Las cosas de cristal no tienen ‘aura’. El cristal es el enemigo del misterio, y lo es también de la propiedad.
Vivir en una casa de cristal es virtud revolucionaria por excelencia. Pero es también una embriaguez, un exhibicionismo de carácter moral de los que hoy nos hacen mucha falta. La discreción en cuanto hace a la propia existencia ha pasado de ser una virtud aristocrática a volverse un asunto de pequeñoburgueses arribistas.
Recientemente los nuevos arquitectos lograron, con su cristal y con su acero, crear unos espacios en los que es muy difícil dejar huellas. «De acuerdo con lo dicho», escribió Scheerbart hace veinte años, «hoy podemos hablar de una nueva ‘cultura de cristal’. Y ese nuevo entorno de cristal cambiará por completo al ser humano».
En el primer tercio del siglo pasado nadie sospechaba todavía cómo se debía construir edificios utilizando ya cristal y hierro. Hace ya mucho tiempo que lo han resuelto los hangares y los silos.
El vidrio está actualmente destinado a hacer un gran papel en la arquitectura de metal. En vez de gruesos muros, que pierden solidez y seguridad según aumenta el número de vanos, nuestras casas se verán atravesadas por tantas aberturas que parecerán casi translúcidas. Las amplias aberturas de cristal, que igual dará que sea simple o doble, fino o grueso, mate o transparente, van a derramar durante el día hacia el interior un brillo mágico, como, de noche, hacia el exterior.
Gobard. «L’Architecture de l’avenir», Revue générale d’architecture, 1849, p. 30. Cit. en Obra de los Pasajes, T 1 a, 4