Madres nuestras que estáis en los libros o ¿dónde están las madres simbólicas?
Dentro del Festival Eñe, que cada otoño enriquece con sus encuentros, recitales y conferencias la programación del CBA de la mano de La Fábrica, la escritora Laura Freixas abordó en una charla con buenas dosis de humor el pervasivo problema de la falta de referentes femeninos en distintos campos, y la solución –o quizá mejor, el parche– que puede ofrecer la literatura mientras solucionamos lo otro…
De pequeña yo me crié, como casi todo el mundo, entre dos figuras de autoridad de distinto sexo, mi padre y mi madre. Retrospectivamente, me he preguntado por qué son tan importantes las figuras de autoridad y creo que lo son porque nos aportan varias cosas. Una, evidentemente, es un modelo: una guía, un espejo en el que mirarnos, un camino que reanudar donde otros lo dejaron. Otra es el contramodelo: necesitamos a alguien a quien llevar la contraria, ejemplos que nos permitan analizar en qué se han equivocado o en qué no estamos de acuerdo con ellos.
Madre y padre nos dejan una herencia material, pero también un lugar en el mundo que, en principio, es el que vamos a ocupar: un lugar geográfico, una lengua, una pertenencia de clase, unos códigos. Y luego hay un papel muy importante en el que últimamente pienso mucho, que es lo que podríamos llamar «el respaldo». El ejemplo más gráfico que se me ocurre de esto es el hijo de un médico famoso que hereda el apellido de su padre, su consultorio, su clientela, y hasta la fama de buen médico, sin haber hecho nada para merecerlo. Inversamente, quien no es hijo de nadie conocido carece de este respaldo que Bourdieu llamaba «capital simbólico». Y este es un mecanismo muy importante que se aplica a las nacionalidades, a las clases sociales y, sin duda, también al sexo. Si aprendemos una historia en la que parece que los únicos que han hecho cosas importantes son los hombres, ellos suscitarán más confianza en sus aptitudes que nosotras. A las mujeres nos falta una genealogía legitimadora.
Cuando empecé a asomar la cabeza fuera de la familia, vi muchas otras figuras de autoridad, equivalentes a los padres, pero simbólicas. Solo que la dicotomía que yo había visto con toda naturalidad en mi infancia parecía haber desaparecido. Porque, ¿cuáles eran las figuras de autoridad en la España franquista de mi infancia? Un jefe de Estado, Franco; un líder de la oposición, Santiago Carrillo; una autoridad religiosa, Monseñor Tarancón; una estrella del deporte, Pirri; un premio Nobel, Severo Ochoa; un empresario, el más rico de España, Ramón Areces... ¿No falta algo? ¿Alguien? ¿Qué había pasado? Había padres reales y madres reales, y muchísimos padres simbólicos, pero ¿dónde estaban las madres simbólicas?
Pero no nos alarmemos: la España de la que estoy hablando es la de hace medio siglo, un país que era una dictadura y en el que campaban por sus respetos toda clase de injusticias y desigualdades. Afortunadamente, llegó la Constitución de 1978, que hizo tabla rasa de todo aquello y afirmó como uno de nuestros valores supremos la igualdad entre todas las ciudadanas y ciudadanos: así lo explicita su artículo 14.
De modo que la situación cambió completamente, y este es hoy el panorama. Hoy tenemos un presidente, Mariano Rajoy; un líder de la oposición, Pablo Iglesias; una autoridad religiosa, Monseñor Blázquez; una estrella del deporte, Messi; un premio Nobel, Camilo José Cela; un empresario, el más rico de España, Amancio Ortega... Y si de lo individual pasamos a lo colectivo –poder militar, poder empresarial, poder judicial, poder episcopal, estrellato deportivo…– lo que vemos es más de lo mismo.
Tuve, pues, que volverme a formular la pregunta: ¿dónde están las madres simbólicas? Quizá ustedes piensen que el sexo de las figuras de autoridad resulta indiferente y que tanto nos podemos identificar con madres como con padres simbólicos. Yo creo, sin embargo, que eso no es cierto. Si todas las personas que han llegado a la cima de sus profesiones son hombres, es imposible no pensar que por algún motivo, y por mucho que la sociedad nos diga y repita lo contrario, las mujeres no podemos alcanzar esas cotas. ¿Por qué? Bien podría ser que parte de la respuesta fuera, precisamente, que nos faltan modelos.
Tanto a mujeres como a hombres, la sociedad nos ofrece una identidad preestablecida. Fijémonos en la femenina: veremos que se trata de una identidad subordinada (apenas hay mujeres en los puestos de poder), muy limitada (los modelos son escasos: esposas, madres, chicas sexy y unas pocas mujeres dotadas de poder que son vistas siempre como odiosas o ridículas) y accesoria (se valora a las mujeres en función de su utilidad para los varones). Además, es heterodesignada. Es decir, que mientras en el caso de ellos los autores del modelo (filósofos, legisladores, eclesiásticos, escritores...) pertenecen a su mismo sexo, la identidad que se atribuye a las mujeres no la han forjado ellas mismas, no la hemos forjado nosotras, sino ellos.
Cuando accedemos a la edad de la razón, las mujeres nos formulamos inevitablemente ciertas preguntas: ¿Correspondo yo a eso que me han dicho que es una mujer? Y si no es el caso; si mis deseos, proyectos, ambiciones, no caben en ese estrecho marco, ¿significa que no soy una mujer? Y en tal caso, ¿qué soy? ¿Y a qué puedo aspirar? Si coloco en primer lugar mi proyecto profesional, ¿qué precio pagaré en términos personales? Si soy madre, ¿cómo podré compaginar la maternidad con el resto de mi vida? ¿Y qué ocurre si no lo soy?...
Para responder a estas preguntas, distintas (en su formulación o en sus respuestas) a las que se plantea un varón, necesitamos modelos. Es decir, madres simbólicas que nos permitan dialogar con su ejemplo, con su biografía, y también con sus obras y sus reflexiones. ¿Dónde encontrarlas?
Afortunadamente, yo tuve y tengo una madre que lee mucho y gracias a ella descubrí a muchas escritoras que me daban las claves, las respuestas que yo estaba buscando. Por ejemplo, a la pregunta: «¿Me identifico con esa identidad que me han dicho que es la mía en tanto que mujer?», Rosa Chacel, en su maravillosa autobiografía, Desde el amanecer, contesta de forma muy contundente, «NO, NO, NO, NO me dominarían, no me deformarían los vaticinios con, de, en, por, sin, sobre, tras la mujer.»
Otra escritora, Colette, si bien encarnaba ciertos estereotipos de la feminidad, como la belleza y la coquetería, se resistía en cambio a la identidad que nos atribuyen de ser cuidadoras por naturaleza: «Decididamente el cielo no quiso poner en mí el alma de una monjita: los enfermos me entristecen y me irritan, los niños me sacan de mis casillas».
Simone de Beauvoir escribió esa frase justamente célebre e inolvidable: «No se nace mujer, se llega a serlo». Y muchas otras como esta: «El amor maternal de natural no tiene nada».
Sylvia Plath le dio muchísimas vueltas en su diario a esa posibilidad o imposibilidad de tener pareja teniendo a la vez una vocación, una ambición propia. Escribe muchas cosas, a veces contradictorias… Por ejemplo: «No me puedo casar con un escritor, veo lo peligroso que sería el conflicto de egos». Y le añade esta apostilla tan interesante: «Sobre todo si la mujer fuera la más publicada».
Adrienne Rich plantea un enigma que a mí me intriga: ¿Por qué la literatura, incluso la escrita por mujeres, no habla casi nada de la maternidad? Y le ofrece esta respuesta: «Para mí la poesía es el sitio donde vivo sin ser la madre de nadie».
Alicia Ostriker, una poeta estadounidense, sigue dándole vueltas a este tema y dice: «Que las mujeres deban hacer bebés en vez de libros es la opinión de la civilización occidental. Que las mujeres deban hacer libros en vez de bebés es una variación sobre el mismo tema. ¿Es posible o deseable para una mujer hacer ambas cosas?»
Y Ursula K. Le Guin apunta, sardónica: «A las mujeres artistas se les exige el sacrificio de sí mismas. A los hombres artistas se les exige el sacrificio de los demás».
Parece evidente que no nos sirven indistintamente como modelos las madres o los padres simbólicos. Sin embargo, hay mucha gente que opina que precisamente la cultura es el terreno por excelencia donde se borran las fronteras y jerarquías entre los sexos. Cuántas veces hemos oído decir que no existe literatura de hombres y de mujeres, sino sólo buena o mala literatura… O aquello de «La gran mente es andrógina», frase que se le atribuye (erróneamente) a Virginia Woolf. O «cuando escribo no soy hombre ni mujer»... Pues bien, si pensábamos esto, hay algunos caballeros que se han tomado la molestia de sacarnos de nuestro error. Por ejemplo Josep Pla: cuando alguien le comentó ingenuamente el talento que demostraba Mercé Rodoreda en su novela La plaza del diamante, él contestó: «¡A quién se le ocurre que una mujer pueda demostrar su talento escribiendo una novela! Una mujer demuestra su talento haciendo una buena paella». Claro que Pla era un poco bruto, había nacido en el siglo XIX… Vamos con un autor más moderno: Camilo José Cela. Cela hizo muchas declaraciones del mismo jaez, pero me interesa más resaltar otra operación más sofisticada que iba en el mismo sentido. Cela escribió y publicó un grueso volumen, de hecho dos, con el título Diccionario secreto: un diccionario de palabras malsonantes.
Abro aquí un pequeño paréntesis sobre el tabú lingüístico. En general, el tabú es un mecanismo por el cual un grupo privilegiado establece una frontera clara con un grupo desfavorecido para marcar, precisamente, esa diferencia. Los privilegiados tienen acceso al tabú y los otros no. Y como explica Marina Yagüello en Les mots et les femmes, este mecanismo tiene una equivalencia lingüística. El «tabú lingüístico» consiste en palabras reservadas al grupo dominante que, en este caso, tomando en cuenta la perspectiva de género, son los hombres.
Sin duda fue el «tabú lingüístico» el motivo de que María Moliner, que era una señora respetable, no incluyera palabrotas en su diccionario. Pues bien, esa omisión fue precisamente el argumento que utilizó Cela, con éxito, para oponerse al ingreso de Moliner en la Real Academia de la Lengua: alegó que su diccionario era incompleto, defectuoso. De ese modo, Cela colocaba a Moliner en un dilema que las mujeres conocemos muy bien: si haces algo que se considera masculino (como usar palabrotas o ambicionar el poder) eres mal vista, reprobada, rechazada; y si haces algo que se considera propio de tu sexo, se te acepta, pero también se te excluye, como en este caso, porque lo propio de tu sexo te coloca automáticamente en una posición de «subordiscriminación», como se dice ahora.
Mi tercer y último ejemplo al respecto es más reciente todavía. Arturo Pérez Reverte, un autor muy popular. Este ilustre académico publicó hace algún tiempo un artículo titulado Mujeres como las de antes…, en el que contaba el siguiente chiste: Un caballero dice a una señora: «Es usted la mujer más hermosa que he visto en mi vida. La amo, se lo juro, pero respóndame por favor, dígame algo», y ella contesta: «¿Pa’ qué? ¿Pa’ cagarla?». Ese artículo es muy interesante porque no es casual, sino que se inserta en una venerable tradición de la cultura masculina occidental, la cual transmite un mensaje claro, por no decir una orden, a las mujeres: que callen. La enuncia San Pablo en la epístola a los Corintios cuando dice: «Las mujeres en la iglesia, callen», pasa por Molière o Quevedo que ridiculizan a las mujeres cultas, también por Jaime Salinas cuando escribe «Horizontal te quiero, horizontal me gustas», o por Neruda: «Me gustas cuando callas porque estás como ausente». Quizá ustedes pensarán que le estoy buscando tres pies al gato, pero no puedo olvidar que Neruda es el autor de estos versos:
Te acecho entre las hojas
anchas como lingotes
de mineral mojado.
El río blanco crece
bajo la niebla. Llegas.
Desnuda te sumerges.
Espero.
Entonces en un salto
de fuego, sangre, dientes,
de un zarpazo derribo
tu pecho, tus caderas.
Bebo tu sangre, rompo
tus miembros uno a uno.
O sea, lo que comúnmente se tiene por un bello poema de amor… Y Pérez Reverte lo que está haciendo es corroborar y actualizar esa tradición según la cual el sujeto es masculino, la cultura es masculina, y el papel de las mujeres es ser naturaleza y no cultura: puro cuerpo, objeto mudo, porque en cuanto hablan, la cagan. Si obedecemos y guardamos silencio, nos dice implícitamente Pérez Reverte, los hombres nos amarán, como este caballero del chiste que se enamora de una mujer por su hermosura, sin ninguna necesidad de hablar con ella, de escucharla, de conocer su personalidad. En cambio, si no encarnamos las fantasías masculinas, nos puede pasar cualquier cosa, como tiene a bien advertirnos Pérez Reverte cuando dice que se le cruza una rubia que camina con tan poca gracia que es para, «piadosamente, abatirla de un escopetazo». Sabio consejo que con escopetas u otras armas siguen aproximadamente unos sesenta hombres al año en España.
Y sigo con las preguntas que nos hacemos las mujeres para pasar a una última fase que es la de la vejez. Como dije antes, los padres simbólicos nos demuestran que los hombres, cuando empiezan una carrera, pueden llegar hasta lo más alto. Los eclesiásticos pueden llegar a Papa, los empresarios entrar en la lista Forbes, los deportistas ganar el Balón de Oro... La vejez les priva, como a todo el mundo, de belleza y salud, pero pueden compensar esa pérdida con la ganancia de autoridad, poder, reconocimiento... e incluso de una joven «musa» dispuesta a ponerse a su servicio.
¿Y las mujeres? Si somos valoradas y apreciadas solo en tanto que tenemos atractivo físico, como explica Pérez Reverte, y capacidad de procreación, ¿qué pasa cuando, con la edad, perdemos lo uno y lo otro? Como dice Amelia Valcárcel, no existe una gerontocracia femenina. Entonces a las mujeres, ¿qué nos queda? ¿El «síndrome del nido vacío»? ¿El club de las primeras esposas, para decirlo con el título de un best-seller que nos presenta a mujeres amargadas, envidiosas de las jóvenes y que se someten obsesivamente a cirugías estéticas?
Afortunadamente la literatura es un campo, quizá el único, donde hay modelos de mujeres que con la vejez adquieren, y se les reconoce, autoridad, sabiduría, poder simbólico. Ya hemos mencionado a Colette: fue una mujer muy atractiva a la que se contemplaba como un objeto bello, pero al perder esa cualidad, conservó sus poderes y obtuvo reconocimiento en tanto que creadora de cultura. María Zambrano, la primera galardonada con el premio Cervantes; Marguerite Yourcenar, la primera mujer en ingresar en la Académie Française; la gran Simone de Beauvoir… ¿Entienden ahora por qué necesitamos madres simbólicas? Y, ¿dónde las encontramos? Hoy por hoy, en los libros.
© Laura Freixas, 2017. Texto publicado bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0. Se permite copiar, distribuir y comunicar públicamente por cualquier medio, siempre que sea de forma literal, citando autoría y fuente y sin fines comerciales.
LAURA FREIXAS
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