Entrevista con Robert Capa
Jinx Falkenbrug • Tex McCrary
En 1947 el mítico fotorreportero Robert Capa publicaba Slightly out of focus (Ligeramente desenfocado, La Fábrica, 2015), una suerte de autobiografía o crónica de sus aventuras durante la Segunda Guerra Mundial. Como parte de la campaña de promoción, Capa acudió al programa radiofónico Hi! Jinx, para charlar con sus presentadores, el matrimonio formado por Jinx Falkenbrug y Tex McCrary. El programa había desaparecido de los archivos de la radio, y no apareció hasta hace poco en eBay, en manos de un vendedor de Massachussets que había descubierto aquella grabación junto con otras de la época en una venta de enseres domésticos en su ciudad. Minerva transcribe esa entrevista cuyo registro sonoro formó parte de la exposición del CBA Capa en color. En ella Capa habla, entre otras cosas, de su viaje a la URSS junto a John Steinbeck, de la invención de su nombre y de su famosa imagen «Muerte de un miliciano».
Tex McCrary (T)
Bueno, Bob, aquí estás, y las circunstancias impiden que tengas un cigarrillo en la boca. Sé que es duro… Pero dime: la última vez que nos vimos eras sólo fotógrafo. Y ahora has dejado de ser sólo fotógrafo, para convertirte también en escritor gracias a tu nuevo libro Ligeramente desenfocado. Y que conste que es el título del libro, ¡no una crítica! ¿Qué te parece esta nueva vida?
Robert Capa (C)
No lo sé, Tex. Puedo decirte que, por suerte, cuando el libro salió, yo no estaba aquí, así que no estaba nada preocupado. Estaba en Moscú, en la embajada, y hojeando la prensa me topé con una reseña bastante extensa en el New York Times, y la leí de cabo a rabo dos o tres veces sin conseguir decidir si era positiva o no. Así que me la llevé a casa, donde John Steinbeck, con el que estaba viajando, compartía de algún modo mi agonía.
T. Él tiene una gran experiencia en leer las críticas de sus libros. ¿Qué le pareció la del tuyo?
C. Bueno, al principio dijo que lo más inteligente o algo así era no leerlas. Así que me dio mucha vergüenza, y me metía en el baño a releerla. A la quinta o sexta vez caí en la cuenta de que lo desaprobaba por completo.
Jinx Falkenburg (J).
Pero ¿te gustó aquella primera crítica, Bob?
C. No, no acababa de convencerme. Me daba una palmadita en la espalda y después una patada un poco más abajo… Nos marchamos de allí poco después. Y cuando llegamos a Praga estaba obsesionado con comprar todos los periódicos estadounidenses, ávido de otro tipo de información y para comprobar, de paso, si decían algo de mi libro. Así que leí Time Magazine y, para mi infinita sorpresa, la reseña era bastante favorable.
T. Al fin y al cabo, eres como de la familia.
C. Sí, pero les gusta ser «malos» con la familia.
T. Eso es verdad.
J. O sea, te sentiste mejor en Praga que en Moscú.
C. En Praga pensé «lo logré». Pero entonces tuvimos que salir pitando hacia Budapest, y allí encontré otra revista que de nuevo decía que las fotografías eran magníficas pero que como escritor resultaba frívolo.
T. Oh... (risas)
C. Así que, al volver a casa, me hice con el Sunday Herald Tribune, que decía que yo era una especie de Goya en miniatura o algo así. Eso me hizo sentir terriblemente bien…
T. Decía que eras genial.
C. Terriblemente genial y que había acertado en todos los campos. Pero, por desgracia, volví a comprar el Times y el crítico literario del Sunday Times declaraba que yo era el tipo más insípido al que había leído en su vida.
J. ¡Qué horror! ¡Espero que siguieras leyendo el Tribune!
C. No, desde entonces no he vuelto a leer ninguna reseña más.
T. En otras palabras, al final aceptaste el consejo de John Steinbeck. Además, creo que esa mañana te levantó de la cama y te preparó el desayuno. ¿Lo hace cada mañana?
C. Él estaba escribiendo mucho durante nuestro viaje a Rusia, trabajábamos juntos y colaborábamos. Y él se levantaba pronto por la mañana y preparaba el desayuno, no puedo negarlo.
J. ¿Es buen cocinero John Steinbeck?
C. Sí, muy bueno. Es capaz de hacer unos huevos pasados por agua en tres minutos y medio (risas).
T. Eso está muy bien. Pero volvamos a lo que estabas disparando en Rusia. Y me refiero al disparador de tu cámara, claro, no a que te tiroteasen a ti o tú tiroteases a alguien. ¿Cómo fue lo de trabajar en Rusia? A ver, en este lado del Telón de Acero tenemos la idea de que hay dieciséis tipos armados vigilándote cada vez que das un paso, y que luego tienes que luchar contra los censores si quieres conseguir algo. ¿Cómo es en realidad trabajar con una cámara al otro lado del Telón de Acero?
C. Bueno, has dicho dos veces «Telón de Acero» y no sé... Creo que el Telón de Acero principal es, digamos, de bolsillo. Cada cual lleva el suyo en su cabeza. El otro Telón de Acero... No sé. Existe un poco. Sobre todo en lo tocante a fronteras, pero yo no tuve demasiados problemas.
T. ¿Quieres decir que fotografiaste lo que quisiste y no hubo problemas de censura?
C. Las cosas nunca son así, ya lo sabes.
T. Oh no, iba a decir que sería demasiado perfecto.
C. Estuve en Turquía el pasado invierno rodando un documental para «March of Time»The March of Time fue una serie de cortometrajes creados entre 1935 y 1951 por la revista Time. Había comenzado años antes como programa de radio, pero el salto al formato cinematográfico lo dio en 1935. Solía abordar temas poco habituales para el público: otros países, tendencias sociales, cuestiones de salud pública…. Se supone que Turquía es un país bastante más «amistoso» que Rusia. Pues bien, tuve muchas más dificultades para rodar allí de las que tuve en Rusia.
T. ¿Qué diferencias hay entre trabajar bajo la censura estadounidense durante la guerra y en la Rusia de hoy?
C. Bueno, es algo muy diferente, yo no lo compararía. He mencionado Turquía sólo para que veáis que hay diferentes partes del mundo en las que las cámaras y la prensa son siempre una especie de tabú. Y cuanto más te adentras en Oriente, menos les gusta que estés allí con una cámara. Por muchos motivos y casi ninguno bueno.
J. Pero, Bob, nos has contado que ni siquiera tenías los papeles en regla para todas las cámaras y la película que llevabas en tu viaje a Rusia.
C. En efecto, no los tenía porque solicitamos los visados aquí, en Nueva York, pero nos los entregaron en París. Fue de un día para otro y no pudimos ir al consulado para conseguir los pases especiales. Nos imaginamos que cuando el avión nos depositara en el aeropuerto de Moscú habría, si no una alfombra roja, sí alguna alfombrilla extendida en la que pudiera registrar mi material. Pero lo que pasó fue que llegamos desde Estocolmo y nuestro avión aterrizó en Leningrado para la inspección de aduanas. Dos rusos subieron al avión y abrieron todas y cada una de las maletas. Preguntaron: «¿Qué es esto?». Yo les dije: «Película». Y él dice: «Camarada... ¿Y eso?». Y yo: «Más película». Y él dijo: «Bien». Y yo dije: «Vale». Volvió a mirar y añadió: «Pensé que traería también lámparas de flash». Y yo dije: «Ya…». Y lo cerró todo.
J. ¿Y eso significaba que podrías entrar en Rusia con tus negativos y demás?
C. Cuando llegamos al aeropuerto de Moscú no había alfombra de ningún color. De hecho, nadie nos pidió el pasaporte ni nada. Pero tampoco había nadie que nos llevara hasta la ciudad. Hicimos autostop y durante cuatro días nadie se enteró de que estábamos allí. Dormíamos en unas camas que nos dejaron en el Hotel Metropol. Después conseguimos que alguien nos acompañara. Y cuando dijimos que queríamos ir a Stalingrado fuimos a Stalingrado. Y cuando dijimos que queríamos ver Georgia fuimos a Georgia. Supuso una gran sorpresa para nosotros y para los demás.
J. Daba por hecho que, como John Steinbeck y tú estabais fotografiando y escribiendo un reportaje para el Herald Tribune y también un libro, ellos habrían planificado vuestro viaje. Pensé incluso que la oficina del Herald Tribune en Moscú habría preparado los traslados.
C. Sobrestimas la influencia de los periódicos estadounidenses radicados en Moscú, porque, por desgracia para ellos, no pueden hacer nada de eso. La verdad es que estaban casi celosos de nuestro viaje... y con razón. Quizá tuvo que ver con la reputación de Steinbeck y, sobre todo, con el hecho de que dijéramos desde el principio lo que pretendíamos hacer, que era algo muy sencillo. No queríamos meternos en política, si no ver cómo vivía la gente. Dijimos que íbamos a escribir y a fotografiar todo lo que viéramos, que no pensábamos estar a priori a favor o en contra de nada. Pero nunca prometimos que no fuéramos a decir algo que quisiéramos expresar a favor o en contra de ellos. De algún modo, nuestra actitud les resultó mucho más creíble que la gente que llega allí diciendo que va a ser terriblemente favorable y se vuelve profesionalmente desfavorable en cuanto sale de allí.
T. Cuéntanos qué problemas tuviste para sacar los negativos a la vuelta.
C. Fue gracioso, porque durante todo el tiempo estuve intentando conseguir un dictamen por parte de la censura. Pero no conseguí que me dijeran si iba a poder traer los negativos sin censurar, revelados, sin revelar… Nada. Y el último día, justo antes de venirnos, de repente recibo una llamada telefónica en la que se me pide que lleve todo a censura. Así que vino un joven y yo le entregué mis rollos de película y fui absolutamente desgraciado durante veinticuatro horas. Por la mañana, el joven se presentó en el aeropuerto. Traía una caja que estaba atada con cuerdas y un plomo.
J. ¿Un qué?
C. Un plomo, ya sabes… un sello. Y me dijeron: «Este sello es imprescindible en la frontera, así que no lo quite: alguien lo retirará de sus negativos en la frontera». De modo que iba en el avión con la caja sellada en mis manos y nadie me había dicho si habían cortado algo o no. Ni siquiera sabía si en la caja había película o estaba llena de arena. Así que estuve agitando la caja, sopesándola, intentando calcular si pesaba lo mismo que antes y pasando un mal rato todo el camino. En Kiev le quitaron el sello y, cuando el avión hubo despegado, empecé a desenrollar los tres mil negativos intentando averiguar qué era lo que faltaba.
J. Y viste que los negativos estaban allí y que no los habían cambiado por arena.
C. No, no los habían cambiado y la mayoría seguían allí. Sólo eché de menos una mínima parte y tampoco muy importante. Me parece que sólo querían dejar constancia de que podían censurarlo. Ya sabes cómo son los censores…
T. ¡Sí que lo sé!
[Pregunta inaudible]
C. Ésta es una pregunta capciosa, porque nunca sabes si tienes una fotografía «de premio» o no. Cuando disparas, casi todas las fotos son iguales para ti. Y la fotografía «de premio» surge de la imaginación de los editores y del público que la ve. Una vez conseguí una foto que ha sido mucho más apreciada que las demás. Y cuando la hice no tenía ni idea de que lo sería. Fue una fotografía especialmente buena. Sucedió en España, muy al principio de mi carrera como fotógrafo, al comienzo de la Guerra Civil española. La guerra era entonces algo romántico, si se puede decir tal cosa. Estábamos en Andalucía y aquella gente estaba muy verde. No eran soldados. Y morían a cada minuto con grandiosos gestos. Creían que luchaban por la libertad, por una causa justa y estaban entusiasmados. Yo estaba en una trinchera con cerca de veinte milicianos, que tenían veinte fusiles viejos y en la colina que estaba frente a nosotros había una ametralladora franquista. Así que mis milicianos disparaban contra la ametralladora durante unos minutos y entonces se erguían y decían: «Vámonos». Saltaban fuera de la trinchera y se dirigían hacia la ametralladora. Y entonces la ametralladora abría fuego y los tumbaba. Los que habían conseguido sobrevivir, regresaban. Y de nuevo disparaban al buen tuntún contra los de la ametralladora que ni siquiera se molestaban en responder y después de otros cinco minutos volvían a decir: «Vámonos». Y se ponían en marcha otra vez. Esto se repitió tres o cuatro veces. Así que la cuarta vez asomé la cámara por encima de mi cabeza. Y ni siquiera miré al disparar la foto cuando saltaron de la trinchera. Y eso fue todo.
Yo no revelaba mis negativos en España. Envié aquel negativo con otro montón de fotos que había hecho y me quedé en España tres meses más. Cuando volví aquí era un fotógrafo famosísimo porque aquella cámara que yo había sostenido sobre mi cabeza había sorprendido a un hombre en el momento en que recibía un disparo.
T. Fue una gran fotografía.
C. Probablemente la mejor fotografía que yo haya hecho. Nunca encuadré porque tenía la cámara muy por encima de mi cabeza.
T. Por supuesto, hay unas condiciones que tienes que crear tú mismo, Bob, para lograr una fotografía tan afortunada como ésa... Tienes que pasar mucho tiempo en las trincheras.
C. Sí, es un vicio del que me gustaría quitarme.
T. Por lo que sé de las veces que me he encontrado contigo, creo que nunca has conseguido dejar el vicio durante mucho tiempo.
C. No, no creo que yo vaya a dejar ese hábito: lo que espero es que los demás dejen el hábito de «crear» esas trincheras.
T. Si, comprendo lo que quieres decir. Bob, ya que estamos hablando de los inicios de tu carrera, creo que podríamos retomar aquello que dijo de ti John Hersey, que eras el hombre que se inventó a sí mismo. ¿Puedes contárnoslo?
C. Bueno, yo diría que John Hersey es quien inventó al hombre que se inventó a sí mismo. Más o menos... Circulan tantas leyendas sobre mí que casi prefiero dar la impresión de que todas ellas son ciertas y así confundir a la gente.
T. Ahh… ¡El hombre misterioso!
J. ¿Quieres decir que no nos vas a contar la verdadera historia, Bob Capa?
C. John ya la escribió y es una historia bastante vulgar, porque es cierto que yo tenía un nombre que no se parecía mucho a Bob Capa. Eso fue hace bastante tiempo, en París, hacia 1934 o 1935. Y mi auténtico nombre no era demasiado bueno. Era un joven, tan idiota como lo soy yo ahora, pero más joven. Y con mi viejo nombre no conseguía ningún encargo. Y supongo que decidí que era el momento en que debía ponerme manos a la obra, convertirme en un gran fotógrafo, etc. Y necesitaba un nombre con urgencia.
T. ¿Cuál era tu nombre anterior?
C. Es bastante embarazoso contar esto, empezaba por André y terminaba por Friedmann. No casaban muy bien. Olvidémoslo por ahora.
J. De acuerdo.
C. Así que estaba intentando pensar en uno nuevo y se me ocurrió que algo así como Robert sonaba muy americano, era como tenía que sonar y se me ocurrió que Capa también sonaba americano y me pareció que era fácil de pronunciar. Así que Bob Capa me pareció un buen nombre. Y entonces me inventé que Bob Capa era un famoso fotógrafo estadounidense que había viajado a Europa y que no estaba interesado en los editores franceses porque no pagaban bastante. En aquel momento había un montón de noticias en Francia, había llegado al poder el Frente Popular, había huelgas, etc. Así que me colaba en los sitios con mi Leica, hacía mis fotos y las firmaba como Bob Capa. Y las vendíamos dos veces más caras.
T. Así que vendías las fotografías de un fotógrafo que no existía...
C. Pensaban que yo era «el hombre del cuarto oscuro».
T. Ya veo, eras el hombre del cuarto oscuro del misterioso Bob Capa.
C. Sí, pero un día se descubrió el pastel y desde entonces seguí siendo Bob Capa. Y la verdad es que no me fue mal.
T. Y decidiste colocarte ese nombre porque Bob te sonaba americano. Y con un nombre americano te viniste a América... ¿O ya habías estado antes?
C. No, mi familia estaba ya aquí, pero yo no, yo vine poco después para legalizar mi nombre. Pero lo de Bob es diferente: lo que yo conocía era el nombre Robert, pero no sabía que Robert era Bob. Si lo hubiera sabido, no sé qué hubiera pasado.
J. Incluso tu hermano, que es un excelente fotógrafo de Life Magazine, se apellida ahora también Capa.
C. Sí, no ha podido evitarlo. Pero ha conservado su nombre de pila, que es muy gracioso.
J. Cornell.
C. Sí.
J. Me parece un nombre muy divertido... Un buen nombre.
T. Y queda muy bien porque así se llama una universidad estadounidense...
C. No sé si eso le hará muy feliz…
T. Te llamaremos Harvard Capa durante el resto del programa, Bob [risas]. Nos has contado algunas historias estupendas, pero yo he oído otra, una leyenda, sobre un famoso general y cómo se perdió su cena del Día de Acción de Gracias. Ocurrió en Inglaterra antes de que yo llegara y siempre he querido saber qué sucedió en realidad.
C. Supongo que tuviste suerte porque llegaste con nuestra Fuerza Aérea justo un mes después de que aquello sucediera. Fue en 1942, cuando la Fuerza Aérea se trasladó a Inglaterra. Y yo fui a Cheltenham para fotografiar las primeras «Fortalezas Volantes» volando sobre Europa.
Como recordarás, las condiciones de vuelo eran malas y no teníamos demasiada experiencia. Así que pasábamos encerrados la mayor parte del tiempo, entre lodo inglés, recibiendo entrenamiento teórico por las mañanas y sin poder volar. Y allí fue donde entré en contacto con el póquer.
J. ¿Póquer? ¿El juego de naipes?
C. No, el juego de destreza.
T. Un juego de azar...
C. No, no. Es un juego de destreza. «El arte viril de la autodestrucción», lo llamábamos. En cualquier caso, aquellos muchachos traían un montón de modalidades nuevas, como el «High and Low», el «Red Dog», y el «Bishop’s Wife», etc. Y juegos de ese tipo, de los que jamás había oído hablar, y así, yo iba perdiendo mis dietas con prodigalidad. Las partidas solían durar hasta la madrugada y una mañana, cuando las condiciones parecían idóneas para despegar, fui con los muchachos y saqué algunas fotografías. De algún modo, aquellas fotografías pasaron la inspección del censor sin ningún tipo de restricción porque no me pareció que hubiera en ellas nada objetable. Uno de ellos dijo: «Hay una manchita negra, en el morro. No sé lo que es, pero parece que todo está bien». La semana siguiente una revista británica quería reimprimir mis fotos y colocó en la portada esta bella instantánea en la que se veía a un joven de pie y el morro de la «Fortaleza» tras él, y aquella cosita negra en el morro. Por desgracia, aquella cosita negra resultó ser el sistema secreto de mira. Era el Día de Acción de Gracias y el Rey tenía invitados al general Eaker y al general Spaatz. Tuvieron que abandonar la cena. Y yo caí en desgracia durante mucho tiempo e, incluso, algo más.
J. ¿Quieres decir que interrumpiste la cena de los generales Eaker y Spaatz con el Rey?
C. Eso fue lo que hice, sí. Me sometieron a un consejo de guerra y gracias a esa corte marcial me convertí en un corresponsal de guerra legítimo. Pero por esa historia tendrán que pagar 3,50 dólares, porque está en mi libro.
T. Sí, es buena idea: no tendrías que contarnos todos los detalles, porque las historias son tan buenas, que basta con que cuentes el principio y todo el mundo tendrá que comprar el libro –Ligeramente desenfocado se titula– para enterarse del resto de la historia.
C. Sí, amigos, lo estamos promocionando como locos.
T. Ya que hablamos de historias, Bob, hay una excelente que me gustaría recordar sin tener que volver a leer el libro, la del último hombre muerto en esta guerra y la fotografía que hiciste de aquello.
C. Ah, sí. Fue... antes de Leipzig. Era evidente que la guerra estaba a punto de terminar, porque sabíamos que los rusos ya estaban en Berlín y que nosotros nos detendríamos tras la toma de Leipzig. Así que llegamos a Leipzig después de algunas escaramuzas. Nos quedaba cruzar el último puente. Los alemanes opusieron resistencia y no podíamos cruzar. Había un gran edificio de apartamentos con vistas al puente, así que pensé: «Subiré al último piso y desde allí obtendré una preciosa vista de Leipzig durante los últimos minutos de la guerra». De modo que subí los cuatro pisos y entré en un bonito apartamento burgués en cuyo balcón había un joven apuesto, un sargento que colocaba una ametralladora para cubrir el paso del puente. Al principio estaba colocando la ametralladora en la ventana, pero no se encontraba muy cómodo así que se fue al balcón y colocó allí la ametralladora. Yo salí allí con él y eché un vistazo para ver si le sacaba una fotografía. Pero la guerra había acabado y ¿quién quería ver otra foto de alguien disparando? Llevábamos cuatro años haciendo la misma fotografía y todo el mundo quería algo diferente. De todos modos, cuando la foto llegara a Nueva York el titular ya sería probablemente: «Paz». Así que no tenía ningún sentido. Sin embargo, parecía tan pulcro... Era de esos tipos que parecía que estuvieran en el primer día de la guerra. Todavía se lo tomaba en serio. De modo que me dije: «Bueno, ésta será mi última foto de la guerra». Coloqué mi cámara y le hice un retrato. Y mientras lo retrataba, a menos de dos metros, cayó abatido por un francotirador. Fue una muerte limpia. Hermosa, en cierto sentido. Creo que es mi recuerdo más penetrante de esta guerra.
J. Y ése fue, probablemente, el último muerto oficial de la guerra.
C. Sí. Bueno… estoy seguro de que hubo muchos «últimos muertos», pero él fue el último en nuestro sector y supuso el auténtico fin de la guerra.
T. La verdad es que es una fotografía sobre la inutilidad de la guerra.
C. Mucho. Y para mí es una fotografía de las que se recuerdan porque sabía que al día siguiente empezaríamos a olvidar. Así que era una especie de definición clara de que él era el último que no olvidaría la guerra.
T. Bueno, Bob Capa, intentaremos que vuelvas más veces a nuestro programa. Sé que vas a conversar con John Steinbeck esta semana en el foro del Herald Tribune, pero queremos invitarte ya a que regreses cualquier día que consigas levantarte a estas horas de la mañana.
J. Y recuerden que pueden leer estas historias y otras muchas en el libro de Bob Capa, Ligeramente desenfocado. Para las historias sobre Rusia, tendrán que esperar al libro de John Steinbeck. Con fotografías de Bob Capa.
T. Muchas gracias, Bob.