El comunismo, en cuanto realidad, sin duda es solamente el compañero de su ideología ultrajadora de la vida, pero tiene un origen ideal que es, por cierto, más puro; es un medio funesto en busca de una meta ideal y más pura. Lleve el diablo su praxis, pero, en cambio, que Dios nos lo conserve en su condición de amenaza constante sobre las cabezas de quienes tienen bienes; ésos mismos que, para preservarlos, envían implacables a los otros a los frentes del hambre y del honor patrio, mientras que pretenden consolarlos diciendo y repitiendo que los bienes no son lo más importante en esta vida. Dios nos conserve siempre el comunismo para que, ante él, aquella chusma no se vuelva aún más desvergonzada; para que la sociedad de aquellos únicos autorizados para disfrutar, que cree que las gentes sometidas a ella tienen ya amor bastante cuando de repente les contagian la sífilis, se vea al menos, cuando va a dormirse, atenazada por una pesadilla. Para que al menos pierdan el deseo de predicar moral ante sus víctimas e incluso de hacer chistes sobre ellas.
Karl Kraus, «Antwort an Rosa Luxemburg», en Die Fackel, noviembre de 1920, p. 8. Cit. en W. Benjamin, Obras II, 1, p. 375
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En un momento dado oí en mí de pronto una llamada, una extraña advertencia, y vi esas tres magníficas ciudades [...] como amenazadas de hundimiento, de destrucción por el agua y por el fuego, carnicería y desgaste repentino, como si fueran bosques fulminados en bloque. Luego las veía devoradas como por una grave enfermedad, por algún mal oscuro y subterráneo que hacía de repente derrumbarse monumentos o barrios, o completos muros de mansiones. [...] Desde estos alzados promontorios lo que mejor se nota es la amenaza. Lo aglomerado es amenazante, y el trabajo gigante lo es también; el hombre necesita trabajar, mas también tiene otras necesidades [...]. Necesita aislarse y agruparse, sublevarse y gritar, y apaciguarse y someterse. [...] Finalmente también se encuentra en él la necesidad de suicidarse, y eso en la misma sociedad que forma; necesidad que aún es más intensa que el propio instinto de conservación.
Léon Daudet. Paris vecu, París, 1930, pp. 220-221. Cit. en Obra de los pasajes, C 9 a, 1
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