelo de ese futuro que no llegaría, incorporando así el vacío al espacio poético legado por Mallarmé. El caso de Rimbaud parece, en cambio, el de un cierre de la obra por motivos biográficos exteriores a los textos; sin embargo, la variedad de los signos que en la propia escritura iban convocando su final y el modo en que este ha conformado la lectura, piden que no desechemos, al menos como hipótesis, un carácter estructural de la interrupción. Es cierto que hasta que no aparecen poetas como Francis Ponge –sus cuadernos escritos en la década de 1940 y reunidos en La rabia de la expresión–, no se hace explícita la voluntad de dar una forma al inacabamiento, como rasgo esencial de la escritura; pero también es cierto que este tipo de trabajo enseña a leer de otro modo a sus antecesores.

Nada semejante a la llamada esterilidad de Mallarmé se da en Pessoa, que mantuvo una actividad sostenida –hay ocasiones en que se comporta según el tipo de un hombre de acción, bien ajeno a su imagen de precario oficinista– y una incesante escritura; el volumen del famoso baúl lo demuestra. No parece que tuviera insuperables dificultades para publicar y dejó notas –y correspondencia– que esbozaban o incluso desarrollaban proyectos para componer diversos libros, incluso alguna forma de poesía reunida. Nunca completó esos proyectos y la única ocasión en que cerró y publicó un libro, Mensaje, se limitó a aprovechar unas circunstancias que le impulsaban a ello, lamentando incluso que esa no fuera la publicación adecuada para dar idea de su obra; además, Mensaje es una prueba a contrario de su manera de trabajar: la perfecta estructura, el trazado de una trama numérica como armazón del libro, articula poemas que, en ocasiones, no alcanzan peso propio y parecen forzados y un tanto vacíos –el libro tiene mucho interés, porque es muestra de un tipo de poesía y de un pensamiento muy característicos, pero su cierre lo dejó, sin duda, fallido–. Por otro lado, el único de los heterónimos principales que tuvo una trayectoria limitada fue Caeiro, quizá porque su contundencia no permitía mayor desarrollo y porque buscarlo habría entrado en conflicto con la concepción del mundo que a través de él se expresaba; sin embargo, Campos, Reis y el ortónimo Fernando Pessoa siguieron firmando poemas hasta poco antes de la muerte del poeta: su tiempo era el tiempo de la vida y no el de un proyecto editorial concreto.

Esto en cuanto al inacabamiento. E, igualmente, la multiplicidad de sujetos y de voces en la poesía de Pessoa es inseparable del modo en que se concibe el mundo y se mueven los textos. Así, en Álvaro de Campos (que contamina a Reis y a parte del ortónimo), uno y otros se dan como un sistema en que todo acto positivo implica siempre otro negativo, en que todo lugar es un no-lugar y toda identidad está desplazada, remite a fuera de sí, generándose una dinámica de desdoblamientos sin fondo en lo que existe; lo único real sería el movimiento continuo, un dinamismo sin descanso, de modo congruente con la continua actividad y el inacabamiento.

Los heterónimos son, por supuesto, parte de este mecanismo que tiende a manifestarse en voces inestables y cambiantes; constituyen poéticas diversas y los nombres de los presuntos autores y sus biografías refuerzan la imagen de multiplicidad, aunque los textos no se organicen en función de ello. Verlo de otro modo implicaría, por ejemplo, ignorar que el pensamiento atribuido a Reis acaba siendo socavado por sus contradicciones internas; que habría claramente dos Álvaros de Campos cuando menos, si no son tres, en poética y pensamiento; que los poemas firmados por el ortónimo carecen de unidad, etc. Y, sobre todo, que este permanente movimiento que genera las múltiples miradas atraviesa por igual toda la obra de Pessoa, dándole común sustrato.

La negación por Caeiro de cualquier clase de totalidad –como ya cité, «la naturaleza es partes sin todo»– se extiende a las distintas poéticas pessoanas. Situado en el ámbito de la pura percepción, sólo existe para él el fluir del mundo y la ilimitada fragmentación de las sensaciones y de las cosas que las producen. Explica Alain Badiou cómo, en esta concepción, cosa –un término de uso insistente– no es lo mismo que objeto: «la cosa es el existir-múltiple como tal, sustraído a cualquier régimen del Uno. Todo el poema está entonces destinado a situarnos en esa sustracción, a separarnos de la presión del sentido, de suerte que al paradigma restrictivo del objeto sucede la pura dispersión de la existencia»Alain Badiou, Que pense le poème?, Caen, Nous, 2016.

Si este es el mundo, la diferenciación de ciertos personajes-sujetos a quienes se vayan asignando los poemas no parece ser decisiva. «Sentir todo de todas las maneras», el célebre proyecto de Campos, no conduce tanto a distinguir personalidades, como a un continuo desplazamiento y, en él, a un cambio continuo de posiciones. El poema tiene un vínculo con el momento, con el estado coyuntural de un sujeto; es la afirmación, o mejor, la manifestación de un estar –no de un ser. Cada dato sensorial es cada vez el mundo, filtro que va seleccionando y disponiendo los elementos que lo integran. De algún modo, podría decirse que cada momento tiene su yo; o, con más precisión, lo tiene en cuanto sea nombrado y la lengua diga yo. Y la intervención del habla siempre introduce una fisura, un germen de distancia, que es desdoblamiento potencial de ese yo al que, nombrándolo, hace existir: el debate de la identidad, la dificultad del sujeto para reconocerse, y reconocerse único, atraviesa todos los poemas de Pessoa. Constituye su mirada y su voz, firme el texto con un nombre o con otro. Son también múltiples, a lo largo de su obra, los modos en que se genera la fisura, la tensión de desdoblamiento, y ahora me es imposible enumerarlos; pero se trata de una constante a lo largo de su vida: «el movimiento, ah, el movimiento, / rápida cosa humana y colorida que pasa y se queda».

La forma de componerse y funcionar los textos, la forma en que la sintaxis y las distintas recurrencias léxicas los articulan es ciertamente el tejido de este mundo. Según la descripción del mismo Badiou, entre otras que podrían coincidir, «una negación flotante, destinada a impregnar el poema de un constante equívoco entre la afirmación y la negación, o más bien de una clase muy reconocible de reticencia afirmativa, permite que finalmente las más brillantes manifestaciones de la potencia del ser sean corroídas por las más insistentes retracciones del sujeto»Alain Badiou, «Une tâche philosophique: être contemporain de Pessoa». En Colloque de Cerisy, Pessoa. Unité, diversité, obliquité, París, Christian Bourgois, 2000.. O, como dijo Roman Jakobson en un estudio pionero, «el empleo sistemático del oxímoron desequilibra todas las atribuciones predicativas»Roman Jakobson y Luciana Stegagno-Picchio, «Los oxímoros dialécticos de Fernando Pessoa». En Roman Jakobson, Ensayos de poética (traducción de Juan Almela), Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1977.. La lengua de Pessoa desestabiliza el estatuto de ser, cualquier afirmación tanto del sujeto como del objeto, al mantener sus piezas con una movilidad permanente que impide sedimentar una lógica determinada.

De este modo y como ya apunta la cita de Jakobson, la contradicción es forzosamente la tendencia principal en este flujo. Los cambios continuos, la vinculación de cada posición a un momento que la aísla, al hacer que proliferen los desdoblamientos, abren la dinámica que los convierte en oposiciones: «doblo todos los días todas las esquinas de todas las calles, / y siempre que estoy pensando en una cosa estoy pensando en otra». La contradicción se alimenta de este vértigo de sucesividades, en el que se va abriendo la distancia entre percepción y conciencia, la fisura entre existencia y escritura. Los actos se dan como en segundo grado; el yo se siente sentir, se imagina imaginando, se ve mirando. Una conciencia atenta detrás de las sensaciones les es tan necesaria para irse tramando en relato emocional como igualmente les genera un doble fondo, una separación íntima, que acaba haciendo sentir un peso de otro orden, un componente de negación impreso en ellas: percepción y distancia se asocian, se solapan. Y este proceso conlleva de manera inevitable marcas psicológicas y existenciales, incluso en un yo que se quiere tan simple y consistente como el de Alberto Caeiro, cuya mirada parece hacerse siempre de una yuxtaposición entre plenitud y precariedad, pues todos sus rotundos asentimientos al mundo incluyen un momento negativo: «Los seres solo existen, nada más; / y por eso se llaman seres»; y en algunas de estas palabras –solo, nada más– parecería habitar un germen de melancolía. Y, así, la estructura contradictoria de la experiencia –perceptiva, lingüística, existencial–, la constitutiva falta de fijeza, el permanente desplazamiento, van estableciendo un desajuste que lleva a que solo se pueda definir las cosas, los conceptos o los estados mediante negaciones: «mi patria es el lugar donde no estoy».

Pero la misma lógica que trato de describir, con su irrestañable movilidad, gobernada por una extraña y como febril energía, impide que estos fenómenos tomen la forma de una evolución en la que fueran decantándose los aspectos y las distancias, fueran progresivamente aumentando, o en que lo que surge suplante a lo que va caducando. No ocurre de ese modo. La sucesividad obliga a que el contacto sea sustituido por el choque, a que los momentos no se transformen unos en otros, sino que se yuxtapongan. Así, resulta característico de Pessoa, en todas sus facetas y voces, que el núcleo de su pensamiento y las grietas que desde dentro lo socavan coincidan, se den juntos; que, según se alcanza un propósito que se perseguía y se funda la radicalidad de una poética, comience a la vez la dinámica de separación, el inicio de su fracaso o su caída. Las grandes Odas de Campos encuentran en la onda de su mayor entusiasmo un momento depresivo en que se abisman; o el carpe diem de Ricardo Reis polariza sus elementos hasta resultar que de pronto el polo principal es ya la muerte y no el disfrute posible de la vida; o también en el presuntamente sano Caeiro, el ver se irá separando de la vida, hasta confundirse con lo que eran sus opuestos: conciencia, pensamiento: «Gozo los campos sin fijarme en ellos […] Cuando me fijo, ya no gozo: veo». Y, aunque tenga que describirlo así, no hay –repito– evolución, sino las infinitas formas de un choque en que, por su naturaleza y por su repetición, los opuestos tienden a anularse.

En efecto, uno de los rostros dominantes en el movimiento y la contradicción del mundo y la lengua de Pessoa es la negación de sí. La vigilia de la conciencia –que tendería a realzar el papel del sujeto– se vuelve contra sí misma y obtura el proceso mediante el cual el yo se reconocería: «¡Qué lejano estoy ya del que fui hace solo un momento! / ¡Histeria de la sensación –ora esta o contraria!» Es Álvaro de Campos quien firma estas exclamaciones y las dos últimas décadas de su trayectoria –muy lejos ya de la exaltación del deseo que había tomado forma de himno en él– traen la repetición agotadora de una renuncia a la vida, en que una ironía lúcida y fría reconstruye, en el marco cotidiano, la mecánica cerrada del nihilismo. Se diría que, como el juego de opuestos nunca cesa, el énfasis de energía puesto en el fracaso vacía de realidad a la realidad. Igual ocurre en Ricardo Reis y por eso sus años últimos parecerían confluir con los de Campos, salvando la única diferencia entre el verso libre de uno y las formas métricas del otro. Entre los tópicos clásicos de su mundo neopagano, la poesía firmada por Reis encuentra su quiebra en la idea de destino; de ella deriva una moral de la aceptación que, en muchas ocasiones, se manifiesta como aceptación amoral, al margen de cualquier valor o virtud, y de ahí estará a un paso de invertirse: aceptar la realidad significará negarse, y la supuesta ascesis estoica será mera autodestrucción.

No es posible, por tanto, ser real. La fuerza intensísima que adquiere en Pessoa el deseo de realidad se dirige hacia fuera, no encuentra posible aplicación para sí mismo; así, dice de una piedra: «La quiero porque ella nada siente. / La quiero porque ella no posee parentesco conmigo». El denominador común de las críticas que Pessoa hace de la lengua es que impone un sentido a las cosas, un sentido que les es exterior –como todos los valores, la belleza o la justicia. Al ser inconmensurables la lógica de las cosas y la que rige, con las palabras y el pensamiento, el ámbito del yo, buscar la adecuación a las cosas mediante un esfuerzo por alcanzar la negación del sentido, es un objetivo imposible, y el empeño se convierte en una operación terriblemente destructiva. Por eso, ha escrito Eduardo Lourenço que los poemas firmados por Caeiro «no son el canto de la realidad, o incluso de la conciliación entre conciencia y realidad, con la felicidad suprema que la acompaña, sino el reiterado movimiento de una conciencia para anularse en cuanto tal y solo salvarse a ese precio»Eduardo Lourenço, Pessoa revisitado. Lectura estructurante del «drama en gente» (traducción de Ana Márquez), Valencia, Pre-Textos, 2006..

Sin embargo, se percibe aquí, en esta trama repetida de imposibilidades, un fondo de lo personal pessoano. La raíz existencial de Pessoa sería esta, transversal a todas sus voces y metamorfosis. No es fácil llamar a esta extrema negación sujeto o yo, darle un nombre propio de persona, el de Fernando Pessoa por ejemplo; pero, con todo, habría que llamarlo así, no tiene otro nombre, o mejor, es lo que es, a través de todas sus recurrencias. Porque, en términos de Caeiro, la vida es la vida, después de descubrir su transparencia, su nada; es un estar, el moverse de alguien sin atributos. Solo puede mostrarse señalándola –«ser real es esto», dice–, porque no tiene contenido ni sustancia, sino solo la materialidad de un concreto acaecer. Es el lugar del cuerpo, allí donde se hace más nítida la resonancia de la falta de sentido, pues –como ha escrito el poeta francés Bernard Noël– «lo no dicho no pertenece ni a lo indecible ni a lo espiritual, como nos llevaba a creer el viejo culto del sentido, sino que es físico. Sí, es de la actividad del cuerpo de lo que no se puede hablar porque ha sido reducido al silencio –porque no tiene palabras»Bernard Noël, Treize cases du je, París, Flammarion, 1975..

La raíz de Pessoa se encuentra quizá en la negación del sentido, y ahí arraigan también los problemas –no sé si insolubles– que su poesía le plantea al pensamiento y a la lengua. No sé si son insolubles, digo; pero sí que ante su poesía el pensamiento y la lengua han de olvidar todas sus seguridades, mantenerse en vilo.

En este desafío al pensamiento y a la lengua, sobre todo a la lengua, querría centrar la segunda parte de mi exposición, partiendo del título que le he dado: ¿Cómo ser contemporáneos de Pessoa? Lo tomo de Badiou, quien proponía «ser contemporáneos de Pessoa» como «una tarea filosófica», en su ponencia para los Coloquios de Cerisy de 1997, dedicados al poeta portugués. Badiou se ha ocupado de la obra de Pessoa –especialmente la firmada por Caeiro, aunque no solo– en algunos textos fundamentales situados en la referencia de lo que llama «la edad de los poetas», concepto en el que ahora no puedo detenerme; pero, en la intervención de Cerisy trata más bien de situar a Pessoa en las coordenadas de la filosofía del siglo XX, encontrando que «ninguna de las figuras establecidas de la modernidad filosófica resulta apta para sostener su tensión». Detecta, sí, que los heterónimos podrían leerse como juegos de lenguaje, en la órbita de Wittgenstein, o se hace eco de los estudios de José Gil y su lectura de la identidad entre deseo y máquina en Álvaro de Campos, que siguen la estela de Deleuze. Pero lo que me interesa en esta ocasión es tomar su propuesta como pregunta y desplazarla al ámbito de la poesía.

En este sentido, veo lo contemporáneo como sugería Jameson acerca de la modernidad: como un deíctico; es decir, como esa clase de palabras que señalan un punto o un momento de la realidad, sin tener otro significado en sí mismas que el que les confiere la situación en que se usan. Palabras como aquí, allí, este, aquel, entonces, ahora, y también yo o tú. Así, ser contemporáneo supone marcar una simultaneidad con el espacio vital de quien habla; en este caso, el mío, el nuestro; o, un poco más ampliamente, la época de la segunda mitad del siglo XX que, en materia literaria, conocemos aún tan mal, y estas dos décadas del XXI que ya vamos agotando.

Y, antes de proponerme la pregunta, quizá todavía haga falta otra precisión que afecta, si no propiamente a la lectura de Pessoa, sí a su consideración histórica. La crítica literaria del siglo pasado parece haber girado en torno al binomio vanguardias / muerte de las vanguardias, binomio que hace tiempo ha mostrado su vacío: por un lado, las vanguardias no murieron ni terminaron, sino que han seguido reformulándose; por otro, no se ha advertido el papel crucial de los poetas que, en un ejercicio radical de discontinuidad, rompían con los modelos establecidos sin adscribirse a ninguna etiqueta vanguardista. Quizá hablar en conjunto de vanguardias y lenguajes de ruptura, como un haz de esfuerzos afines, ofrecería a la crítica un fundamento más consistente para leer la poesía del siglo XX y permitiría distinguir y caracterizar con más nitidez la inerte recurrencia de las propuestas restauradoras. Sin duda, Pessoa, que empezó en la onda expansiva de las vanguardias –el futurismo fue, para él, un catalizador muy poderoso–, no dejó nunca de proponerse una continua y ensordecida exploración formal, un impulso inagotable de ruptura, siempre por una vía personal.

Cierro el paréntesis: no se trata de formular un problema de historia de la literatura, aunque venga bien situarse, sino de preguntarnos por ese deíctico, ser contemporáneos, que nos implica. Creo que la poesía de Fernando Pessoa está todavía por delante de nosotros, en el sentido de que podemos retomar su reflexión –más que su reflexión, toda su práctica, su escritura– donde él la dejó, pues el espacio de debate que genera permanece aún sin agotar ni resolver. Situarnos ahí supondría percibir la línea en la que él buscaba forzar las imposibilidades inscritas en el lenguaje, la tensión utópica de este orden que le impulsaba. Y –en coherencia con lo que he venido diciendo– quizá pretendía simplemente explorar las posibilidades de negación o bloqueo del sentido, no abandonando sin embargo el ejercicio de la palabra. Hablar contra las palabras, como hacen los grandes poetas.

Propone Pessoa, según el mismo Badiou, una «poesía sin aura», y tal vez considerar este criterio nos permitiría intuir en qué dirección podría responderse la pregunta de nuestro título. Poesía sin aura, pues. Es bien conocido y citadísimo el momento en que Walter Benjamin sugiere el concepto de aura: «¿Qué es el aura propiamente hablando? Una trama particular de espacio y tiempo: la aparición irrepetible de una lejanía por cercana que esta pueda hallarse». Son frases de su ensayo «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», de 1936, aunque ya había ido acercándose a la idea en escritos anteriores. Parece una intuición de largo aliento, enigmática en su desarrollo, muy cargada de posibilidades y lecturas, sobre la que han ido depositándose hasta ahora docenas de interpretaciones, empezando por la de Adorno, quizá simplificadora, que se basó en el carácter auténtico e irrepetible que se adjudicaba a la obra de arte para criticar a la industria cultural y el arte de entretenimiento. En realidad, Benjamin no es que lamente la desaparición del aura como rasgo de un arte que se extingue, sino que intenta describir los fenómenos que están ocurriendo ante sus ojos, abriendo mucho la lectura cuando afirma que el dadaísmo consiguió los mismos efectos que las nuevas artes técnicas (el cine, sobre todo): con la degradación de sus materiales, Dadá habría inutilizado la obra de arte «en cuanto objeto de inmersión contemplativa»; es decir: en cuanto objeto sustraído al curso cotidiano, separado de la vida, dotado de trascendencia. Creo que por aquí se podría continuar su estela. Sin olvidar, claro, que el arte moderno ha sabido reponer formas de aura que Benjamin no podía haber previsto.

Se relaciona la poesía sin aura con la frase de Caeiro que afirma estar escribiendo «la prosa de mis versos», y que supone una apuesta por prescindir de límites prefijados, o por traspasarlos. No es nuevo que la poesía moderna haya hecho ineficaces todos los intentos de mantener los límites del género, o de ponerle otros alternativos; que haya perdido la fijeza y la seguridad de unas pautas formales prescritas de antemano o de unos valores esenciales. Ahí se inserta Pessoa, pero la cuestión es cómo lo lleva a cabo, por dónde mueve su línea de ruptura.

¿Cómo entender esta prosa, la prosa que Pessoa tejía con sus versos? No literalmente, porque Pessoa sigue escribiendo su poesía en verso, aparte de cómo clasifiquemos textos suyos como el Libro del desasosiego. Pessoa lleva a cabo –sobre todo en las Odas de Álvaro de Campos, pero también en buena parte del resto de su poesía– uno de los más fuertes ejercicios de reivindicación del verso libre en el contexto europeo. Es significativo que, mientras los poemas de Caeiro y Campos iban señalando sus diferencias con la poesía portuguesa de su época y con la herencia europea del simbolismo, cuando decide diseñar una poética que disienta de su propia trayectoria, elija hacerlo con una propuesta de formas métricas cerradas, neoclásicas como lo fue la de Ricardo Reis: ¿era eso lo que difícilmente podía sentir como suyo? Dejémoslo como hipótesis. Escribe en verso, por tanto, y no en prosa; y, aunque incluye con frecuencia los que solían considerarse prosaísmos –elementos discursivos, coloquiales…–, aparecen entremezclados y fundidos con otros, hímnicos o elegíacos, que se tomarían tradicionalmente como líricos.

Explica Pessoa en un ensayo de poética: «Todo es un juego de fuerzas, y en la obra de arte no hemos de buscar ‘belleza’ o lo que pueda andar en posesión de ese nombre. En toda obra humana, o no humana, buscamos solo dos cosas, fuerza y equilibrio de fuerza –energía y armonía, si usted quiere». Quizá estas frases puedan sugerir otra acepción de prosa: un tipo de trabajo constructivo, con una sensibilidad extrema para las variaciones tonales o los cambios de tempo, para aunar la dispersión y la concentración, lo discursivo y la exaltación. Con ello, se vincula también el trabajo con la sintaxis, al que ya aludí. O la composición y desajuste de variadas simetrías, «con un sutil desequilibrio, por el que pasa el pensamiento nuevo»Judith Balso, Le passeur métaphysique, París, Seuil, 2006. –dice Judith Balso. O esa misma sutileza en el juego de las reiteraciones, que es un rasgo frecuente, y hasta saturado, en todas sus voces: se mueven las reiteraciones entre la voluntad de análisis (clarificar, matizar) y la obsesión, siendo capaces así de atender a extremos contrarios sin poner énfasis en sus diferencias.

Se trata de una escritura que, en términos generales, no busca ni lo punzante ni tampoco algún tipo de encantamiento verbal. Que opta, como propuso Hölderlin para sí mismo, por una explícita poética de la sobriedad. Y que dispone sus esfuerzos quizá en la persecución de una poesía objetiva –fue esta una propuesta de Rimbaud, aún más enigmática que la de Benjamin, pues solo la mencionó una vez, sin nunca explicarla, dejando con ella una verdadera tarea futura a quienes se acercaran a leerlo. Pienso en una poesía objetiva, no solo porque todos los elementos de tensión prosaica que he mencionado lo abonarían, sino sobre todo porque me hace pensar en ella la concepción pessoana de una vida que consiste en «actos sin sujeto», una vida que fluye entre infinitos y mutables yoes, partes sin todo.

Terminaré observando dos tendencias fundamentales de la poesía de Pessoa, que me parecen apuntar a la vez –aunque nunca responder por completo– a las distintas preguntas que he ido dejando abiertas: cómo ser sus contemporáneos, una poesía sin aura, la poesía objetiva. Tendencias, digo, direcciones para la mirada, más allá de los procedimientos o fenómenos concretos que puedan incluir en sí.

Para Judith Balso, «se trata en primer lugar de romper con todo un régimen de la poesía que consiste en hacer de una cosa la portadora de otra. Poesía de la metáfora»Judith Balso, «L’hétéronymie: une ontologie poétique sans métaphysique». En Colloque de Cerisy, Pessoa. Unité, diversité, obliquité, ed. cit.. Y así exclama Caeiro: «¡Ah, no comparemos cosa alguna! Miremos. / Dejemos analogías, símiles, metáforas. / Comparar una cosa con otra es olvidar esa cosa». Es una posición explícita, y no se limita a los poemas firmados con este nombre; se extiende como tendencia general en toda la obra de Pessoa, y analizar las leves excepciones a ella no desmentiría esta toma de postura.

No solo es que Pessoa tenga muy cerca el simbolismo, y la ruptura con él en este aspecto clave resulte total, sino que el mismo sentido común contemporáneo, el que domina nuestro propio contexto con su acervo de tópicos y prejuicios, su saber inapelable acerca de qué sea la realidad y cuáles son los valores que no cabe poner en juego, ese sentido común hace mucho que ha incorporado de hecho la metáfora, la lógica del continuo traslado de sentido, su dominio sobre los datos fácticos y físicos que altera de modo absoluto la percepción, y con ella el sentimiento y la emoción. No hablo de ideas, porque eso sí parece más sometido a una costumbre crítica, sino de este ámbito en apariencia más inmediato. Por todo esto, la poesía directa de la que habla Caeiro constituye una ruptura tan grande. Para él, el hombre dejaría de estar «enfermo» si pudiera ser un «animal directo y no indirecto»; y el prefacio a sus poemas, con la firma de Reis, aclara que «todo lo que se siente directamente trae ya sus palabras».

La exclusión de las interpretaciones y las transferencias de sentido supone que la lectura aprehende la exactitud literal del poema. Y que no cabe ignorar esa literalidad como punto de partida. Es cierto que cada palabra se teje inevitablemente en una red de relaciones exterior al texto, porque en eso consiste la lengua; pero también lo es que la lectura resulta muy distinta según partamos de la expresión literal o partamos de la búsqueda de sentido mediante posibles relaciones, analogías, codificaciones culturales, etc… Pessoa está cambiando el fundamento de la lectura, o encontrando el que ya estaba y no podía, al parecer, verse.

Lo literal se puede decir de muchos modos, y de muchos se dice en esta obra. La aspereza directa, que casi deja sin aire al leer, en los poemas del último Álvaro de Campos es, sin duda, uno de ellos. Pero quizá lo más característico sea el uso de la tautología por Alberto Caeiro. La tautología se presenta, a la vez, como una forma pura de literalidad y como forma para una defensa de la literalidad: «al final esas estrellas no son sino estrellas, / y las flores no son sino flores, / y es por eso por lo que las llamamos estrellas y flores». Viene a situar al nombre delante de sí mismo y de la cosa, a través de la repetición y los leves giros sintácticos que en ocasiones hacen espejear las palabras, en el intento de que ajusten entre sí nombres y cosas (como en la viejísima campaña confuciana de «rectificación de los nombres»), que las palabras recobren la medida de su referencia, de la dirección en que envían su señal. Y, sin embargo, por otro lado, pese a la fuerte apariencia de razonamiento que su estructura, su sintaxis, conlleva, quizá la tautología tiene algo –en su resistencia al desarrollo, en su bloqueo de las transferencias de sentido– de quiebra de la razón o, al menos, de aviso de su insuficiencia, de apertura de un espacio no regido ya por sus redes, inmune a sus codificaciones discursivas y su previa autoridad. No sé si será por esto por lo que el sentido común no suele aceptar la tautología con paciencia, como tampoco el debate sobre el ajuste consigo mismas de las palabras, visto muchas veces como un gesto innecesario y pedante.

Pessoa ofrece, como resultas de este cambio de paradigma, una lengua de mínimos retóricos que adquiere enorme poder expresivo. No en vano, los poemas de Álvaro de Campos fueron tal vez los primeros que señalaron como principal valor poético la intensidad.

En la medida en que estas cuestiones siguen, de algún modo, pendientes para la poesía actual, pienso que abordarlas nos convierte en contemporáneos de Pessoa. Igual que seguramente el giro que imprimen podría asociarse con una poesía sin aura y una poesía objetiva. Lo mismo creo que ocurre con una segunda tendencia de la escritura de Pessoa, en la que anuncié que me iba a fijar.

Podría pensarse –y pertenece a la imagen más habitual o popularizada– que Pessoa niega la realidad y elige la ficción como su espacio; algunas de sus afirmaciones tendrían quizá esta lectura. Pero de lo que vengo diciendo se desprende más bien que lo que niega es su propia realidad, su identidad; que, al transparentarse la existencia sin filtros ideales, queda reducida a una sucesión fragmentaria de momentos y hechos sin sentido ni nexo. La realidad queda ahí, evidente, y ajena. Y el problema de la relación entre poesía y realidad se manifiesta crucial. De esto querría hablar brevemente para terminar, de cómo Pessoa se sitúa ante ese problema al margen de los códigos y formas del realismo, generando otros modos nuevos de abordarlo. Es la pregunta por una poesía de la realidad no realista.

Ciertamente, todo lo que he apuntado acerca de la impugnación de la metáfora forma parte de estas respuestas suyas, pero se puede mencionar alguna vía más. De hecho, cabría leer la poesía atribuida a Caeiro como un inventario de tentativas, por cuanto siempre está latente la escisión entre la palabra y la percepción y las dificultades que produce. A veces, hay alguna mención explícita, como cuando dice: «tuve un sueño como una fotografía»; pero lo más frecuente es una conciencia de imposibilidad adherida a esa latencia. Aparte de lo apuntado acerca de la tautología, me parece que debería tenerse en cuenta la fragmentación de las sensaciones a la que también me referí; sobre todo, en un sentido: la vinculación del poema con el momento, es decir con un sujeto situado en unas circunstancias particulares, sugiere una singularización expresiva que se sostiene en la referencia a una realidad determinada (no importa incluso si es imaginaria, porque la relación entre coyuntura y palabra permanece). Recuerda este mecanismo al de los deícticos, tal como Benveniste entendió su teoría de la enunciación, como el sistema de la lengua que mantiene sus conexiones con el mundo, y desde ahí traería Caeiro una sugerencia utópica: la de los nombres que pudieran funcionar en parte como deícticos, suspendiendo su significado y haciendo prevalecer una mera indicación de realidad –la idea de este posible funcionamiento es del último Roland Barthes y, si él la vinculaba al aquí y ahora que articula el haiku japonés, la peculiar fragmentación de los sujetos en Caeiro, y con ellos del mundo que perciben, podría sin duda sentirse paralela.

El acceso del poema a la realidad no se busca, pues, a través de la representación, sino de opciones que no se inscriben en sus códigos, que proceden del propio sistema lingüístico o de los procedimientos perceptivos. En este último caso, estaría el papel de la imaginación en las Odas de Álvaro de Campos; la concibe Pessoa como el espacio en que la inteligencia funciona como uno de los sentidos, como una «antena sensible». Se diría que la actividad intelectual es el pivote en torno al que gira el hilo de las sensaciones para constituirse en imaginación; por eso, es en la imaginación donde se hace posible «sentir todo de todas las maneras». Tiene, así, un carácter bifronte, sensual y abstracto, capaz de producir lo que podría llamarse concretos absolutos, objetos verbales con potencia sensorial, libres de accidentes y de contingencia; a través de ellos, la imaginación y el propio pensamiento pueden experimentar sensaciones con sus efectos corporales, pueden emocionarse, sentir la vida. Requeriría esto una lectura en detalle de algunos pasajes, que no me puedo plantear ahora, pero lo anoto como hipótesis; las formas sensoriales de la abstracción se han estudiado ya, y seguramente aquí se produce una vuelta de tuerca en su potencialidad.

No sé si este Pessoa que propongo será solo, como dije, un «objeto fantástico»; pero me gustaría pensar en él como ese contemporáneo a través de cuyos ojos podemos mirar nuestra poesía. Y la suya, que siempre sigue por leer. Con sus contradicciones y desmentidos, como en este poema de Caeiro, con el que concluyo:

El misterio de las cosas, ¿dónde está?
¿Dónde podrá estar, que no aparece
para al menos mostrarnos que es misterio?
¿Qué sabe el río de eso, qué sabe de eso el árbol?
Y yo, yo que no soy más que ellos son, ¿qué es lo que sé de eso?
Siempre que miro las cosas y pienso en lo que los hombres
[piensan de ellas,
río como un arroyo que suena fresco en la piedra.

Porque el único sentido oculto de las cosas
es que ellas no tienen sentido oculto alguno.
Es más extraño que todas las extrañezas,
y que los sueños de todos los poetas
y el pensamiento de todos los filósofos,
que las cosas sean realmente lo que parecen ser
y que no haya nada que comprender.

Esto es lo que mis sentidos han aprendido solos:
que las cosas no tienen significación, sino existencia.
El que las cosas son el único sentido oculto de las cosas.

EXPOSICIÓN PESSOA / LISBOA
01.12.16 > 05.03.17

COMISARIOS ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO · JOSÉ MANUEL MOURIÑO
ORGANIZA CBA

CONFERENCIA «¿COMO SER CONTEMPORÁNEOS DE PESSOA?»
[LOS LUNES AL CÍRCULO]
06.03.17

PARTICIPANTES MIGUEL CASADO
ORGANIZA CBA