El ‘orden moral del mundo’ no queda restablecido [en la tragedia], sino que, en su seno, el hombre moral quiere enderezarse, todavía mudo e infantil (y como tal se le llama ‘héroe’), en el temblor del mundo atormentado. La paradoja que constituye el nacimiento del genio en el silencio moral, en la que aún es infantilidad moral, es pues lo sublime en la tragedia. Probablemente ésa sea la razón de lo sublime en tanto tal, donde el genio aparece antes que Dios.
El núcleo del concepto de destino es la convicción de que sólo la culpa –que, en este contexto, siempre es una culpa creatural, como lo es el pecado original–, y no un error moral, hace de la causalidad el instrumento de un hado que avanza de forma incontenible.
Vivir en una casa de cristal es virtud revolucionaria por excelencia. Pero es también una embriaguez, un exhibicionismo de carácter moral de los que hoy nos hacen mucha falta. La discreción en cuanto hace a la propia existencia ha pasado de ser una virtud aristocrática a volverse un asunto de pequeñoburgueses arribistas.
Pues organizar el pesimismo no significa sino extraer la metáfora moral justamente a partir de la política y, a su vez, descubrir en el espacio de lo que es la actuación política el espacio integral de las imágenes. Un espacio de imágenes que no es susceptible de medirse de manera sin más contemplativa.
El comunismo, en cuanto realidad, sin duda es solamente el compañero de su ideología ultrajadora de la vida, pero tiene un origen ideal que es, por cierto, más puro; es un medio funesto en busca de una meta ideal y más pura. Lleve el diablo su praxis, pero, en cambio, que Dios nos lo conserve en su condición de amenaza constante sobre las cabezas de quienes tienen bienes; ésos mismos que, para preservarlos, envían implacables a los otros a los frentes del hambre y del honor patrio, mientras que pretenden consolarlos diciendo y repitiendo que los bienes no son lo más importante en esta vida. Dios nos conserve siempre el comunismo para que, ante él, aquella chusma no se vuelva aún más desvergonzada; para que la sociedad de aquellos únicos autorizados para disfrutar, que cree que las gentes sometidas a ella tienen ya amor bastante cuando de repente les contagian la sífilis, se vea al menos, cuando va a dormirse, atenazada por una pesadilla. Para que al menos pierdan el deseo de predicar moral ante sus víctimas e incluso de hacer chistes sobre ellas.
Karl Kraus, «Antwort an Rosa Luxemburg», en Die Fackel, noviembre de 1920, p. 8. Cit. en W. Benjamin, Obras II, 1, p. 375
Un vistazo al periódico muestra que la experiencia hoy ha alcanzado un nuevo punto bajo; que no sólo la imagen del mundo exterior, sino también la imagen del mundo moral ha sufrido de la noche a la mañana cambios que no se habrían considerado posibles. Con la Guerra Mundial se empezó a hacer patente aquel proceso que no se ha detenido desde entonces. ¿No se observó al acabar la guerra que la gente volvía enmudecida del frente?
No hay experiencia más firmemente desmentida de lo que han sido las experiencias estratégicas mediante la guerra de trincheras, las experiencias económicas mediante la inflación, las experiencias corporales mediante la batalla de las máquinas, las experiencias morales mediante los que ejercen el poder.
Hebel habría dicho que una acción es moral siempre que su máxima esté oculta. Mas no escondida como el botín de un robo, sino como el oro que se guarda en la tierra. Por tanto, la moral está ligada a situaciones en que los hombres la descubren.
El malestar del reformador es el de un desequilibrio interno. Las densidades, posiciones y valores morales se le proponen en contradicción; el reformador se esfuerza en conciliarlos: y eso porque aspira a un nuevo equilibrio. Su obra no será sino un intento para conseguir reorganizar, de acuerdo con su razón y con su lógica, el desorden que siente dentro de sí mismo. Una acción en la que yo no reconozca todas las contradicciones que hay en mí, sin duda me traiciona.
André Gide. Dostoievsky. París, 1930, pp. 265-266. Cit. en W. Benjamin, Obras II, 2, p. 413