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Una reflexión a partir de una fotografía de Robert Capa

Eduardo Momeñe

Acompañando la última exposición de Robert Capa en el CBA, en el marco de las charlas y debates de «Los lunes al Círculo», el fotógrafo y ensayista Eduardo Momeñe pronunció una conferencia en torno al medio fotográfico tomando como punto de partida la famosa imagen de Capa de la muerte de un miliciano. En este texto, Momeñe reelabora las notas de aquella intervención, profundizando en torno a la capacidad (o incapacidad) de la fotografía para representar la realidad, para «decir» la verdad, o la mentira…

I

Se trata de la conocida imagen de probable título «Muerte de un miliciano», una fotografía de culto que obtuvo Robert Capa durante la Guerra Civil española, una imagen que se vive como un icono de la contienda. Se han escrito ya ríos de tinta sobre la verdad del hecho –la supuesta muerte de un hombre– que captó esta fotografía, y no es necesario insistir en ello. Lo cierto es que la fotografía registró no más de lo que vemos –no podía ser de otra manera–: el resto son suposiciones, y cuando no las hay, el resto es silencio, el silencio de las fotografías. Las palabras las puso la revista Life y, simplemente, hay quien las cuestiona. En todo caso no va a ser la imagen fotográfica la que nos ayude a averiguar la verdad, las fotografías están muy limitadas en lo que se refiere a aquello que parecen mostrar: tan solo registran apariencias y si bien lo contario de la verdad (término complicado, digamos «de todas la verdades») pudiese ser «la apariencia», más engañosa que la mentira, las fotografías no mienten. Pero no es algo que nos coja por sorpresa, ya avisan de antemano que, al igual que la música, están incapacitadas para dar explicaciones. La realidad es que tan sólo mienten las palabras que las envuelven; ni siquiera el mundo miente cuando le privamos de ellas.

Desde una perspectiva, digamos, técnica, la fotografía de Robert Capa es «cierta», ya que no existen fotografías que no sean «ciertas», es difícil que un escaneado no sea «cierto», que un escáner no escanee «ciertamente». Cuando una fotografía no es cierta, cuando la imagen no es un registro de lo que la cámara «ha visto», deja de ser una fotografía y pasa a ser otra cosa, un fotomontaje, por ejemplo. Son famosos los «borrados» de Trotsky junto a Stalin, y aunque no son fotografías –se alejan de «lo registrado» mediante la construcción pictórica–, se parecen mucho a las fotografías; de hecho, engañan fácilmente cuando actúan. Así fueron también las imágenes «construidas» que Frank Hurley tuvo que mandar a la prensa británica durante la primera guerra mundial. La fotografía de la supuesta muerte de un supuesto miliciano –en una supuesta guerra, en un supuesto lugar, en una supuesta fecha–, sí es una fotografía, es, por tanto, «auténtica» y no se debate si es una imagen fotográfica falseada con pinceles o digitalmente, una práctica tan querida por los pictorialistas en su interés por «superar» las extraordinarias cualidades del medio fotográfico. La cuestión es otra, y probablemente más interesante, porque lo que plantea la imagen es si las palabras que la rodeaban mentían, es decir, si Robert Capa le puso el pie de foto –sin abrir la boca, silencio que otorga y otorgan muchos fotógrafos–, o quizá fue la revista Life, o quizá nadie mintió, o quizá no nos importa pues tan solo pagaríamos por la autoría, una fotografía obtenida por Robert Capa. Porque la duda gira en torno a si la autoría de las páginas dedicadas a esta fotografía corresponde a quien se tiene por uno de los grandes fotógrafos del s. XX y, como tal, probablemente no debería hacer «trampa». No es lo mismo una fotografía de Robert Capa que una fotografía de un miliciano en el momento de ser alcanzado –pudo ser así– por una bala. También sería un icono distinto si la persona representada se supusiese del bando contrario. Porque finalmente no hay mucha originalidad en ello, la primera guerra mundial ya brindó demasiadas imágenes de hechos terribles obtenidas por cámaras anónimas, tanto fotográficas como cinematográficas, que sin duda hubieran competido «fotográficamente» con la de Robert Capa. Lo cierto es que la imagen fotográfica –y volvemos a ello– no puede hacer nada con todo esto, es una lengua sin habla (Roland Barthes) que no puede aclarar nada y, en cuanto que medio «insobornable», no puede enredar. La manipulación viene dada por textos y contextos que la utilizan. Es como si la fotografía, en su ingenuidad, en su limitación, en su continuo trato con la débil verdad del mundo visible, no hubiera aprendido a desenmascarar la mentira y probablemente no lo haga nunca, incluso aunque dispongamos de un iPhone 80. Perdió un eslabón, su evolución va por otro camino.

La dificultad para resolver qué ocurrió «allí», en el instante en que Robert Capa disparó su cámara, es grande, porque su fotografía –como cualquier otra que obtuviésemos– no miente pero, desafortunadamente, tampoco dice la verdad. De hecho, no dice nada. El «decir» de las imágenes fotográficas se encuentra en lo que digamos de ellas, las fotografías actúan según el pie de foto que utilicemos para descifrarlas: busquemos en él el posible fake. Incluso es probable que de ese pie dependa el precio que hubiera pagado Life. Son simplemente imágenes del mundo, curiosas, extrañas, de fuerte potencia icónica, pero no pueden significarlo, no pueden ponerse en palabras y por ello necesitan de las palabras cuando se les exige que declaren «a qué se refieren». Tan solo muestran un infinitesimal de mundo escaneado durante 1/60 de segundo. Es muy difícil interpretar algo en tan corto lapso de tiempo.

II

Desde el punto de vista de un cierto pensamiento fotográfico, de una lectura contemporánea, probablemente nos encontramos ante un falso problema o, al menos, ante un asunto marginal en lo que a las posibilidades de la fotografía se refiere. Parece que estamos ante una fotografía casual, ante la fotografía de quien estaba allí, ante la «instantánea» de un testigo con reflejos y con un móvil que se encuentra al niño Aylan Kurdi, ahogado en la orilla de la playa, y cabe la posibilidad de que alguien diga que el niño fue llevado allí para hacer hincapié en la tragedia, siguiendo el ejemplo de Eugene Smith en Deleitosa o de Don McCullin en Vietnam, dos entre miles. Todo ello carecerá de importancia ante un periodismo que valora más el impacto de una imagen que la verdad o la mentira –verdad a medias– que la hizo posible. Pero insistamos en que la manipulación textual de las imágenes fotográficas no es un asunto de la fotografía, sino de quien las comenta. Las fotografías, en su mutismo, son ese excelente comodín de las palabras que nos permite hacer que digan lo que queramos que digan; son un territorio virgen para que proyectemos todos nuestros puntos de vista; son perfectas para ilustrar nuestra narración, y es por ello que el periodismo las hizo cómplices desde la primera fotografía que se publicó, en el Daily Graphic de Nueva York en 1880. Desde entonces ha transcurrido una larga historia de millones de páginas impresas ilustradas que tienen la posibilidad de decir lo que tengan que decir con la coartada de la «veracidad» –de lo que constata lo visible del mundo– de la fotografía. Es lo que hemos dado en llamar fotoperiodismo. Quizá la fotografía de la «muerte del miliciano», la del niño Aylan Kurdi, la del «vietcong» ejecutado, la de la niña junto al buitre y un interminable montón de páginas de World Press Photo sean fotoperiodismo –no sabría decirlo–, pero quizá una cierta fotografía contemporánea no quiera estar ahí y busque otros caminos no supeditados a los sobresaltos que ofrece el mundo, y reflexione acerca del potencial de la fotografía como medio para «decir» de otra manera. De hecho, evitará mezclarse en esas discusiones que no le conciernen y que la proponen como acta notarial de una realidad que incluso se escapa de las manos de las mejores palabras. El asunto que interesa a esa «otra» fotografía –y a sus fotógrafos– es otro y, sin duda, estimulante, porque trata de lidiar con un mundo silencioso y como tal quiere registrarlo: el mundo como un lugar observado en su silencio. Es un gran salto cualitativo con respecto a esa fotografía que siempre ha estado al servicio del ruido del mundo, de su aparente decir, de sus titulares, el mundo como espectáculo.

Se hace necesaria una redefinición del término «fotoperiodismo». En ocasiones se ha hablado de «nuevo fotoperiodismo», donde se reivindica la autoría, la reflexión e incluso el foto-reportaje se propone como ensayo fotográfico. En realidad pocas cosas hay nuevas bajo el sol, pero lo cierto es que estamos ante una fotografía que parece divorciarse de pies de foto que anteponen «situar» el mundo a la potencia de expresión del medio, que rompe cadenas con la «lógica» de las imágenes fotográficas: volvamos a ese mundo silencioso, ese mundo nuevo para la fotografía y volvamos a significarlo, no ya mediante palabras obvias, sino desde el mágico silencio de la cámara oscura donde no hay reflejos ni deslumbramientos, esa distancia que permite mirar sin interferencias, sin filtros, sin emociones tóxicas. Hay, sin duda, un esfuerzo por plasmar nuevas imágenes, pero, ante todo, hay un fuerte hincapié en que sean subtituladas con diferentes palabras; a priori esto las dotará de nuevos significados. Quizá incluso nos atrevamos a llamarlas «textos fotográficos» (el gran Wright Morris ya habló de ello hace mucho tiempo), textos visuales y escritos que se acompañan, se funden, una nueva escritura fotográfica; la cámara sirve no ya para mostrar ese cierto mundo sino para escribirlo, y lo escribe incluso como esa literatura que nos gusta, que tan solo se limita a decir lo que ve. Los «hechos» pasan a ser hechos fotográficos, el hecho significativo es la propia fotografía, portadora de su propia verdad, la verdad fotográfica frente a esa otra que se le suponía al mundo, la única a la que tenemos acceso. Aquí no hay equívocos, todo es de una claridad meridiana, lo que es, es lo que está. Si el comentario del hecho es un fake o no lo es –la imagen no lo es–, es indiferente porque nuestro contexto es otro, nuestro lugar de actuación es el lenguaje, no hay comentarios fuera del texto, y sin comentarios no hay posibilidad de mentir, todo es «cierto». Es en esa hiperrealidad, esa realidad que nunca existió (Baudrillard) –hay una nueva– o esa falsedad auténtica (Umberto Eco) –es otra autenticidad– donde la fotografía se siente como pez en el agua; siempre está cómoda porque, al no hablar, no se equivoca. Nada tan «posmoderno», incluso ya tan «posverdadero» –esos términos imprecisos succionados por el arte– como la imagen fotográfica, incapaz de decirnos «qué sucedió en realidad» (wikipedia), siempre creando su propia realidad como si fuese la «otra» realidad –la de ahí fuera–, una ilusión en un mundo en la que los hechos tan solo existen en su interpretación. Es ese documento –siempre fragmentado– que no necesita ser contrastado, el que puede documentar como mejor le plazca –¿«documento artístico»?–; es como si en lugar de narrar hechos verificables optásemos por mencionar lugares a los que no pondremos nombre, es como si fuera un «decir» contundente, pero siempre a medias, nunca del todo, ese fotograma de una historia que está por verse. En realidad, se propone «otra» narración, no salimos de viaje para hacer fotografías de viaje, no es algo tan sencillo como que pasábamos por allí en el momento en el que un miliciano moría y éramos rápidos con nuestro iPhone. Es otro viaje, es un viaje fotográfico, y podría recordar al literario, también se escribe desde dentro hacia fuera –se buscan fotografías «bien escritas»–, tan solo que se plasma con otra gramática, no es una narración al uso: un cúmulo de imágenes fotográficas, una detrás –encima– de otra, sin puntos, sin comas; la mirada las recorre y, al final, alguien dice: «Comprendo, lo he leído, entiendo el texto, entiendo lo que quiere decir».

Cuando la fotografía es liberada de las rejas del «testimonio visual» y del testimonio escrito que lo significa descifrándolo, ya todo es posible, incluso el Arte, el que dice desde otro lugar si una fotografía es una obra que pertenece al arte o no, el que decide si expresa bien lo que se proponía expresar, el que opina cómo deben «hablar» las fotografías para estar ahí. Es una mirada que mira más allá de lo que ve, que prefiere lo «no dicho» a lo «no visto», imágenes y palabras navegan en el mismo barco, sin fisuras, ensamblados funcionalmente, en una narración así «construida». Sin duda tenemos una obsesión por explicar lo que pasa, por contarlo; queremos hablar de que el mundo existe y que en él hace frío o calor y, sin duda, la fotografía ha ayudado durante toda su historia a corroborarlo, pero es posible que ya no veamos en la cámara tan solo esa excelente utilidad y ya no nos conformemos con continuar obteniendo pruebas fotográficas (palabras de Flaubert) de la presencia del mundo. Quizá ahora necesitemos de una cierta contención y queramos esperar a pensarnos con calma las cosas que ocurren y las dejemos reposar, porque ya queremos escribir acerca de ello, con nuestra cámara (el que «mira» es el escritor, de nuevo Flaubert), e incluso buscamos esa escritura en blanco y negro (al igual que Maupassant según Alberto Savinio): queremos esa descripción sin maquillaje, sin abalorios, tan solo la fuerza, la potencia de las imágenes pensadas; el fotógrafo deja que las fotografías –en su máxima expresión– digan lo que tengan que decir. Hay una distancia, es una mirada que no se deja seducir por los cantos de sirena del mundo, ya no sucumbimos a ellos, manda la mirada. Es la fuerza de la expresión que tan solo significa lo que significa, es la imagen hablada de otra manera, como si tan solo sonase. Pudiéramos decir que es una fotografía que busca una nueva presencia: tan solo la suya propia.

En ciertos ambientes, el arte y la literatura lo han entendido bien. La fotografía –y los fotógrafos– se encuentra con nuevos adjetivos que proponen redefinir el hecho de ser fotógrafo. El terreno de actuación pasa por una contextualización que dirija la significación de las imágenes, que concrete de qué trata la narración, es un hombre orquesta, un escritor con una cámara, un fotógrafo con un cuaderno de notas, y en ellos un «estructurador» que dirige su significación; es así como William Christenberry cogió una cámara tras escuchar una conferencia del escritor James Agee sobre el relato corto norteamericano. Es también ese lugar que hace posible que una fotografía de National Geographic Magazine se cuelgue en el «espacio» del arte (y viceversa), tan solo hace falta cambiar las palabras, es un documentalismo que en su escritura busca la excelencia, un texto fotográfico impecable. Y el Arte propone nuevos pies de foto ante lo que tan solo era un excelente documentalismo; ahora sería un «documentalismo artístico» porque, dicho rápidamente, propondría un documentalismo proveedor –ante todo– de información estética. Todo esto distorsiona la prueba fotográfica, aquel testimonio visual, aquel uso de la fotografía que nos informaba de la «realidad» del mundo, y ahora este pasa tan solo a ser la materia prima –la excusa– para el placer del texto (término «barthesiano»), para la autoría del hecho fotográfico. Insistamos en buscar términos para todo ello, también para la profesión de obtener fotografías, uno muy explícito pudiera ser conceptual documentary photographer, y que parece querer aplicarse a todo fotógrafo que piensa que ya tan solo es posible fotografiar a la propia fotografía –sobre otras fotografías, desde su lectura– so pena de acabar en el limbo de Instagram. Es una reflexión previa, hay palabras previas que van a definir nuestras imágenes. El relato ya está propuesto, ya tan solo hay que plasmarlo con las mejores fotografías, con las más útiles, las más apropiadas. Es aquí donde entra la figura del fotógrafo, aquel que es capaz de comprender el nuevo escenario. Es una nueva profesión por aprender.

III

Pudiera ser que la «muerte del miliciano» apareciese tan solo como el fotograma de una película que nunca existió o quizá tan solo como la opción de un iPhone/Samsung. Carece del estupor de los rostros de la Primera Guerra Mundial o del silencio de Roger Fenton en Crimea; quizá es tan solo una cómoda ilustración paraun largo texto escrito de antemano. Muchos años antes, en la Guerra de Secesión americana, Alexander Gardner ya había manipulado a los muertos para intentar demostrarnos que las imágenes fotográficas dicen la verdad y que los fotógrafos son los encargados de dar cuenta de ello. Es probable que, si no hubiéramos deteriorado esta imagen hasta destruirla a base de preguntas irrelevantes, interesadas y agotadoras, hubiésemos disfrutado de la magia y el misterio que entrañan las imágenes fotográficas cuando, tanto a ellas como al mundo que portan, se las deja hablar desde su silencio.