Vivir en una casa de cristal es virtud revolucionaria por excelencia. Pero es también una embriaguez, un exhibicionismo de carácter moral de los que hoy nos hacen mucha falta. La discreción en cuanto hace a la propia existencia ha pasado de ser una virtud aristocrática a volverse un asunto de pequeñoburgueses arribistas.
No tenemos tiempo de vivir los verdaderos dramas de la existencia que a cada uno está determinada. Eso es lo que nos hace envejecer […]. Las arrugas del rostro son las huellas de las grandes pasiones, de los vicios, de los conocimientos que nos visitaron cuando nosotros no estábamos en casa.
Expulsar de la casa hasta la última huella de ‘confort’, junto a la melancolía tan intensa que se paga siempre por tenerlo.
El concreto interés del panorama consiste en ver la auténtica ciudad, la ciudad en la casa. Lo que hay en la casa sin ventana, eso mismo será lo verdadero. En lo que hace al pasaje, también es una casa sin ventanas. Las que se abren a él son como palcos desde los que es posible mirar hacia dentro, pero no lo es en cambio mirar hacia afuera. –Lo verdadero carece de ventanas y, por ello, no tiene ningún sitio donde mirar afuera, al universo–.