Para los hombres como son actualmente no hay sino una novedad radical, y además ésa es siempre la misma: la muerte.
El laberinto es patria del que vacila. El camino de aquel a quien espanta el auténtico logro de la meta trazará fácilmente un laberinto. Así hace el instinto en los episodios que preceden a su satisfacción. Pero así hace también la humanidad (la clase) que no quiere saber qué va a ser de ella.
El entorno objetual del hombre asume con menos contemplaciones cada vez la expresión de la mercancía. Y, simultáneamente, la publicidad tiende a disimular el carácter de mercancía de las cosas. A la engañosa transfiguración del mundo propio de las mercancías se opone su distorsión en lo alegórico. La mercancía trata de mirarse a sí misma a la cara, y su humanización la celebra en la puta.
La rememoración complementa la ‘vivencia’. En ella se precipita la creciente autoalienación del hombre, que hace inventario de todo su pasado como capital ya sin valor. La reliquia procede del cadáver, rememoración de la experiencia ya difunta que, eufemísticamente, se llama vivencia.
Nada de lo que haya acontecido se ha de dar para la historia por perdido. Por supuesto que sólo a la humanidad redimida le incumbe enteramente su pasado. Cosa que significa que sólo para esa humanidad redimida se ha hecho convocable su pasado en todos y cada uno de sus momentos. Y es que cada uno de sus instantes vividos se convierte en una citation à l’ordre du jour: ése día que es el del Juicio Final, precisamente.
La idea de un progreso del género humano a lo largo del curso de la historia no puede separarse de la idea de su prosecución en un tiempo vacío y homogéneo. La crítica de la idea de tal prosecución debe constituir la base misma de la crítica de la idea general de progreso.
Lo que es el tiempo-ahora, que en cuanto modelo del mesiánico resume toda la historia de la humanidad en una gigantesca abreviatura, viene a coincidir exactamente con la figura que la historia de la humanidad compone en el universo en su conjunto.
Dios no creó al ser humano en absoluto a partir de la palabra, y además tampoco le dio nombre. Y eso porque no quiso subordinarlo al lenguaje, sino que, en el hombre, desplegó el lenguaje libremente, ese mismo que a él le había servido en tanto medio de la Creación. Dios al fin descansó cuando, en el hombre, abandonó a sí lo creativo. Y así lo creativo, desprovisto de lo que fue su actualidad divina, se convirtió en conocimiento.
Mediante la palabra, el ser humano se encuentra conectado con lo que es el lenguaje de las cosas. Por ello, dado que la palabra humana es el nombre mismo de las cosas, no podrá aquí reaparecer la idea (propia de la concepción burguesa del lenguaje) de que la palabra sólo guarda relación accidental con cada cosa, que la palabra es signo de las cosas (o que es un signo de su conocimiento) que se estableció por convención. El lenguaje no da nunca meros signos.
El ser humano no tiene un destino, sino que el sujeto del destino es como tal indeterminable. Puede el juez ver destino donde quiera; al castigar, lo dicta ciegamente. Y aunque el hombre no queda afectado por esto, sí se afecta la mera vida en él, que, en virtud de la luz, participa en la culpa natural como participa en la desdicha.
Nos hemos vuelto pobres. Hemos ido perdiendo uno tras otro pedazos de la herencia de la humanidad; a menudo hemos tenido que empeñarlos a cambio de la calderilla de lo ‘actual’ por la centésima parte de su valor. Nos espera a la puerta la crisis económica, y tras ella una sombra, la próxima guerra.
Con las experiencias de la humanidad –y la Antigüedad es una de ellas– sucede lo mismo que con las experiencias del individuo. Su ley formal es una ley de encogimiento; su laconismo no es sagacidad, sino la sequedad del fruto viejo, del viejo rostro humano.
«Si el trabajo humano –dice Loos– tan sólo está formado por la destrucción, entonces es realmente un trabajo humano, noble y natural». Durante mucho tiempo, demasiado, se ha puesto el énfasis en lo creativo. Pero tan creativo lo será solamente quien evite el encargo y el control. El trabajo encargado, controlado, cuyos modelos son el trabajo político y el técnico, solamente produce suciedad y desechos, destruye por completo el material, desgasta lo creado, criticando sus propias condiciones, y viene a ser con ello lo contrario del trabajo que hace el diletante, que disfruta creando. La obra de éste es en cambio inofensiva y pura; consume y purifica lo que es magistral.
El europeo medio no ha sido capaz de unificar su vida con la técnica, porque se aferra al fetiche de la creatividad. Es preciso haber seguido a Loos en su lucha con el dragón del ‘ornamento’, hay que haber escuchado el esperanto estelar de los personajes de Paul Scheerbart o bien hay que haber visto el ‘ángel nuevo’ de Klee, que prefiere liberar a los humanos cuando va retirándolos a hacerlos felices con sus dádivas, para detectar una humanidad que se acredita en la destrucción.
«Pretender fijar fugaces reflejos no es sólo imposible, como ha demostrado una investigación alemana rigurosa, sino que el simple deseo de así hacerlo ya es una blasfemia. Porque el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios mismo, y la imagen de Dios no puede fijarla una máquina humana. Como mucho, el artista, cuando está inspirado por el cielo, puede atreverse a reproducir los rasgos divino-humanos en su instante de mayor intensidad, y ello por orden superior del genio, pero sin ayuda de máquina alguna». [En este texto del Leipziger Anzeiger, de mediados del siglo XIX] vemos manifestarse claramente, con todo el peso de su grosería, el concepto más banal de ‘arte’, al que cualquier consideración técnica es ajena, y que ha comprendido claramente que la provocadora aparición de la nueva técnica sin duda representa su final. No obstante lo cual, es con este concepto, fetichista y antitécnico, de arte con el que los teóricos de la fotografía han ido trabajando durante casi cien años, claro que sin llegar a ningún resultado. Pues lo que han hecho ha sido acreditar al fotógrafo ante el tribunal que él destruía.
Recuerdo haber tenido una conversación con Kafka –dice Brod– cuyo punto de partida era la Europa actual y la decadencia de la humanidad. «Somos», dijo, «pensamientos nihilistas, ideas de suicidio que se alzan en la cabeza divina».
Ese liberador encantamiento de que el cuento dispone no sólo pone en juego de forma mítica a la naturaleza, sino que alude a su complicidad con el ser humano liberado.
Engels se opone a dos distintas cosas: de un lado, a la costumbre de presentar en la historia del espíritu lo que es un dogma nuevo como el verdadero ‘desarrollo’ de un dogma anterior, una escuela poética calificada como ‘reacción’ frente a otra escuela poética anterior, un estilo nuevo como ‘superación’ en cuanto tal de un estilo anterior, que le precede; pero, implícitamente, Engels se opone al tiempo a la costumbre de presentar esas figuras nuevas al margen del efecto que ellas causan sobre los seres humanos y del que es su proceso productivo.
Las ciencias naturales aparecen en Korn como la ciencia por antonomasia, por ser el fundamento de la técnica. Pero es evidente que la técnica jamás es un hecho puramente científico, sino que, al mismo tiempo, es un hecho histórico. Y, en tanto que tal, la técnica nos obliga a revisar la separación positivista –por completo carente de dialéctica– que se ha intentado establecer entre ciencias de la naturaleza y del espíritu. Las preguntas que la humanidad le plantea a la naturaleza se ven condicionadas, entre otras muchas cosas, por el estado de su producción. Éste es el punto en que el positivismo fracasa por completo. Y eso porque éste no podía ver en el desarrollo de la técnica sino el progreso de las ciencias naturales, no el retroceso de la sociedad. Y, por lo demás, pasó por alto que el capitalismo, como tal, es una de las causas decisivas de dicho desarrollo.
En tanto tal, la historia cultural representa un avance del conocimiento exclusivamente en apariencia, y ni siquiera representa en apariencia un auténtico avance para la dialéctica. Pues le falta el momento destructivo que garantiza lo que es la autenticidad del pensamiento dialéctico y de la experiencia del dialéctico. En efecto, la historia cultural incrementa la carga de tesoros que se van acumulando en las espaldas de la humanidad, pero no le da a ésta la fuerza de sacudirse dicha carga y alcanzar a tomarla entre sus manos.
Lichtenberg nos dice: «Lo importante no es de qué esté convencida una persona, sino en qué la convertirán sus convicciones».
Galy Gay es presentado como un hombre «que no sabe nunca decir no». Pero eso, a su vez, también es sabio. Pues de este modo Galy Gay admite las contradicciones de la vida en el único lugar en el que éstas pueden superarse: en el ser humano. Sólo «el que está de acuerdo» tiene oportunidad de cambiar el mundo.
El estancamiento producido de pronto en lo que es el flujo real de la vida, instante en que su curso se detiene, es perceptible ahí como reflujo: y uno que, sin duda, es el asombro. La dialéctica en estado de parálisis es su auténtico objeto. Es el peñasco a partir del cual la mirada se hunde dentro de la corriente de las cosas. […] Pero si el torrente de las cosas se rompe en el peñasco del asombro, ya no hay diferencia entre una vida y una palabra humana. En el teatro épico, ambas son la cresta de la ola que hace alumbrar la vida desde el lecho del tiempo, lucir por un momento en el vacío e irse luego al fondo nuevamente.
Tal como lo fuera para Vico, para Jochmann la imagen de los dioses y de los héroes de los primeros tiempos no fue un invento de estafadores sacerdotes, ni la leyenda de unos conquistadores ávidos de poder y de dominio, sino que esas imágenes fueron las primeras en que la humanidad expresó su propia naturaleza.
Lo que llamábamos ‘arte’ tiene hoy su comienzo a dos metros del cuerpo, mientras que en el kitsch el mundo de las cosas se consigue acercar al ser humano.
Hebel habría dicho que una acción es moral siempre que su máxima esté oculta. Mas no escondida como el botín de un robo, sino como el oro que se guarda en la tierra. Por tanto, la moral está ligada a situaciones en que los hombres la descubren.
La verdadera narración siempre ha tenido un decidido carácter conservador en el mejor sentido de este término. No es posible pensar en ninguno de los grandes narradores manteniéndose al margen de los más antiguos pensamientos de los hombres.
Bertolt Brecht, Hauspostille, Berlín, 1927, p. 117. Cit. en W. Benjamin, en Obras II, 2, p. 278 n.
Para Goethe, la meta natural de la ciencia es que el ser humano se comprenda a sí mismo cuando piensa y actúa. […] Pero el mayor beneficio resultante del conocimiento de la naturaleza sin duda consistía para él en la forma que ésta le otorga a una vida. Goethe desplegó aquella idea hasta alcanzar un estricto pragmatismo: «Sólo lo fecundo es verdadero».
Quien no quiere entrar en contacto con el día, ya sea por miedo a los seres humanos o en beneficio del recogimiento en su interior, no come nada y desprecia el desayuno. De este modo evita la fractura entre el mundo de la noche y el mundo del día.
La satisfacción sexual deja a los hombres como liberados de su secreto, que no consiste en la sexualidad, pero que a través de su satisfacción –y tal vez sólo en ella– es amputado, aunque no resuelto.
La técnica no es, en cuanto tal, el dominio de la naturaleza, sino el dominio de la relación de la naturaleza con lo humano.
Los seres humanos, en tanto que especie, se encuentran, desde hace unos milenios, al final de su desarrollo, pero la humanidad, en tanto especie, se encuentra al principio.
Recientemente los nuevos arquitectos lograron, con su cristal y con su acero, crear unos espacios en los que es muy difícil dejar huellas. «De acuerdo con lo dicho», escribió Scheerbart hace veinte años, «hoy podemos hablar de una nueva ‘cultura de cristal’. Y ese nuevo entorno de cristal cambiará por completo al ser humano».